21 mayo 2022

Así comienza... de Haruki Murakami, Tokio blues, Norwegian Wood

Yo entonces tenía treinta y siete años y me encontraba a bordo de un Boeing 747. El gigantesco avión había iniciado el descenso atravesando unos espesos nubarrones y ahora se disponía a aterrizar en el aeropuerto de Hamburgo. La fría lluvia de noviembre teñía la tierra de gris y hacía que los mecánicos cubiertos con recios impermeables, las banderas que se erguían sobre los bajos edificios del aeropuerto, las vallas que anunciaban los BMW, todo, se asemejara al fondo de una melancólica pintura de la escuela flamenca. «¡Vaya! ¡Otra vez en Alemania!», pensé.

Tras completarse el aterrizaje, se apagaron las señales de «Prohibido fumar» y por los altavoces del techo empezó a sonar una música ambiental. Era una interpretación ramplona de Norwegian Wood de los Beatles. La melodía me conmovió, como siempre. No. En realidad, me turbó; me produjo una emoción mucho más violenta que de costumbre.

Para que no me estallara la cabeza, me encorvé, me cubrí la cara con las manos y permanecí inmóvil. Al poco se acercó a mí una azafata alemana y me preguntó si me encontraba mal. Le respondí que no, que se trataba de un ligero mareo.

—¿Seguro que está usted bien?

—Sí, gracias —dije.

La azafata me sonrió y se fue. La música cambió a una melodía de Billy Joel. Alcé la cabeza, contemplé las nubes oscuras que cubrían el Mar del Norte, pensé en la infinidad de cosas que había perdido en el curso de mi vida. Pensé en el tiempo perdido, en las personas que habían muerto, en las que me habían abandonado, en los sentimientos que jamás volverían.

Seguí pensando en aquel prado hasta que el avión se detuvo y los pasajeros se desabrocharon los cinturones y empezaron a sacar sus bolsas y chaquetas de los portaequipajes. Olí la hierba, sentí el viento en la piel, oí el canto de los pájaros. Corría el otoño de 1969, y yo estaba a punto de cumplir veinte años.

Volvió a acercarse la misma azafata de antes, que se sentó a mi lado y me preguntó si me encontraba mejor.

—Estoy bien, gracias. De pronto me he sentido triste. Es sólo eso —dije, y sonreí.

—También a mí me sucede a veces. Le comprendo muy bien —contestó ella. Irguió la cabeza, se levantó del asiento y me regaló una sonrisa resplandeciente—. Le deseo un buen viaje. Auf Wiedersehen!

—Auf Wiedersehen! —repetí…

Incluso ahora, dieciocho años después, recuerdo aquel prado en sus pequeños detalles. Recuerdo el verde profundo y brillante de las laderas de la montaña, donde una lluvia fina y pertinaz barría el polvo acumulado durante el verano. Recuerdo las espigas de susuki balanceándose al compás del viento de octubre, las nubes largas y estrechas coronando las cimas azules, como congeladas, de las montañas. El cielo estaba tan alto que si alguien lo miraba fijamente le dolían los ojos. El viento que silbaba en aquel prado agitaba suavemente sus cabellos, atravesaba el bosque. Las hojas de las copas de los arboles susurraban y, en la lejanía, se oía ladrar un perro. Era un ladrido tan tenue y apagado que parecía proceder de otro mundo. No se oía nada más. Ningún otro ruido llegaba a nuestros oídos. No nos habíamos cruzado con nadie. La única presencia, dos pájaros rojos que alzaban el vuelo de aquel prado, como espantados por algo, se dirigían hacia el bosque. Mientras andábamos, Naoko me hablaba de un pozo.

La memoria es algo extraño. Mientras estuve allí, apenas presté atención al paisaje. No me pareció que tuviera nada de particular y jamás hubiera sospechado que, dieciocho años después, me acordaría de él hasta en sus pequeños detalles. A decir verdad, en aquella época a mí me importaba muy poco el paisaje. Pensaba en mí, pensaba en la hermosa mujer que caminaba a mi lado, pensaba en ella y en mí, y luego volvía a pensar en mí. Estaba en una edad en que, mirara lo que mirase, sintiera lo que sintiese, pensara lo que pensase, al final, como un bumerán, todo volvía al mismo punto de partida: yo. Además, estaba enamorado, y aquel amor me había conducido a una situación extremadamente complicada. No, no estaba en disposición de admirar el paisaje que me rodeaba.

