10 marzo 2021
09 marzo 2021
9 de marzo
Te duelen los ojos. Notas unas agujetas espirituales, las agujetas de las grandes derrotas de la inteligencia. El señor embajador contribuye a que Trujillo disponga de la complicidad aterrorizada de la familia De la Maza y a cambio se garantiza, todo lo que puede garantizar un tirano vesánico, la seguridad de algunos ciudadanos españoles. El señor embajador sabe quién es el Cojo, pero no hila fino, no se ha dado cuenta de que la supuesta esposa del Cojo, muerta en un accidente de tráfico, es Gloria Viera, muerta sola, dentro de un coche, no sabiendo conducir. Es lógico, aquél que no sabe conducir un día u otro se estrella. Tampoco sabe que el hijo de Gloria Viera será presentado como hijo de Galíndez, aún ejerce como hijo de Galíndez, como lo único que ha sobrevivido a Galíndez. De toda la historia, carpetas cerradas, sólo te balsamiza el hervor de los ojos la piedad diplomática que el cónsul Presillas dedicó al viejo Galíndez, a ese anciano alto para su tiempo y para la estatura media de los españoles de la mitad de siglo, al que conservas en la retina de un recorte del Diario de Nueva York, domingo 9 de marzo de 1958. Dos años después de la pérdida de su hijo, los padres de Galíndez guardan luto riguroso. ¿Padres de Galíndez? La anciana que camina por la calle de su casa a la compra es la madrastra de Galíndez y ni ella ni su marido han querido declarar nada en directo, porque el corresponsal supone lo que piensan, lo que sienten, lo que callan. Pero ahí está el Dr. Galíndez, delgado como un chopo, estilizado por un largo gabán negro y un sombrero igualmente negro, a punto de subirse a un taxi negro que reproduce en el ángulo del guardabarros que muestra la fotografía una gigantesca «E» de España. ¿Cómo es el Dr. Galíndez? Se pregunta el corresponsal. Alto, delgado, de pocas carnes y pellejo flácido, que se le arruga en la cara y en las manos. Tiene una mirada penetrante y un diálogo a veces suave, a veces duro. Va siempre vestido de negro por la muerte de su hijo y estamos seguros morirá vestido de negro. A pesar de su edad, representa unos setenta y cinco años, trabaja intensamente, quizá para embotarse el cerebro de quehaceres y evitar pensar, que para él no es sino recordar. «Fue horrible —nos dice el buen anciano—, ha sido el golpe más doloroso de mi vida. Aún no me he repuesto. ¿Cómo puede comprenderlo? Y lo peor es que siempre me vuelven los recuerdos. Es una pesadilla que nunca desaparece. Fue hace dos años y lo tengo presente como si hubiera sucedido ayer, hoy mismo incluso. Le ruego por favor que no ahonde más en la herida». Número 10 de la calle Cava Baja, donde vas en cuanto sales de este Ministerio herreriano, aquí estuvo la clínica de los doctores Galíndez, padre e hijo, el hijo hermanastro de Jesús, el muchacho que fue a verle a Nueva York a recibir una lección de exilio que nunca olvidaría. Clientela humilde, de pueblerinos, describe el corresponsal del diario, cincuenta pesetas la visita, la primera, veinticinco las sucesivas. La familia Galíndez no vivía allí, sino en Villanueva 29, una de las casas más antiguas del barrio de Salamanca y allí están los balcones regulares fotografiados, cerrados a cal y canto, sólo una vez el fotógrafo sorprendió a la criada de los Galíndez, asomada a la calle, sobre la baranda, una palma seca de Domingo de Ramos atravesando la herrería del balcón. «Los inquilinos del inmueble —dos ilustres familias de marinos, el padre del actual ministro de Educación Nacional, dos pintores