13 marzo 2021
12 marzo 2021
12 de marzo
Ante esta situación, leemos que su majestad Carlos II de Inglaterra, quien, si bien Defensor de la Fe, era un consumado gandul y jaranero monarca, solucionó toda la cuestión con un garabato de su pluma, mediante el cual regaló una gran extensión de Norteamérica, incluida la provincia de Nuevos Países Bajos, a su hermano, el duque de York: una donación verdaderamente fiel a sus obligaciones, pues solo los grandes monarcas tienen derecho a entregar lo que no les pertenece.
Para que este munífico presente no fuera meramente nominal, su majestad ordenó el 12 de marzo de 1664 la preparación inmediata de un gallardo ejército para invadir la ciudad de Nueva Ámsterdam por mar y tierra y de este modo situar a su hermano en completo dominio de sus propiedades.
Esta es la crítica situación que afrontaban los habitantes de Nuevos Países Bajos. Los honrados burgueses, lejos de concebir el peligro que enfrentan sus intereses, se encuentran tranquilamente fumando sus pipas sin pensar en nada en absoluto; el consejo privado del gobernador ronca en este momento en total quorum, como si se tratara del zumbido de quinientas gaitas; mientras que el activo Pieter, quien asume todo el esfuerzo de pensar y actuar sobre sus hombros, afanosamente trata de hallar el modo de llevar a buen término las relaciones con el gran consejo de los anfictiones. Mientras tanto, un feroz nubarrón frunce oscuro el ceño en el horizonte: pronto estallará en el mismo rostro de estos amodorrados neerlandeses y pondrá a prueba por completo la valentía de su resuelto gobernador.
Sin embargo, suceda lo que suceda, comprometo aquí mi veracidad a que en todos los conflictos bélicos y sutiles confusiones se desenvolverá Pedro el Testarudo con el gallardo porte e inmaculado honor de un obstinado caballero de mente noble de los viejos tiempos. ¡A la carga, pues! ¡Brillen propicias estrellas sobre la renombrada ciudad de Manhattoes y que las bendiciones de san Nicolás estén contigo, honrado Pieter Stuyvesant!
Washington Irving
Una historia de Nueva York
Esta no es una historia cualquiera.
En 1809, un anciano caballero que responde al nombre de Diedrich Knickerbocker desaparece del hotel en el que se hospedaba, dejando en su habitación un par de alforjas que contienen un montón de hojas manuscritas. Ante la imposibilidad de dar con su paradero, los dueños del hotel envían una nota de aviso a varios diarios con la esperanza de que alguien les ayude a encontrarlo, pues se teme por su salud mental y, además, se ha marchado sin saldar su cuenta. Es probable que por ello se vean obligados a vender el curioso legajo de las alforjas para su publicación.
Y así sucedió, y el presente libro cosechó un gran éxito entre los lectores de la época, quienes no supieron hasta más adelante que nunca existieron tales hospederos y jamás vivió tal historiador: tras Knickerbocker se esconde el magistral Washington Irving, en una singular y amena obra que nos lleva a los orígenes de la ciudad de Nueva York. Como señala el propio Irving en su epílogo, «quedé sorprendido al descubrir el escaso número de mis conciudadanos que eran conscientes de que Nueva York había sido con antelación Nueva Ámsterdam, que habían oído los nombres de sus primeros gobernadores neerlandeses». Un relato que verdaderamente hizo historia.
11 marzo 2021
11 de marzo
Port Blair
Islas Andamán
Imperio británico
11 de marzo de 1906
Querida Amelia:
Anoche, en la cárcel, hubo un intento de fuga y se desató un pequeño motín. Es muy raro que ocurra. Murieron tres presos, pero unos cuantos consiguieron escapar. Así que se ha impuesto un toque de queda de veinticuatro horas en la ciudad: es la hora de comer y sin embargo aquí estoy, en casa, escribiendo esta carta que te debo desde hace tiempo.