Haruki Murakami
Tokio blues
Norwegian Wood

Tōru Watanabe, un ejecutivo de 37 años, escucha casualmente mientras aterriza en un aeropuerto europeo una vieja canción de los Beatles, y la música le hace retroceder a su juventud, al turbulento Tokio de finales de los sesenta. Tōru recuerda, con una mezcla de melancolía y desasosiego, a la inestable y misteriosa Naoko, la novia de su mejor —y único— amigo de la adolescencia, Kizuki. El suicidio de éste les distancia durante un año hasta que se reencuentran en la universidad. Inician allí una relación íntima; sin embargo, la frágil salud mental de Naoko se resiente y la internan en un centro de reposo. Al poco, Tōru se enamora de Midori, una joven activa y resuelta. Indeciso, sumido en dudas y temores, experimenta el deslumbramiento y el desengaño allá donde todo parece cobrar sentido: el sexo, el amor y la muerte. La situación, para él, para los tres, se ha vuelto insostenible; ninguno parece capaz de alcanzar el delicado equilibrio entre las esperanzas juveniles y la necesidad de encontrar un lugar en el mundo.

Ilustraciones de La Esfera. La danza del fuego,

La danza del fuego por Dhoy

20 mayo 2022

Así comienza... de José Saramago, Ensayo sobre la ceguera

Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego.
Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen sanos, el iris se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca, compacta como porcelana. Los párpados muy abiertos, la piel de la cara crispada, las cejas, repentinamente revueltas, todo eso que cualquiera puede comprobar, son trastornos de la angustia. En un movimiento rápido, lo que estaba a la vista desapareció tras los puños cerrados del hombre, como si aún quisiera retener en el interior del cerebro la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en un semáforo. Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación mientras le ayudaban a salir del coche, y las lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes los ojos que él decía que estaban muertos. Eso se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces son nervios, dijo una mujer. El semáforo había cambiado de color, algunos transeúntes curiosos se acercaban al grupo, y los conductores, allá atrás, que no sabían lo que estaba ocurriendo, protestaban contra lo que creían un accidente de tráfico vulgar, un faro roto, un guardabarros abollado, nada que justificara tanta confusión. Llamen a la policía, gritaban, saquen eso de ahí. El ciego imploraba, Por favor, que alguien me lleve a casa. La mujer que había hablado de nervios opinó que deberían llamar a una ambulancia, llevar a aquel pobre hombre al hospital, pero el ciego dijo que no, que no quería tanto, sólo quería que lo acompañaran hasta la puerta de la casa donde vivía, Está ahí al lado, me harían un gran favor, Y el coche, preguntó una voz. Otra voz respondió, La llave está ahí, en su sitio, podemos aparcarlo en la acera. No es necesario, intervino una tercera voz, yo conduciré el coche y llevo a este señor a su casa. Se oyeron murmullos de aprobación. El ciego notó que lo agarraban por el brazo, Venga, venga conmigo, decía la misma voz. Lo ayudaron a sentarse en el asiento de al lado del conductor, le abrocharon el cinturón de seguridad. No veo, no veo, murmuraba el hombre llorando, Dígame dónde vive, pidió el otro. Por las ventanillas del coche acechaban caras voraces, golosas de la novedad. El ciego alzó las manos ante los ojos, las movió, Nada, es como si estuviera en medio de una niebla espesa, es como si hubiera caído en un mar de leche, Pero la ceguera no es así, dijo el otro, la ceguera dicen que es negra, Pues yo lo veo todo blanco, A lo mejor tiene razón la mujer, será cosa de nervios, los nervios son el diablo, Yo sé muy bien lo que es esto, una desgracia, sí, una desgracia, Dígame dónde vive, por favor, al mismo tiempo se oyó que el motor se ponía en marcha. Balbuceando, como si la falta de visión hubiera debilitado su memoria, el ciego dio una dirección, luego dijo, No sé cómo voy a agradecérselo, y el otro respondió, Nada, hombre, no tiene importancia, hoy por ti, mañana por mí, nadie sabe lo que le espera, Tiene razón, quién me iba a decir a mí, cuando salí esta mañana de casa, que iba a ocurrirme una desgracia como ésta. Le sorprendió que continuaran parados, Por qué no avanzamos, preguntó, El semáforo está en rojo, respondió el otro, Ah, dijo el ciego, y empezó de nuevo a llorar. A partir de ahora no sabrá cuándo el semáforo se pone en rojo.

