21 septiembre 2021

21 de septiembre

(21 de septiembre)

No debemos quejamos si una persona queridísima tiene a veces con nosotros actitudes odiosas que nos sacan de quicio o nos hacen sufrir de cualquier modo. No debemos quejarnos, sino atesorar ávidamente estas iras y amarguras nuestras: nos servirán para aliviar el dolor el día que esa persona llegue a faltarnos de alguna manera.

Lo precedente sirve hasta cierto punto. Tener algo que reprochar a quien ha desaparecido no alivia el dolor de la desaparición, pero lo complica. Que una persona nos haya hecho odiosamente sufrir no afloja los lazos que nos unen a ella; todo lo más añade a la privación presente un reconcomio de hastío del que nunca podremos desahogarnos, una tortura de inferioridad impotente, un sello de privación perenne.

El origen de todos los pecados es el sentimiento de inferioridad, llamado también ambición.

La condensación de una novela corta no consiste en el embutir unas noticias dentro de otras como las cajas de los japoneses, sino en el tono que presenta el fluir de los hechos como algo que sucede pensadamente, a una razonable distancia, ¡y está lleno de sobreentendidos sugeridos precisamente por la distancia!

La novela tipo Due Amici, es decir, aquella en la que se despliegan con cierta implacabilidad acontecimientos sensoriales y psicológicos, todos ellos en el mismo plano de conciencia, es un infeliz compromiso con la dramaturgia que ve suceder hechos psicológicos a través de una técnica «inmediata» enteramente especial. Lo propio del contar es en cambio un repensar acontecimientos más y menos iluminados, no un dejarlos suceder bajo una misma inexistente luz difusa.

Cesare Pavese
El oficio de vivir

El oficio de vivir, diario de Cesare Pavese, fue publicada por primera vez en italiano en 1952, la obra alcanzó extraordinaria resonancia entre varias generaciones sucesivas de lectores en todo el mundo; pero sólo en 1990 apareció en italiano finalmente esta nueva edición, basada en el manuscrito autógrafo que se conserva en la Universidad de Turín, que enmienda numerosos errores de la transcripción de las ediciones anteriores y restituye más de treinta pasajes omitidos total o parcialmente en ellas, por hacer referencia a personas vivas o por juzgarse su contenido «demasiado íntimo y sensible».

La Montaña de los Gatos en el Parque de El Retiro

 La Montaña de los Gatos en el Parque de El Retiro

20 septiembre 2021

20 de septiembre

Capítulo 3

Myrtle Anne Haley se sentó en el lugar destinado a los testigos, con el aspecto de quien sabe que su testimonio ya a ser decisivo.

—Señora Haley —dijo el fiscal—, me permito llamar su atención sobre el mapa de carreteras que constituye la prueba número uno de la acusación. ¿Sabe usted consultar un mapa?

—Sí.

—El territorio representado por éste, ¿le resulta familiar?

—Sí.

—Tenga usted la bondad de fijarse en la sección de Sycamore Road, situado entre Chestnut Street y State Highway.

—Ya está.

—¿Ha conducido usted alguna vez por ahí?

—¡Oh! Sí, muchas veces.

—¿Dónde vive usted?

—En Sycamore Road, al otro lado de State Highway.

—¿Quiere usted señalar con una cruz el lugar donde vive?

La testigo obedeció y el fiscal continuó:

—Le ruego haga el favor de recordar bien la noche del 19 y la madrugada del 20 de septiembre de este año. ¿Circuló por esa carretera en aquella fecha?

—Sí, durante la madrugada del 20…

—¿A qué hora?

—Entre las doce y media de la noche y la una y media.

—¿De la mañana?

—Sí.

La Montaña de los Gatos en el Parque de El Retiro

 La Montaña de los Gatos en el Parque de El Retiro

19 septiembre 2021

19 de septiembre

Se ha producido, finalmente, la catástrofe que venía amenazando desde hacía tanto tiempo. No sé cómo describirla. El capitán ha desaparecido. Pudiera ser que regresase con vida a reunirse con nosotros en el barco, pero abrigo muchos temores…, abrigo muchos temores. Son las siete de la mañana del día 19 de septiembre. Durante toda la noche he estado recorriendo, en compañía de un grupo de marineros, el gran campo flotante de hielo que tenemos delante de nosotros, con la esperanza de descubrir algún rastro suyo; pero todo ha sido en vano. Voy a tratar de relatar de alguna manera las circunstancias que concurrieron en su desaparición. Si alguien, por casualidad, lee las líneas que siguen, yo espero que tendrá muy presente que yo no escribo basándome en conjeturas ni porque me lo hayan contado, sino que, como hombre que está en su sano juicio y es persona educada, relato con exactitud las cosas que sucedieron ante mis propios ojos. Respondo de los hechos, aunque las suposiciones son cosa mía.

