04 noviembre 2024

4 de noviembre

 «Se levanta todas las mañanas a las ocho. Lo primero que hace es asomarse en pijama a la calle. Aparta unos segundos la cortina y mira primero a las ventanas de enfrente y luego a la calle. Se fija en los coches aparcados, para comprobar las matrículas. Sale hacia las ocho y media. Traje, corbata, anorak verde oscuro. Piso 3.º izquierda, calle Granados, 14, finca con cinco plantas y dos ascensores. Barrio de clase media baja, apartado del centro histórico. Mujer de la limpieza en el portal miércoles y viernes. La calle va a salir a una avenida de mucho tráfico que termina en la circunvalación, a unos 2 km del cruce para Madrid. Salida más fácil a pie hasta la avenida, y de allí 90 km de carretera mala hasta la autovía en Bailén».

Pero quién puede averiguar de verdad algo, mediante la inteligencia o la adivinación, si nadie sospecha ni descubre nada, a no ser gracias a una confesión o a una delación, cualquier rostro es una máscara perfecta y no hay ojos que no brillen emboscados tras la negrura de un antifaz. Los muertos hablan, decía Ferreras, a diferencia de los vivos ellos no esconden ningún secreto, están tan del otro lado del pudor como de la vida, muestran sin palabras todo lo que fueron, lo más íntimo y lo más miserable, lo más despojado, lo más vil, la papilla amarillenta y medio digerida de lo que comieron unas horas antes de morir, la traza de los vicios, el alquitrán en los pulmones, el hígado hinchado por el alcohol, las caries, la cera en el interior de los oídos, la irritación en los esfínteres por la falta de higiene, los efectos del trabajo en las manos, las huellas de nicotina, las quemaduras ácidas del yeso, los rastros de tinta —Fátima tenía una mancha de tinta de rotulador en la yema del dedo índice de la mano derecha, y un pequeño callo en el dedo corazón, de los que les salen a los niños de escribir apretando mucho el lápiz.

El jardín de una casita de verano

el jardín de una casita de verano

03 noviembre 2024

3 de noviembre

 El 3 de noviembre de 1918, la jornada histórica de Trieste, realmente había de resultar bien poco idónea para burlas.

A las ocho de la tarde Mario, a instancias del hermano que tras haber oído contar del desembarco de los italianos quedaba en cama ansioso de saber más noticias, se acercó hasta el café a tomar aquel mejunje endulzado con sacarina que los triestinos se habían habituado a considerar café.
De entre sus conocidos solo encontró allí a Gaia que, sentado en un diván, descansaba del par de horas que había pasado de pie. Sintiéndolo mucho por él, hay que decir que Gaia era la viva imagen del espíritu del mal. No que por ello fuera feo. A los cincuenta y cinco años su cabellera era de un blanco reluciente que reflejaba la luz con destellos como de metal, mientras el mostacho que le tapaba los labios finos seguía siendo oscuro.
Enjuto y nada corpulento, habría dado la impresión de ser ágil si no fuera porque iba algo encorvado y porque su cuerpo menudo soportaba el peso de una barriguita que destacaba prominente y fuera de proporción, más baja que la que típicamente provoca en los hombres la falta de actividad, o simplemente el buen apetito: una barriga de esas que los alemanes —que de esto entienden— achacan a la acción de la cerveza. Sus ojillos negros ardían de alegre malicia y presunción. Tenía la voz ronca propia del bebedor y a veces la forzaba para gritar, pues se regía por la regla de que es preciso hablar algo más alto que el interlocutor. Cojeaba, como Mefistófeles, aunque a diferencia de aquel no siempre de la misma pierna, porque el reúma lo atacaba unas veces por la derecha y otras veces por la izquierda.
Mario, a pesar de ser mayor que él y de tener todo el pelo blanco —como es de rigor en las personas serias a su edad— en su rostro lozano, tranquilo y sereno, se percibía que era claramente rubio.
Gaia hablaba, excitándose, de los diversos episodios que había presenciado desde el mediodía. Hacía retórica, pues era llegado el momento de inflar su patriotismo, que hasta que no llegaron los italianos no había sido grande. Él sabía inflarlo todo, dispuesto siempre a exaltarse por cualquier cosa que fuese, con tal que fuese del agrado de quienes eran clientes suyos o podían pasar a serlo.
Oídas desde lejos, hoy las palabras que dijo Mario podrían tacharse de retóricas. Pero es preciso recordar que en aquella jornada hasta las palabras —particularmente en boca de a quienes no había tocado en suerte actuar— tenían obligación de ser altas y heroicas. Mario trató de afinar su ingenio para estar a la altura de la situación y, como es natural, se acordó de que él era un literato. Se despertó lo más refinado de su naturaleza, deseosa de proyectarse hacia la historia. Dijo, literalmente: «Quisiera ser capaz de describir lo que hoy siento». Y tras una ligera vacilación: «Haría falta una pluma de oro para inscribir las palabras sobre un pergamino miniado».
Era una renuncia dado que en Trieste entonces, entre otras muchas cosas, no había plumas de oro ni pergaminos miniados. Pero a Gaia le pareció todo lo contrario y se irritó como saben irritarse los borrachos.
Le pareció una enormidad que Mario Samigli osase ni tan solo aludir a su pluma ante un acontecimiento de importancia histórica. Apretó los labios como para esconder el gran insulto que por generación espontánea se le estaba formando en la boca y abrió el puño que se le había cerrado solo, de ver la lozana nariz del literato; pero no pudo reprimir otra reacción más eficaz que la palabra e incluso que el puño, y que llevaba pensada largo tiempo si bien aún no estaba todo lo madura que podría quedar preparándola con esmero: la burla se descargó sobre la cabeza del pobre Mario como si fuera un explosivo que por azar entra en contacto con el fuego.
Y así Gaia aprendió que la burla, como todas las demás obras de arte, se puede improvisar. Como él no creía que fuese a salir bien, pensaba darle fin en cuanto le hubiese servido para manifestarle su desprecio a aquel presuntuoso. Pero resultó que Mario picó el anzuelo de tal modo que arrancárselo habría supuesto un gran esfuerzo. Y Gaia dejó que la burla siguiera viva, sabiendo que además en Trieste no abundaban las diversiones. Había que resarcirse de una época de seriedad que había durado demasiado.
Le dio comienzo con vehemencia:
—Se me olvidaba decírtelo. Se olvida uno de todo, en un día como hoy. ¿Sabes a quién he visto entre la gente que aplaudía? Al representante de la editorial Westermann de Viena. Me acerqué a él, para que se fastidiara. Aplaudía él también sin saber una palabra de italiano. Y en lugar de picarse, inmediatamente se puso a hablar de ti. Me preguntó qué compromisos tenías con tu editor respecto a tu vieja novela Una juventud. Ese libro lo vendiste, ¿no?, si no me equivoco.

