18 septiembre 2021

18 de septiembre

Se han escrito tantas descripciones de Constantinopla, que sería una necedad en mí el querer hablar de esta ciudad. Pueden leer los curiosos a Esteban de Bizancio, a Gylli de Topographia Constantinopoleos, a Ducange Constantinopolis Christiani, a Porter Observations on the religion, etc. Of the Turks, a Mouradgea d’Ohsson Cuadro del imperio otomano, a Dallaway Constantinopla antigua y moderna, a Pablo Lucas, a Thevenot, a Tournefort, y en fin, al Viaje pintoresco de Constantinopla y de las orillas del Bósforo, y los fragmentos publicados por Mr. Esmenard.

Fui muy bien recibido y obsequiado con esmero por el general Sebastiani, que estaba entonces de embajador de Francia en Constantinopla. Me obligó a admitir diariamente su mesa, me acompañó él mismo a ver todo lo más notable de la ciudad, me proporcionó los firmanes necesarios para hacer mi viaje a Jerusalén, me dio cartas de recomendación para el padre guardián de la Tierra Santa y para los cónsules franceses en Egipto y en Siria, y aun temiendo que me faltase dinero, me permitió que librase contra él letras de cambio a la vista, donde me acomodase.

En aquel mismo tiempo había en Constantinopla una diputación de los padres de la Tierra Santa, que habían venido a reclamar la protección del embajador contra la tiranía de los comandantes de Jerusalén; y estos padres me dieron cartas de recomendación para Jafa, y también tuve la dicha de que estaba pronto a partir el navío donde iban los peregrinos griegos a Siria. Se hallaba en la rada y debía hacerse a la vela, así que se levantase viento favorable, por manera que si se hubiese verificado como yo quería mi viaje a la Troade, no hubiera podido hacer el de Palestina. Pronto arreglé con el capitán del buque el precio de mi viaje y el embajador envió a bordo para mí las provisiones más exquisitas y me dio por intérprete a un griego llamado Juan. Con esto, y colmado de las mayores atenciones y favores, me embarqué el 18 de septiembre.

Confieso que a pesar del buen trato que recibí en Constantinopla, me alegré mucho al salir pronto de aquella ciudad, pues toda su hermosura se desvanecía a mi vista, cuando pensaba en que tan hermosos campos sólo habían sido habitados por griegos del Bajo Imperio y ahora lo eran por turcos, y me parecía que tan viles esclavos y tan crueles tiranos jamás deberían haber deshonrado tan magnífico país. El día mismo en que llegué a Constantinopla, lo fue el de una revolución, pues los rebeldes de Romelia, habían llegado hasta las mismas puertas de la ciudad. Así pues, no podía serme grato el permanecer en ella, pues quería recorrer aquellos parajes que las artes y las virtudes honraban, y ni uno ni otro hallaba en la patria de los Focas y de los Bayacetos. Pronto se cumplieron mis deseos: el día mismo en que me embarqué, levamos el ancla a las cuatro de la tarde. Desplegamos la vela al viento de norte, y navegamos hacia Jerusalén, siguiendo el estandarte de la cruz que ondeaba en los mástiles de nuestro navío.

François-René de Chateaubriand
De París a Jerusalén y de Jerusalén a París, yendo por Grecia y volviendo por Egipto, Berbería y España

El 13 de julio de 1806, el famoso político y escritor francés parte de París con destino a Tierra Santa, para conocer de primera mano los escenarios que relataba en sus Mártires. Chateaubriand ya tenía experiencia como viajero, pues había visitado la Norteamérica de los indios y de aquel viaje había nacido su famosísimo Atala. Visita Milán, Venecia, Trieste, y Smirna, rumbo a Grecia y Turquía. Finalmente alcanza Jerusalén y allí los Santos Lugares. Regresa por Egipto, Túnez (donde se ve obligado a refugiarse a causa de una tormenta en la que teme perder la vida) y España. Tras casi diez meses de viaje, el 5 de mayo de 1807, concluye su aventura en Bayona (Francia). En este volumen se recupera una brillantísima versión de D. Pedro María de Olive, publicada en Madrid en 1828, que muestra una gran calidad literaria, agudeza, ritmo y erudición.

