27 octubre 2021

27 de octubre

 El retorno a la tierra natal

El Capitán Agustín Prío terminaba de ajustarse la corbata de mariposa de los días festivos, que le daba un aire de referee de boxeo, cuando el treno de las sirenas que crecía hasta llenar el aposento puso una llamarada turbia en el espejo. Se asomó al balcón y un repentino soplo de aire tibio pareció empujarlo de nuevo hacia dentro. Al otro lado de la plaza, parvadas de campesinos desprevenidos huían de la embestida de las motocicletas Harley-Davidson que atronaban bajo el fuego del sol abriendo paso a la caravana que ya se detenía frente a la catedral, mientras los manifestantes seguían bajando de las jaulas de transportar algodón y de los volquetes anaranjados del Ministerio de Fomento y Obras Públicas, recibían de manos de los caporales los cartelones que chorreaban anilina, los enarbolaban o se cubrían con ellos la cabeza, detrás de sus pasos las mujeres, los críos prendidos de sus pechos magros y de la mano los grandecitos, e iban a perderse entre los demás comarcanos igualmente desorientados y la gente llegada a pie de los barrios con sus gorras rojas, y marchantas nalgonas, fresqueras ensombreradas, barrenderos municipales de zapatones, maestras de escuela bajo sus sombrillas, reclutas rapados, empleados públicos de corbatas lánguidas.
Y ahora, portazos en sucesión, carreras de los guardaespaldas vestidos de casimir negro cocinándose en la resolana, la corona de subametralladoras Thompson ya en torno a la limosina blindada, también de color negro funeral, y bajaba Somoza, traje de palm-beach blanco, el pitillo de plata prendido entre sus dientes, alzaba el sombrero panamá para saludar a los manifestantes que desperdigaban de lejos sus aplausos, un primer chillido alcanzaba su oído, ¡que viva el perromacho, jodido!, y se elevaba la respuesta en una ola cavernosa que el Capitán Prío oía estallar desde el balcón, tras Somoza la Primera Dama, vestido de seda verde botella bordado en verde más profundo, casquete verde tierno sobre su peinado de bucles, el velillo pendiente del casquete sobre el rostro maquillado, subían a prisa las gradas del atrio entre la valla de soldados y guardaespaldas, el obispo de León esperándolos en la puerta mayor de la catedral. Y lo último que el Capitán Prío vio desde su atalaya fue el relumbrar de los flashes porque ahora la comitiva avanzaba por el pasillo central de la nave desierta vigilada en cada palmo por los soldados.
La corona de lirios de papel crepé y rosas de trapo aguardaba asentada en su trípode al pie de la estatua de San Pablo, frente a la tumba custodiada por un león de cemento que lloraba, la melena abatida sobre el escudo también de cemento. La Primera Dama, atormentada por el corsé que reprimía sus carnes, se acercó al oído de su consorte que por respeto al lugar había entregado el pitillo de plata a su edecán, el coronel (GN) Abelardo Lira, el Lucky Strike aún a medio consumir. A Somoza, ralo de cabello, doble la papada, numerosas las pecas color de tabaco en la nariz y las mejillas, también lo atormentaba un corsé que reprimía sus carnes, el corsé de peso liviano tejido en hilo de acero que le había enviado Edgar J. Hoover, con su tarjeta personal, por mano de Sartorius Van Wynckle.
No se alcanzaba a oírla. Pero presumo, Capitán, que no estaría recordándole al marido que quien reposa bajo el peso del león doliente fue despojado de su cerebro la misma noche de su muerte, un enojoso asunto de familia. Por el contrario, es mucho más probable que su pensamiento volara hacia los versos que le escribiera un día en su abanico de niña:
La perla nueva, la frase escrita,
Por la celeste luz infinita,
Darán un día su resplandor;
¡ay, Salvadora, Salvadorita,
no mates nunca tu ruiseñor!

