02 junio 2022
01 junio 2022
Una de detectives. De Raymond Chandler: El sueño eterno
Eran cerca de las once de la mañana, a mediados de octubre. El sol no brillaba y en la claridad de las faldas de las colinas se apreciaba que había llovido. Vestía mi traje azul oscuro con camisa azul oscura, corbata y vistoso pañuelo fuera del bolsillo, zapatos negros y calcetines de lana del mismo color adornados con ribetes azul oscuro. Estaba aseado, limpio, afeitado y sereno, y no me importaba que se notase. Era todo lo que un detective privado debe ser. Iba a visitar cuatro millones de dólares.
El recibidor del chalet de los Sternwood tenía dos pisos. Encima de las puertas de entrada, capaz de permitir el paso de un rebaño de elefantes indios, había un vitral en el que figuraba un caballero con armadura antigua rescatando una dama que se hallaba atada a un árbol, sin más encima que una larga y muy oportuna cabellera. Tenía levantada la visera de su casco, como muestra de sociabilidad, y jugueteaba con las cuerdas que ataban a la dama, al parecer sin resultado alguno. Me detuve un momento y pensé que de vivir yo en esta casa, tarde o temprano tendría que subir allí y ayudarle, ya que parecía que él, realmente, no lo intentaba.
La parte trasera del vestíbulo tenía puertaventanas; tras ellas, un gran cuadro de césped se extendía delante de un garaje blanco, ante el cual el chófer, joven, moreno y esbelto, con brillantes polainas negras, limpiaba un Packard descapotable, color castaño. Detrás del garaje había árboles recortados tan cuidadosamente como el pelaje de los perros de lanas y después de ellos, un inmenso invernadero con techo en forma de cúpula. A continuación había más árboles y, completamente al fondo, se veían las líneas sólidas, desiguales y apacibles de las faldas de las colinas.
En el lado este del edificio, una escalera pavimentada con baldosines daba a un balcón corrido con barandilla de hierro forjado y un vitral, con otra escena romántica. Enormes sillas, con asiento redondo de felpa roja, adosadas a la pared, en los espacios vacíos, daban la sensación de que nunca se hubiese sentado nadie en ellas. En medio de la pared oeste había una enorme chimenea con pantalla de cobre formada por cuatro paneles unidos con bisagras, y en aquélla una repisa de mármol en cuyas esquinas había cupidos. En la repisa había un gran retrato al óleo, y encima de éste dos gallardetes de caballería, agujereados con bala o comidos por la polilla, cruzados dentro de un marco de cristal. El retrato era el de un rígido oficial con uniforme de la época de la guerra contra México. El hombre del retrato tenía perilla y bigotes negros y, en conjunto, el aspecto de un hombre con el que convenía estar a bien. Pensé que debía ser el abuelo del general Sternwood. No podía ser el propio general, aunque había oído que éste era demasiado viejo para un par de hijas que rondaban la peligrosa edad de los veintitantos.
31 mayo 2022
Hoy unas palabras de un clásico. De Esquilo: Orestíada
Esquilo
Orestíada
30 mayo 2022
HOY, la vida de un aventurero liberal. De Pío Baroja: El aprendiz de conspirador
VARIAS veces mi tía Úrsula me habló de un pariente nuestro, intrigante y conspirador, enredador y libelista.
Mi tía Úrsula, cuya idea acerca de la Historia era un tanto caprichosa, afirmaba que nuestro pariente había figurado en muchos enredos políticos, afirmación un tanto vaga, puesto que no sabía concretar en qué asuntos había intervenido ni definir qué entendía por enredos políticos.
Yo supongo que para mi tía Úrsula, tan enredo político era la Revolución francesa como la riña de dos aldeanos borrachos a la puerta de una taberna un día de mercado.
Aseguraba siempre mi tía, con gran convicción, que nuestro pariente era hombre de talento despejado —esta era su palabra favorita—, de mala intención, astuto y maquiavélico como pocos.
Yo, que he tenido la preocupación de pensar en el presente y en el porvenir más que en el pasado, cosa absurda en España, en donde, por ahora, lo que menos hay es presente y porvenir, oía con indiferencia estos relatos de cosas viejas que, por mi tendencia antihistórica y antiliteraria, o por incapacidad mental, no me interesaban.
Hace unos años, pocos días después de la muerte del exministro don Pedro de Leguía y Gaztelumendi, a quien se le conocía en el pueblo por Leguía Zarra, Leguía el viejo, una mañana, mi tía Úrsula, que venía de la iglesia, vestida de la cabeza hasta los pies de negro, con una cerilla enroscada, un rosario y el libro de misa en la mano, se me acercó con apresuramiento:
—Oye, Shanti —me dijo.
—¿Qué hay?
—¿Sabes que Leguía Zarra ha dejado muchos papeles al morir?
—No sabía nada.
—Pues entre esos papeles están las Memorias de nuestro pariente Eugenio de Aviraneta. Pídeselas a Joshepa Iñashi, la Cerora, que se ha quedado con las llaves de la casa, y te las dará, porque sabe dónde están.