25 noviembre 2021

25 de noviembre

Espesísima la nieve bajaba del cielo, depositándose en las terrazas y poniéndolas blancas. Al mirarla, Drogo sintió con más agudeza el ansia de costumbre, intentaba expulsarla en vano pensando en su joven edad, en los muchísimos años que le quedaban.

Mientras Drogo y Simeoni estaban discutiendo así, un día empezó a nevar. «Aún no ha terminado el verano —fue el primer pensamiento de Drogo— y ya ha llegado el mal tiempo.» Le parecía, en efecto, que acababa de regresar de la ciudad, que aún no había tenido tiempo de organizarse como antes. Y, sin embargo, en el calendario estaba escrito 25 de noviembre; se habían consumido meses enteros.

Espesísima la nieve bajaba del cielo, depositándose en las terrazas y poniéndolas blancas. Al mirarla, Drogo sintió con más agudeza el ansia de costumbre, intentaba expulsarla en vano pensando en su joven edad, en los muchísimos años que le quedaban. El tiempo, inexplicablemente, había echado a correr cada vez más veloz, se tragaba los días uno tras otro. Bastaba con mirar alrededor y ya caía la noche, el sol giraba por abajo y reaparecía por el otro lado para iluminar el mundo lleno de nieve.

Los otros, sus compañeros, parecían no advertirlo. Hacían el servicio habitual sin entusiasmo, incluso se alegraban cuando en las órdenes del día aparecía el nombre de un mes nuevo, como si hubieran ganado algo. Menos tiempo que pasar en la Fortaleza Bastiani, calculaban. Tenían, pues, una meta, mediocre o gloriosa, con la que sabían contentarse.

El propio comandante Ortiz, que andaba ya por los cincuenta años, asistía apático a la fuga de las semanas y de los meses. Ahora había renunciado a sus grandes esperanzas y decía:

—Una decena de años más, y me llega el retiro.

Regresaría a su casa, en una vieja ciudad de provincias —explicaba—, donde vivían algunos parientes suyos. Drogo lo miraba con simpatía, sin lograr entenderlo. ¿Qué haría Ortiz allá abajo, entre los civiles, sin ninguna finalidad, solo?

—He sabido contentarme —decía el comandante, dándose cuenta de los pensamientos de Giovanni—. Año tras año he aprendido a desear cada vez menos. Si las cosas me salen bien, volveré a casa con el grado de coronel.

—¿Y después? —preguntaba Drogo.

—Después, nada más —dijo Ortiz con sonrisa resignada—. Después esperaré aún… satisfecho con el deber cumplido —concluyó burlonamente.

—Pero aquí, en la Fortaleza, en esos diez años, no cree que…

—¿Una guerra? ¿Piensa usted aún en una guerra? ¿No hemos tenido bastante?

En la llanura septentrional, en los límites de las nieblas perennes, ya no se veía nada sospechoso; incluso la luz nocturna se había apagado. Y Simeoni estaba satisfechísimo. Eso demostraba que él tenía razón: no se trataba de una aldea ni de un campamento de gitanos, sino sólo de obras, que la nieve había interrumpido.

Dino Buzzati
El desierto de los tártaros

La fascinación que desde su aparición en 1940 ha despertado El desierto de los tártaros, la más célebre novela de Dino Buzzati, proviene del paisaje formal de la fábula que narra, no de su significación oculta. Con todo, la historia del oficial Giovanni Drogo, destinado a una fortaleza fronteriza sobre la que pende una amenaza aplazada e inconcreta, pero obsesivamente presente, se halla cargada de resonancias que la conectan con algunos de los más hondos problemas de la existencia: la seguridad como valor contrapuesto a la libertad, la progresiva resignación ante el estrechamiento de las posibilidades vitales de realización, la frustración de las expectativas de hechos excepcionales que cambien el sentido de la existencia.

Chimonanthus praecox

chimonanthus praecox

24 noviembre 2021

24 de noviembre

UN DESTRUCTOR

(24 de noviembre de 1943). Un destructor es un tipo de embarcación muy atractivo, probablemente el más bonito de los barcos de guerra. Los barcos de guerra son, un poco, como ciudades de acero o como grandes fábricas de destrucción. Los barcos de transporte de fuerzas aéreas son como aeropuertos flotantes. Incluso los cruceros pueden ser considerados, sin más, como grandes conjuntos de máquinas, pero un destructor es ya todo un barco. Sus hermosas y limpias líneas, su velocidad y el sonido que produce al deslizarse, su porte de curiosa elegancia, todo en él tiene el viejo sentido de un barco.