El ruiseñor, bien cebado, asintió y sonrió. El orfebre Segismundo, uno de los contertulios de la mesa maldita, que se reúnen por vieja tradición al otro lado, en la Casa Prío —desde uno de cuyos balcones el Capitán Prío se asomaba a la plaza— aunque ya lo supiera preguntaría, confianzudo, si le estuviera permitido: ¿cuándo fue eso, Salvadorita?
Ese entremetimiento es imposible. Por tanto, dejo que el rostro de la Primera Dama, maquillado sin piedad y avejentado con menos piedad, se mire por su cuenta en el veloz espejo de las aguas del tiempo; que el caer invisible de una piedra agite en ondas la transparente superficie para que ella recobre en el fondo la imagen en temblor de la niña de diez años, vestida de organdí igual que su hermana Margarita, sus sombreros de paja italiana con dos cintas bajando a sus espaldas; que se vea sentada en la barca mecida por el oleaje, donde una parte de ustedes debe apresurarse en buscar lugar.
Es la mañana del 27 de octubre de 1907 y de lejos se avizora ya el Pacific Mail, a cuya cubierta otros de ustedes harían bien en subir, pues allí llega aquel que yace bajo el león de cemento, en su retorno a la tierra natal:
El steamer pone proa hacia la bahía de Corinto cuando el cielo del amanecer finge ante los ojos del pasajero una floresta incendiada. Asido al raíl de la cubierta, se había apostado desde antes del alba en el costado de estribor, ansioso por descubrir los relieves de la costa que empezaron a iluminarse con tonalidades grises; y al palidecer las constelaciones, descubrió en la lontananza los volcanes de la cordillera de los Maribios que divisara por vez primera desde el mar al alejarse rumbo a Chile en otro amanecer ya lejano.

Sergio Ramírez
Margarita, está linda la mar


1907. León, Nicaragua. Durante un homenaje que le rinde su ciudad natal, Rubén Darío escribe en el abanico de una niña uno de sus más hermosos poemas: «Margarita, está linda la mar…».
1956. En un café de León una tertulia se reúne desde hace años, dedicada, entre otras cosas, a la rigurosa reconstrucción de la leyenda del poeta. Pero también a conspirar. Anastasio Somoza visita la ciudad en compañía de su esposa, doña Salvadorita. Está previsto un banquete de pompa y boato. Habrá un atentado contra la vida del tirano, y aquella niña del abanico, medio siglo más tarde, no será ajena a los hechos.
Sergio Ramírez logra, en Margarita, está linda la mar, que toda la historia de su país quepa en una cumplida metáfora de realidad y leyenda. En un lenguaje cuya brillantez subyuga al lector, con ráfagas de humor e ironía que asombran por su precisión poética, la acción va tramando caminos de medio siglo entre los dos niveles del relato, creando un continuo temporal entre el pasado y el presente que parece pertenecer a los mejores territorios del mito. Y dentro de este ámbito literario, con mucha más realidad que los hechos concretos, el autor nos hace conocer personajes de impecable identidad, originales, tiernos, necesarios, inscritos en la mejor tradición de las grandes personalidades de la literatura latinoamericana.
Una novela perfecta, rebosante de nobleza. Una obra excepcional.

Valdemoro, unas vistas

Valdemoro, unas vistas

26 octubre 2021

26 de octubre

 26 de octubre

Hoy otro día movido. J. R. lo pasó muy bien con sus visitantes de hoy, sobre todo con la familia Homar. Almorcé en el Caribe [Hilton] porque quería que asistiera Lulú [Benítez], y vino también a conocer a Mrs. de Beers, Margarita Ashford de Lee. Lo pasamos muy bien, aunque eché de menos la economía del Centro [Club] de la Facultad, pero allí no cuento con Lulú por los chismes y cuentos y celos. Lulú me dio una carta de presentación para su cuñado y mañana iré a verlo con Cecilia para interesarlo en el caso de la pobre Sra. de Peñagarícano, que encima de quedarse viuda se ha quedado sin pensión por haber la hija idiota llegado a los 18 años. El almuerzo junto al mar, un verdadero sueño. Allí estaba Marion Wolf jugando a cartas con 3 otras cotorronas «continentales [de los EE.UU.]» ¡Qué vidas tan vacías!

