UN DESTRUCTOR
(24 de noviembre de 1943). Un destructor es un tipo de embarcación muy atractivo, probablemente el más bonito de los barcos de guerra. Los barcos de guerra son, un poco, como ciudades de acero o como grandes fábricas de destrucción. Los barcos de transporte de fuerzas aéreas son como aeropuertos flotantes. Incluso los cruceros pueden ser considerados, sin más, como grandes conjuntos de máquinas, pero un destructor es ya todo un barco. Sus hermosas y limpias líneas, su velocidad y el sonido que produce al deslizarse, su porte de curiosa elegancia, todo en él tiene el viejo sentido de un barco.
Un destructor es un barco bastante pequeño y por lo tanto el capitán acaba por conocer personalmente a cada uno de los hombres que están bajo su mando. Sabe todo acerca de cada cual, su nombre de pila, cuántos hijos tiene, cuáles son sus problemas; y llega a solucionar algunos de ellos, incluso. Eso hace que en un destructor siempre reine una excelente camaradería entre todos los hombres. Es realmente muy conveniente que la tripulación disponga de un buen capitán.
La marcha de los barcos de guerra se detiene sólo por algún golpe mortal, y sólo puede recibirse un golpe de esos durante una guerra. Los cruceros suelen disfrutar períodos de relativa calma, pero todo destructor trabaja todo el tiempo. Son probablemente los barcos más atareados de una flota. Cada vez que hay una batalla, es a ellos a los que corresponde la misión de reconocimiento, además de ser los primeros en entrar en acción. Deben convoyar a los restantes barcos, además de apresurarse a intervenir en todas las batallas. Sus tripulaciones no son altaneras, como las de cualquier otro barco de guerra, ni excesivamente modestas, como las de los cruceros. La mayor parte de los hombres que trabajan en ellos son hombres de mar, hombres que, en tiempos ásperos, saben ser duros, honesta y violentamente duros.
Cualquier hombre que vaya en un destructor en tiempo de guerra, jamás se enoja, porque, por encima de cualquier otra consideración, todos son hombres de mar. Bajo la hélice del destructor, el agua burbujea como en el Niágara. A 35 nudos, el destructor se balancea al compás del mar, con la espuma salpicándole y es capaz de luchar, arrojar cargas de profundidad, bombardear y ejecutar infinidad de acciones. Cuantos hombres van en un destructor conocen, no sólo el trabajo encomendado a ellos, sino, además, cualquier otro que dentro del barco se vean obligados a hacer.
El destructor X es uno de estos barcos. Ha navegado muchos miles de millas desde que empezó la guerra. Ha sido bombardeado y torpedeado. Ha luchado y ha estado convoyando a otros barcos. Su capitán es un hombre joven, de cabello oscuro, y su oficial parece un estudiante. El barco está inmaculado. Sus motores están limpios y pintados, extraordinariamente brillantes.
El X es un barco nuevo, de hace unos quince meses. Ha bombardeado Casablanca, Gela y Salerno, y ha capturado algunas islas. A sus oficiales les gustaría ir en barcos mayores, porque eso da más categoría. Pero no hay un solo soldado que prefiera otro barco. El destructor X es casi un mito. En él se trabaja silenciosamente, nadie levanta nunca la voz. El capitán habla en voz baja, y lo mismo hacen todos los demás. Las órdenes se transmiten en voz baja, y son como ruegos. La disciplina ha sido interiorizada por toda la tripulación, y no sólo disciplina de ésa que procede del miedo al superior. El capitán sólo debe decir:
—Tantos hombres tienen hoy permiso para ir de compras. Sólo que uno regrese borracho todos serán arrestados.
Unos a otros se recomiendan la más austera de las disciplinas, con el objeto de que nadie comprometa la libertad general. Es muy sencillo. Y todos regresan a la hora justa y en perfecta disposición. En el X hay muy pocos casos de indisciplina.
