20 septiembre 2021

20 de septiembre

Capítulo 3

Myrtle Anne Haley se sentó en el lugar destinado a los testigos, con el aspecto de quien sabe que su testimonio ya a ser decisivo.

—Señora Haley —dijo el fiscal—, me permito llamar su atención sobre el mapa de carreteras que constituye la prueba número uno de la acusación. ¿Sabe usted consultar un mapa?

—Sí.

—El territorio representado por éste, ¿le resulta familiar?

—Sí.

—Tenga usted la bondad de fijarse en la sección de Sycamore Road, situado entre Chestnut Street y State Highway.

—Ya está.

—¿Ha conducido usted alguna vez por ahí?

—¡Oh! Sí, muchas veces.

—¿Dónde vive usted?

—En Sycamore Road, al otro lado de State Highway.

—¿Quiere usted señalar con una cruz el lugar donde vive?

La testigo obedeció y el fiscal continuó:

—Le ruego haga el favor de recordar bien la noche del 19 y la madrugada del 20 de septiembre de este año. ¿Circuló por esa carretera en aquella fecha?

—Sí, durante la madrugada del 20…

—¿A qué hora?

—Entre las doce y media de la noche y la una y media.

—¿De la mañana?

—Sí.

La Montaña de los Gatos en el Parque de El Retiro

 La Montaña de los Gatos en el Parque de El Retiro

19 septiembre 2021

19 de septiembre

Se ha producido, finalmente, la catástrofe que venía amenazando desde hacía tanto tiempo. No sé cómo describirla. El capitán ha desaparecido. Pudiera ser que regresase con vida a reunirse con nosotros en el barco, pero abrigo muchos temores…, abrigo muchos temores. Son las siete de la mañana del día 19 de septiembre. Durante toda la noche he estado recorriendo, en compañía de un grupo de marineros, el gran campo flotante de hielo que tenemos delante de nosotros, con la esperanza de descubrir algún rastro suyo; pero todo ha sido en vano. Voy a tratar de relatar de alguna manera las circunstancias que concurrieron en su desaparición. Si alguien, por casualidad, lee las líneas que siguen, yo espero que tendrá muy presente que yo no escribo basándome en conjeturas ni porque me lo hayan contado, sino que, como hombre que está en su sano juicio y es persona educada, relato con exactitud las cosas que sucedieron ante mis propios ojos. Respondo de los hechos, aunque las suposiciones son cosa mía.

Después de la conversación que he copiado, el capitán se mantuvo del mejor humor. Sin embargo, se advertía que se encontraba nervioso e impaciente; a cada instante cambiaba de posición, y sus miembros se agitaban de la manera involuntaria y coreica que a veces le caracteriza. En el espacio de un cuarto de hora subió siete veces a cubierta, volviendo a bajar después de dar algunos pasos precipitados. En todas esas ocasiones fui yo tras él, porque advertí en su cara un algo que me confirmó en mi resolución de no perderlo de vista un momento. Debió de darse cuenta del efecto que sus idas y venidas habían producido, porque trató de tranquilizar mis recelos mediante una hilaridad exagerada, y riéndose a carcajadas al menor chiste.

Después de la cena volvió a subir a la cubierta por el lado de popa, y yo le acompañé. La noche era oscura y muy callada, sin más ruido que el melancólico gemir del viento entre la arboladura. Una espesa nube avanzaba desde el Noroeste, y los desgarrados tentáculos que despedía hacia adelante eran arrastrados y se interponían tapando el disco lunar, que sólo brillaba de cuando en cuando por algunas hendiduras de los nubarrones. El capitán iba y venía con paso rápido por la cubierta; dándose cuenta de que yo le seguía como una sombra, vino hasta mí para darme a entender que estaría mejor en la cámara. No hará falta decir que aquello sólo consiguió reforzar aún más mi resolución de permanecer sobre cubierta.

Creo que después de eso ya no se volvió a acordar de mí, porque permaneció en silencio y apoyado en el coronamiento del antepecho de popa, mirando hacia el gran desierto de nieve, una parte del cual se hallaba envuelto en sombras, y la otra aparecía revestida de un brillo difuso del claror de luna. Me di cuenta, por sus movimientos, de que consultaba en varias ocasiones su reloj; en una de ellas pronunció una breve frase de la que sólo pude captar la palabra «dispuesto». Confieso que sentí reptar por todo mi cuerpo una sensación de terror al ver dibujarse su alta figura en la oscuridad, comprendiendo que respondía por completo a la idea de un hombre que ha acudido a una cita previa. ¿Pero con quién tenía la cita? A medida que iba atando cabos empecé a tener una vaga percepción; pero no sospeché ni remotamente la sucesión de los hechos.