Zenobia Camprubí Aymar
Diario 3. Puerto Rico (1951-1956)


Zenobia Camprubí llevó a cabo un Diario a lo largo de los casi veinte años que duró su vida en el exilio. Redactado parte en inglés y parte en español, lenguas que por sus antecedentes familiares y trayectoria personal dominó con idéntica facilidad, el Diario nos revela el carácter extraordinario de quien fuera la esposa del poeta Juan Ramón Jiménez. Entrelazados con la vida activa de su autora, se recogen en este monólogo sus estados de ánimo, los de su marido, sus frustraciones y ambiciones, sus reflexiones respecto al poeta y a su entorno. El Diario destaca por su valor como obra intimista, lo que pone de manifiesto la competencia literaria de la autora, y su importancia como testimonio histórico y documental. Si un diario conecta las dos partes del ser, la que escribe y la que lee, y ese vínculo se convierte en un modo de observar la propia supervivencia, el Diario de Zenobia Camprubí sería, como se observa en el prólogo del primer volumen, «un instrumento de supervivencia por el que Zenobia trató de reencontrar el perdido sentido de la vida a raíz del trauma de la Guerra Civil española».
El primer volumen abarca el periodo comprendido entre 1937 y 1939, correspondiente a la estancia del matrimonio en Cuba; el segundo cubre los años que van de 1939 a 1950, los vividos en Estados Unidos; el último, hasta ahora inédito, se centra en los años finales de su vida, transcurridos en Puerto Rico.
La edición y preparación de este diario completo ha estado a cargo de Graciela Palau de Nemes
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Adelfa, nerium oleander

Jardines y flores

25 octubre 2021

25 de octubre

 Las cuatro estaciones

Faro de Vigo, 25 de octubre de 1953.
Siempre he hablado de con cuánto atento amor sigo la rueda de las cuatro estaciones, cómo atiendo a su nacimiento, signo, fábula y huida: tal se va, fugaz, la primavera, como «cervo ferido por monteiro maior», tal se va el otoño, como una copa de oro que ruede de las cumbres al valle. Ese polvo insistente de oro, esa cortina dorada que ahora lentamente cierra sobre el rostro del mundo, anida en las copas umbrías de los árboles y se tiende a dormir, como un gran rey derribado, en el flanco poderoso de la montaña. El río, el Avia, maduro como un maduro fruto antiguo, se ha bebido el Viñao y el Arenteiro en esa dorada copa del otoño. Ambos son ríos molineros, de molinos de pan, y sus aguas participan, pues, en la especie sacramental, en la blanquísima harina, como el Avia participa en el vino. Leiro, Beade, Regadas, Abeleda…, toda la mañana está aquí en una redoma de cristal, palpable y audible: vibra, sonora como si el dedo índice de Dios, disparado por la ballesta del pulgar, la golpease.
Al pasar por Regadas, toda la mañana debía ser un ancho prado, como un pañuelo verde puesto a secar al sol, y debían verse y oírse los hilos de agua de los regatos y alcazuelas, y desde el camino, con la mano, poder herborizar nombres latinos: la festuca pratensis de fino talle y la gracia de sus racimillos, o la arrhenatherum elatius, una explosión de hilos y estrellas verdes, dulce el talle cuando se lo masca en el verano, en los henares: treboiña le llaman a la hierba en mi mindoniense país, y me parece que lleva con más gracia el romance que la pulcritud latina de su denominación linneana, tan aparatosa. Abeleda debía estar, como un trobo de viejo castaño, rodeado de la tribu fungadora de las abejas, o como un panal de dorada miel, en el corazón de la mañana, y que pudiese reconocer el pasajero, con el labio en el panal, toda la flora de la montaña, todo lo que tiene color y aroma en el Faro de Avión. Todo lo que tiene nombre debía vivir su nombre. Un amigo me cuenta que en lengua quechua el nombre de una persona o cosa se designa como «aquello que gotea de su alma». Abeleda debía gotear miel en los labios de quien dijese su nombre; unas casas blancas, maíz puesto a secar en una solana, una niña de rubias trenzas en bicicleta. Quedarse a vivir en una de esas casas blancas, tomar el sol con el maíz en la solana, hacerle versos y verla sonreír a la niña de las trenzas y la bicicleta: pero quizás todo esto fuese presurosa y gentil ocupación de primavera que no melancolía del otoño. Aquel príncipe japonés de las historias de Lafcadio Heamrn que estaba encargado, en una montaña sagrada que tenía cerezos y mariposas en la falda, de avisar de la llegada de las aves emigrantes, y entre ellas de los grandes pájaros de las estaciones, avisaba a toda la cortesía nipona, advirtiendo: «Moveos más lentamente que ha llegado el pájaro de las alas secas», y colgaba los grandes tapices que representaban a un samurai en la madura edad, probando su casco de escamas de coral a un niño: es decir, viéndose a sí mismo, tierno paje, y en el casco, con el coral, bordada la melancolía: ¡Dios me libre de tener que probar, a una infantil cabeza, mis melancolías! Que sean otras mis ocupaciones otoñales. Cuáles pueden ser, las pienso en este camino de Leiro a Carballino. Quizá sentarme a oír latir el corazón del vino nuevo en las bodegas —los divinos fermentos creadores, «el semen bullicioso de la naturaleza», grato a Paracelso—, o con el tacón del zapato esbilar un erizo que ha caído del castaño, y recoger las castañas, y comerlas, yendo de vagar por la mañana, que del podre de las hojas secas exhala, aquí en el bosque, tan intenso perfume. Vuela una paloma torcaz. ¿Ha llegado, Señor, la hora del soneto de Ulises?
«Si ángel fueras, necesaria altura
de aire el sueño y de cristal, yo digo
si pudiera volar, volar contigo,
el ala al hombro, mecedora pura».
Demasiado á la page me está saliendo el soneto, y gongorino. Lo de gongorino es necesario, que la mañana es un cristal, y lo propio de la poesía de Góngora es estar construida con tantas palabras como cristales. La mañana está empedrada de cristales verdes, ocres, violetas, dorados. Y el chófer, que va diciendo la toponimia, tan clara y a la vez tan misteriosa, parece que va poniendo las consonantes a un enorme soneto de largos y estremecedores catorce versos que dice, a la luz del día, la voz de Dios. Cuando entramos de regreso en Carballino, ya cumplida la tarde y aposentado el silencio en el crepúsculo, y Venus surgiendo hacia donde me imagino, por los vientos, que está Orense, el primer verso del segundo cuarteto lo digo como quien reza, oliendo una rosa de otoño, de finísima piel levemente perfumada y tibia, cogida en Leiro, y recordando el vuelo tan seguro de la paloma.
«¿Más que el ala, Señor, la rosa dura?»
Se oye un piano en la noche de Carballino. He viajado a través del otoño, del más dorado y nostálgico, perfecto otoño todo el día, para venir a oír ahora, en la callada noche, un vals en un piano que en vez de cuerdas tiene hilos de agua y de cristal.

Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia

Bajo el título El pasajero en Galicia, Álvaro Cunqueiro escribió, a comienzos de los años cincuenta, una serie de artículos para el periódico Faro de Vigo en los que, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, hacía la crónica turística y sentimental de su país natal. Constituye, así, una inmejorable guía de las tierras y leyendas realizada por el más sabio, ameno y cordial de los cicerones. El volumen, cuidadosamente editado por César Antonio Molina, contiene además dos crónicas de los viajes de Cunqueiro por las rutas de peregrinación, así como los artículos escritos para una serie que, con el título Introducción a una historia de las tabernas gallegas, el autor proyectaba ir publicando, y otros textos de diversa procedencia donde el célebre escritor se recrea en la geografía y las gentes de Galicia.

Adelfa, nerium oleander

Jardines y flores

24 octubre 2021

24 de octubre

 El 29 de mayo de 1580, fray Juan Gil llega en efecto a Argel en compañía de fray Antón de la Bella, uno de sus correligionarios. Descubre una ciudad que se repone a duras penas de un invierno terrible, diezmada por una hambruna que ha matado a más de cinco mil personas; cansada de un bajá que multiplica los actos arbitrarios; inquieta por las concentraciones de tropas españolas señaladas en Badajoz y en Cádiz y que hacen temer —erróneamente— el envío de una armada contra la ciudad. Sin más tardar, los dos religiosos inician las primeras conversaciones con Hasán. Pero las discusiones se estancan porque los principales corsarios se hallan en el mar. En agosto, los dos redentores consiguen rescatar un centenar de cautivos; pero entre ellos no figura Cervantes. Hasán, cuyo mandato toca a su fin, ofrece entonces a fray Juan Gil sus mejores esclavos; fija el rescate en quinientos ducados por cabeza, a excepción de un tal Jerónimo de Palafox, estimado por él en mil ducados. En la incapacidad de pagar semejante suma, el trinitario decide rescatar a Miguel por el precio indicado: los doscientos ochenta escudos de que todavía dispone se completan con doscientos veinte escudos tomados del fondo general. El 19 de septiembre de 1580, mientras el bajá se prepara para hacerse a la vela, con sus esclavos ya encadenados a los bancos de su galera, fray Juan Gil entrega, en escudos de oro español, el monto del rescate. Cervantes es libre al fin. A punto estuvo de partir con su amo para Constantinopla: tal vez no hubiera vuelto jamás.