José Saramago
Ensayo sobre la ceguera

Un hombre parado ante un semáforo en rojo se queda ciego súbitamente. Es el primer caso de una «ceguera blanca» que se expande de manera fulminante. Internados en cuarentena o perdidos en la ciudad, los ciegos tendrán que enfrentarse con lo que existe de más primitivo en la naturaleza humana: la voluntad de sobrevivir a cualquier precio.
Ensayo sobre la ceguera es la ficción de un autor que nos alerta sobre «la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron». José Saramago traza en este libro una imagen aterradora y conmovedora de los tiempos que estamos viviendo. En un mundo así, ¿cabrá alguna esperanza?
El lector conocerá una experiencia imaginativa única. En un punto donde se cruzan literatura y sabiduría, José Saramago nos obliga a parar, cerrar los ojos y ver. Recuperar la lucidez y rescatar el afecto son dos propuestas fundamentales de una novela que es, también, una reflexión sobre la ética del amor y la solidaridad

Ilustraciones de La Esfera. Sobre un cuento de Andersen

 Sobre un cuento de Ándersen

19 mayo 2022

Así comienza... de Franz Kafka: La metamorfosis

 Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.
No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados —Samsa era viajante de comercio—, estaba colgado aquel cuadro que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.
La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso —se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana— lo ponía muy melancólico.
«¿Qué pasaría —pensó— si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?».
Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido.
«¡Dios mío! —pensó—. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!».
Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos.
Se deslizó de nuevo a su posición inicial.
«Esto de levantarse pronto —pensó— hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir. Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él —puedo tardar todavía entre cinco y seis años— lo hago con toda seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tic tac sobre el armario.
«¡Dios del cielo!», pensó.
Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que no habría sonado el despertador?». Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero… ¿era posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente.
¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico del seguro, haría reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres totalmente sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de razón? Gregorio, a excepción de una modorra realmente superflua después del largo sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre.
Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar la cama —en este mismo instante el despertador daba las siete menos cuarto—, llamaron cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama.
—Gregorio —dijeron (era la madre)—, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje?
¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir las palabras con claridad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma que no se sabía si se había oído bien. Gregorio querría haber contestado detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:
—Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.

Franz Kafka
La metamorfosis

La metamorfosis relata la peripecia subterránea y literal de Gregor Samsa, un viajante de comercio que «al despertarse una mañana de un sueño lleno de pesadillas se encontró en su cama convertido en un bicho enorme».
En pocos libros de Kafka queda tan explícito y tan nítido su mundo como en La metamorfosis, en la que el protagonista, convertido en bestia, sumido en la más absoluta incomunicación, se ve reducido cruelmente a la nada y arrastrado inexorablemente a la muerte.
Otros escritos de Kafka desarrollan rigurosas variaciones paralelas, desmenuzan inexorables pesadillas, asignan obsesiones enigmáticas a personajes desorientados y vencidos, pero tal vez sea La metamorfosis la narración que mejor expresa al «hombre primordial kafkiano». De ahí que merezca la calificación unánime de obra perfecta y obra maestra, un texto decididamente superior en el panorama de la literatura universal del siglo XX.