Cuando se está en zona de combate, nadie descansa en el X. Los hombres duermen vestidos. Hay un irritante sonido que parece recordar constantemente: «Listos para entrar en acción», y que termina, sin más, con cualquier atisbo de sueño. Es como el sonido de un despertador, que produce una reacción instantánea: pasos presurosos por los pasillos, martilleo de pies subiendo las escalerillas… En cuando se oye la voz metálica, todos los cañones del X aparecen dispuestos, todo el material antiaéreo empieza a escudriñar el cielo, y lo mismo sucede con las ametralladoras de 5 pulgadas, con las que también se puede llevar a cabo defensa antiaérea.
Los hombres pueden llegar a sus puestos en menos de un minuto. Y ello, sin alborotos de ninguna clase y sin que unos a otros se atropellen. Los soldados ya lo han hecho así en multitud de ocasiones. Una vez todos en sus puestos de combate, una voz procedente del puente convierte al X en un dragón que lanza fuego por todos sus poros, capaz de arrojar toneladas de plomo en muy poco tiempo.
Una de las cosas más extraordinarias es observar los cañones con control remoto. Los apuntan y disparan desde el puente. Es como si la torreta y los cañones, de metal inanimado, cobraran vida. Y la torreta y los cañones se estremecen, se balancean y trepidan, tiemblan como pueden temblar las antenas de un insecto escuchando u oliendo su presa. De repente, quedan fijos y, al momento, hay como una bocanada de ruidos, y los proyectiles saltan hacia lo lejos. Las líneas marcadas por ellos llegan a parecer materiales. Pero, al final, con la explosión, desaparecen. Pero ya están otra vez temblando los cañones. Y lanzando nuevos proyectiles. Son como serpientes de cascabel listas para morder a su víctima, y parecen realmente estar vivos. Resulta aterrador.
John Steinbeck
Hubo una vez una guerra
Dividida en tres partes que se corresponden a los tres escenarios en los que Steinbeck trabajó como corresponsal de guerra (Inglaterra, norte de África e Italia), y precedidos de una introducción del autor escrita con la distancia del tiempo, esta obra recoge, tal como fueron escritos en su momento, los mejores artículos publicados en el New York Herald Tribune. Combina textos dedicados a personajes singulares que sólo surgen en una guerra, con otros dedicados a ciudades y batallas, pero siempre teniendo muy en primer plano la vivencia humana, las consecuencias de la guerra en el sentir de los hombres que la protagonizan o son sus víctimas. Y es además una reinvindicación de la tarea de reportero y del corresponsal de guerra.
«Si alguien ha olvidado lo que fue la guerra, Steinbeck le refrescará la memoria. Su estilo es inolvidable.»
Chicago Tribune
El nombre de John Steinbeck ha quedado asociado en la historia de la literatura a grandes novelas en las que puso de manifiesto una extraordinaria agudeza y sensibilidad para captar la esencia del comportamiento humano, y novelas como De ratones y hombres, Las uvas de la ira, La perla o Al este del Edén se han convertido ya en clásicos indiscutibles. Sin embargo, menos conocida es su faceta como reportero y articulista, que tanta importancia tuvo en la configuración de su estilo y que en Hubo una vez una guerra alcanza sus más altas cotas de brillantez.
Publicados originalmente en el New York Herald Tribune a lo largo de 1943, los textos reunidos por el propio autor en este libro nos ofrecen una impresionante imagen de la vida cotidiana en una Inglaterra sometida a demoledores bombardeos, en un norte de África dominado por la corrupción y en una Italia que las tropas nazis se resisten a abandonar, mientras la población civil intenta tímidamente recuperar la normalidad. Además de ofrecernos algunas claves del realismo de Steinbeck, no hay duda de que Hubo una vez una guerra constituye uno de los libros más veraces y sinceros que se han escrito nunca sobre la segunda guerra mundial.