31 mayo 2024
30 mayo 2024
La mañana del 30 de mayo de 1827 cuando Samuel Pickwick, surgiendo de sus sueños cual otro sol...
el sol, acababa de levantarse y de alumbrar la mañana del 30 de mayo de 1827 cuando Samuel Pickwick, surgiendo de sus sueños cual otro sol
Primeros días de viaje, primeras aventuras nocturnas y sus consecuencias.
Charles Dickens
Los papeles póstumos del Club Pickwick
Primeros días de viaje, primeras aventuras nocturnas y sus consecuencias.
Ese puntual cumplidor de todo trabajo, el sol, acababa de levantarse y de alumbrar la mañana del 30 de mayo de 1827 cuando Samuel Pickwick, surgiendo de sus sueños cual otro sol, abría la ventana de su cuarto y contemplaba al mundo que debajo de él se extendía. Goswell Street hallábase a sus pies; Goswell Street tendíase a su derecha, y hasta donde la vista alcanzar podía veíase a la izquierda Goswell Street, y la acera opuesta de Goswell Street mirábase enfrente. «Tales —pensaba Mr. Pickwick— son las limitadas ideas de aquellos filósofos que satisfechos con el examen de las cosas que tienen ante sí no descubren las verdades que más allá se esconden. Así, podía yo contentarme con mirar simplemente Goswell Street sin preocuparme en penetrar las ocultas regiones que a la calle circundan.» Y después de producir Mr. Pickwick esta hermosa reflexión, embutióse en su traje, y sus trajes en el portamantas. Los grandes hombres rara vez se distinguen por la escrupulosidad de su indumento; así, pues, la operación de rasurarse, vestirse y sorber el café pronto estuvo concluida, y una hora después, Mr. Pickwick, con su portamantas en la mano, su anteojo en el bolsillo de su amplio gabán y el libro de notas en el del chaleco, dispuesto a recibir cualquier descubrimiento digno de registrarse, llegaba a la cochera de San Martín el Grande.
—¡Cochero! —exclamó Pickwick.
—Aquí está, sir —articuló un extraño ejemplar de la raza humana, con cazadora de tela de saco y mandil de lo mismo, que con una etiqueta y un número de latón en el cuello parecía catalogado en alguna colección de rarezas. Era el mozo de limpieza—. Aquí está, sir. ¡Vamos, el primero!
Y hallado el cochero número 1 en la taberna donde había fumado su primera pipa, Mr. Pickwick y su portamantas fueron introducidos en el vehículo.
—¡A Golden Cross! —ordenó Mr. Pickwick.
—¡Nada, ni para un trago, Tomás! —exclamó malhumorado el cochero, dirigiéndose a su amigo el mozo, al arrancar el coche.
—¿Qué tiempo tiene ese caballo, amigo? —preguntó Mr. Pickwick, frotándose la nariz con el chelín que había sacado para pagar el recorrido.
—Cuarenta y dos —replicó el cochero mirándole de través.
—¡Cómo! —exclamó Mr. Pickwick llevando su mano al cuaderno de apuntes.
El cochero reiteró su afirmación primera. Mr. Pickwick miró fijamente a la cara del cochero; pero en vista de que los rasgos de ésta permanecieron inmutables, se decidió a consignar el hecho.
—¿Y cuánto tiempo le tiene usted trabajando cada vez? —inquirió Mr. Pickwick, para ampliar la información.
—Dos o tres semanas —contestó el cochero.
—¡Semanas! —dijo asombrado Mr. Pickwick… y de nuevo salió el cuaderno de apuntes.
—Su casa está en Pentonwill, pero rara vez le llevamos allí, por lo flojo que está —observó el cochero con frialdad.
—¡Por lo flojo que está! —repitió vacilante Mr. Pickwick.
—En cuanto se desengancha se cae —prosiguió el cochero—; pero cuando está enganchado le tenemos bien tieso y le llevamos tan corto, que no es fácil que se caiga; y hemos puesto un par de ruedas tan anchas y hermosas, que en cuanto él se mueve echan tras él y no tiene más remedio que correr… no puede por menos.
Mr. Pickwick consignó en su cuaderno todas las palabras de esta información con propósito de comunicarlas al Club, como ejemplo singular de la tenacidad vital de los caballos bajo las más difíciles circunstancias. Apenas había terminado su anotación cuando llegaban a Golden Cross. Saltó el cochero y salió Mr. Pickwick del coche. Mr. Tupman, Mr. Snodgrass y Mr. Winkle, que se hallaban esperando impacientes la llegada de su ilustre jefe, le rodearon, dándole la bienvenida.
