12 octubre 2021

12 de octubre

 Madrid, 12 de octubre de 1889

“Men are men,
the best sometimes
forget”.
[La cita está impresa en el papel de forma transversal]
 Sábado.
¿Conoces el papel? ¿Sí? Pues adelante. Ayer no te escribí, miquiño, porque aún dudaba la incertidumbre de las noticias y no sabía yo si me sería preciso marchar, lo cual en estos momentos (aparte de la causa) me sería perjudicial por encontrarme metida de cabeza en las pruebas de 2 tomos de crónicas de la Exposición. Hoy ya puedo decir que, a no ocurrir complicaciones repentinas, no marcharé. Me explicaré. Lo que tiene el niño es una fiebre palúdica, adquirida en la humedad de la aldea; los médicos opinan que no hay peligro alguno, pero que será larga, larga, la convalecencia; estas fiebres (que el niño tiene ahora por segunda vez, pues sufrió otra el año pasado) suelen durar hasta dos meses. Si ésta se prolonga, yo me iré allá de todos modos, así que la impresión de mis tomos se acabe y tú regreses y te haya visto, abrazado y recibido en mi seno (esto sí que es pura Academia). Claro es que si sobreviniese una peoría, allá me iré, y no permita Dios que tal suceda. Pero dentro de lo normal, aguardaré a despachar lo pendiente.
No atribuyas, alma mía, a falta de cariño el que esta carta sea algo rápida, más rápida de lo que yo quisiera. Estoy trabajando 7 y 8 horas diarias y me duele la muñeca de tanto escribir. Es que las crónicas, trabajo ante todo de actualidad, quieren ser publicadas antes de que la Exposición se cierre, y la Exposición va a cerrarse muy pronto, y en la publicación en tomo tengo mucho que enmendar, por lo cual no me doy punto de reposo. Además hice dos artículos de viaje, uno para La Época, a ruegos de Escobar, sobre Karlsbad, otro para El Imparcial por súplicas de Munilla, sobre Núremberg: aviso y ojo al Cristo, no salgas tú con otros sobre el mismo asunto. Concrétate, Ganganelli mío, a Stratford. Te quiero muy sespiriano.
¡Ah! Para acabar con la cochina literatura. Mañana recibirás por el correo Morriña: ya pedí en casa de Fe la Incógnita, por cuenta tuya, alegando que iba a enviarte Morriña y que al venir tú me pondrías la dedicace. ¿Soy maquiavélica o no?— Ambos ciempieses se pusieron a la venta el mismito día, a la propia hora. ¡El hado! ¡El hado! ¡Fortuna!
Con tu Morriña irá otra para Pereda, así como la Insolación que creo no le remití. No quedemos mal por un cochino libro más o menos.
Ya he leído la Incógnita, como supondrás. Es cosa rara. Cuando tú escribes, eres tan nihilista e insensato como sensato y ministerial y burgués en la conversación. Tu libro es la condenación de Varela, Millán y hasta Montero. Si aquí se les sacase punta a los libros…
Me he reconocido en aquella señora más amada por infiel y por trapacera. ¡Válgame Dios, alma mía! Puedo asegurarte que yo misma no me doy cuenta de cómo he llegado a esto. Se ha hecho ello solo; se ha arreglado como se arregla la realidad, por sí y ante sí, sin intervención de nuestra voluntad, o al menos por mera obra del sentimiento, que todo lo añasca.
Yo no soy tan pesimista como tú. Espero que se repitan aquellas escenas deliciosas. No hemos hecho más que arrimar la manzana a los dientes, ésta es la verdad, no hemos agotado, ni siquiera bebido a boca llena el dulce licorcito que nos podemos escanciar el uno al otro. (¿Que t. a. l tal?) Y cuento con que lograremos el bis que tiene toda canción bonita. Calma y demos al tiempo lo suyo.
No exaltes tu imaginación representándote las escenas matrimoniales más vivas de lo que son en realidad. El matrimonio lleva consigo algo de calma y de paz que no corresponden a eso que te figuras. Además, en eso; yo tengo un entusiasmo sin igual. Solo de pensar ahora en nuestras execraciones me corre frío y calor por las venas. Acaso dudes de mi sinceridad, y es en esto absoluta y casi peca de cínica. Me trastorna recordar aquellos casos. Cuando intento explicarme a mí misma esta exaltación de mi fantasía y de mi sangre al tratarse de ti, verás cómo me la explico: yo contigo me he reprimido siempre: el temor de perjudicarte, y no sé qué sentimiento de protección física del más fuerte al más débil, me contenían: este dique encrespa más la violencia del deseo. No te rías; es así; y solo así se comprende.
Si quieres enviarme algo que me guste envía pliegos de Realidad. El arto. del Imparcial te probará que tu buitra no ha olvidado ningún pormenor del viaje célico.
Escríbeme para que yo reciba la carta el Miércoles.
Te quiero, te quiero, te aguardo.