Se imagina cuál fue su júbilo. «Tanto es el gusto de alcanzar la libertad perdida», dirá Ruy Pérez de Viedma. No obstante, antes de dejar Argel, quiere saldar sus cuentas. Debe, en efecto, hacer frente a una campaña de difamación dirigida contra él por Blanco de Paz. No conocemos el contenido de las palabras difundidas sobre él por este «hombre murmurador, maldiziente, soberbio y de malas ynclinaciones». ¿De qué se le acusó?¿De amistades con Maltrapillo, de complacencias con Hasán o de compromisos con Agi Morato? Los testimonios de que disponemos sólo hablan de «cosas viciosas y feas». La amenaza era grave, porque Blanco de Paz se decía nada menos que comisario de la Inquisición. Así se explica por qué, siendo ya huésped de otro redimido, su amigo Diego de Benavides, Miguel quiso cortar en seco los rumores malévolos; a partir del 10 de octubre, hace que se proceda a la investigación a la que debemos las informaciones más claras relativas a su cautiverio. En presencia de fray Juan Gil y de Pedro de Rivera, notario apostólico en Argel, doce testigos, entre los que figuran Benavides y el doctor Sosa, confirman las afirmaciones emitidas en el interrogatorio sobre el «cautiverio, vida y costumbres» del requirente, demostrando, en esta ocasión, la inanidad de las palabras del aquel sacerdote indigno que era, en realidad, el sedicente comisario. Catorce días más tarde, el 24 de octubre, nuestro cautivo embarca con otros cinco redimidos en un navío que pertenece a maese Antón Francés. El 27 está a la vista de las costas españolas; su cautiverio ha durado cinco años y un mes.
El desenlace que tuvo ese cautiverio se parece al que nos ofrece El trato de Argel. El coro de cautivos que concluye esta comedia nos informa de la llegada inminente de fray Juan Gil, dirigiendo a la Virgen una ferviente acción de gracias. En cambio, la aventura del cautivo, igual que la de Don Lope, su homólogo de Los baños de Argel, ilustra una distancia mayor con respecto a las tribulaciones que padeció el manco de Lepanto: en efecto, los dos se evaden por mar, gracias a un renegado más leal que el Dorador o Caybán. Pero la última palabra será la que oigan los estudiantes vagabundos del Persiles: dos falsos cautivos que engañan a los campesinos de un pueblo castellano con el pretendido relato de sus desgracias en las galeras turcas. Desenmascarados por el alcalde, en otros tiempos esclavo en Argel, reciben de él los detalles que les permitirán engañar en el futuro. Esta ironía final nos muestra hasta qué punto Cervantes, en el crepúsculo de su vida, ha despertado de sus sueños de antaño. Pero no renegará nunca de la lección que sacó de su experiencia argelina. No sólo le abrió horizontes nuevos; a prueba de la adversidad, le ayudó a revelarse a los demás tanto como a sí mismo. Por ese motivo fue el crisol en que siguió forjando su propio destino.

Jean Canavaggio
Cervantes


Hablar del príncipe de los ingenios significa no sólo enfrentarse con el misterio de su vida, sino acercarse a un mito, donde lo fabuloso, lo seguro y lo verosímil están inextricablemente mezclados. El propio autor nos advierte que «explicar a Cervantes es aventura arriesgada». En efecto, no basta con recopilar rigurosamente lo que de él y de su contexto se sabe, sino que la tarea apasionante radica en ir al encuentro de este personaje enigmático. Así, en busca de una verdad que no cesa de ocultarse, se ve surgir en este libro el perfil de un hombre de una modernidad sorprendente.

Enriketa ve un fantasma