Después de la conversación que he copiado, el capitán se mantuvo del mejor humor. Sin embargo, se advertía que se encontraba nervioso e impaciente; a cada instante cambiaba de posición, y sus miembros se agitaban de la manera involuntaria y coreica que a veces le caracteriza. En el espacio de un cuarto de hora subió siete veces a cubierta, volviendo a bajar después de dar algunos pasos precipitados. En todas esas ocasiones fui yo tras él, porque advertí en su cara un algo que me confirmó en mi resolución de no perderlo de vista un momento. Debió de darse cuenta del efecto que sus idas y venidas habían producido, porque trató de tranquilizar mis recelos mediante una hilaridad exagerada, y riéndose a carcajadas al menor chiste.

Después de la cena volvió a subir a la cubierta por el lado de popa, y yo le acompañé. La noche era oscura y muy callada, sin más ruido que el melancólico gemir del viento entre la arboladura. Una espesa nube avanzaba desde el Noroeste, y los desgarrados tentáculos que despedía hacia adelante eran arrastrados y se interponían tapando el disco lunar, que sólo brillaba de cuando en cuando por algunas hendiduras de los nubarrones. El capitán iba y venía con paso rápido por la cubierta; dándose cuenta de que yo le seguía como una sombra, vino hasta mí para darme a entender que estaría mejor en la cámara. No hará falta decir que aquello sólo consiguió reforzar aún más mi resolución de permanecer sobre cubierta.

Creo que después de eso ya no se volvió a acordar de mí, porque permaneció en silencio y apoyado en el coronamiento del antepecho de popa, mirando hacia el gran desierto de nieve, una parte del cual se hallaba envuelto en sombras, y la otra aparecía revestida de un brillo difuso del claror de luna. Me di cuenta, por sus movimientos, de que consultaba en varias ocasiones su reloj; en una de ellas pronunció una breve frase de la que sólo pude captar la palabra «dispuesto». Confieso que sentí reptar por todo mi cuerpo una sensación de terror al ver dibujarse su alta figura en la oscuridad, comprendiendo que respondía por completo a la idea de un hombre que ha acudido a una cita previa. ¿Pero con quién tenía la cita? A medida que iba atando cabos empecé a tener una vaga percepción; pero no sospeché ni remotamente la sucesión de los hechos.

Por la súbita intensidad de su actitud comprendí que estaba viendo algo. Me acerqué furtivamente por detrás. Parecía estar contemplando con mirada anhelante e interrogadora algo que a mí me pareció una guirnalda de nubes que el viento arrastraba rápido paralelamente a nuestro barco. Era un conjunto nebuloso y apenas visible, informe, que unas veces destacaba más y otras menos, según le diese o no la luz. En ese instante, la luna tenía un brillo más apagado por estar cubierta por el pabellón de una nube delgadísima como la tela que recubre una anémona.

—Voy, muchacha, voy —gritó el capitán con un tono de ternura y de compasión infinitas, como quien tranquiliza a la persona amada concediéndole un favor largo tiempo esperado, y tan dulce de otorgar como de recibir.

Lo demás ocurrió en un instante. De un salto se encaramó sobre el antepecho, y de otro pisó el hielo casi al pie mismo de la pálida figura nebulosa. Alargó sus manos como para abrazarla, y en esa actitud, con los brazos abiertos y pronunciando palabras amorosas, se metió en la oscuridad. Permanecí rígido e inmóvil, esforzándome en seguir con la mirada aquella figura que se alejaba, hasta que su voz se perdió en la lejanía. No creí volver a verlo, pero en ese instante brilló la luna con todo su claror por una grieta abierta entre los nubarrones, e iluminó el ancho campo de hielo. Entonces volví a ver la masa negra, ya muy lejos; corría con velocidad prodigiosa por la llanura helada. Fue la última imagen que de él tuvimos, y quiza la última que tengamos. Se organizó un grupo para ir en su busca, y yo forme parte del mismo; pero los hombres no realizaban con entusiasmo aquella tarea y nada se encontró. Dentro de unas horas se organizará otro grupo. Mientras pongo todo esto por escrito, tengo que hacerme fuerza para no creer que he estado soñando o que he sido víctima de una horrenda pesadilla.

Arthur Conan Doyle
Piratas y mar azul


ARTHUR CONAN DOYLE nace en el mismo lugar y apenas ocho años después que Robert Louis Stevenson: Edimburgo, 1859. Tal vez por ello, cuando aparecieron en la prensa algunos de los cuentos que aquí se publican, fueron atribuidos a la pluma del autor de La Isla del Tesoro, en lugar de al padre de Sherlock Holmes. Pero es la experiencia de Conan Doyle como médico a bordo de un ballenero por las aguas del Ártico la que le confiere ese gran conocimiento de la vida marinera. A través de estas páginas el lector volverá a ser un adolescente viviendo aventuras arriesgadas, donde el ron y la sangre son derramados de igual forma sobre las tablas de la cubierta de bajeles siniestros o veloces bergantines. Se verá salpicado por las gotas saladas del mar Caribe, sentirá el calor abrasador del sol de los trópicos, y temerá por su vida cuando vea ondear contra el cielo azul la bandera negra de los piratas más crueles y despiadados.

Iphiclides en Valdemoro

Iphiclides

Enriketa ve un fantasma