Por la súbita intensidad de su actitud comprendí que estaba viendo algo. Me acerqué furtivamente por detrás. Parecía estar contemplando con mirada anhelante e interrogadora algo que a mí me pareció una guirnalda de nubes que el viento arrastraba rápido paralelamente a nuestro barco. Era un conjunto nebuloso y apenas visible, informe, que unas veces destacaba más y otras menos, según le diese o no la luz. En ese instante, la luna tenía un brillo más apagado por estar cubierta por el pabellón de una nube delgadísima como la tela que recubre una anémona.

—Voy, muchacha, voy —gritó el capitán con un tono de ternura y de compasión infinitas, como quien tranquiliza a la persona amada concediéndole un favor largo tiempo esperado, y tan dulce de otorgar como de recibir.

Lo demás ocurrió en un instante. De un salto se encaramó sobre el antepecho, y de otro pisó el hielo casi al pie mismo de la pálida figura nebulosa. Alargó sus manos como para abrazarla, y en esa actitud, con los brazos abiertos y pronunciando palabras amorosas, se metió en la oscuridad. Permanecí rígido e inmóvil, esforzándome en seguir con la mirada aquella figura que se alejaba, hasta que su voz se perdió en la lejanía. No creí volver a verlo, pero en ese instante brilló la luna con todo su claror por una grieta abierta entre los nubarrones, e iluminó el ancho campo de hielo. Entonces volví a ver la masa negra, ya muy lejos; corría con velocidad prodigiosa por la llanura helada. Fue la última imagen que de él tuvimos, y quiza la última que tengamos. Se organizó un grupo para ir en su busca, y yo forme parte del mismo; pero los hombres no realizaban con entusiasmo aquella tarea y nada se encontró. Dentro de unas horas se organizará otro grupo. Mientras pongo todo esto por escrito, tengo que hacerme fuerza para no creer que he estado soñando o que he sido víctima de una horrenda pesadilla.

Arthur Conan Doyle
Piratas y mar azul


ARTHUR CONAN DOYLE nace en el mismo lugar y apenas ocho años después que Robert Louis Stevenson: Edimburgo, 1859. Tal vez por ello, cuando aparecieron en la prensa algunos de los cuentos que aquí se publican, fueron atribuidos a la pluma del autor de La Isla del Tesoro, en lugar de al padre de Sherlock Holmes. Pero es la experiencia de Conan Doyle como médico a bordo de un ballenero por las aguas del Ártico la que le confiere ese gran conocimiento de la vida marinera. A través de estas páginas el lector volverá a ser un adolescente viviendo aventuras arriesgadas, donde el ron y la sangre son derramados de igual forma sobre las tablas de la cubierta de bajeles siniestros o veloces bergantines. Se verá salpicado por las gotas saladas del mar Caribe, sentirá el calor abrasador del sol de los trópicos, y temerá por su vida cuando vea ondear contra el cielo azul la bandera negra de los piratas más crueles y despiadados.

Iphiclides en Valdemoro

Iphiclides

18 septiembre 2021

18 de septiembre

Se han escrito tantas descripciones de Constantinopla, que sería una necedad en mí el querer hablar de esta ciudad. Pueden leer los curiosos a Esteban de Bizancio, a Gylli de Topographia Constantinopoleos, a Ducange Constantinopolis Christiani, a Porter Observations on the religion, etc. Of the Turks, a Mouradgea d’Ohsson Cuadro del imperio otomano, a Dallaway Constantinopla antigua y moderna, a Pablo Lucas, a Thevenot, a Tournefort, y en fin, al Viaje pintoresco de Constantinopla y de las orillas del Bósforo, y los fragmentos publicados por Mr. Esmenard.

Fui muy bien recibido y obsequiado con esmero por el general Sebastiani, que estaba entonces de embajador de Francia en Constantinopla. Me obligó a admitir diariamente su mesa, me acompañó él mismo a ver todo lo más notable de la ciudad, me proporcionó los firmanes necesarios para hacer mi viaje a Jerusalén, me dio cartas de recomendación para el padre guardián de la Tierra Santa y para los cónsules franceses en Egipto y en Siria, y aun temiendo que me faltase dinero, me permitió que librase contra él letras de cambio a la vista, donde me acomodase.