y algunas familias acomodadas— aprecian y respetan la caballerosidad y cordialidad del Dr. Galíndez. Todas las mañanas, hacia las nueve, sale de su domicilio. En la puerta le espera su hijo, don Fermín, con su Seat negro y le conduce a la clínica. Sobre la una y media hace el recorrido inverso, come y pasa luego a la consulta particular. Ésta se compone de visitantes distinguidos que pagan también unos honorarios más altos. Muchas tardes los doctores Galíndez van al Asilo de San Rafael, del que don Jesús es oculista honorario y don Fermín, oculista de número». Sales del Ministerio por la puerta que da a la calle del Salvador, Atocha arriba hasta encontrar otra vez la plaza de la Provincia, la fachada de este palacio de 1636, construido bajo el reinado de Felipe IV, el ritmo de pórticos de plaza de pueblo anclado en el centro del Madrid de los Austrias, pórticos que se prolongan o reaparecen cuando se abre la perspectiva de la plaza Mayor. ¿Dónde empieza la plaza de la Provincia y termina la de Santa Cruz? Al comienzo de tu estancia en Madrid eras una esclava del mapa, sobre todo cuando te orientabas dentro de esta elipse, de este balón de rugby del Madrid viejo, como un quiste de historia dentro de la ciudad hinchada. En cinco centímetros de mapa el consultorio del padre de Galíndez, el Ministerio donde Galíndez descansa en la paz de las carpetas y la casa de Ricardo en la plaza Mayor, su «picadero de soltero», dicen todos tus amigos, hasta que se «casó» contigo. Tal vez estuviste casada con el reverendo O’Higgins, hasta que el reverendo O’Higgins te encontró en la cama con un reverendo más prometedor, que sin duda hubiera llegado a obispo de la Iglesia mormona de no haber sucumbido a los pecados de tu carne, tan joven era tu carne, tan adolescente que sólo la recuerdas como una pobre carne sometida a toda la vergüenza de la secta y sobre todo a la vergüenza «… de tu anciano padre» como le llamaban todos los que recriminaban, para envejecer aún más tu vergüenza. Conseguiste que te alejaran de aquella caverna poblada por desterrados de la ciudad de los santos, Salt Lake City, en un viaje desmitificador, a la inversa del que emprendiera Richard F. Burton en 1860. Tu amante gimoteaba por teléfono y acabó colgando los hábitos y dedicándose a vender bungalovs en California. Luego el encuentro con Norman, primero en Nueva York, luego en Yale cuando te colocó bajo su protección y lejos de la desesperación de aquel fotógrafo chileno e inmaduro, fugitivo del terror de Pinochet. No te afectaba el sufrimiento ajeno, tal vez porque toda tu sensibilidad para el sufrimiento la había ocupado «… tu anciano padre» que, según los cronistas, había envejecido treinta años en pocas horas cuando tú diste el escándalo del que aún se habla en todo Utah. Apenas un cordón umbilical con tu hermana Dorothy a la que primero pedías perdón carta tras carta y a la que acabaste por sólo pedirle los documentos que necesitabas para tus estudios y tus becas y una correcta administración de la soledad profunda de tu cuerpo y tu inteligencia. Hasta que encontraste a Galíndez, bajo las aguas del Caribe y de la memoria, como si te llamara a ti, a su madre, a Euzkadi, a una patria vaginal, una patria, un valle. ¿Qué te liga a Ricardo? Te lo preguntas cuando ya casi tienes la mano en el pomo de la puerta de la agencia de viajes de la calle Mayor, por si la pregunta va a impedir tu decisión, pero no la impide porque ya has obedecido la orden de empujar y te has sentado ante un muchacho convencional.
