DON CAMILO se había dejado llevar un poco por su celo durante una jaculatoria de asunto local en que no faltó algún pinchacito más bien fuerte para esos tales, y sucedió que, la noche siguiente, cuando tiró de las cuerdas de las campanas porque al campanero lo habían llamado quién sabe dónde, se produjo el infierno. Un alma condenada había atado petardos al badajo de las campanas. No hubo daño alguno, pero se produjo una batahola de explosiones como para matar de un síncope.
Don Camilo no había abierto la boca. Había celebrado la función de la tarde en perfecta calma, con la iglesia repleta. No faltaba ninguno de aquellos. Pepón en primera fila, y todos mostraban caras tan compungidas como para poner frenético a un santo. Pero don Camilo era un aguantador formidable y la gente se había retirado desilusionada.
Cerrada la puerta grande, don Camilo se había echado encima la capa, y antes de salir, había ido a hacer, una corta reverencia ante el altar.
–¡Don Camilo! –le dijo el Cristo–. ¡Deja eso!
–No entiendo –había protestado don Camilo.
–¡Deja eso!
Don Camilo había sacado de debajo la capa un garrote y lo había depositado ante el altar.
–Una cosa muy fea, don Camilo.
–Jesús, no es de roble: es de álamo, madera liviana, flexible... –habíase justificado don Camilo.
–Vete a la cama, don Camilo, y no pienses más en Pepón.
Don Camilo había abierto los brazos e ido a la cama con fiebre. Así, la noche siguiente, cuando se le presentó la mujer de Pepón, dio un salto como si le hubiese estallado un petardo bajo los pies.
–Don Camilo –empezó la mujer, que estaba muy agitada.
Pero él la interrumpió
–¡Márchate de aquí, raza sacrílega!
–Don Camilo, olvide estas estupideces... En Castellino está aquel maldito que intentó matar a Pepón. .. Lo han soltado.
Don Camilo había encendido el cigarro.
–Compañera, ¿a mí vienes a contármelo? No la hice yo la amnistía. Por lo demás, ¿qué te importa? La mujer se puso a gritar.
–Me importa porque han venido a decírselo a Pepón y Pepón ha salido para Castellino como un endemoniado, llevándose el ametrallador[1].
–¡Ajá! ¿Así que tenemos armas escondidas, verdad?
–Don Camilo, ¡deje tranquila la política! ¿No comprende que él lo mata? ¡Si usted no me ayuda, él se pierde!
Don Camilo rió pérfidamente:
–Así aprenderá a atar petardos al badajo de las campanas. ¡En presidio quisiera verlo morir! ¡Fuera de aquí!
Tres minutos después, don Camilo, con la sotana atada en torno del cuello, partía como un obseso hacia Castellino en la "Wolsit" de carrera del hijo del sacristán. Alumbraba una espléndida luna y a cuatro kilómetros de Castellino vio don Camilo a un hombre sentado en el parapeto del puentecito del Foso Grande. Allí moderó la marcha, pues hay que ser prudentes cuando se viaja de noche. Detúvose a diez metros del puente, teniendo al alcance de la mano un chisme que se había hallado en el bolsillo.
–Joven –preguntó–, ¿ha visto pasar a un hombre grande en bicicleta, derecho hacia Castellino?
–No, don Camilo–contestó tranquilamente el otro.
Don Camilo se acercó.
–¿Has estado ya en Castellino? –inquirió.
–No; he pensado que no valía la pena. ¿Ha sido la estúpida de mi mujer la que lo ha hecho incomodarse?
–¿Incomodarme? Figúrate... Un paseíto.
–Pero ¡qué pinta ofrece un cura en bicicleta de carrera! –dijo Pepón soltando una carcajada.
Don Camilo se le sentó al lado.
–Hijo mío, es preciso estar preparado para ver cosas de todos los colores en este mundo.
Una horita después don Camilo estaba de regreso e iba a hacerle su acostumbrada relación al Cristo.
–Todo ha andado como me lo habíais sugerido.
–Bravo, don Camilo. Pero, dime, ¿te había sugerido también agarrarlo por los pies y arrojarlo al foso?
Don Camilo abrió los brazos.
–Verdaderamente no recuerdo bien. El hecho es que a él no le hacía gracia ver un cura en bicicleta de carrera y entonces procedí de manera que no me viese más
–Entiendo. ¿Ha vuelto ya?
–Estará por llegar. Viéndolo caer en el foso pensé que saliendo un poco mojado le estorbaría la bicicleta y entonces pensé regresar solo trayendo las dos.
–Has tenido un pensamiento muy gentil, don Camilo –aprobó el Cristo gravemente.
Pepón asomó hacia el alba en la puerta de la rectoral. Estaba empapado y don Camilo le preguntó si llovía.
–Niebla –contestó Pepón entre dientes–. ¿Puedo tomar mi bicicleta?
– Figúrate: ahí la tienes. Pepón miró la bicicleta.
–¿No ha visto por casualidad si atado al caño había un ametrallador?
Don Camilo abrió los brazos sonriendo.
–¿Un ametrallador? ¿Qué es eso?
–Yo –dijo Pepón desde la puerta– he cometido un solo error en mi vida: el de atarle petardos a los badajos de las campanas. Debía haberle atado media tonelada de dinamita.
–Errare humanum est –observó don Camilo.