—Aquí tiene usted su servicio —dijo Mr. Pickwick, mostrando el chelín al cochero.
¡Cuál no sería el asombro de los doctos caballeros cuando aquel ente incomprensible arrojó la moneda al suelo y expresó con ademanes inequívocos su deseo de que se le permitiera luchar con Mr. Pickwick por la cantidad que se le adeudaba!
—Usted está loco —dijo Mr. Snodgrass.
—O borracho —añadió Mr. Winkle.
—O las dos cosas —resumió Mr. Tupman.
—¡Vamos, vamos! —gritó el cochero, haciendo ademán de combatir a puñetazos, marcando los movimientos como un péndulo—. ¡Vamos… con los cuatro!
—¡Aquí hay jarana! —gritaron media docena de cazurros—. Manos a la obra, Sam.
Y, vociferando alegremente, se agregaron al grupo.
—¿Qué es ello, Sam? —preguntó un caballerete con mangas de percal negro.
—¿Cómo que qué es ello? —replicó el cochero—. ¿Para qué quería mi número?
—Yo no quería su número —contestó Mr. Pickwick sin salir de su estupefacción.
—Entonces, ¿para qué lo ha tomado usted? —le interrogó el cochero.
—¡Pero si no lo he tomado! —gritó indignado Mr. Pickwick.
—¿Querréis creer —continuó el cochero, dirigiéndose al público—, querréis creer que un investigador va en un coche y no sólo apunta el número del cochero sino cada palabra que dice?
Un rayo de luz brilló en la mente de Mr. Pickwick: se trataba del cuaderno de notas.
—¿Pero hizo eso? —preguntó otro cochero.
—Claro que lo hizo —replicó el primero—. Y luego, a prevención de que yo le atacara, tiene tres testigos para declarar contra mí. Pero le voy a dar, aunque me cueste seis meses. ¡Vamos!
Y el cochero arrojó su sombrero al suelo, con notorio menosprecio de la prenda, arrancó los lentes a Mr. Pickwick y siguió el ataque con un puñetazo en la nariz a Mr. Pickwick, otro en un ojo a Mr. Snodgrass y, por variar, un tercero, en el vientre, a Mr. Tupman; luego empezó a maniobrar bailando en el arroyo; volvió a la acera y, por fin, extrajo del pecho de Mr. Winkle el poco aire que le quedaba; todo en media docena de segundos.
—¿Dónde habrá un policía? —preguntó Mr. Snodgrass.
—Ponedlos bajo las mangas —sugirió un vehemente panadero.
—¡Tendréis que sentir por esto! —amenazó Mr. Pickwick.
—¡Soplones! —gritó la concurrencia.
—¡Vamos! —gritó el cochero, que no había cesado en todo el tiempo de agitar sus puños.
El público allí reunido, que hasta entonces había permanecido como mero espectador de la escena, al enterarse de que los pickwickianos eran confidentes del fisco comenzó a encarecer rápidamente la conveniencia de apoyar la proposición del ardoroso panadero; y no hay que decir los actos de agresión personal que se hubieran cometido a no ser porque la trifulca quedó repentinamente interrumpida por la llegada de un nuevo personaje.
—¿Qué juerga es ésta? —preguntó un joven más bien alto, con verde cazadora, que emergió de improviso ante la cochera.
—¡Soplones! —gritó de nuevo la concurrencia.
—¡No somos tal cosa! —rugió Mr. Pickwick en un tono que hubiera llevado la convicción a cualquier circunstante desapasionado.
—¿No lo son ustedes… no lo son? —dijo el muchacho, dirigiéndose a Mr. Pickwick y abriéndose paso entre la multitud por el infalible sistema de separar a codazos a los elementos componentes de ella.
El docto caballero explicó en breves y apresuradas palabras la realidad del caso.
—Vengan, pues —dijo el de la verde cazadora, cargando casi a viva fuerza con Mr. Pickwick y charlando sin cesar—. Ea, número novecientos veinticuatro, recoja su servicio y márchese… Respetables señores… le conozco bien… imprudencias… Sir, ¿y sus amigos?… Un error, ya se ve… no preocuparse… cosas que ocurren… hasta en las mejores familias… no hay que hablar de morir… un contratiempo… levantadlo… ponga eso en su pipa… el aroma… ¡maldita canalla!
