06 diciembre 2021
05 diciembre 2021
5 de diciembre
Técnicas
En el espectro ciertamente colorido de los grandes compositores de jazz de Estados Unidos de la primera mitad del XX —ex presos, borrachines, marginales, desesperados, manirrotos que había que sacar a rastras del tapete verde donde perdían hasta la última nota de su última canción vuelta famosa—, Cole Porter fue una excepción. No la única, aunque tal vez la más notable. Era insolentemente rico: su abuelo pasó del ghetto a la fortuna en el Perú de Indiana, y aparte de la relación que evocan esos nombres —indios, oro—, tenía una suerte excepcional. Si talaba un terreno para vender madera, encontraba petróleo. Si hundía un palito en el suelo le brotaba una carroza, diría Chejov. De manera que el nieto nunca tuvo necesidad de ganarse la vida y pudo ser culto.
A los 6 años empezó a estudiar violín y piano a los 8, a los 10 compuso una opereta, a los 11 publicó un vals, a los 24 estrenó su primera comedia musical See America First, que no pasó de 15 representaciones. Corría 1916, Estados Unidos entró en la gran guerra I en 1917 y Cole Porter se dedicó a tocar piano para los soldados de la Legión Extranjera en África. Esto le ganó una condecoración y la infinita posibilidad de construir fantasías varias sobre sus experiencias bélicas. Luego incurrió en otras. Practicó el dandysmo, aunque no a la manera de Baudelaire, recorrió Europa con disfraz de playboy snob —hay de los otros— y no compuso nada. Se codeó con la llamada alta sociedad, se permitió alquilar en 1926 el palacio Ca’ Rezzonico en el Lido de Venecia, y todos los veranos importaba de Londres conjuntos de jazz de músicos negros para solaz y entretenimiento propios y de esa inmensa cantidad de amigos de que se rodean los verdaderos solos.
Después de semejante descansito de una década de largo, comenzó a producir ininterrumpidamente canciones y comedias musicales y a componer para el cine, la radio y el teatro. Algunos de sus musicales vuelven todavía a cartel, como Anything Goes (1934), o La divorciada alegre (1932), o Bésame, Kate (1948), una parodia cariñosa de La doma de la bravía de Shakespeare. Rodgers tenía a Larry Hart para ponerle letra, pero Porter componía música y letra con absoluto dominio del sonar de la palabra. Lo mismo hacía Irving Berlin, su gran rival, y ambos se odiaban cordialmente. Irving lo llamaba «El Rata Porter» y de él recibía a cambio el mote de «El Ratoncito Gris». También se admiraban mutuamente. Cuando Porter estrenó Can-can en 1953, Berlin le escribió: «Digo, parafraseando una vieja canción, ‘todo lo que yo puedo hacer, tú lo haces mejor’». La vieja canción, desde luego, era de Berlin.
Como sucede con otros grandes músicos de la canción popular estadounidense —Jerome Kern, Berlin, Gershwin, Rodgers, Arlen— en la obra de Cole Porter no hay sólo escapismo. Todos ellos mezclan comicidad, ironía y nostalgia para retratar la sociedad de entonces. Porter supo además expresar una pasión intensa, casi violenta, en canciones como Night and Day, llena de reiteraciones melódicas obsesivas y con rimas internas contundentes en la letra. Su vida fue complicada: ejerció de playboy contra el telón de fondo de la crisis económica mundial, de una guerra y de otra por venir. El cuadro era el mismo para todos, pero en ninguno tuvo efectos más agudos que en Cole Porter. En The American Popular Ballad of the Golden Era, 1924-1950, el musicólogo Allen Forte analiza la canción Todo lo que amo y afirma que es un ejemplo nítido del uso de la balada popular como una «técnica de supervivencia». Ésta habría sido el sostén de la creación de Porter.
Seguramente recurrió a esa técnica cuando la caída de un caballo le fracturó las piernas en 1937. Bautizó «Josefina» a la izquierda y a la derecha «Geraldine», pero hubo que amputarle una al cabo de 30 operaciones. Porter había mostrado la misma valentía cuando volvió a componer en 1928 y escribió canciones de no poca franqueza homosexual como Portémonos mal, que finalizaba así: «Dicen que los osos / tienen amoríos / y los camellos también. / Sólo somos mamíferos, / portémonos mal».
Esta canción formaba parte de la comedia musical París cuando se estrenó en París. Transportada a Nueva York, fue sustituida por Hagámoslo, algo más apagada pero no fuera de tema.
