26 mayo 2022

Novela de Lev Nikoláievich Tolstói; Anna Karénina

 Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo.

Todo estaba patas arriba en casa de los Oblonski. Enterada de que su marido tenía una relación con la antigua institutriz francesa de sus hijos, le había anunciado que no podía seguir viviendo con él bajo el mismo techo. Esa situación, que se prolongaba ya por tres días, era dolorosa no sólo para el matrimonio, sino también para los demás miembros de la familia y la servidumbre. Tanto unos como otros se daban cuenta de que no tenía sentido que siguieran viviendo juntos, que los huéspedes ocasionales de cualquier pensión tenían más cosas en común que cuantos habitaban esa casa. La mujer no salía de sus habitaciones, y el marido hacía ya tres días que no ponía el pie por allí. Los niños corrían de un lado para otro desconcertados; la institutriz inglesa había discutido con el ama de llaves y había escrito una nota a una amiga en la que le solicitaba que le buscara una nueva colocación; el cocinero se había largado el día anterior, a la hora de la comida; la pinche y el cochero habían pedido que les abonaran lo que les debían.

Tres días después de la discusión, el príncipe Stepán Arkádevich Oblonski —Stiva para los amigos— se despertó a las ocho, como de costumbre, pero no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, sobre un sofá de cuero. Como si deseara dormir aún un buen rato, volvió su cuerpo grueso y bien cuidado sobre los muelles del sofá y, abrazando con fuerza el cojín por el otro lado, lo apretó contra su mejilla; pero de pronto se incorporó con gesto brusco, se sentó y abrió los ojos.

«A ver, a ver, ¿qué es lo que pasaba? —pensaba, tratando de recordar los detalles del sueño que había tenido—. ¿Qué es lo que pasaba? ¡Ah, sí! Alabin daba una comida en Darmstadt. No, no era en Darmstadt, sino en algún lugar de América. Sí, pero el caso es que Darmstadt estaba en América. Sí, Alabin daba una comida en mesas de cristal, sí, y las mesas cantaban Il mio tesoro[1], no, no ese pasaje, sino otro aún más bonito, y había unas garrafitas que eran también mujeres».

Los ojos de Stepán Arkádevich se iluminaron con un brillo alegre. «Sí —se dijo con una sonrisa—, era agradable, muy agradable. Había muchas otras cosas maravillosas, pero, una vez despierto, no hay modo de expresarlas con palabras, ni siquiera con el pensamiento». Y, al advertir que un rayo de luz se filtraba por la rendija de una de las espesas cortinas, sacó los pies del sofá con gesto animoso, tanteó el suelo en busca de las pantuflas de cordobán dorado, que su mujer le había cosido como regalo de cumpleaños el año anterior y, cediendo a una vieja costumbre que había adquirido hacía ya nueve años, antes de levantarse extendió la mano hacia el lugar donde colgaba su bata en el dormitorio. En ese momento recordó de pronto por qué no estaba durmiendo en la alcoba conyugal, sino en su despacho, y la sonrisa se borró de sus labios, al tiempo que frunció el ceño.

«¡Ay, ay, ay! ¡Ah! —gemía, al rememorar lo que había pasado. Y se le representaron de nuevo en la imaginación todos los detalles de la discusión con su mujer y lo desesperado de su situación; pero lo que más le atormentaba era el sentimiento de culpa—. ¡No, ni me perdonará ni puede perdonarme! Y lo más terrible es que tengo la culpa de todo y sin embargo no soy culpable. En eso consiste mi tragedia —pensaba—. ¡Ay, ay, ay!», repetía desesperado, recordando las impresiones más penosas de aquella escena.

Lo más desagradable habían sido los primeros instantes, cuando, al volver del teatro, alegre y en buena disposición de ánimo, llevando una enorme pera para su mujer, no la había encontrado en el salón ni tampoco en el despacho, lo que le sorprendió mucho, sino en el dormitorio, con esa malhadada nota en la mano que se lo había revelado todo.

Dolly[2], esa mujer diligente, siempre atareada, y algo limitada, según le parecía a él, estaba sentada inmóvil, con la nota en la mano, y le miraba con una expresión de horror, desesperanza e indignación.

—¿Qué es esto? ¿Qué es? —preguntaba, mostrándole la nota.

Al recordar ese momento, lo que más hería a Stepán Arkádevich, como suele suceder, no era tanto lo que había pasado como la manera en que había contestado a su mujer.