Y con esta larga ristra de entrecortadas frases, pronunciadas con extraordinaria volubilidad, el extraño personaje se encaminó hacia la sala de espera de viajeros, seguido de cerca por Mr. Pickwick y sus discípulos.
—¡Mozo! —gritó el raro personaje, tirando de la campanilla con tremenda violencia—, ponga copas… aguardiente y agua, caliente y fuerte, y dulce, y mucho… ¿El ojo magullado, sir? ¡Mozo!, bistec crudo para el ojo del caballero…; nada como el bistec crudo para las erosiones, sir; el frío de un farol, muy bueno; pero un farol, no es posible… ¡Hay que ver pasarse media hora en la calle y pegar el ojo contra la columna del farol!… ¡Eh, muy bien! ¡Ah, ah!
Y el desconocido, sin tomar resuello, se echó de un trago como media pinta del líquido espumante y se repantigó en la silla tranquilamente, como si nada hubiera pasado.
Charles Dickens
Los papeles póstumos del Club Pickwick
Los papeles póstumos del Club Pickwick, también conocida como Los papeles del Club Pickwick, (The Posthumous Papers of the Pickwick Club) fue la primera novela publicada por el escritor británico Charles Dickens. Está considerado como una de las obras maestras de la literatura inglesa.
Inicialmente fue publicada por entregas entre abril de 1836 y noviembre de 1837, y cada una de sus entregas se convertía en un acontecimiento literario. En un principio, la obra debía ser una narración inspirada en los grabados que había realizado Robert Seymour acerca de un «club Nimrod» de cazadores cómicamente inexpertos, pero el texto no tardó en imponerse a su ilustración.
En torno al protagonista se agrupa un club de extravagantes personajes, cuyas peripecias, narradas con gran sentido del humor, pueden interpretarse como una sátira de la filantropía. La figura más notable de la novela, después de la de Pickwick, es la de su criado Sam Weller.
El protagonista de la novela, el señor Samuel Pickwick, es un anciano caballero, fundador del Club Pickwick. La novela se centra en las aventuras del señor Pickwick junto a sus amigos los señores Nathaniel Winkle, Augustus Snodgrass, y Tracy Tupman, durante un divertido viaje.
29 mayo 2024
EN LA NOCHE
EN LA NOCHE
La noche silenciosa como si vaciara al mundo clandestinamente, las candelas celestes no me alumbran, y el sueño, ¡tal consuelo!, no vierte en mis ojos su arenilla.
Velo como un gorrioncillo que ha caído del alero, y está incierto de si la luz le aportará la vida o perecerá entre las sombras.
Mas ¿Qué importa? En el silencio acojo las monedas de la esperanza y las cuento lentamente, una a una. Quedan muy pocas, están muy desgastadas y quiero sentir su peso, su presencia entre mis dedos.
El tiempo de Eurídice (1996) de José Jiménez Lozano (1930 - 2020)
28 mayo 2024
27 mayo 2024
27 de mayo en la literatura.
Margarita, está linda la mar
1950.
Hace correr el rumor de que se encuentra enfermo de muerte. Su médico personal, el coronel (GN) Heriberto Guardado, se encarga de confirmar la especie en los corrillos sociales. Por fin, es electo otra vez presidente (1950-1956), tras negociar un pacto político con el general Emiliano Chamorro, su tradicional adversario conservador:
Una sala calurosa en Managua. Dos mecedoras de mimbre.
Somoza: (Se da aire con un abanico de paja). General, ¿le puedo solicitar un favor?
Chamorro: (Suspicaz, los ojos escondidos entre el enjambre de pliegues de los párpados). Diga.
Somoza: Estamos a punto de firmar este pacto… (vacila). Yo tengo un hijo, Luis…
Chamorro: (Con cortesía). ¿El ingeniero? Lo conozco.
Somoza: (Apenado). Se pone el título de ingeniero agrónomo sin merecerlo; pero aquí no hay leyes que castiguen las mentiras. (Ríe, socarrón). No trabaja en nada. Yo quiero que usted me permita que él pueda ser diputado, que se distraiga en algo. ¿Por qué no quitamos esa prohibición para los hijos del presidente? (Se calla, y aguarda, el pañuelo de lino, perfumado de Eau de Vétiver cerca de la boca).