En aquel mismo tiempo había en Constantinopla una diputación de los padres de la Tierra Santa, que habían venido a reclamar la protección del embajador contra la tiranía de los comandantes de Jerusalén; y estos padres me dieron cartas de recomendación para Jafa, y también tuve la dicha de que estaba pronto a partir el navío donde iban los peregrinos griegos a Siria. Se hallaba en la rada y debía hacerse a la vela, así que se levantase viento favorable, por manera que si se hubiese verificado como yo quería mi viaje a la Troade, no hubiera podido hacer el de Palestina. Pronto arreglé con el capitán del buque el precio de mi viaje y el embajador envió a bordo para mí las provisiones más exquisitas y me dio por intérprete a un griego llamado Juan. Con esto, y colmado de las mayores atenciones y favores, me embarqué el 18 de septiembre.

Confieso que a pesar del buen trato que recibí en Constantinopla, me alegré mucho al salir pronto de aquella ciudad, pues toda su hermosura se desvanecía a mi vista, cuando pensaba en que tan hermosos campos sólo habían sido habitados por griegos del Bajo Imperio y ahora lo eran por turcos, y me parecía que tan viles esclavos y tan crueles tiranos jamás deberían haber deshonrado tan magnífico país. El día mismo en que llegué a Constantinopla, lo fue el de una revolución, pues los rebeldes de Romelia, habían llegado hasta las mismas puertas de la ciudad. Así pues, no podía serme grato el permanecer en ella, pues quería recorrer aquellos parajes que las artes y las virtudes honraban, y ni uno ni otro hallaba en la patria de los Focas y de los Bayacetos. Pronto se cumplieron mis deseos: el día mismo en que me embarqué, levamos el ancla a las cuatro de la tarde. Desplegamos la vela al viento de norte, y navegamos hacia Jerusalén, siguiendo el estandarte de la cruz que ondeaba en los mástiles de nuestro navío.

François-René de Chateaubriand
De París a Jerusalén y de Jerusalén a París, yendo por Grecia y volviendo por Egipto, Berbería y España

El 13 de julio de 1806, el famoso político y escritor francés parte de París con destino a Tierra Santa, para conocer de primera mano los escenarios que relataba en sus Mártires. Chateaubriand ya tenía experiencia como viajero, pues había visitado la Norteamérica de los indios y de aquel viaje había nacido su famosísimo Atala. Visita Milán, Venecia, Trieste, y Smirna, rumbo a Grecia y Turquía. Finalmente alcanza Jerusalén y allí los Santos Lugares. Regresa por Egipto, Túnez (donde se ve obligado a refugiarse a causa de una tormenta en la que teme perder la vida) y España. Tras casi diez meses de viaje, el 5 de mayo de 1807, concluye su aventura en Bayona (Francia). En este volumen se recupera una brillantísima versión de D. Pedro María de Olive, publicada en Madrid en 1828, que muestra una gran calidad literaria, agudeza, ritmo y erudición.

Iphiclides en Valdemoro

Iphiclides

17 septiembre 2021

17 de septiembre

 Finalmente, se presentó Segismundo con un séquito de príncipes, hombres de armas, dieciséis prelados y más de cien doctores. La escolta imperial constaba de cuatro mil jinetes.

La de Benedicto XIII sólo se componía de trescientos hombres de armas, mandados por su sobrino Rodrigo, además de muchos caballeros sanjuanistas que le eran constantemente afectos. Miles de señores catalanes, valencianos y aragoneses, fieles también a Luna en todo momento, acudieron para presenciar esta entrevista de carácter universal.

Tres cortes iban a reunirse: la pontificia, la del emperador y la del rey de Aragón. Dos reinas asistían igualmente a la conferencia: doña Margarita, viuda de don Martín, y doña Violante, esposa del enfermo don Fernando. Además, habían llegado los condes de Foix, de Armagnac, de Saboya, de Lorena y de Provenza; los embajadores del Concilio de Constanza; los enviados de la Universidad de París, que eran su preboste, y tres doctores de la Sorbona; el gran maestre de Rodas; el arzobispo de Reims, representando al rey de Francia; el obispo de Worcester y sus doctores, enviados del rey de Inglaterra; el gran canciller de Hungría y el protonotario del rey de Navarra.