Emilia Pardo Bazán
Miquiño mío
Cartas a Galdós

Se trata de la recopilación de las cartas, conocidas hasta el momento, enviadas por Pardo Bazán a Galdós, ordenadas cronológicamente y acompañadas de una aproximación a la figura de la escritora coruñesa y el relato esencial del amor y la amistad entre ambos autores.

Flores silvestres: asteriscus aquaticus

 Flores silvestres

11 octubre 2021

11 de octubre

 Por aquella época, la época de la enfermedad de mi padre, el abuelo Alexander, con noventa años, en pleno esplendor físico y en pleno florecimiento romántico, sonrosado como un recién nacido, fresco como un joven esposo, se pasaba el día yendo y viniendo, y vociferando: «¡Bueno!, shto!» o: «Paskudniakin! Yulikim! ¡Granujas!». O: «¡Bueno!, davai! Jarosho! ¡Ya basta!». Las mujeres le acosaban. Con frecuencia, incluso por la mañana, se tomaba un «coñacito», y al instante su cara sonrosada se ponía roja como un tomate. Cuando mi abuelo y mi padre estaban hablando en el patio, o paseando por la acera delante de la casa y discutiendo, a juzgar por sus gestos, el abuelo Alexander parecía mucho más joven que su hijo. Vivió unos cuarenta años más que su primogénito, David, y que su primer nieto, Daniel Klausner, que fue asesinado en Vilna por los alemanes, unos veinte años más que su mujer y otros siete más que su hijo pequeño.

Un día, el 11 de octubre de 1970, unas cuatro semanas después de haber cumplido sesenta años, mi padre se levantó temprano como de costumbre, mucho antes que el resto de la familia, se afeitó, se perfumó, se humedeció un poco el pelo antes de peinárselo hacia atrás, se comió un panecillo con mantequilla, se tomó dos vasos de té, leyó el periódico, suspiró varias veces, echó un vistazo a la agenda, que estaba siempre abierta en su escritorio para poder tachar con una raya todo lo que ya estaba hecho, se puso una corbata y una chaqueta, hizo una pequeña lista de la compra y se fue en coche hacia la plaza de Dinamarca, en el cruce de la avenida Herzl y la calle Bet Hakerem, para comprar material de escritorio en una pequeña tienda donde solía adquirir todo lo que necesitaba. Aparcó y cerró el coche, bajó cinco o seis escalones, esperó su turno, incluso le cedió amablemente el paso a una señora, compró todo lo que llevaba escrito en la nota, bromeó con la dueña de la tienda diciéndole que la palabra mehadeq era tanto un sustantivo, que significa «clip», como un verbo, que significa «sujetar»; también le comentó algo sobre la negligencia del ayuntamiento, pagó, esperó el cambio, lo contó bien, cogió la bolsa con las compras, le dio las gracias a la señora, le pidió que no olvidara saludar de su parte a su querido marido, se despidió, le deseó que pasara un buen día, les dijo adiós también a dos desconocidos que estaban esperando detrás de él, se dio la vuelta, caminó hasta la puerta, cayó y murió allí mismo de un ataque al corazón. Mi padre dejó dicho que su cuerpo se donara a la ciencia y su escritorio me lo dejó a mí. En él se están escribiendo estas páginas, y sin una sola lágrima, pues mi padre se oponía radicalmente a las lágrimas, y ante todo, a las lágrimas de los hombres.
En su agenda, en la fecha de su muerte, encontré escrito lo siguiente: «Material de escritorio: 1. Papel de cartas. 2. Un cuaderno con espiral. 3. Sobres. 4. Clips. 5. Preguntar por carpetas de cartón». Todo eso, incluidas las carpetas de cartón, estaba en la bolsa que sus dedos no habían soltado. Cuando llegué a la casa de mi padre en Jerusalén, al cabo de una hora u hora y media, cogí su lapicero y tracé dos cruces sobre esa lista, como solía hacer mi padre para tachar de inmediato de la agenda todo lo que ya estaba hecho.