[1] En el original se lee la mitra, apócope de mitragliatrice (ametralladora). Arma difundida en Italia desde la última guerra, es un fusil ametralladora más corto que el ordinario. Se lleva generalmente bajo el brazo. Llamado también mitragliatore (ametrallador), así lo denominaremos invariablemente en esta traducción, en género masculino, distinguiéndolo de la ametralladora. (N. del T.)
Don Camilo no había abierto la boca. Había celebrado la función de la tarde en perfecta calma, con la iglesia repleta. No faltaba ninguno de aquellos. Pepón en primera fila, y todos mostraban caras tan compungidas como para poner frenético a un santo. Pero don Camilo era un aguantador formidable y la gente se había retirado desilusionada.
Cerrada la puerta grande, don Camilo se había echado encima la capa, y antes de salir, había ido a hacer, una corta reverencia ante el altar.
–¡Don Camilo! –le dijo el Cristo–. ¡Deja eso!
–No entiendo –había protestado don Camilo.
–¡Deja eso!
Don Camilo había sacado de debajo la capa un garrote y lo había depositado ante el altar.
–Una cosa muy fea, don Camilo.
–Jesús, no es de roble: es de álamo, madera liviana, flexible... –habíase justificado don Camilo.
–Vete a la cama, don Camilo, y no pienses más en Pepón.
Don Camilo había abierto los brazos e ido a la cama con fiebre. Así, la noche siguiente, cuando se le presentó la mujer de Pepón, dio un salto como si le hubiese estallado un petardo bajo los pies.
–Don Camilo –empezó la mujer, que estaba muy agitada.
Pero él la interrumpió
–¡Márchate de aquí, raza sacrílega!
–Don Camilo, olvide estas estupideces... En Castellino está aquel maldito que intentó matar a Pepón. .. Lo han soltado.
Don Camilo había encendido el cigarro.
–Compañera, ¿a mí vienes a contármelo? No la hice yo la amnistía. Por lo demás, ¿qué te importa? La mujer se puso a gritar.
–Me importa porque han venido a decírselo a Pepón y Pepón ha salido para Castellino como un endemoniado, llevándose el ametrallador[1].
–¡Ajá! ¿Así que tenemos armas escondidas, verdad?
–Don Camilo, ¡deje tranquila la política! ¿No comprende que él lo mata? ¡Si usted no me ayuda, él se pierde!
Don Camilo rió pérfidamente:
–Así aprenderá a atar petardos al badajo de las campanas. ¡En presidio quisiera verlo morir! ¡Fuera de aquí!
Tres minutos después, don Camilo, con la sotana atada en torno del cuello, partía como un obseso hacia Castellino en la "Wolsit" de carrera del hijo del sacristán. Alumbraba una espléndida luna y a cuatro kilómetros de Castellino vio don Camilo a un hombre sentado en el parapeto del puentecito del Foso Grande. Allí moderó la marcha, pues hay que ser prudentes cuando se viaja de noche. Detúvose a diez metros del puente, teniendo al alcance de la mano un chisme que se había hallado en el bolsillo.
–Joven –preguntó–, ¿ha visto pasar a un hombre grande en bicicleta, derecho hacia Castellino?
–No, don Camilo–contestó tranquilamente el otro.
Don Camilo se acercó.
–¿Has estado ya en Castellino? –inquirió.
–No; he pensado que no valía la pena. ¿Ha sido la estúpida de mi mujer la que lo ha hecho incomodarse?
–¿Incomodarme? Figúrate... Un paseíto.
–Pero ¡qué pinta ofrece un cura en bicicleta de carrera! –dijo Pepón soltando una carcajada.
Don Camilo se le sentó al lado.
–Hijo mío, es preciso estar preparado para ver cosas de todos los colores en este mundo.
Una horita después don Camilo estaba de regreso e iba a hacerle su acostumbrada relación al Cristo.
–Todo ha andado como me lo habíais sugerido.
–Bravo, don Camilo. Pero, dime, ¿te había sugerido también agarrarlo por los pies y arrojarlo al foso?
Don Camilo abrió los brazos.
–Verdaderamente no recuerdo bien. El hecho es que a él no le hacía gracia ver un cura en bicicleta de carrera y entonces procedí de manera que no me viese más
–Entiendo. ¿Ha vuelto ya?
–Estará por llegar. Viéndolo caer en el foso pensé que saliendo un poco mojado le estorbaría la bicicleta y entonces pensé regresar solo trayendo las dos.
–Has tenido un pensamiento muy gentil, don Camilo –aprobó el Cristo gravemente.
Pepón asomó hacia el alba en la puerta de la rectoral. Estaba empapado y don Camilo le preguntó si llovía.
–Niebla –contestó Pepón entre dientes–. ¿Puedo tomar mi bicicleta?
– Figúrate: ahí la tienes. Pepón miró la bicicleta.
–¿No ha visto por casualidad si atado al caño había un ametrallador?
Don Camilo abrió los brazos sonriendo.
–¿Un ametrallador? ¿Qué es eso?
–Yo –dijo Pepón desde la puerta– he cometido un solo error en mi vida: el de atarle petardos a los badajos de las campanas. Debía haberle atado media tonelada de dinamita.
–Errare humanum est –observó don Camilo.
[1] En el original se lee la mitra, apócope de mitragliatrice (ametralladora). Arma difundida en Italia desde la última guerra, es un fusil ametralladora más corto que el ordinario. Se lleva generalmente bajo el brazo. Llamado también mitragliatore (ametrallador), así lo denominaremos invariablemente en esta traducción, en género masculino, distinguiéndolo de la ametralladora. (N. del T.)
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