Experimentador constante, Porter inventó formas que desarrolló en Begin the Beguine y no vacilaba en introducir en su música ecos y referencias tribales, o exiliados de Martinica en salones de baile parisinos en la trama de sus comedias. Rodgers relató alguna vez que Porter le había anunciado que deseaba escribir melodías judías, y algo de esto es advertible en la cadencia de canciones tan famosas como My Heart Belongs to Daddy, que en boca de Marilyn Monroe despierta vigorosas vibraciones masculinas. La riqueza de vocabulario, los juegos de palabras y la maestría rítmica de las letras de Cole Porter tienen resplandores. Y este artículo me pasa porque acabo de escuchar a Louis Armstrong en You’re the Top. De Cole Porter, naturalmente.
5 de diciembre de 2002
Juan Gelman
Miradas
De poetas; escritores y artistas
Originalmente aparecidas en las páginas de un diario porteño, las 77 crónicas que Juan Gelman recoge en este libro se distinguen por la mirada inconforme y puntual, irreverente y erudita que las alimenta esa misma que ha hecho de su autor uno de los poetas más singulares y universales de la lengua. A distancia de los estereotipos que suelen gobernar nuestros acercamientos al arte y la cultura, Gelman explora en estas páginas las soterradas contingencias que están en el origen de ciertas obras y que, por caminos a menudo misteriosos, han orientado su recepción entre el público y, en ocasiones, el destino de su creador.
04 diciembre 2021
4 de diciembre
Salir y entrar
Me gusta el pensamiento de este guardiacárcel, que debe ser casado:
Los que están entre cuatro paredes ansían la libertad, los que están afuera buscan de meterse entre las cuatro paredes. (Amigo, usted no merecía ser guardiacárcel.) ¡Qué humanidad! El que está adentro quiere salir, el que está afuera quiere entrar. Así es el hombre. Y fíjese qué cosa curiosa ocurre con el gato. El gato, cuando una puerta está abierta, coloca medio cuerpo afuera y medio adentro. Y no se sabe si quiere entrar o salir. El hombre, mucho menos prudente que el gato, toma siempre una actitud determinada. Y tomada quiere anularla. En realidad, filosóficamente conversando, el hombre es un animalito que nunca sabe lo que quiere o lo que no quiere. Si le dan lo que pide, lo desprecia; si se lo niegan, llora; y, en realidad, se pasa la vida entre estos dos tormentos, queriendo entrar, si está afuera, queriendo salir, si está adentro, y desesperándose siempre que ha conseguido lo que se proponía con su voluntad.
Y aunque el problema parezca simple, no lo es. Tan graves enigmas encierra, que un señor escritor, el conde de Tolstoy, escribió a este propósito qué debe hacerse. Si usted me pide que le conteste a la anotada pregunta le contestaré: Cierre los ojos y tírese al foso.
(El Mundo, 4 de diciembre de 1929)
Roberto Arlt
Tratado de la delincuencia
Aguafuertes inéditas
De las aguafuertes que han permanecido inéditas, tenemos aquí un puñado que tratan sobre la delincuencia y sus variadas formas como la coima, las organizaciones delictivas, la cárcel, los menores.
03 diciembre 2021
3 de diciembre
Y el mosquetero, con su sangre fría habitual, fue a sentarse ante los restos del desayuno.
—Amén —dijo Athos—, y ya volveremos sobre eso más tarde, si es ese vuestro gusto; pero por el momento lo que más me preocupaba, y estoy seguro de que tú, D’Artagnan, me comprenderás, era recuperar de aquella mujer una especie de firma en blanco que había arrancado al cardenal, y con cuya ayuda ella debía desembarazarse de ti y quizá de nosotros impunemente.
—Pero esa criatura es un demonio —dijo Porthos tendiendo su plato a Aramis, que trinchaba un ave.
—Y esa firma en blanco —dijo D’Artagnan—, esa firma en blanco, ¿ha quedado entre sus manos?
—No, ha pasado a las mías; no diré que haya sido sin esfuerzo, porque mentiría.
—Querido Athos —dijo D’Artagnan—, ya no seguiré contando las veces que os debo la vida.
—Entonces, ¿nos dejasteis para volver junto a ella? —preguntó Aramis.
—Exacto.
—¿Y tienes esa carta del cardenal? —dijo D’Artagnan.
—Aquí está —dijo Athos.
Y sacó el precioso papel del bolsillo de su casaca.
D’Artagnan lo desplegó con una mano cuyo temblor no trataba siquiera de disimular y leyó:
El portador de la presente ha «hecho lo que ha hecho» por orden mía y para bien del Estado.
3 de diciembre de 1627.
RICHELIEU.
—En efecto —dijo Aramis—, es una absolución en toda regla.
—Hay que romper ese papel —exclamó D’Artagnan, que parecía leer su sentencia de muerte.
—Muy al contrario —dijo Athos—, hay que conservarlo por encima de todo, y yo no daría este papel aunque lo cubrieran de piezas de oro.
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