Se había encontrado en la posición de un hombre al que sorprenden de pronto cometiendo un acto vergonzoso, y no había sabido adoptar una expresión adecuada a la situación en la que se había puesto ante su mujer después de que se hubiera descubierto su infidelidad. En lugar de ofenderse, negar, justificarse, pedir perdón o al menos fingir indiferencia —cualquiera de esas soluciones habría sido mejor que la que adoptó—, en su rostro apareció de pronto de forma completamente involuntaria («una acción refleja», pensó Stepán Arkádevich, que era aficionado a la fisiología) esa sonrisa tan suya, bondadosa y por tanto estúpida.

No podía perdonarse esa estúpida sonrisa. Al verla, Dolly se había estremecido, como sacudida por un dolor físico, había estallado en un torrente de palabras crueles con su habitual vehemencia y había salido a toda prisa de la habitación. Desde entonces se había negado a ver a su marido.

«Esa estúpida sonrisa tiene la culpa de todo —pensaba Stepán Arkádevich—. Pero ¿qué puede hacerse? ¿Qué?», se decía con desesperación, sin encontrar respuesta.


Lev Nikoláievich Tolstói

Anna Karénina

Revista La Esfera (1815). En la terraza, por Manchón.

En la terraza, por Manchón, arte figurativo, La Esfera, 1915

25 mayo 2022

Un libro intenso: de Juan Rulfo, Pedro Páramo

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte». Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.

Todavía antes me había dicho:

—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.

—Así lo haré, madre.

Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala.

Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.

El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja».

—¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?

—Comala, señor.

—¿Está seguro de que ya es Comala?

—Seguro, señor.

—¿Y por qué se ve esto tan triste?

—Son los tiempos, señor.

Ilustraciones de La Esfera. Un rincón de Venecia

Un rincón en Venecia, Andrés Cuervo

24 mayo 2022

Un capítulo de una novela de aventuras: La Isla del Tesoro de Robert Louis Stevenson

 Y el viejo marino llegó a la posada del «Almirante Benbow»

El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin mencionar la posición de la isla, ya que todavía en ella quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de gracia de 17… y mi memoria se remonta al tiempo en que mi padre era dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo curtido navegante, con su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro techo.

Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca que había sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un silbido; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera que después tan a menudo le escucharía:

«Quince hombres en el cofre del muerto…

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!».

con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante. Golpeó en la puerta con un palo, una especie de astil de bichero en que se apoyaba, y, cuando acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones le pidió que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo bebió despacio, como hacen los catadores, chascando la lengua, y sin dejar de mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y fijándose en la muestra que se balanceaba sobre la puerta de nuestra posada.

—Es una buena rada —dijo entonces—, y una taberna muy bien situada. ¿Viene mucha gente por aquí, eh, compañero?

Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por desgracia.

—Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh, tú, compadre! —le gritó al hombre que arrastraba las angarillas—. Atraca aquí y echa una mano para subir el cofre. Voy a hospedarme unos días —continuó—. Soy hombre llano; ron; tocino y huevos es todo lo que quiero, y aquella roca de allá arriba, para ver pasar los barcos. ¿Que cuál es mi nombre? Llamadme capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba, perdona, camarada… —y arrojó tres o cuatro monedas de oro sobre el umbral—. Ya me avisaréis cuando me haya comido ese dinero —dijo con la misma voz con que podía mandar un barco.

Ilustraciones de La Esfera. Torreón de doña Urraca en Covarrubias

Torreón de Doña Urraca, Covarrubias

23 mayo 2022

De un cuento de Leonardo Sciascia: REVERSIBILIDAD

 —Majestad —dijo el ministro Santangelo, golpeando dulcemente la espalda de Fernando con un dedo—, estamos en Le Grotte.

El rey se despertó sobresaltado; ante la cara del ministro abrió los ojos acuosos de sueño y extraviados, se pasó el dorso de la mano por los labios, de los que manaba un hilo de saliva.

—¿Qué hay? —preguntó.

—Estamos en Le Grotte, majestad.

Fernando se asomó por la portezuela del carruaje. Casas grises que se amontonaban sobre el declive de la ladera de una colina, techos de ortigas y de musgo. Y mujeres vestidas de negro asomadas a las puertas, y niños de ojos atónitos y transidos de hambre, y puercos que hozaban entre las inmundicias.

Se echó hacia atrás.

—¿Y a santo de qué me habéis despertado? —dijo al ministro. Y como si se dirigiera a una tercera persona—: Veinticuatro horas que no pego ojo y tan pronto como logro coger el sueño, este bobalicón viene a despertarme con la grata noticia de que estamos en Le Grotte.

El labio, que parecía un riñón de buey, le temblaba de cólera. Se asomó una vez más. A pocos pasos del carruaje se agrupaba la gente, silenciosa.