Portada de La Esfera

Portada de La Esfera

18 mayo 2022

Hoy, comienzo de un libro... de Torcuato Luca de Tena; "Los renglones torcidos de Dios"

 EL AUTOMÓVIL perdió velocidad.
—Creo que es aquí —dijo el hombre.
Movió el volante hasta salirse del asfalto. Detuvo el coche en una explanada de hierba; descendió y caminó unos metros hasta el borde del altozano. La mujer le siguió.
—Mira —dijo él, señalando la lontananza.
Desde aquella altura, la meseta castellana se extendía hasta el arco del horizonte, tersa como un mar. Tan sólo por levante el terreno se ondulaba diseñando el perfil de unas lomas azules y pálidas como una lejanía de Velázquez. Unos chopos, agrupados en hilera, cruzaban la inmensidad; y no era difícil adivinar que alimentaban sus raíces en la humedad de un regato, cuya oculta presencia denunciaban. El campo estaba verde, pues aún no había comenzado el trigo a amarillear ni la cebada. Centrada en el paisaje había una sola construcción humana, grande como un convento o como un seminario.
—Allí es —dijo el hombre.
La tapia que rodeaba por todas partes el edificio estaba muy apartada de la fábrica central, con lo que se presumía que la propiedad debía de ser vastísima. El cielo estaba diáfano, y las pocas nubes que por allí bogaban se habían concentrado todas en la puerta del ocaso.
—¿Qué hora es?
—Nos sobra tiempo.
—Estás muy callada.
—No me faltan razones.
Subieron al coche y lo dejaron deslizar, sin prisa, por la suave pendiente.
Las tapias vistas de cerca eran altísimas. No menos de cuatro metros. Algún día estuvieron encaladas. Hoy la lechada, más cerca del color de la tierra circundante que de su primitiva albura, caía desprendida como la piel de un hombre desollado. Llegaron a la verja. Candados no faltaban. Ni cerrojos. Pero timbre o campana no había.
Bajaron ambos del coche a la última luz del día, y observaron entre los barrotes. Plantado en el largo camino que iba hasta el edificio, un individuo, de muy mala catadura, los observaba.
—¡Eh, buen hombre, acérquese! —gritó él, haciendo altavoz con las manos.
Lejos de atenderle, el individuo se volvió de espaldas y comenzó a caminar parsimoniosamente hacia el edificio.
—¿No me oye? ¡Acérquese! ¡Necesitamos entrar!
—Sí, te oye, sí —comentó la mujer—. A medida que más gritas, más rápido se aleja. ¡Qué extraño es todo esto! ¿Qué haremos ahora?
—¡No estés nerviosa!
—¿En mi caso… no lo estarías tú?
—Calla. Creo que viene alguien.
La penumbra era cada vez más intensa.
—¿Qué desean? —preguntó un individuo con bata blanca, desde lejos. El hombre agitó un papel, y respondió a voces:
—¡Es de la Diputación Provincial!
El recién llegado no se dio prisa en acercarse. Al llegar, posó los ojos en el escrito y enseguida sobre la mujer, con insolente curiosidad.
—Pasen —dijo. Y entreabrió la puerta—. ¡Llegan ustedes con mucho retraso!
—¿No podemos entrar con el automóvil?
—A estas horas, ya no.
—Es que… llevamos algún equipaje.
—Yo los ayudaré.
Abrieron el portaequipaje y sacaron los bultos.
El camino era largo y la oscuridad se espesaba por momentos. La mujer amagó un grito al divisar una sombra humana cerca de ella, que surgió inesperadamente tras un boj. El de la bata blanca gritó:
—¡«Tarugo»! ¡Vete para dentro! ¿Crees que no te he visto? Oyéronse unos pasos precipitados.
—No se preocupen —comentó el guía—. Es un pobre idiota inofensivo.
La fachada del edificio y la gran puerta de entrada se conservaban como hace ocho siglos, cuando aquello era cartuja. Cruzaron el umbral; de aquí a un vestíbulo y más tarde a un claustro soberbio, de puro estilo románico. «1213», rezaba una inscripción grabada en piedra. Y debajo, en latín, un elogio a los fundadores. Los demás rótulos eran modernos. Uno decía «Gerencia», otro «Asistencia social». Cruzaron bajo un arco, sin puerta, en el que estaba escrito: «Admisiones». Todo lo que había más allá de este hueco era de construcción reciente, convencional y de mal gusto.

¡A volar!