Manuel Vázquez Montalbán
Galíndez
A caballo entre el reportaje y la ficción, Galíndez narra un suceso histórico: la desaparición y ulterior asesinato del abogado y combatiente vasco en la Guerra Civil española Jesús de Galíndez. Nueva York, 1956: Jesús de Galíndez, representante del PNV en Estados Unidos, trabaja en una tesis doctoral sobre las dictaduras latinoamericanas centrada en la figura de Trujillo y su sanguinario régimen. Poco después de presentar su tesis, Galíndez es secuestrado y conducido a la República Dominicana, donde se le pierde el rastro para siempre. A partir de este hecho, Manuel Vázquez Montalbán crea un relato imaginario: la investigación que, treinta y dos años más tarde, lleva a cabo una universitaria americana, Muriel Colbert, a la que pondrán en peligro las mismas fuerzas oscuras que acabaron con Galíndez. Sobre el misterio, las verdades a medias y las especulaciones se construye esta novela apasionante que en 1991 fue galardonada con el Premio Nacional de Narrativa.
08 marzo 2021
8 de marzo
8 de marzo de 1938. Por la noche, en el refectorio, podíamos hablar libremente. A pesar de que sólo éramos ciento cincuenta, el ruido crecía progresivamente y proprio motu según una ley constante, puesto que cada cual se veía obligado a alzar cada vez más la voz para hacerse oír. Cuando el estruendo había alcanzado su cenit, formaba una especie de edificio sonoro, que llenaba con toda exactitud la gran habitación y que un vigilante destruía con un único toque de silbato. El silencio que seguía tenía algo de vertiginoso. Luego, un murmullo corría de mesa en mesa, un tenedor chocaba contra un plato, estallaba la risa, la red de ruidos y sonidos tejía otra vez su tela, y el ciclo volvía a empezar.
A mediodía, los mediopensionistas se unían a los internos: éramos cerca de doscientos cincuenta, y el silencio era obligatorio. Las horas de pelotón llovían sobre los charlatanes, reforzadas, en caso de reincidencia, por el erectum. De pie ante un pupitre colocado en una tarima, un alumno leía en voz alta páginas edificantes, generalmente sacadas de una vida de santo. Para hacerse oír en aquella enorme sala, en medio de los ruidos de vajilla y de las conversaciones ahogadas, había que gritar el texto recto tono, es decir, con una sola nota, sin ninguna entonación; extraña salmodia, que suprimía implacablemente cualquier matiz —interrogativo, irónico, conminatorio o divertido— y confería a cada frase un tono uniformemente patético, quejumbroso, de una agresiva vehemencia.
La función de recitator era altamente apreciada entre los alumnos, y recompensaba a los más sobresalientes en la medida en que eran capaces de cumplirla. Pues, para un niño no era sencillo declamar durante cuarenta y cinco minutos, sin pausas ni desmayos, un texto que no se había escrito para un trato tan poco civilizado. Así pues, el recitator del momento se veía rodeado de un cierto prestigio, al que se sumaban las ventajas de la comida, que tomaba solo y antes que los demás, y que tradicionalmente era más delicada y copiosa que de costumbre.
Desde luego, yo no había hecho nada para ser recitator, y una mañana, con gran estupor e incluso con temblores, me enteré de que desde ese mismo mediodía iba a sustituir al titular del momento, indigno de semejante honor después de un colaphus que, para sorpresa general, acababa de serle infligido. Al mismo tiempo, me dieron el texto que tenía que leer: era la vida de San Cristóbal, sacada de la Leyenda dorada, de Jacques de Vorágine.
No me cabía duda de que Néstor era la causa de aquel honor excesivo. Ahora, sabiendo lo que sé y después de releer las páginas que entonces tuve que declamar frente a todo el colegio reunido, reconozco su firma en la filigrana del asombroso texto. Pero ¿me bastará toda la vida para dilucidar la relación profunda que une la leyenda de San Cristóbal y el destino de Néstor, ese destino del que soy depositario y ejecutor?