Todo va bien. Estoy mucho mejor de la pierna (el doctor Klein está muy satisfecho, aunque llevo bastón..., lo que queda elegantísimo) y, poco a poco, la nueva tribu que hemos descubierto se está volviendo servicial. El administrador británico, el coronel Ticknell, me ayuda mucho. «Sus deseos son órdenes, señorita Arbogast —me dice—. No tenga reparo en pedirme nada, aunque sea una pequeñez». Y no, no tengo ningún reparo (ya me conoces). Se me ha ofrecido de todo: medios de transporte, porteadores, correo diplomático... y hasta un arma de fuego. Sospecho que el coronel tiene debilidad por mí y cree poder conquistarme con su solicitud. Supongo que no hay nada de malo en pensarlo. Me llamarás lagarta, taimada, pero aquí no queda más remedio.
Además, mirabile dictu, alguien ha contestado al anuncio que puse en el diario local y que yo misma me ocupé de fijar en la pared de la oficina de correos. ¡Por fin tengo un nuevo asistente!
Un policía está llamando a la puerta. Me parece que ha terminado el toque de queda. Te volveré a escribir más tarde.
Te saluda, como siempre con cariño, tu hermana,
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P. D.: Por cierto, el nuevo asistente es un escocés joven y espigado. Tiene unos treinta y cinco años y se llama Brodie Moncur.
William Boyd
El amor es ciego
Ambientada a finales del siglo XIX, El amor es ciego sigue la suerte de Brodie Moncur, un joven músico que está a punto de embarcarse en la historia de su vida. Brodie recibe la oferta de un trabajo en París, oportunidad que aprovecha para huir de Edimburgo y del rigor de su familia. Así arranca una peripecia incontenible: un fatídico encuentro con un famoso pianista cambia su futuro y desata una obsesión amorosa con una bella soprano rusa, Lika Blum, a la que sigue a través de las capitales de una Europa convulsa. El amor de Brodie por Lika y sus peligrosas consecuencias lo acechan en una era de cambios abrumadores, en el salto convulso entre dos siglos.
El amor es ciego es la nueva y arrolladora novela de William Boyd: una vertiginosa historia de pasión y venganza; una novela acerca del esfuerzo artístico y las ilusiones que genera; acerca de todas las posibilidades que la vida puede ofrecer y arrebatar. Una novela magistral de uno de los narradores más sólidos y reconocidos de la actualidad.
***
Enamorarse es una aventura que carece de lógica: el único fenómeno que sentimos la tentación de calificar de sobrenatural en un mundo como el nuestro, tan razonable y anodino. El efecto no guarda proporción alguna con la causa. ROBERT LOUIS STEVENSON, Virginibus Puerisque
10 marzo 2021
10 de marzo
La hora del cuco
El café Fuchs, «nuestro zorrito», como preferían llamarlo amorosamente sus clientes fijos, era un establecimiento que mantenía sus puertas abiertas toda la noche. Allí solían citarse los jóvenes enamorados del barrio durante los entreactos, unos entreactos que solían durar lo suficiente como para poder tomar cómodamente una taza de café y comer un trozo de tarta, especialidad de la casa. El café estaba exactamente enfrente de la habitación amueblada que yo ocupaba en Berggasse 16, y la primera noche que pasé con Gretl decidimos ir allí a pasar un rato. Era una noche fría y como nos habíamos dejado los abrigos, el calor con que se nos recibió allí, un calor provocado por el ardor de los amores consumidos y vueltos a recargar, nos pareció de lo más sólido y reconfortante.
Tomamos asiento, encargamos una taza de café y un trozo de pastel. El inquilino de un reloj de cuco era el encargado de señalar la hora. De repente sentimos una corriente de aire frío. Un camisa parda, vecino del lugar, entró en el café tambaleándose y con una muchacha a su lado, y se plantó debajo del reloj de cuco. Cuando el pajarito salió de la casucha y empezó a abrir el pico, el hombre lo saludó exclamando Heil Hitler! y acto seguido lo derribó de su ramita. Así fue cómo se hizo callar al cuco del café Fuchs.