Haiku

Sobre textos de MATSUO BASHŌ

02 noviembre 2024

2 de noviembre

 Granos de polen y balas mágicas

Viajaba yo en automóvil por la campiña inglesa con mi hija Juliet, que entonces tenía seis años, y me señaló algunas flores al borde de la carretera. Le pregunté para qué pensaba ella que eran las flores silvestres. Me dio una respuesta bastante meditada. «Para dos cosas», me dijo. «Para hacer el mundo bonito y para ayudar a las abejas a que hagan miel para nosotros.» Esto me emocionó, y lamenté tener que decirle que no era cierto.
La respuesta de mi hijita no era demasiado distinta a la que hubiera dado la mayoría de adultos a lo largo de la historia. La creencia de que la creación natural está aquí para nuestro beneficio es muy antigua. El primer capítulo del Génesis la expresa explícitamente. El hombre «dominará» sobre todos los seres vivos, y animales y plantas están aquí para deleite y uso nuestro. Como documenta el historiador Sir Keith Thomas en su Man and the Natural World (El hombre y el mundo natural), esta actitud impregnó la Cristiandad medieval y ha persistido hasta nuestros días. En el siglo diecinueve, el reverendo William Kirby pensaba que el piojo era un incentivo indispensable para la limpieza. Las bestias salvajes, según el obispo isabelino James Pilkington, alentaban la valentía de los hombres y proporcionaban un entrenamiento útil para la guerra. Los tábanos, según un escritor del siglo dieciocho, fueron creados «con el fin de que los hombres ejerciten su ingenio e industria para librarse de ellos». Las langostas estaban dotadas de un duro caparazón para que, antes de comerlas, pudiéramos beneficiarnos del ejercicio de romper sus pinzas. Otro piadoso escritor medieval pensaba que las malas hierbas estaban aquí para nuestro provecho: es bueno para nuestro espíritu tener que trabajar duro para arrancarlas.
De los animales se ha pensado que tenían el privilegio de compartir nuestro castigo por el pecado de Adán. Keith Thomas cita al respecto a un obispo del siglo diecisiete: «Cualquier cambio a peor que les haya afectado no ha sido castigo suyo, sino una parte del nuestro». Uno siente que esto debiera ser un gran consuelo para ellos. En 1653, Henry More creía que vacas y ovejas habían recibido la vida, sólo y ante todo, para que su carne estuviera fresca «hasta que tengamos necesidad de comerla». La conclusión lógica de esta línea de pensamiento es que, en realidad, los animales anhelan ser comidos.
El faisán, la perdiz y la alondra
Volaron a tu casa, como si fuera el Arca.
El buey voluntarioso vino por sí mismo
A casa para el sacrificio, con el cordero;
Y todas las bestias de más allá vinieron
A ofrecerse como presente.
En The Restaurant at the End of the Universe (El restaurante del fin del universo) —parte de la brillante saga Hitchhiker’s Guide to the Galaxy (Guía de la galaxia para autostopistas)—, Douglas Adams elaboró una conclusión futurista y grotesca a partir de esta presunción. Cuando el héroe y sus amigos se sientan en el restaurante, un gran cuadrúpedo se les acerca obsequioso a la mesa y en tonos agradables y cultivados se ofrece como plato del día. Explica que su raza ha sido criada para desear ser comida, junto con la capacidad de expresar ese anhelo de manera inequívoca: «¿Quizá algo del lomo… braseado en una salsa de vino blanco?… O la cadera, que está muy buena… La he estado ejercitando y he comido mucho grano, de modo que hay cantidad de buena carne aquí». Arthur Dent, el menos galácticamente refinado de los comensales, se siente horrorizado, pero los restantes miembros del grupo piden grandes filetes para todos y, agradecido, el manso animal se va trotando a la cocina para matarse (humanitariamente, añade, con un guiño tranquilizador hacia Arthur).
El relato de Douglas Adams es una comedia manifiesta, pero estoy sinceramente convencido de que la siguiente argumentación sobre el plátano, citada literalmente de un opúsculo actual amablemente remitido por uno de mis muchos corresponsales creacionistas, va en serio.

Rosas

rosas

¡A volar!