Cristóbal, cuenta Jacques de Vorágine, era cananeo. Tenía un aspecto terrible y una estatura gigantesca. Quería ser útil, pero sólo al servicio del príncipe más grande del mundo. Así pues, se presentó ante un rey muy poderoso, del que se decía que en grandeza no tenía igual. Este rey, al verlo, le acogió con bondad e hizo que se quedara en su corte. Sin embargo, Cristóbal le sorprendió un día haciendo el signo de la cruz, después de que alguien invocase al diablo en su presencia. Cuando Cristóbal le preguntó la razón de su gesto, le contestó: «Este signo es el arma que empuño cuando oigo nombrar al diablo, por temor a que adquiera poder sobre mí y me haga daño». Cristóbal comprendió entonces que el príncipe a quien servía no era ni el más grande ni el más poderoso, puesto que temía al diablo. Por lo tanto, se despidió del primero y fue en busca del segundo. Ahora bien, mientras caminaba por un desierto, vio una gran multitud de soldados. Uno de ellos, de aspecto feroz y terrible, se acercó a él y le preguntó a dónde iba. Cristóbal le contestó: «Busco al señor diablo para que sea mi amo». El soldado le dijo: «Soy el que estás buscando». Cristóbal se alegró mucho, se comprometió a servirle para siempre y le reconoció como señor. Caminaban juntos, y encontraron una cruz, que se alzaba al borde del camino. El diablo se espantó de inmediato, se dio a la fuga y, abandonando el camino, condujo a Cristóbal a través de un terreno escabroso. Luego le llevó de nuevo al camino. Cristóbal, maravillado al ver lo sucedido, le preguntó por qué se había asustado tanto. «Un hombre llamado Cristo —le contestó el diablo— fue clavado en una cruz; en cuanto veo la imagen de la cruz, un gran temor me invade y huyo espantado». Cristóbal le dijo: «Entonces he trabajado en vano y todavía no he encontrado al príncipe más grande del mundo. Adiós, te dejo para buscar a ese Cristo que es más grande y poderoso que tú».
Durante mucho tiempo buscó a alguien que le diera noticias de Cristo. Al fin encontró a un ermitaño, que le predicó a Jesucristo y le instruyó en la fe. El ermitaño le dijo a Cristóbal: «El rey a quien deseas servir reclama esta sumisión: tendrás que ayunar a menudo». Cristóbal le contestó: «Soy un gigante y tengo un hambre imperiosa. Que me pida otra cosa porque ayunar me resulta absolutamente imposible». El ermitaño le dijo: «¿Conoces un río donde muchos caminantes corren peligro de perder la vida?». «Sí», dijo Cristóbal. Y continuó el ermitaño: «Como eres tan alto y robusto, podrías quedarte junto a ese río y pasar de un lado a otro a cuantos lleguen allí, y así harías algo que agradaría al rey Jesucristo a quien deseas servir». Cristóbal dijo: «Sí, puedo desempeñar ese oficio, y prometo que lo haré muy bien».
Así pues, se dirigió al río en cuestión y construyó una pequeña cabaña en la ribera. En lugar de cayado, llevaba en la mano una pértiga, con la que se mantenía de pie entre las aguas, y transportaba sin descanso a todos los viajeros. Habían pasado muchos días cuando, una vez que descansaba en su casita, oyó la voz de un niño que le llamaba diciendo: «Cristóbal, ven y llévame a la otra orilla». Cristóbal se levantó en seguida y no encontró a nadie. Al volver a su casa oyó la misma voz que le llamaba. Otra vez corrió afuera, mas no encontró a nadie. La voz le llamó por tercera vez; salió y encontró a la orilla del río a un niño, que le rogó que le llevara. Cristóbal sentó al niño en sus hombros, cogió la pértiga y entró en el río para atravesarlo. Y el agua del río empezó a crecer poco a poco, y el niño pesaba como una masa de plomo; él avanzaba y el agua seguía subiendo, y el niño le aplastaba con un peso cada vez más intolerable, de forma que Cristóbal se hallaba en grandes apuros y temía perecer…