Iphiclides en Valdemoro

Iphiclides

17 septiembre 2021

17 de septiembre

 Finalmente, se presentó Segismundo con un séquito de príncipes, hombres de armas, dieciséis prelados y más de cien doctores. La escolta imperial constaba de cuatro mil jinetes.

La de Benedicto XIII sólo se componía de trescientos hombres de armas, mandados por su sobrino Rodrigo, además de muchos caballeros sanjuanistas que le eran constantemente afectos. Miles de señores catalanes, valencianos y aragoneses, fieles también a Luna en todo momento, acudieron para presenciar esta entrevista de carácter universal.

Tres cortes iban a reunirse: la pontificia, la del emperador y la del rey de Aragón. Dos reinas asistían igualmente a la conferencia: doña Margarita, viuda de don Martín, y doña Violante, esposa del enfermo don Fernando. Además, habían llegado los condes de Foix, de Armagnac, de Saboya, de Lorena y de Provenza; los embajadores del Concilio de Constanza; los enviados de la Universidad de París, que eran su preboste, y tres doctores de la Sorbona; el gran maestre de Rodas; el arzobispo de Reims, representando al rey de Francia; el obispo de Worcester y sus doctores, enviados del rey de Inglaterra; el gran canciller de Hungría y el protonotario del rey de Navarra.

El arzobispo de Burgos, don Pablo de Santa María, antiguo rabino convertido por maestro Vicente, era embajador del rey de Castilla. También fueron llegando doctores y maestros en diversas facultades de todos los centros de enseñanza existentes en Europa. Las universidades de Montpellier y Tolosa, fieles a Benedicto hasta los últimos momentos, enviaron lo mejor de su profesorado. Hasta un rey moro cautivo vino a presenciar este acto, que tanto interesaba a los pueblos de Europa.

Segismundo se detuvo en Narbona, fuera de los dominios del rey de Aragón, creyendo poder influir desde lejos sobre el Papa español. Empezó por enviarle una embajada con orden de no besar sus pies, limitándose a darle el tratamiento de serenísimo y poderosísimo Padre. Maestro Vicente, que había llegado a Perpiñán con el propósito de dar fin al cisma, fuese como fuese, intervino para conseguir que el Papa recibiera a dichos embajadores, sin creer por ello desconocida su autoridad. Benedicto escuchó a los enviados de Segismundo, contestándoles que «haría lo que fuese necesario para el bien de la Iglesia».

Tuvo que darse por satisfecho el emperador con esta ambigua promesa, y entró solemnemente en Perpiñán el 17 de septiembre de 1416. Desde el Concilio que había celebrado Benedicto en esta ciudad años antes, sus vecinos se habían acostumbrado a los recibimientos ostentosos. Todas las calles estaban entoldadas y los edificios cubiertos de tapices. Bandas de danzarines y esgrimidores iban al frente de la comitiva, alegrando a la multitud con bailes y juegos de destreza.

Salió el futuro Alfonso V a recibir al emperador, seguido de la Corte aragonesa, lujosamente vestida. Como presente de su padre había enviado a Segismundo un corcel castellano, grande, hermoso, ricamente guarnecido, y cabalgando en él entró el emperador en Perpiñán.

Describían los cronistas de la conferencia los trescientos hombres de armas de su escolta; los cuarenta pajes y los seis trompeteros, llevando en sus instrumentos pendones con las armas del Imperio, que le precedieron en su entrada. Delante de Segismundo iba un caballero llevando un espadón de dos manos, con la punta hacia arriba, porque entraba en tierra no sujeta a él, y cuatro ballesteros de maza. A continuación desfilaron veinticinco caballos de respeto llevados del diestro y varios ministriles con instrumentos de metal, que venían sonando muy graciosamente.