El hecho de que del cinturón que sujetaba la camisa parda colgaran dos nudilleras fue probablemente la causa de que ninguno de los asistentes pareciese haber visto u oído nada. La pareja tomó asiento. Miraron a su alrededor, y después el hombre cogió la mano de la muchacha, pidió café y tarta y se esforzó por susurrar unas palabras de amor. Nosotros ocupábamos una mesa vecina, y existe una foto en color de los cuatro, en la que se ven dos parejas enamoradas que sólo se distinguen por el color de las camisas de los hombres. La mía era de un azul eléctrico.
—Erik y Fritz han ido a la manifestación por la independencia, con antorchas y todo. ¿Por qué no has ido con ellos? —preguntó Gretl, poniendo un énfasis especial en la palabra «independencia» mientras mantenía la mirada fija en la mesa vecina.
—Porque aquí van a ocurrir grandes cosas aunque yo no vaya a ninguna manifestación.
—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó Gretl, amable.
—El cuco… —le contesté.
No hubo ninguna reacción en la mesa vecina. Tal vez el camisa parda fuese duro de oído, o tal vez sólo odiase los relojes de cuco.
Dimos un rodeo y pasamos por delante del edificio de Berggasse 19. En una de las ventanas del piso de Freud, en la segunda planta, vimos la luz encendida y nos detuvimos unos instantes.
—A lo mejor se ha olvidado de apagar la luz —dije, sintiendo un escalofrío.
—Te quiero —dijo Gretl y metió una mano en el bolsillo de mi chaqueta. Tenía la mano helada, pero su tacto era adorable.
Mientras abría la puerta del apartamento de mi casera, recogí un número de la primera edición del Telegramm. Desde la ventana de mi habitación veíamos oscilar las antorchas en la bruma gris de la madrugada. Miles de imbéciles habían reaccionado como robots a la llamada desesperada de Kurt von Schuschnigg, el canciller clerical fascista de Austria, que creía poder mantener alejado de las fronteras del país al Gran Hermano por medio de un referéndum que le permitiría «conocer la voluntad del pueblo». Eché un vistazo al periódico del 10 de marzo de 1938.
—Ja, ja —dije yo.
—¿De qué te ríes? —preguntó Gretl.
Le mostré el titular: «Austria libre, independiente, social, cristiana y unida: ¿SÍ O NO?». Tan llamativa pregunta ocupaba toda la primera plana y condenaba a la invisibilidad al reportaje más reciente de Piet Erikson «Desde el frente», un frente que prácticamente ya había dejado de existir.
—«¿Sí o no?» —repetí, mientras intentaba sincronizar mi grado de desnudez al que presentaba Gretl—. Tanto da, por mucho que lo escribas de manera diferente…
Cuando desperté, pocas horas después, Gretl parecía haber desaparecido. Pero al poco tiempo salió de debajo de las mantas, se inclinó sobre mí y derramó sobre ambos su cabello oscuro.
—Has hablado en sueños —dijo.
—¿Y qué he dicho?
—Has dicho: ¡No, mi general!
Me eché a reír y la abracé.
—He estado soñando con el teléfono de juguete que tenemos en la redacción. De repente empezó a sonar, como ha predicho Erik. Cogí el auricular y oí una voz profunda que protestaba por el hecho de que Das Telegramm achacara la victoria al bando perdedor. «¿Quién habla?», pregunté yo. La voz se presentó como la del general Franco. «Señor Erikson», dijo, «¿acaso pretende usted que sus reportajes sean un fiel reflejo de la realidad?». ¡No, mi general! le contesté. —«Eso es lo que me has oído decir».
—Es decir, ¿que el general tiene razón?
Gretl había recogido la pelota y yo se la devolví al vuelo.