Amos Oz
Una historia de amor y oscuridad

Amor y oscuridad son dos de las fuerzas que interaccionan en este libro, una autobiografía en forma de novela, una obra literaria compleja que comprende los orígenes de la familia de Amos Oz, la historia de su infancia y juventud, primero en Jerusalén y después en el kibbutz de Hulda, la trágica existencia de sus padres, una descripción épica del Jerusalén de aquellos años, de Tel Aviv, que es su reverso, entre los años treinta y cincuenta. La narración oscila hacia delante y hacia atrás en el tiempo y refleja más de cien años de historia familiar, una saga de relaciones de amor y odio hacia Europa, que tiene como protagonistas a cuatro generaciones de soñadores, estudiosos, poetas egocéntricos, reformadores del mundo y ovejas negras. Esta amplia galería de personajes prepara un «cocktail genético» del que nacerá un hijo único que descubrirá ser escritor. Amos Oz nos entrega la historia de su infancia y adolescencia, una historia llena de aspiraciones poéticas y afán político: una novela que consigue llegar al corazón del lector.

Flores silvestres: asteriscus aquaticus

 Flores silvestres

10 octubre 2021

10 de octubre

 10 de octubre

La fama que te van dando de persona sólida, dura, voluntariosa y exitosa comporta el sobreentendido de que quieren apoyarse en ti, radicarse en tu fuerza, desviarla hacia sus fines. En resumen, destruirla. Parece que no supieran que la solidez te la has creado con un fin que no es el de ayudarles.
Un viejo sueño. Estar en el campo con una mujer guapa —Greer Garson o Lana Turner— y hacer una vida sencilla y perversa. Cosas superadas. No lo pienses más.

Cesare Pavese
El oficio de vivir

El oficio de vivir, diario de Cesare Pavese, fue publicada por primera vez en italiano en 1952, la obra alcanzó extraordinaria resonancia entre varias generaciones sucesivas de lectores en todo el mundo; pero sólo en 1990 apareció en italiano finalmente esta nueva edición, basada en el manuscrito autógrafo que se conserva en la Universidad de Turín, que enmienda numerosos errores de la transcripción de las ediciones anteriores y restituye más de treinta pasajes omitidos total o parcialmente en ellas, por hacer referencia a personas vivas o por juzgarse su contenido «demasiado íntimo y sensible».
Llevada a cabo con el máximo rigor erudito y filológico, la presente edición procura el óptimo acceso a una creación esencial de la cultura contemporánea, traducida por el relevante poeta y traductor Ángel Crespo. Una de las reflexiones más lúcidas y desgarradas sobre la literatura y la vida, la historia y el sexo.

Flores silvestres: gatuña

 Flores silvestres

Enriketa ve un fantasma