—En las grutas hay lobos, prosigamos el camino —dijo al oficial de la escolta. Se echó a reír, recostado hacia atrás, feliz por la ocurrencia. El ministro se partía de risa.

Y prosiguieron el camino unas dos millas más, hasta Racalmuto, donde encontraron los balcones engalanados con sedas como si fuera la fiesta de Corpus Christi, la guardia urbana formada, y una rica mesa en el municipio.

De ese modo Grotte, llamado en los documentos de la época Le Grotte y, todavía hoy, Li Grutti por los racalmutenses, no tuvo el honor de recibir al rey Fernando.

Exactamente un siglo más tarde, pasó por la estación de Grotte, a toda velocidad, el tren de Mussolini, rasando una muchedumbre que desde el andén casi se desbordaba sobre las vías. Y no fueron muchos los gruteses que por un instante entrevieron la cara bronceada y amostazada de Mussolini, junto a la de color oliva y sonriente de Starace.

A causa de estos dos hechos, hasta hace unos pocos años, los racalmutenses se habían reído y despreciado a los gruteses. Y por su parte, los gruteses poseían un repertorio de «mimos» que con vena cómica representaban los defectos de los racalmutenses; se trataba de breves fantasías como aquellas recogidas y recreadas por Francesco Lanza, a las que él dio el nombre de «mimos».

En los partidos de fútbol entre los equipos de los dos pueblos, la literatura de los recuerdos históricos y de los «mimos», de las invectivas y de los insultos, duraba hasta los cinco minutos finales del partido. Después, se pasaba a aquello que en los sumarios de los carabineros recibía el nombre de vías de hecho, es decir, a los puñetazos, puntapiés y pedradas.

Por cierto que, a dos millas apenas de distancia, los dos pueblos eran todo lo distintos y opuestos que se pueda imaginar. Grotte tenía una minoría valdense y una mayoría socialista, tres o cuatro familias de origen hebreo, y una fuerte mafia. Y pésimas calles, feas casas, trasijadas fiestas. Racalmuto celebraba una fiesta, de espléndido frenesí, que duraba casi una semana y los gruteses acudían a ella en masa. Pero en cuanto a lo demás, era un pueblo sin inquietudes, electoralmente dividido entre dos grandes familias, con unos pocos socialistas, muchos curas y una mafia escindida.

Al cambio de las relaciones entre los dos pueblos, al suavizamiento y extinción de las rivalidades, han contribuido en verdad, junto con las nuevas formas de vida, los frecuentes matrimonios entre racalmutenses y gruteses. En gran proporción, matrimonios mediados y concertados con laborioso esfuerzo por terceras personas, pero casi todos felices.

Uno de estos matrimonios, consumado algunos años antes del final del Reino de las dos Sicilias, ha perdurado en el recuerdo y en la fantasía de los racalmutenses y de los gruteses. No por elementos novelescos, contrastes, pasiones y sangre; tal vez sólo debido a la belleza de una muchacha; o tal vez porque en los hechos derivados de este suceso están presentes las características de una sociedad y de una época.

El matrimonio —don Luigi M., médico y próspero vecino de Racalmuto y una hija de don Raimondo G., rico terrateniente de Grotte— se celebró con la brillantez que a ambas familias convenía. Y pasaba entre ternezas el tiempo, en la casa donde habitaban los esposos: un marido de gigantesca y sanguínea complexión, pletórico de tímida dulzura ante la juvenil y fragilísima esposa, cuando aconteció un incidente terrible. Don Luigi sostuvo una discusión con uno de sus aparceros, se dejó arrastrar por la cólera y le soltó un puntapié. Que, por cierto, era, para un gentilhombre, una manera legítima de poner fin a la discusión con un villano. Pero no tenía el villano la robustez de don Luigi o, quizá, el puntapié fue a darle en algún punto vital.

—Lo cierto es —me ha dicho un descendiente de don Luigi— que el hombre giró tres veces por el cuarto y como una peonza fue a caer bajo una mesa: y allí murió.

También por aquel entonces existía la ley y era con los hidalgos más dúctil y tímida; pero un muerto es un muerto y don Luigi no podía evitar el arresto. Huyó, pues, dejando a la joven mujer sola en la casa dorada.

En el Casino di Compagnia estalló la indignación de los notables. Pero, entiéndase bien, no en contra del pobre de don Luigi. El viejo don Ottavio di Castro, presidente de la corporación y decano de la nobleza local, lleno de congoja, pronunció una frase que se ha hecho famosa y aún hoy se utiliza como irónico proverbio:

—¡Qué tiempos! Un gentilhombre ya no puede dar ni un puntapié a un campesino.


Leonardo Sciascia

El mar de color de vino

Serie: azulejos