Chamorro: (Medita, los ojos siempre escondidos bajo los párpados). Eso… le abriría a su muchacho las puertas. De entre los diputados se escoge al sucesor en caso de que el presidente falte por alguna causa…
Somoza: ¿Luis? ¿Luis, mi sucesor? ¡Permítame que me ría, general! (Se ríe con ganas). Si no tiene ambiciones en la vida. Por eso me le dicen Luis El Bueno. Si le estuviera pidiendo algo para el otro, Anastasio… a ése sí hay que ponerle cuidado…
Chamorro: (Medita aún más: voy a hacerle una concesión a un cadáver. El cáncer no lo va dejar correr largo). Sea, pues. Pero como un favor personal, no como un favor político.
Somoza: (Se levanta a medias de la silla de mimbre, y le extiende ambas manos). Mil gracias, general. No sabe cuánto se lo agradezco.
(¡Vean qué favor!, el orfebre Segismundo golpea la mesa con la palma de la mano. ¡De ese pacto nació la dinastía! Si Dillinger muere, ya está listo el hijo. Y le dice Erwin: eso será quién sabe cuándo, porque el 21, aquí al otro lado, en el Teatro González, el viejo Tacho queda ungido para seis años más, y así per secula seculorum. Hasta que salga alguien que se eche los huevos al hombro, dice el orfebre Segismundo. Y dice el Capitán Prío: todavía no ha nacido ese alguien; y con chaleco salvavidas tejido en acero, menos. Sí, dice Rigoberto mirando contra la luz la cucharita que se acaba de sacar de la boca: no ha nacido).
1951.
Dueño de fábricas textiles, de hielo, de bebidas gaseosas, de calzado, desmotadoras de algodón, beneficios de café, ingenios de azúcar, plantas salineras. Establece el 27 de mayo, cumpleaños de la Primera Dama, como Día del Ejército (a fin de contentarla porque había descubierto la existencia de José [El Carretero], dice el Capitán Prío: le armó una tremolina tremenda, en el propio despacho presidencial, delante del embajador del Perú, que llegaba a anunciarle el regalo de unos caballos de parte de Odría).
1954.
Rebelión de oficiales de la Guardia Nacional en el mes de abril. Todos los cabecillas son torturados, castrados y asesinados. Luis (El Bueno) y Anastasio (El Malo) dirigen los interrogatorios con la cooperación diligente de José (El Carretero). Construye un puerto, Puerto Somoza. Funda una línea mercante, Mamenic Line, para exportar ganado al Perú; una línea aérea, Lanica. Domina el negocio de la carne, los cueros y el cebo a través de sus propios mataderos de carne vacuna. También entra en la crianza, engorde y destace de cerdos. Establece el 1 de febrero, cumpleaños suyo, como Día del padre. José (El Carretero) empieza a aparecer en Novedades, en las fotos de familia.
1955.
Inaugura su propia estatua ecuestre frente al Estadio Somoza.
Sergio Ramírez
Margarita, está linda la mar
1907. León, Nicaragua. Durante un homenaje que le rinde su ciudad natal, Rubén Darío escribe en el abanico de una niña uno de sus más hermosos poemas: «Margarita, está linda la mar…».1956. En un café de León una tertulia se reúne desde hace años, dedicada, entre otras cosas, a la rigurosa reconstrucción de la leyenda del poeta. Pero también a conspirar. Anastasio Somoza visita la ciudad en compañía de su esposa, doña Salvadorita. Está previsto un banquete de pompa y boato. Habrá un atentado contra la vida del tirano, y aquella niña del abanico, medio siglo más tarde, no será ajena a los hechos.Sergio Ramírez logra, en Margarita, está linda la mar, que toda la historia de su país quepa en una cumplida metáfora de realidad y leyenda. En un lenguaje cuya brillantez subyuga al lector, con ráfagas de humor e ironía que asombran por su precisión poética, la acción va tramando caminos de medio siglo entre los dos niveles del relato, creando un continuo temporal entre el pasado y el presente que parece pertenecer a los mejores territorios del mito. Y dentro de este ámbito literario, con mucha más realidad que los hechos concretos, el autor nos hace conocer personajes de impecable identidad, originales, tiernos, necesarios, inscritos en la mejor tradición de las grandes personalidades de la literatura latinoamericana.
Una novela perfecta, rebosante de nobleza. Una obra excepcional.
Una novela perfecta, rebosante de nobleza. Una obra excepcional.
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