Un destructor es un barco bastante pequeño y por lo tanto el capitán acaba por conocer personalmente a cada uno de los hombres que están bajo su mando. Sabe todo acerca de cada cual, su nombre de pila, cuántos hijos tiene, cuáles son sus problemas; y llega a solucionar algunos de ellos, incluso. Eso hace que en un destructor siempre reine una excelente camaradería entre todos los hombres. Es realmente muy conveniente que la tripulación disponga de un buen capitán.

La marcha de los barcos de guerra se detiene sólo por algún golpe mortal, y sólo puede recibirse un golpe de esos durante una guerra. Los cruceros suelen disfrutar períodos de relativa calma, pero todo destructor trabaja todo el tiempo. Son probablemente los barcos más atareados de una flota. Cada vez que hay una batalla, es a ellos a los que corresponde la misión de reconocimiento, además de ser los primeros en entrar en acción. Deben convoyar a los restantes barcos, además de apresurarse a intervenir en todas las batallas. Sus tripulaciones no son altaneras, como las de cualquier otro barco de guerra, ni excesivamente modestas, como las de los cruceros. La mayor parte de los hombres que trabajan en ellos son hombres de mar, hombres que, en tiempos ásperos, saben ser duros, honesta y violentamente duros.

Cualquier hombre que vaya en un destructor en tiempo de guerra, jamás se enoja, porque, por encima de cualquier otra consideración, todos son hombres de mar. Bajo la hélice del destructor, el agua burbujea como en el Niágara. A 35 nudos, el destructor se balancea al compás del mar, con la espuma salpicándole y es capaz de luchar, arrojar cargas de profundidad, bombardear y ejecutar infinidad de acciones. Cuantos hombres van en un destructor conocen, no sólo el trabajo encomendado a ellos, sino, además, cualquier otro que dentro del barco se vean obligados a hacer.

El destructor X es uno de estos barcos. Ha navegado muchos miles de millas desde que empezó la guerra. Ha sido bombardeado y torpedeado. Ha luchado y ha estado convoyando a otros barcos. Su capitán es un hombre joven, de cabello oscuro, y su oficial parece un estudiante. El barco está inmaculado. Sus motores están limpios y pintados, extraordinariamente brillantes.

El X es un barco nuevo, de hace unos quince meses. Ha bombardeado Casablanca, Gela y Salerno, y ha capturado algunas islas. A sus oficiales les gustaría ir en barcos mayores, porque eso da más categoría. Pero no hay un solo soldado que prefiera otro barco. El destructor X es casi un mito. En él se trabaja silenciosamente, nadie levanta nunca la voz. El capitán habla en voz baja, y lo mismo hacen todos los demás. Las órdenes se transmiten en voz baja, y son como ruegos. La disciplina ha sido interiorizada por toda la tripulación, y no sólo disciplina de ésa que procede del miedo al superior. El capitán sólo debe decir:

—Tantos hombres tienen hoy permiso para ir de compras. Sólo que uno regrese borracho todos serán arrestados.

Unos a otros se recomiendan la más austera de las disciplinas, con el objeto de que nadie comprometa la libertad general. Es muy sencillo. Y todos regresan a la hora justa y en perfecta disposición. En el X hay muy pocos casos de indisciplina.

Cuando se está en zona de combate, nadie descansa en el X. Los hombres duermen vestidos. Hay un irritante sonido que parece recordar constantemente: «Listos para entrar en acción», y que termina, sin más, con cualquier atisbo de sueño. Es como el sonido de un despertador, que produce una reacción instantánea: pasos presurosos por los pasillos, martilleo de pies subiendo las escalerillas… En cuando se oye la voz metálica, todos los cañones del X aparecen dispuestos, todo el material antiaéreo empieza a escudriñar el cielo, y lo mismo sucede con las ametralladoras de 5 pulgadas, con las que también se puede llevar a cabo defensa antiaérea.

Los hombres pueden llegar a sus puestos en menos de un minuto. Y ello, sin alborotos de ninguna clase y sin que unos a otros se atropellen. Los soldados ya lo han hecho así en multitud de ocasiones. Una vez todos en sus puestos de combate, una voz procedente del puente convierte al X en un dragón que lanza fuego por todos sus poros, capaz de arrojar toneladas de plomo en muy poco tiempo.

Una de las cosas más extraordinarias es observar los cañones con control remoto. Los apuntan y disparan desde el puente. Es como si la torreta y los cañones, de metal inanimado, cobraran vida. Y la torreta y los cañones se estremecen, se balancean y trepidan, tiemblan como pueden temblar las antenas de un insecto escuchando u oliendo su presa. De repente, quedan fijos y, al momento, hay como una bocanada de ruidos, y los proyectiles saltan hacia lo lejos. Las líneas marcadas por ellos llegan a parecer materiales. Pero, al final, con la explosión, desaparecen. Pero ya están otra vez temblando los cañones. Y lanzando nuevos proyectiles. Son como serpientes de cascabel listas para morder a su víctima, y parecen realmente estar vivos. Resulta aterrador.