El arzobispo de Burgos, don Pablo de Santa María, antiguo rabino convertido por maestro Vicente, era embajador del rey de Castilla. También fueron llegando doctores y maestros en diversas facultades de todos los centros de enseñanza existentes en Europa. Las universidades de Montpellier y Tolosa, fieles a Benedicto hasta los últimos momentos, enviaron lo mejor de su profesorado. Hasta un rey moro cautivo vino a presenciar este acto, que tanto interesaba a los pueblos de Europa.

Segismundo se detuvo en Narbona, fuera de los dominios del rey de Aragón, creyendo poder influir desde lejos sobre el Papa español. Empezó por enviarle una embajada con orden de no besar sus pies, limitándose a darle el tratamiento de serenísimo y poderosísimo Padre. Maestro Vicente, que había llegado a Perpiñán con el propósito de dar fin al cisma, fuese como fuese, intervino para conseguir que el Papa recibiera a dichos embajadores, sin creer por ello desconocida su autoridad. Benedicto escuchó a los enviados de Segismundo, contestándoles que «haría lo que fuese necesario para el bien de la Iglesia».

Tuvo que darse por satisfecho el emperador con esta ambigua promesa, y entró solemnemente en Perpiñán el 17 de septiembre de 1416. Desde el Concilio que había celebrado Benedicto en esta ciudad años antes, sus vecinos se habían acostumbrado a los recibimientos ostentosos. Todas las calles estaban entoldadas y los edificios cubiertos de tapices. Bandas de danzarines y esgrimidores iban al frente de la comitiva, alegrando a la multitud con bailes y juegos de destreza.

Salió el futuro Alfonso V a recibir al emperador, seguido de la Corte aragonesa, lujosamente vestida. Como presente de su padre había enviado a Segismundo un corcel castellano, grande, hermoso, ricamente guarnecido, y cabalgando en él entró el emperador en Perpiñán.

Describían los cronistas de la conferencia los trescientos hombres de armas de su escolta; los cuarenta pajes y los seis trompeteros, llevando en sus instrumentos pendones con las armas del Imperio, que le precedieron en su entrada. Delante de Segismundo iba un caballero llevando un espadón de dos manos, con la punta hacia arriba, porque entraba en tierra no sujeta a él, y cuatro ballesteros de maza. A continuación desfilaron veinticinco caballos de respeto llevados del diestro y varios ministriles con instrumentos de metal, que venían sonando muy graciosamente.

Su séquito de caballeros alemanes y húngaros comió con él al llegar al alojamiento preparado por el monarca aragonés. Un sillón de brocado sobre siete gradas, delante de una gran mesa, era para él, y más abajo, otras mesas estaban puestas para sus caballeros. Durante cincuenta días don Fernando albergó al emperador y a su Corte, dando a todos «aves y pescados de muy diversas maneras, vinos castellanos, griegos y malvasías en tal abundancia, que los extranjeros se maravillaban de la desmesurada generosidad del rey de Aragón». Los caballeros de la Corte aragonesa combatieron en torneos con los del emperador. Un barón del rey de Apolonia, célebre por sus fuerzas, se batía con el hijo del conde de Pallás en Narbona, y el joven español derribaba al alemán.

Al día siguiente de su llegada, Segismundo se presentó al Papa después de oír misa, y Benedicto desplegó para recibirle la antigua magnificencia de la Corte de Aviñón. Habitaba el Papa el castillo de Perpiñán. El emperador estaba instalado en el convento de los franciscanos; el rey de Aragón, en el de los agustinos, y maestro Vicente, en el de los dominicos.

En aquel tiempo de míseras y escasas posadas, los conventos equivalían a nuestros modernos palaces, y eran el único albergue digno de soberanos y próceres.


Vicente Blasco Ibáñez
El Papa del mar

La vida del aragonés Benedicto XIII, más conocido como «Papa Luna», fue toda una novela, una novela de aventuras y desventuras, intrigas y pasiones, hasta su muerte en su castillo levantino de Peñíscola.

También es una novela romántica en este caso la vida y las peripecias de Claudio Borja, un moderno descendiente de aquel Papa testarudo, por desentrañar la historia de su ilustre antepasado, mientras intenta conquistar el amor de una bella y rica viuda argentina.

Enriketa ve un fantasma