Érase una vez que se era y estaba quien estuviera con ganas de contar una conseja:
Hombre ilustre de la ilustre ciudad de Tarragona cuando agasajaba a un señor más importante que él y con libertad para arrugar su ceño fue en pleno convite atacado por mil ratas que parece ser que sí las hubo o había por aquél entonces en aquel lugar. De la actitud de las dueñas y damas no quisieron hablar pajes, ¡cómo sería el griterío y alboroto! El personaje principesco del arrugado ceño conminolo a librar batalla contra las ratas y hasta su total exterminio él no volvería a traspasar el umbral de su morada.
Empleó a todos los sus criados, lacayos, pobres de pedir y chicos del hospicio en el empeño y extermino de los voraces roedores. Sin resultado. ¡Un gran fracaso!
El cuñado de un primo del canónigo racionero le habló del mayor experto en el exterminio masivo de ratas. Era un gatazo enorme huido de la tierra de los francos porque estaba cansado de comer todos los días corteza de queso y que se hallaba en poder de su primo en el campo, por allá.
Hizólo venir al gato y este siendo sólo no daba abasto con tanta rata, porque como ratas corrían. El gato pensó y pensó y decidió morirse y se murió.
Muerto su enemigo mortal los ratones y ratas decidieron enterrarlo en solemne funeral y duelo y todas juntitas acudieron a comprobar el hecho y cuando todas reunidas llevaban al buen gatazo a enterrar, pidió el gato por una de sus restantes vidas y húbose de despertar y no me digáis amigos la gran matanza, la colosal matanza, la matanza ratil total.
Mas o menos el rico agradecido pidió al primo del canónigo racionero que le enviase al canónigo fabriquero para que a su cuenta ordenara la perpetuación de la memoria de los hechos del gato emigrado al que no le gustaban nada nada las cortezas del queso francés.
Parece ser que se encuentra en el cimacio. (MMV)
18 marzo 2022
17 marzo 2022
Sobre el cuco - entonces el cuclillo, sobre cada árbol, se burla de los hombres casados
La Primavera
I
Cuando las margaritas multicolores y las violetas azules,
las cardaminas blancas como la plata,
y los cucos en capullo, de color amarillo,
esmaltan con delicia las praderas,
entonces el cuclillo, sobre cada árbol,
se burla de los hombres casados, pues canta:
¡Cu-cu!
¡Cu-cu! ¡Cu-cu! ¡Palabra terrible,
a los oídos de un esposo, desapacible!
II
Cuando los pastores modulan sobre una caña de avena,
y las alegres alondras despiertan a los labradores;
cuando las tórtolas, las cornejas y las grullas se aparean,
y las muchachas tienden al sol sus refajos de estío,
entonces el cuclillo, sobre cada árbol,
se burla de los hombres casados, pues canta:
¡Cu-cu!
¡Cu-cu! ¡Cu-cu! ¡Palabra terrible,
a los oídos de un esposo, desapacible!
William Shakespeare
Trabajos de amor perdidos
16 marzo 2022
Sobre el cuco - A lo lejos se oía cantar al cuco, y Néstor, tendido de espaldas bajo el árbol, contó los años que le quedaban de vida.
El sol se había elevado por encima de los árboles y bailaba con sus brillantes rayos la pradera y el río.
El rocío iba desapareciendo poco a poco; ya sólo se veían algunas notas esparcidas aquí y allá; los vapores de la mañana se desvanecían y únicamente se levantaba algún que otro jirón de niebla tenue en las orillas del río.
Ligeras nubecillas se agrupaban como nevados copos, y la calma reinaba en el espacio.
Más allá de la margen opuesta se divisaba un campo de trigo, verde y todavía fresco.
Las emanaciones de las flores y de la jugosa hierba embalsamaban la atmósfera.
A lo lejos se oía cantar al cuco, y Néstor, tendido de espaldas bajo el árbol, contó los años que le quedaban de vida.
Las alondras revoloteaban por los aires por encima del prado.
Una liebre, sorprendida por la yeguada, huyó a todo escape, se agazapó luego detrás de una mata y enderezó las orejas.
Vaska se durmió con la cabeza entre las hierbas.
Las yeguas, aprovechándose de su libertad, se desparramaron en todas direcciones. Las más viejas eligieron un sitio tranquilo dónde pacer sin que nada las molestase; pero ya no pacían: se limitaban a despuntar los tallos de la mejor hierba y a comérselos con marcada satisfacción.