Su séquito de caballeros alemanes y húngaros comió con él al llegar al alojamiento preparado por el monarca aragonés. Un sillón de brocado sobre siete gradas, delante de una gran mesa, era para él, y más abajo, otras mesas estaban puestas para sus caballeros. Durante cincuenta días don Fernando albergó al emperador y a su Corte, dando a todos «aves y pescados de muy diversas maneras, vinos castellanos, griegos y malvasías en tal abundancia, que los extranjeros se maravillaban de la desmesurada generosidad del rey de Aragón». Los caballeros de la Corte aragonesa combatieron en torneos con los del emperador. Un barón del rey de Apolonia, célebre por sus fuerzas, se batía con el hijo del conde de Pallás en Narbona, y el joven español derribaba al alemán.

Al día siguiente de su llegada, Segismundo se presentó al Papa después de oír misa, y Benedicto desplegó para recibirle la antigua magnificencia de la Corte de Aviñón. Habitaba el Papa el castillo de Perpiñán. El emperador estaba instalado en el convento de los franciscanos; el rey de Aragón, en el de los agustinos, y maestro Vicente, en el de los dominicos.

En aquel tiempo de míseras y escasas posadas, los conventos equivalían a nuestros modernos palaces, y eran el único albergue digno de soberanos y próceres.


Vicente Blasco Ibáñez
El Papa del mar

La vida del aragonés Benedicto XIII, más conocido como «Papa Luna», fue toda una novela, una novela de aventuras y desventuras, intrigas y pasiones, hasta su muerte en su castillo levantino de Peñíscola.

También es una novela romántica en este caso la vida y las peripecias de Claudio Borja, un moderno descendiente de aquel Papa testarudo, por desentrañar la historia de su ilustre antepasado, mientras intenta conquistar el amor de una bella y rica viuda argentina.

Iphiclides

 Iphiclides

16 septiembre 2021

16 de septiembre

16 de septiembre

Mañana de editores. Proyectos. Proyectos de contratos. Contratos de proyectos entreverados con algunas entrevistas.

Antonio Vilanova, tan fino. Comemos con Esther, que conoce su negocio no sé si por carisma, pero lo conoce. Da gusto hablar con alguien que sabe a dónde va.

Por la tarde vienen Pepe Jurado, mi encantadora señora Ferreras de Gaspar con su marido. Hablamos de una posible exposición de mi amigo Campalans para el año próximo. Les propongo venir a pintar los cuadros una o dos semanas antes. Se nos va el tiempo. Se nos fue.

Otra entrevista.

Pepe me ha traído, de regalo, un libro espléndido. Me dice, y le creo, que es el mejor que tiene.

—No, no tienes idea.

—Ya lo sé.

P. interrumpe: —Es una manera de hablar de Max: siempre lo sabe todo.

Reímos.

Lagarto

 Un lagarto en Carranque

15 septiembre 2021

15 de septiembre

La escritora canadiense Mavis Gallant lo expresaba así: «El misterio de qué es exactamente una pareja es casi el único misterio verdadero que nos queda, y cuando hayamos llegado al final del mismo ya no será necesaria la literatura. Ni el amor, si a eso vamos.» Cuando leí esta frase por primera vez le puse en el margen la marca de ajedrez «!?», que indica un movimiento que, si bien puede que sea brillante, probablemente es erróneo. Pero esa opinión cada vez me convence más, y la marca se ha convertido en «!!».