John Steinbeck
Hubo una vez una guerra

Dividida en tres partes que se corresponden a los tres escenarios en los que Steinbeck trabajó como corresponsal de guerra (Inglaterra, norte de África e Italia), y precedidos de una introducción del autor escrita con la distancia del tiempo, esta obra recoge, tal como fueron escritos en su momento, los mejores artículos publicados en el New York Herald Tribune. Combina textos dedicados a personajes singulares que sólo surgen en una guerra, con otros dedicados a ciudades y batallas, pero siempre teniendo muy en primer plano la vivencia humana, las consecuencias de la guerra en el sentir de los hombres que la protagonizan o son sus víctimas. Y es además una reinvindicación de la tarea de reportero y del corresponsal de guerra.

«Si alguien ha olvidado lo que fue la guerra, Steinbeck le refrescará la memoria. Su estilo es inolvidable.»

Chicago Tribune

El nombre de John Steinbeck ha quedado asociado en la historia de la literatura a grandes novelas en las que puso de manifiesto una extraordinaria agudeza y sensibilidad para captar la esencia del comportamiento humano, y novelas como De ratones y hombres, Las uvas de la ira, La perla o Al este del Edén se han convertido ya en clásicos indiscutibles. Sin embargo, menos conocida es su faceta como reportero y articulista, que tanta importancia tuvo en la configuración de su estilo y que en Hubo una vez una guerra alcanza sus más altas cotas de brillantez.

Publicados originalmente en el New York Herald Tribune a lo largo de 1943, los textos reunidos por el propio autor en este libro nos ofrecen una impresionante imagen de la vida cotidiana en una Inglaterra sometida a demoledores bombardeos, en un norte de África dominado por la corrupción y en una Italia que las tropas nazis se resisten a abandonar, mientras la población civil intenta tímidamente recuperar la normalidad. Además de ofrecernos algunas claves del realismo de Steinbeck, no hay duda de que Hubo una vez una guerra constituye uno de los libros más veraces y sinceros que se han escrito nunca sobre la segunda guerra mundial.

Chimonanthus praecox

chimonanthus praecox

23 noviembre 2021

23 de noviembre

Habían imaginado esa incursión a las ruinas interiores de Villa Valeria como una aventura.

Era un mediodía claro de noviembre, muy frío, cuando en el armón de artillería llevaron a Cuelgamuros el cadáver del dictador. Aquellos jóvenes alegres y progresistas estaban encaramados en unas breñas, en los altos de Cercedilla, y entre ellos se pasaban la bota de vino y un largavistas. Al fondo del valle serpenteaba la carretera de La Coruña y en ella se podía ver ascendiendo la caravana de coches oficiales que transportaba a todas las jerarquías detrás del fiambre de Franco en medio de pequeños gentíos que se agolpaban en los arcenes de las urbanizaciones. En el jardín de Villa Valeria había una mesa llena de viandas y unas botellas de champán que ellos habían traído esa mañana para celebrar la muerte del tirano, pero en ese momento en el jardín no había nadie. El grupo de alegres progresistas se había acercado hasta un montículo de las cercanías que formaba una barbacana de la sierra para contemplar la comitiva fúnebre que a simple vista se veía discurrir allá abajo en el horizonte como un desfile de hormigas bajo un cielo de diamante en dirección a la tumba faraónica.

Entre las viandas y el champán, en la mesa del jardín desierto había estado sonando toda la mañana un transistor que narraba la ceremonia del entierro. La voz del cardenal Marcelo González, los responsos, las salvas que daba con una determinada cadencia el cañón a lo largo del funeral tenían una gran resonancia en todo el jardín aquella mañana clara del 23 de noviembre de 1975 y todos esos sonidos también llegaban hasta el interior de la casa derruida donde Alicia y Andrés se habían colado para explorarla por primera vez a escondidas. Habían trepado juntos por la pared de atrás y se habían introducido en el piso de arriba a través de un boquete del tejado que dejaba al descubierto las vigas del arquitrabe. Habían imaginado esa incursión a las ruinas interiores de Villa Valeria como una aventura. Los demás se habían ido a ver pasar el cortejo fúnebre por el fondo del valle. Los dos adolescentes estaban solos. Guiados por la luz cenital que atravesaba aquel espacio en ruinas bajaron cogidos de la mano por la escalera de madera hasta uno de los salones de la primera planta donde había un tresillo raído. Desde allí se oía la voz del cardenal de Toledo que elevaba un panegírico mortuorio a Franco en las exequias que se estaban celebrando en la plaza de Oriente. A veces sonaba música sacra y también el murmullo de las plegarias litúrgicas entre el discurso patético del locutor que iba describiendo las partes de la ceremonia. Los cañonazos no se escuchaban a través del transistor. Resonaban directamente en el cuenco del Guadarrama con varios ecos y el último de ellos entraba en Villa Valeria por el boquete del tejado. En este juego ambos adolescentes habían imaginado que en el interior de la mansión derruida encontrarían un tesoro.