Toda la yeguada fue dirigiéndose insensiblemente hacia el mismo lado.
Y volvió a encontrarse otra vez la vieja Juldiba al frente de sus compañeras, sirviéndoles de guía.
La joven Muchka, que había parido por primera vez, no cesaba de relinchar, jugando con su retoño.
La joven Atlasnaia, de piel fina como el satén, jugueteaba con la hierba bajando la cabeza de manera que el tupé le cubriese los ojos y la cara.
Arrancaba tallos de hierba, echándolos hacia arriba y golpeando el suelo con el casco.
Un potrillo de los mayores había inventado un juego nuevo para él, que consistía en correr alrededor de su madre, con la cola levantada en forma de penacho, y hacia ya su vigesimosexta vuelta sin descansar. Su madre pacía tranquilamente siguiéndole con el rabillo del ojo.
Otro de los potros más pequeños, negro y de cabeza voluminosa, con el tupé erizado entre ambas orejas y con la cola inclinada hacia el sitio donde estaba su madre, seguía con mirada entontecida las carreras de su camarada, como si tratara de explicarse a qué conducían aquellos alardes de resistencia. Otros potrillos parecían espantados.
Algunos, sordos al llamamiento de sus madres, corrían en dirección opuesta a ellas, relinchando con toda la fuerza de sus jóvenes pulmones.
Otros se divertían revolcándose en la hierba.
Los más fuertes imitaban a los caballos y pacían.
Dos yeguas preñadas se alejaron moviendo con trabajo sus patas y paciendo silenciosamente. Su estado inspiraba respeto a la yeguada; nadie se hubiera atrevido a molestarles.
Si alguna de las yeguas jóvenes, más atrevida que las demás, se les acercaba, era suficiente un movimiento de cola o de oreja para llamarlas al orden y mostrarles la inconveniencia de su conducta.
Los potrillos de un año, juzgándose ya demasiado grandes para mantenerse al nivel de los más pequeños, pacían con aire serio, encorvando sus graciosos cuellos y meneando sus nacientes colas a imitación de los mayores, y se revolcaban o se rascaban el lomo como éstos, uno contra otro.
El grupo más alegre era el de las yeguas de dos a tres años.
Éstas se paseaban todas juntas como las señoritas, y se mantenían apartadas de las demás.
Se agrupaban apoyando sus cabezas en el cuello de las otras, resoplando y saltando: de pronto empezaban a dar brincos con la cola levantada y rompían al galope unas en torno a las otras.
La más hermosa y la más traviesa del grupo era una alazana.
Todas las demás imitaban sus juegos y la seguían a todas partes.
Era la que daba el tono a la reunión.
Estaba aquel día extraordinariamente alegre y dispuesta a divertirse.
Fue la que por la mañana enturbió el agua que bebía pacíficamente el caballo pío. Luego, aparentando asustarse, partió como un rayo, seguida de todo el grupo, y no fue poco el trabajo que le costó a Vaska hacerlas volver a aquella parte del prado.
Después de pastar, una vez satisfecha, se revolcó en la hierba, y, cansada de aquel juego, se dedicó tenazmente a molestar y a provocar a las yeguas viejas, corriendo por delante de ellas.
Asustó a un potrillo que estaba mamando con gran seriedad y se divirtió persiguiéndole y haciendo como si quisiera morderle. La madre, asustada, dejó de pacer. El pequeño empezó a relinchar quejumbrosamente; pero la traviesa alazana no le hizo daño, y contenta por haber distraído a sus compañeras que la miraban con interés, se alejó como si no hubiese hecho nada.
Después se le ocurrió trastornarle el juicio a un caballo gris que se veía a lo lejos, montado por un aldeano.
Se detuvo. Dirigió en torno suyo una mirada arrogante, volvió de lado su linda cabeza, se sacudió y lanzó un relincho dulce y apasionado.
Aquel relincho tenía la expresión de la ternura y de la tristeza unidas.
En él se adivinaban promesas de amor y deseos no satisfechos.
«El cuco llama a su amada en la selva; las flores se envían el polen en alas de la brisa; las codornices se requiebran de autores al pie de los erguidos juncos, y yo, que soy joven y hermosa, no he conocido aún el amor».
Esto es lo que quería decir aquel relincho que conmovió los aires y llegó hasta el caballo gris.
