—Majestad —dijo el ministro Santangelo, golpeando dulcemente la espalda de Fernando con un dedo—, estamos en Le Grotte.
El rey se despertó sobresaltado; ante la cara del ministro abrió los ojos acuosos de sueño y extraviados, se pasó el dorso de la mano por los labios, de los que manaba un hilo de saliva.
—¿Qué hay? —preguntó.
—Estamos en Le Grotte, majestad.
Fernando se asomó por la portezuela del carruaje. Casas grises que se amontonaban sobre el declive de la ladera de una colina, techos de ortigas y de musgo. Y mujeres vestidas de negro asomadas a las puertas, y niños de ojos atónitos y transidos de hambre, y puercos que hozaban entre las inmundicias.
Se echó hacia atrás.
—¿Y a santo de qué me habéis despertado? —dijo al ministro. Y como si se dirigiera a una tercera persona—: Veinticuatro horas que no pego ojo y tan pronto como logro coger el sueño, este bobalicón viene a despertarme con la grata noticia de que estamos en Le Grotte.
El labio, que parecía un riñón de buey, le temblaba de cólera. Se asomó una vez más. A pocos pasos del carruaje se agrupaba la gente, silenciosa.
—En las grutas hay lobos, prosigamos el camino —dijo al oficial de la escolta. Se echó a reír, recostado hacia atrás, feliz por la ocurrencia. El ministro se partía de risa.
Y prosiguieron el camino unas dos millas más, hasta Racalmuto, donde encontraron los balcones engalanados con sedas como si fuera la fiesta de Corpus Christi, la guardia urbana formada, y una rica mesa en el municipio.
De ese modo Grotte, llamado en los documentos de la época Le Grotte y, todavía hoy, Li Grutti por los racalmutenses, no tuvo el honor de recibir al rey Fernando.
Exactamente un siglo más tarde, pasó por la estación de Grotte, a toda velocidad, el tren de Mussolini, rasando una muchedumbre que desde el andén casi se desbordaba sobre las vías. Y no fueron muchos los gruteses que por un instante entrevieron la cara bronceada y amostazada de Mussolini, junto a la de color oliva y sonriente de Starace.
A causa de estos dos hechos, hasta hace unos pocos años, los racalmutenses se habían reído y despreciado a los gruteses. Y por su parte, los gruteses poseían un repertorio de «mimos» que con vena cómica representaban los defectos de los racalmutenses; se trataba de breves fantasías como aquellas recogidas y recreadas por Francesco Lanza, a las que él dio el nombre de «mimos».
En los partidos de fútbol entre los equipos de los dos pueblos, la literatura de los recuerdos históricos y de los «mimos», de las invectivas y de los insultos, duraba hasta los cinco minutos finales del partido. Después, se pasaba a aquello que en los sumarios de los carabineros recibía el nombre de vías de hecho, es decir, a los puñetazos, puntapiés y pedradas.
Por cierto que, a dos millas apenas de distancia, los dos pueblos eran todo lo distintos y opuestos que se pueda imaginar. Grotte tenía una minoría valdense y una mayoría socialista, tres o cuatro familias de origen hebreo, y una fuerte mafia. Y pésimas calles, feas casas, trasijadas fiestas. Racalmuto celebraba una fiesta, de espléndido frenesí, que duraba casi una semana y los gruteses acudían a ella en masa. Pero en cuanto a lo demás, era un pueblo sin inquietudes, electoralmente dividido entre dos grandes familias, con unos pocos socialistas, muchos curas y una mafia escindida.
Al cambio de las relaciones entre los dos pueblos, al suavizamiento y extinción de las rivalidades, han contribuido en verdad, junto con las nuevas formas de vida, los frecuentes matrimonios entre racalmutenses y gruteses. En gran proporción, matrimonios mediados y concertados con laborioso esfuerzo por terceras personas, pero casi todos felices.
Uno de estos matrimonios, consumado algunos años antes del final del Reino de las dos Sicilias, ha perdurado en el recuerdo y en la fantasía de los racalmutenses y de los gruteses. No por elementos novelescos, contrastes, pasiones y sangre; tal vez sólo debido a la belleza de una muchacha; o tal vez porque en los hechos derivados de este suceso están presentes las características de una sociedad y de una época.
El matrimonio —don Luigi M., médico y próspero vecino de Racalmuto y una hija de don Raimondo G., rico terrateniente de Grotte— se celebró con la brillantez que a ambas familias convenía. Y pasaba entre ternezas el tiempo, en la casa donde habitaban los esposos: un marido de gigantesca y sanguínea complexión, pletórico de tímida dulzura ante la juvenil y fragilísima esposa, cuando aconteció un incidente terrible. Don Luigi sostuvo una discusión con uno de sus aparceros, se dejó arrastrar por la cólera y le soltó un puntapié. Que, por cierto, era, para un gentilhombre, una manera legítima de poner fin a la discusión con un villano. Pero no tenía el villano la robustez de don Luigi o, quizá, el puntapié fue a darle en algún punto vital.
—Lo cierto es —me ha dicho un descendiente de don Luigi— que el hombre giró tres veces por el cuarto y como una peonza fue a caer bajo una mesa: y allí murió.
También por aquel entonces existía la ley y era con los hidalgos más dúctil y tímida; pero un muerto es un muerto y don Luigi no podía evitar el arresto. Huyó, pues, dejando a la joven mujer sola en la casa dorada.
En el Casino di Compagnia estalló la indignación de los notables. Pero, entiéndase bien, no en contra del pobre de don Luigi. El viejo don Ottavio di Castro, presidente de la corporación y decano de la nobleza local, lleno de congoja, pronunció una frase que se ha hecho famosa y aún hoy se utiliza como irónico proverbio:
—¡Qué tiempos! Un gentilhombre ya no puede dar ni un puntapié a un campesino.
Leonardo Sciascia
El mar de color de vino