«Lo que sobrevivirá de nosotros es el amor.» Esta es la conclusión —a la que se llega con cautela— del poema de Philip Larkin «An Arundel Tomb». El verso nos sorprende, porque gran parte de la obra del poeta era una bayeta escurrida de desencanto. Estamos dispuestos a alegrarnos; pero primero deberíamos fruncir el ceño y preguntarnos de este floreo poético: ¿Es verdad? ¿Es el amor lo que sobrevivirá de nosotros? Sería bonito creerlo. Sería reconfortante que el amor fuese una fuente de energía que continuase resplandeciendo después de nuestra muerte. En los primeros televisores, cuando se apagaban, solía quedar una mancha de luz en la pantalla, que iba disminuyendo lentamente desde el tamaño de un florín a una mota expirante. Cuando era muchacho yo observaba este proceso todas las noches, deseando vagamente retenerla (y viéndola, con melancolía adolescente, como la cabeza de alfiler de la existencia humana que se desvanecía en un universo negro). ¿Seguirá resplandeciendo así el amor durante un tiempo después de que se haya apagado el aparato? Yo personalmente no lo veo. Cuando el superviviente de una pareja amorosa muere, muere también el amor. Si algo de nosotros sobrevive probablemente será otra cosa. Lo que sobrevivirá de Larkin no es su amor sino su poesía: eso es evidente. Y siempre que leo el final de «An Arundel Tomb» me acuerdo de William Huskisson. Era un político y financiero, muy conocido en su época; pero hoy le recordamos porque el 15 de septiembre de 1830, en la inauguración del ferrocarril Liverpool y Manchester, se convirtió en la primera persona que murió arrollada por un tren (en eso se convirtió, le convirtieron). ¿Y amaba William Huskisson? ¿Y duró su amor? No lo sabemos. Lo único que ha sobrevivido de él es ese momento de descuido final; la muerte le fijó como un camafeo instructivo sobre la naturaleza del progreso.

«Te amo.» Para empezar, deberíamos poner estas palabras en un estante alto; dentro de una caja cuadrada detrás de un cristal que tendríamos que romper con el codo; en el banco. No deberíamos dejarlas rodando por la casa como si fuesen un tubo de vitamina C. Si las palabras están demasiado a mano, las usaremos sin pensarlo; no podremos resistir la tentación. Oh, decimos que no, pero lo haremos. Nos emborracharemos, o nos sentiremos solos o —lo más probable de todo— claramente esperanzados, y las palabras habrán desaparecido, se habrán gastado, ensuciado. ¿Pensamos que tal vez estamos enamorados y queremos probar las palabras para ver si son adecuadas? ¿Cómo podemos saber lo que pensamos hasta que oímos lo que decimos? Venga ya; eso no cuela. Son palabras grandiosas; debemos estar seguros de merecerlas. Escúchalas de nuevo: «I love you». Sujeto, verbo, complemento: la frase sin adornos, inexpugnable. El sujeto es una palabra corta, que sugiere la humildad del amante. El verbo es más largo pero nada ambiguo, un momento demostrativo cuando la lengua se aparta ansiosamente del paladar para liberar la vocal. El complemento, como el sujeto, no tiene consonantes y se pronuncia empujando los labios hacia adelante como para dar un beso. «I love you.» Qué serio, que importante, qué cargado de sentido suena.

Julian Barnes
Una historia del mundo en diez capítulos y medio

La historia del mundo que nos cuenta Julian Barnes comienza en el arca de Noé y termina en el paraíso, y entretanto la cruzan navíos diversos, la balsa de la Medusa, que inspira la célebre pintura de Géricault; el Saint Louis, un barco de condenados que tras zarpar rumbo a la Habana con 937 judíos alemanes expulsados de cárceles y campos de concentración, recorrió medio mundo sin que ningún país aceptara su cargamento, por lo que tuvo que poner rumbo a Alemania; la frágil barca en la que se hace a la mar una australiana deseperada y quizá loca, convencida de que el mundo ha sido arrasado por la guerra atómica; y hasta la nave espacial de una astronauta que encuentra a Dios en los espacios, nunca mejor dicho que cada uno tiene el Dios que se merece y acaba «redescubriendo» el arca de Noé en el monte Ararat, en uno de los irónicos equívocos con que Barnes obsequia a sus lectores.

Enriketa ve un fantasma