14 junio 2008

Página de un diario de Gonzalo Torrente Ballester

10 de diciembre, 1961

Diez de diciembre, a las once de la noche. He terminado el segundo capítulo. Me da dieciocho folios escasos, y consta fundamentalmente de tres momentos. No sé si habré olvidado algo esencial, pero, de momento, lo he perdido de vista. Pri­mer momento, Carlos y Juan esperan a don Lino y tienen con él la primera conversación referente al asunto de los barcos; segundo momento, Clara está en su tienda y llega Cayetano a pedirle perdón y a proponerle que sea su amiga, que sea su querida y llevarla a La Coruña y ponerle un piso. La novedad es que esta conversación intentan escucharla el juez y Cubeiro. Consiguen averiguar lo esencial, y discuten cómo comunicar­lo, porque ninguno de ellos se atreve a ir directamente con el cuento al Casino. Tercer momento: el domingo de Pasión por la mañana, o sea el día siguiente de estos acontecimientos, Paquito, que se marcha: está tocando la flauta en medio de la ca­lle y despierta a don Baldomero. Don Baldomero habla con el retrato de su mujer y, luego, se va a misa, y en misa tiene la revelación de que su deber consiste en quemar las pinturas.
Realmente no he conseguido recordar si había previsto algo más, pero creo que con estos tres subcapítulos (quedan escri­tos) los elementos fundamentales de la acción. Entonces nos encontramos con que el próximo capítulo, el III, empezará el sábado de Pasión, es decir, el sábado anterior a Ramos. He pensado como elemento dinámico de este capítulo empezar con una conversación de doña Angustias con Cayetano diciéndole que el cura acaba de pedirle por favor que influya para que no le impidan sacar a la calle la procesión de las palmas. Este no es el cura de Santa María de la Plata sino el de la pla­ya, el de la parroquia. Entonces, doña Angustias le dice a Ca­yetano que interponga su influencia en el Ayuntamiento para que no se prohíba la salida de la procesión, y, además, para que se evite toda injuria, todo ataque a la gente que vaya en ella. Entonces, esto es considerado como un acto de tiranía de Cayetano, porque naturalmente éste sube al Ayuntamiento y no pide de favor, sino que ordena simplemente que se dé per­miso para la procesión y que no se mueva una rata. Esto se considera un acto de tiranía de Cayetano, y entonces estos co­mentarios me sirven para enlazarlo con la posición de don Lino, que en cierto modo se hace cabeza de los protestantes, de los rebeldes, con lo cual vamos perfilando ya los aconteci­mientos del cuarto capítulo.
Tiene que haber en este capítulo también otras cosas fun­damentales, que son: la decisión de quemar las pinturas y la quema inmediata por don Baldomero. Don Baldomero ha es­condido en la capilla de los Churruchaos una botella de aguar­diente y los instrumentos que piensa que son necesarios para llevar a cabo la fechoría. Entonces, es por la tarde precisamen­te, después del rosario, cuando se queda escondido en la igle­sia, espera a que la iglesia esté vacía, deja pasar el tiempo, come su bocadillo y a las doce de la noche, a las once de la no­che, cuando ya no hay ruidos, comienza la serie de operaciones que culminan plantando fuego a la cortina del ábside central. Con esto, se marcha.
Esto es el sábado por la noche. Naturalmente, la quema de la iglesia. Van a avisar a Carlos, Carlos manda a Juan al monasterio para que avise al fraile, él va a la iglesia corriendo, llega el fraile, aquello no tiene remedio, se ha plantado fuego a la techumbre, el ábside se hunde... Además, la gente no cola­bora en la extinción del fuego, con lo cual hemos llegado ya al domingo por la mañana cuando llega Paquito el Relojero pe­gando alaridos, y atraviesa el pueblo, toma el camino del pazo de Carlos y, febrilmente, empieza a preparar su azagaya. Em­pieza a preparar su azagaya y tiene que hablar con Carlos, ex­plicar a Carlos lo que pasó, y me queda, para meter en este conjunto de cosas, meterlo de una manera armónica, la llegada de fray Eugenio al monasterio y lo que le pasa con el Prior. En­tonces, aquí pueden pasar dos cosas, las dos legítimas, pero no sé cuál de las dos pasará. Puede pasar que fray Eugenio se mar­che del monasterio o pasar, por el contrario, que se arroje a los pies del Prior y le diga que está endemoniado, que lo bendiga y exorcice. O quizá, que él no tiene voluntad y que lo mande a hacer penitencia a una cartuja. Son las dos posibilidades, pero no sé cuál de ellas será la que elija el padre Eugenio.
Y parece que con esto están ya todos los elementos del ter­cer capítulo. Ahora bien, el problema que tengo es el paso del tercer capítulo al cuarto. ¿Qué cosas pasan durante esta Sema­na Santa? ¿Qué les pasa a estos personajes? ¿Tengo que seguir­les la pista, crear un cuarto capítulo, un nuevo capítulo de la Semana Santa, empezar el cuarto capítulo con una larga narra­ción? Porque me da la impresión de que, pasando como estoy pasando bruscamente de un núcleo a otro, dejando entre ellos una semana de tiempo, da la apariencia —apariencia que co­rresponde a una realidad— de estar trabajando a saltos, y de que la narración resulta a saltos también. Primer capítulo; se­gundo capítulo, una semana después; tercer capítulo, otra se­mana, y, cuarto capítulo, una semana más. ¿Cuál sería el modo de resolver esto sin que resultase violento? Porque, cla­ro, hay una serie de cosas que pueden pasar; es decir, que aun­que voy dando a cada uno de los subcapítulos el desarrollo que creo necesario, tengo la impresión de que la cosa va preci­pitada. Y claro, tal y como marcha todo, tal y como he conce­bido por necesidad, claro, éstas... En fin, no sé, no sé, no sé...
Hay que confiar en que, a última hora, se me ocurra una fór­mula, y esta fórmula no puede aparecer hasta que tenga escri­to el tercer capítulo, hasta que el tercer capítulo tenga una en­tidad, que yo pueda, efectivamente, verlo en su conjunto. De todas maneras, el número de acontecimientos que se acumu­lan en cada capítulo me parece suficiente: después del capítu­lo cuarto, que será bastante largo, el capítulo quinto es, en el tiempo, inmediato, el capítulo quinto y último. Mira tú que, a fin de cuentas, en qué ha llegado a convertirse Cayetano, lo que ha salido ahí. Y, además, me queda todavía por escribir el segundo intermedio, caray; digo, el primer intermedio, que, como se me olvide, me luzco. Vamos a ver si mañana, lunes, se puede hacer algo: meterme a escribir otro (capítulo), que no sé ni cómo me va a salir. Bueno. Vamos a oír esto, a ver si oyéndolo se me ocurre al­guna cosa más, o se me recuerda algo que esté olvidando.


de Gonzalo Torrente Ballester - "Los cuadernosde un vate vago"

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