Manuel Vicent
Jardín de Villa Valeria

El narrador cuenta en primera persona una historia de 20 años, desde su llegada a Madrid a principios de los sesenta hasta la subida de los socialistas al poder en 1982. Es la crónica de una fascinación, la juventud perdida, los cambios sociales, los nuevos amores, la frustración perdida… en definitiva, la melancolía del paso del tiempo en torno a una mansión derruida.

Chimonanthus praecox

chimonanthus praecox

22 noviembre 2021

22 de noviembre

Entre dicha fecha y Nochebuena —el 22 de noviembre, para ser exacto— habían matado a mistress McGinty. ¿De quien había sido propiedad el cortador por entonces?

Deirdre frunció el entrecejo.

—No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha.

—La Fiesta de la Cosecha… Eso sería… ¿cuándo? ¿Octubre? ¿Septiembre?

—A fines de septiembre.

Reinó el silencio en el cuartito. Poirot miró a la muchacha, y ella le miró a él. Tenía ella el rostro sin expresión, sin indicio alguno de interés. Intentó adivinar qué estaba pasando tras aquel muro de apatía. Quizá nada. Tal vez estuviese, como decía ella, cansada nada más…

Dijo con ansia:

—¿Está usted completamente segura de que se mandó a la venta de la Fiesta de la Cosecha… que no fue a la de Nochebuena?

—Completamente segura.

Fija la mirada, sin parpadear…

Hércules Poirot aguardó. Continuó aguardando…

Por fin dijo:

—No quiero molestarla más, mademoiselle.

Deirdre le acompañó hasta la puerta.

A los pocos instantes bajaba nuevamente la avenida.

Dos declaraciones divergentes, declaraciones que no había posibilidad de conciliar.

¿Quién tenía razón? ¿Maureen Summerhayes o Deirdre Henderson?

Si el cortador de azúcar había recibido el empleo que suponía, aquello resultaba vital. El Festival de la Cosecha se había celebrado a fines de septiembre. Entre dicha fecha y Nochebuena —el 22 de noviembre, para ser exacto— habían matado a mistress McGinty. ¿De quien había sido propiedad el cortador por entonces?

Se dirigió a la estafeta. Mistress Sweetiman siempre estaba dispuesta a ayudar, y hacía cuanto se hallaba a su alcance. Aseguró haber asistido a las dos ventas. A veces se encontraban en ellas cosas que valía la pena adquirir. Ayudaba también a montarlo todo. Aunque la mayor parte de la gente no mandaba de antemano su aportación, sino que se presentaba personalmente con ella.

¿Un cortador de bronce, parecido a un hacha, con piedras de colores y un pajarito? No; no recordaba con exactitud.

Había tantas cosas, y tanta confusión, y eran tantas las piezas que se llevaba la gente en seguida… Pero, sí, creía recordar algo así… La habían vendido por cinco chelines, junto con una cafetera de cobre, pero la cafetera tenía un agujero en el fondo y no se podía emplear más que como adorno. No recordaba, no obstante, cuándo había sido. Quizá por Nochebuena, posiblemente antes… No se había fijado…

Aceptó el paquete que le entregó Poirot. ¿Certificado? Sí.

Copió las señas y el detective observó un destello de interés en los perspicaces ojos negros cuando le entregó el recibo.

Hércules Poirot subió lentamente la colina, pensativo.

De las dos mujeres, era más probable que Maureen Summerhayes, alocada, alegre, inexacta, fuera la que se equivocase. Para ella igual daría que fuese el Festival de la Cosecha o el de Noche buena.

Deirdre Henderson, indolente, delicada, tenía que ser mucho más segura, verosímilmente, en sus identificaciones de tiempos y fechas.

De todas formas, una cuestión le preocupaba.

¿Por qué, tras sus preguntas, no le habría ella preguntado a su vez el motivo de que las hiciese? ¿Por qué quería saber todo eso? Tal pregunta hubiera resultado natural y casi inevitable.

Pero Deirdre Henderson no lo había hecho.

Agatha Christie
La señora McGinty ha muerto
Hércules Poirot - 30

La señora McGinty aparece asesinada. James Bentley, su inquilino, es acusado del crimen y condenado a la horca, pero el superintendente Spence de Scotland Yard no cree que sea el verdadero culpable y, para demostrarlo, pide ayuda a Hércules Poirot. El detective belga conseguirá desentrañar una verdad que las pistas más superficiales habían ocultado.

Enriketa ve un fantasma