Se salvó con un terrible esfuerzo. Cuando llegó a la otra orilla, depositó al niño en la ribera y le dijo: «Me has expuesto a un gran peligro. Pesabas tanto que, de haber tenido que sostener el mundo sobre mis hombros, no sé si el peso habría sido mayor». El niño le contestó: «No te sorprendas, Cristóbal, no solamente has sostenido el mundo entero sino que has llevado a hombros a quien creó ese mundo; pues yo soy Cristo, tu rey, al que acabas de prestar servicio; y para probarte que digo la verdad, cuando vuelvas a cruzar el río, hunde tu pértiga en la tierra, delante de tu casa, y por la mañana habrá florecido y dado fruto». E, inmediatamente, desapareció. Al llegar, Cristóbal plantó su pértiga en la tierra y cuando se levantó por la mañana vio que de ella habían brotado hojas y dátiles, como de una palmera…
No poco orgulloso estaba yo de haber salmodiado toda esta historia sin vacilar ni una sola vez, y cuando me senté junto a Néstor en el estudio de las dos de la tarde, esperaba sus felicitaciones. Él estaba absorto en uno de esos dibujos recargados de colores y florituras que a veces le tenían horas y horas con la cara casi pegada a la hoja de papel. Cuando se enderezó, vi que había dibujado un San Cristóbal. Pero, sobre sus hombros, el gigante llevaba todos los edificios del colegio, a cuyas ventanas se asomaba una multitud de alumnos. Néstor se pasó el pañuelo por la frente con un gesto familiar y murmuró: «Cristóbal, que iba en busca del señor absoluto, lo encontró en la persona de un niño. Pero lo que habría que saber es la relación exacta que existe entre el peso del niño sobre sus hombros y la floración de la pértiga».
Entonces, inclinándome, vi que había prestado sus rasgos al rostro del gigante portador de Cristo.
Michel Tournier
El rey de los alisos
El rey de los alisos, la novela con la que Michel Tournier obtuvo el Premio Goncourt, narra la historia de Abel Tiffauges, un extraño prisionero francés en la Alemania del III Reich, mezcla de ogro depredador y adolescente perverso, que se siente predestinado para llevar a cabo una misión en Prusia, cuna legendaria de la nación alemana.
El celebrado autor de Medianoche de amor nos muestra aquí lo más oculto, tierno y enfermizo del ser humano, siempre en busca de significados, ritos y señales que le guíen y rediman de su condición de ser para la muerte.
Fantasía insólita sobre los tiempos tenebrosos de la última guerra mundial, este libro constituye un extraordinario viaje hacia la infancia y un inquietante ensayo sobre el amor.
07 marzo 2021
7 de marzo
«De perfecto acuerdo con las instrucciones de Mola en los primeros meses del Alzamiento no se ocultan los crímenes en la zona nacional; se dejan los cadáveres abandonados en lugares más o menos frecuentados y en algunos sitios —Valladolid, por ejemplo— las ejecuciones se convertían en espectáculo público al que concurren centenares de curiosos. Se persigue con ello un efecto intimidatorio que se consigue en muchos de los casos.
El mismo objetivo tienen las charlas radiadas desde Sevilla, cada día, a las diez de la noche, del general Queipo de Llano, dando cuenta de las barbaridades perpetradas en la jornada y ya el 23 de julio de 1936 afirma amenazador e insultante: “Las mujeres de los rojos han aprendido que nuestros soldados son hombres de verdad y no milicianos capones”. Veinticinco días más tarde afirma por la radio: “El ochenta por ciento de las familias andaluzas están de luto y no vacilaremos en recurrir a medidas más extremas”. “Buscaré a nuestros enemigos estén donde estén, incluso bajo tierra, y les fusilaré otra vez donde estén. Si están muertos, les fusilaré otra vez”. Queipo de Llano, a las diez de la noche.