Éste enderezó las orejas y se detuvo.
El jinete le dio un latigazo, pero el caballo, sugestionado y conmovido por el eco de aquella voz dulce y apasionada, no se movió y respondió al relincho de la yegua.
El jinete se enojó, y fue tan terrible el golpe que dio con ambos talones en los ijares del corcel, que éste se vio forzado a interrumpir su canción y a proseguir su camino.
Pero a la joven yegua le enterneció la canción, y estuvo escuchando durante mucho tiempo el eco de la respuesta interrumpida, los pasos del caballo y las imprecaciones del jinete.
Si sólo la voz de la joven alazana hizo que el caballo gris olvidara sus deberes, ¿Qué hubiera sucedido si éste hubiese visto lo hermosa que era ella, el fuego que centelleaba en sus ojos, la dilatación de sus narices y el estremecimiento de su cuerpo?
Pero la locuela no era amiga de preocuparse demasiado.
Cuando la voz del caballo gris se hubo extinguido a lo lejos, relinchó en tono burlón, escarbó la tierra con sus lindos cascos y al ver, no lejos de ella, al viejo caballo pío que dormía pacíficamente, corrió hacia él para despertarlo y provocarlo.
El pobre caballo era el blanco, la víctima de la juventud caballar, que le hacía sufrir más aún que los hombres; y sin embargo, ni a aquélla ni a éstos les había hecho jamás daño alguno.
Los hombres le necesitaban, pero ¿por qué los caballos no le dejaban en paz?
Eso fue algo que nunca pudo comprender.
Lev Tolstói
Cuentos populares
15 marzo 2022
Sobre el cuco - todo cuco tiene a sus espaldas una línea ininterrumpida de antepasados que nunca jamás fracasaron a la hora de engañar a sus padres adoptivos
Krebs y yo identificamos una serie de asimetrías que podrían provocar que un bando dedicase más recursos económicos a la carrera armamentista que el otro. Uno de estos desequilibrios lo bautizamos como «principio de la vida o la cena». El nombre está inspirado en esa fábula de Esopo en la que el conejo corre más que el zorro porque el conejo corre para salvar la vida mientras que el zorro sólo corre para asegurarse la cena. Existe una asimetría en cuanto al costo del fracaso. En la carrera armamentista entre los cucos y sus anfitriones, todo cuco tiene a sus espaldas una línea ininterrumpida de antepasados que nunca jamás fracasaron a la hora de engañar a sus padres adoptivos. En cambio, un individuo de la especie anfitriona tiene a sus espaldas muchos antepasados que nunca se toparon con un cuco y muchos otros que se toparon con uno y resultaron engañados por él. Muchos genes responsables de la incapacidad de detectar y matar cucos se han transmitido con éxito de generación en generación en la especie anfitriona, mientras que los genes que provocan que los cucos fracasen a la hora de engañar a sus anfitriones han tenido una trayectoria generacional mucho más azarosa. Esta asimetría en materia de riesgo fomenta otra: la de los recursos destinados a la carrera de armamentos y no a otros aspectos de la economía biológica. Por expresar de otro modo esta cuestión tan importante, el coste del fracaso es más elevado para los cucos que para sus anfitriones. Esto provoca asimetrías en cuanto a la forma como ambas partes equilibran sus exigencias en materia de tiempo y de otros recursos económicos.
Richard Dawkins
El cuento del antepasado
Con su incomparable ingenio, claridad e inteligencia, Richard Dawkins, uno de los biólogos evolutivos más famosos del mundo, ha iniciado a un sinfín de lectores en las maravillas de la ciencia mediante libros como El gen egoísta. Ahora, en El cuento del antepasado, Dawkins nos brinda una obra maestra: un emocionante viaje marcha atrás a través de la evolución. El autor imagina que todas las especies de la tierra emprenden un viaje simultáneo de regreso al pasado, algo así como un peregrinaje a sus orígenes. A lo largo del viaje, el biólogo cuenta una serie de historias entretenidas y perspicaces que ayudan a entender temas como la diversificación de las especies, la selección sexual y la extinción. El cuento del antepasado es una lección imprescindible sobre la evolución y, al mismo tiempo, una lectura fascinante.
«En este extenso libro, Dawkins, el famoso biólogo evolutivo, nos ofrece un elocuente tratado sobre la evolución que no soslaya ni los últimos descubrimientos ni sus provocativas opiniones».
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