—Desde luego. No hay más que ver a Erik tecleando en la máquina de escribir. Cada vez que da una patada en el suelo significa que ha derribado a un Stuka. Cuando le sugiero que GÖring y la legión Cóndor deben de haber sufrido una grave derrota, Erik se apresura a incorporarla al reportaje. No cabe duda alguna de que el Telegramm está ganando la guerra para los republicanos, o que la ha ganado ya, a pesar de que éstos huyen en desbandada a través de los Pirineos. Habrá que decirle a Erik que sea más moderado. ¿No podría hundir, para variar un poco, a unas cuantas cañoneras rebeldes en el Tajo, o hacer que sus tropas caigan en una emboscada de los nacionales en la sierra de Guadarrama? Pero Erik no ceja. «¡Cómo que rebeldes…!» se burla de mí. «¿Quiénes son los rebeldes, Piet? ¡Dímelo…!». Y sin torcer el gesto añade que, en el peor de los casos, el periódico tiene una salida muy simple: «Si llega a perder nuestro bando, siempre habrá tiempo para rectificar…».
—¡Divino! —exclamó Gretl.
—Sí —dije yo—, y envidiable también. Todo es posible cuando tú mismo eres tu único punto de referencia…
Alguien tocó a la puerta.
—Le llaman al teléfono —dijo mi casera. Corrí hacia el teléfono que colgaba de la pared del pasillo y que tenía exactamente el mismo aspecto que los teléfonos de las películas americanas.
Era Erik.
—Te hablo desde el Telegramm— dijo. —La última noticia que hemos recibido es que Hitler está marchando sobre Linz. Lo mejor será que cojas a Gretl y salgáis corriendo, pero en seguida…
—¿Crees que el periódico renovará contrato con Knickerbocker?
—Lo dudo mucho. No tiene crédito en el Arkaden.
—¿Y qué pasa contigo? —pregunté.
—No hay problema —dijo Erik—, tengo un pasaporte yugoslavo. Mi viejo era yugoslavo, y en Praga hay más periódicos que en Viena. Como mínimo uno de ellos tendrá el privilegio de imprimir el reportaje directo de Piet Erikson acerca de la conquista del Hofburg por Adolf. Cualquier café me servirá para escribirlo. No perdamos tiempo…
Y nos pusimos en marcha.
Peter Fürst
Don Quijote en el exilio
«Fui “concebido” en el Café Románico de Berlín, y luego me criaron en sus mesas de mármol, donde tras cada café se le servía un aguardiente a Pegaso y un joven periodista de nombre Joseph Goebbels se postraba a los pies de la elite intelectual berlinesa, memorizando chistes judíos para poder contárselos un día a otros intelectuales», dice un párrafo del libro.
En ese mismo café se sentó a menudo Peter Fürst, cuando era un joven reportero deportivo del Berliner Tageblatt. Hasta que, durante los horribles meses del año 1934, un caballero le rogó que abandonara Alemania.
El «exitoso periodista deportivo con dos abuelas judías», como él mismo se llamaba, trabaja en España como profesor de tenis en un club alemán, hasta que lo insultan tachándolo de nazi y le arrojan piedras; luego escribe en el Café Arkaden, de Viena, «reportajes en vivo y en directo» sobre el frente español durante la Guerra civil. Finalmente termina huyendo a París, tras un accidentado viaje por toda Europa.
En la capital francesa se casa con su amiga vienesa y en 1939 entra, con visado falso, en la República Dominicana («donde aún admiten a los judíos»), a donde llega a bordo del Bretagne, no sin antes ser paseado por todo el Caribe. Allí, Peter Fürst, que pasa a llamarse don Pedro, trabaja durante siete años en los arrozales, armado y a caballo, antes de recibir la noticia, en 1946, de que se le concede el visado para entrar en Estados Unidos.
En la gran enciclopedia de aquellos que «fueron honrosamente expulsados de Alemania» figurarán sin duda las ilustrativas memorias de don Pedro. Dotado de una profunda vena humorística, este periodista deportivo nacido en Berlín en 1910 escribe un libro de memorias, provisto del más punzante humor berlinés, sobre un tiempo que no se destacó precisamente por los blancos tonos del atuendo del tenista.
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