En 1937 se cree obligado en cierta forma a justificar las numerosas ejecuciones y lo hace en la forma siguiente en su alocución radiada del 7 de marzo: “Nos vemos obligados a fusilar a mucha gente en Málaga, pero siempre tras ser juzgada en Consejo de Guerra. Hay que tener en cuenta que los que son condenados a muerte son ejecutados inexorablemente, ¡porque no tenemos la intención de imitar a los débiles gobiernos de 1934!” […]
Conocemos por el católico francés Bernanos lo que en Mallorca se hace y en Canarias hemos sabido algo de los presos arrojados a las simas volcánicas. Un testimonio fehaciente nos lo ofrece persona tan poco sospechosa de simpatías marxistas como el primer ministro de Instrucción Pública de Franco, don Pedro Sáinz Rodríguez, que en la página 326 de su libro de reciente publicación Testimonio y recuerdos dice hablando del mes de septiembre de 1936: “Yo sabía que Franco estaba en Cáceres y las dificultades que había habido en Extremadura. Cuando atravesé el puente sobre el Guadiana, todavía me acuerdo como si lo estuviera viendo: en ambos pretiles había cadáveres asomados sobre el río”. Robert Brasillach, nazi francés fusilado como colaboracionista con los alemanes en 1945 y corresponsal de prensa en España en 1936, escribe que por parte de las tropas moras “la violación de mujeres y la castración de hombres al ocupar las localidades de Andalucía y Extremadura, son operaciones de género casi ritual”. Marc Junod, presidente suizo de la Cruz Roja Internacional, escribe que en agosto de 1936, encontrándose en Aranda de Duero, su acompañante el conde de Vallellano le dice: “Ésta es Aranda la roja; lamento decirle que hemos tenido que encarcelar a todos sus habitantes y ejecutar a muchos”. El mismo Junod cuenta que tras llegar a un acuerdo con el Gobierno Giral para un amplio intercambio de presos y prisioneros políticos, el general Mola rechaza indignado la sugerencia exclamando colérico: “¿Cómo puede usted esperar que vayamos a cambiar un caballero por un perro rojo? Si libertase a mis prisioneros mi propio pueblo me consideraría un traidor. Ha llegado usted demasiado tarde, señor. Esos perros han destruido los valores espirituales más gloriosos de nuestra patria”.»
(Pedro Sáinz Rodríguez, 1898-1986. Bibliógrafo, académico, autor de varios libros sobre misticismo y espiritualidad en la literatura española, fue activo conspirador monárquico durante la República. Franco le nombró ministro de Instrucción Pública en su primer Gobierno, y dirigió la depuración de maestros, profesores y catedráticos. Ya al final de su vida le pregunté cómo había podido hacerse aquella purga tan extensa: «Es que había gente muy mala, hijo, gente muy mala». Se enfrentó con Franco por la cuestión de la monarquía y fue destituido y exiliado a Portugal, donde estaba el pretendiente a la Corona, de cuyo Consejo Privado fue miembro).
Eduardo Haro Tecglen
Arde Madrid
“Ya están aquí”, le dijo su madre al joven Eduardo Haro Tecglen el 28 de marzo de 1939. Entraban en Madrid los que poco después condenarían a muerte a su padre, Eduardo Haro Delage, subdirector del diario La Libertad, acusado del delito más grave que los partidarios del “¡Viva la muerte!” podían concebir: la responsabilidad intelectual en la lucha política.
De aquellos días, meses, años de asedio, toda la guerra civil, Haro Tecglen conserva una nítida memoria. Pero no son sólo sus recuerdos los que nutren estas páginas: también encontramos en ellas documentos históricos, relatos de testigos, a veces contradictorios entre sí, testimonios opuestos al del autor. Del conjunto surge una visión enriquecedora y palpitante, todo lo cercana a la verdad que la historia puede ser, del conflicto que provocó el enfrentamiento entre españoles e hizo de Madrid el símbolo mundial de la lucha contra el fascismo.
Las imágenes de aquella República que alentó tantas esperanzas, las de aquellos hombres que lucharon por ideales de solidaridad, igualdad y convivencia, y las de la ciudad en armas que resistía a la barbarie van empalideciendo, diluyéndose. De ahí la necesidad de obras como ésta, porque la historia que se olvida puede repetirse.
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