05 marzo 2021
04 marzo 2021
4 de marzo
Articulismo
HOY, domingo 4 de marzo, 2001, artículo de Cela en el hueco de ABC, mal ilustrado como de costumbre. ¿De qué habla? Ni se sabe. De todo y de nada. Un muerto, una viuda, unos personajes que nos suenan a sabidos, un tren, una mujer que conserva sus pechos en sal, unos cuantos nombres complicados, supuestamente graciosos, también consabidos. Cela me ha dicho más de una vez que él no hace artículos, que hace otra cosa que no se sabe lo que es.
¿Lo sabe él? Ya he contado cómo intentó el artículo a lo Ruano, a la vista de lo bien que le rendía a su amigo y vecino. Pero no le salía. Entonces, pasó por todos los intentos: ¿tremendismo, apuntes carpetovetónicos, iberismos? Denominaciones no habían de faltarle a CJC. Pero el producto seguía sin cuajar. Aún no ha cuajado, y esto le hace mucho daño al escritor, a efectos populares, pues el español lee periódicos, a falta de otra cosa, y no acaba de encontrarle la gracia a ese señor Nobel tan gracioso.
Tampoco cabe atribuir estos desmanes a la edad, ya que sus artículos de juventud son igualmente fallidos y desorientados. Un poco por salvarse de la frustración del artículo clásico y otro poco por seguir experimentando siempre, como en los libros, Cela intenta variantes de esa cosa tan sencilla que parece el artículo, la crónica, la columna, pero sólo acierta cuando renuncia a los experimentos y cuenta una historia sencilla y pastoril o esboza una lámina rural, un episodio doméstico o una intimidad.
A Cela le sale muy bien hablar de sí mismo, pues tiene la clave de ese distanciamento/intimismo que requiere el género, y el lector nunca sabe si le está conmoviendo con una mentira o le está mintiendo con una verdad. Pero, claro, eso no puede hacerse todos los días, salvo en un diario íntimo, y con riesgo de cansar y repetirse.
Cela puede hacer literatura de cualquier cosa, salvo cuando se propone hacer contraliteratura, que no le sale. Él es un escritor más clásico de lo que quisiera y le sigue saliendo mejor la estampa virgiliana que la vanguardia. En libros y artículos acierta cuando vuelve al sentido común, que será una vulgaridad, pero hay vulgaridades geniales, en él y en otros.
Nunca he llegado a la intimidad o indiscreción de preguntarle a Camilo qué piensa él en realidad de estos artículos, si se divierte haciéndolos o trata de divertir. A uno lo que le dan es sensación de fatiga, cansancio, repetición y explotación de una fórmula que nunca estuvo entre las mejores de las suyas. Como estas cosas nadie se las dice al interesado, o se las dice con ira —lo que es peor—, quizá CJC piensa que sus «caprichos» dominicales son muy leídos y comentados. A mí me parece que, si nuestro querido amigo fuese más partidario de escuchar, habría que devolverle razonablemente a una literatura más suya, más conocida, más realista, anecdótica, amena o emocionante; puesto que la cabeza no le falla nunca en la conversación, tampoco debiera fallarle en el oficio.
Aunque puede que lo que más tema sea el convencionalismo de repetirse, lo acomodaticio de un estilo fijo y mansueto, el manierismo. Pero es que está cayendo en otro manierismo menos tolerable. ¿Senilidad? Camilo José, personalmente, no comunica senilidad, a sus ochenta y cinco años, que cumple el 11 de mayo. La senilidad le sale cuando se pone juvenil, retozón y sorpresivo.
Francisco Umbral (1932-2007)
Cela: un cadáver exquisito
Vida y obra
«Para escribir este libro he ido recogiendo notas como un trapero de mí mismo». Paco Umbral, amigo íntimo de Cela, se sobrepuso a la noticia de su fallecimiento y, de inmediato, comenzó a hacer lo que mejor sabe: escribir hilvanando estas notas, redactadas casi todas ellas en vida del finado premio Nobel.
Cela: un cadáver exquisito tiene ese valor añadido, cuando se pone la profesión de escritor por encima de la amistad; la necesidad de contar para recordar. No es una biografía de Cela; por lo menos, no una biografía al uso. Esta es una obra grande, inmensa: el premio Cervantes nos habla del Premio Nobel. Hay mucha literatura en ella. Pero hay también dos hombres. Dos hombres y mujeres. Incluso hay exmujeres y plagios y cenas y amigos y enemigos. Umbral habla de Cela, y Cela lo hace de sí mismo, y de Baroja, Ruano o Azorín. Es literatura y vida y obra; todo ello rezuma la magnífica ironía umbraliana.
03 marzo 2021
3 de marzo
A primeros de febrero entra en Cataluña el ejército del general Duhesme y, en el mismo mes, se produce la toma de fortalezas, por estratagemas que los generales franceses relatan con satisfacción por su astucia, que, si bien no produjeron derramamiento de sangre, han encendido la ira y el resentimiento de los españoles.
Es memorable la treta empleada para tomar la fortaleza de Pamplona, el 16 de febrero. Llegó a la ciudad el general D’Armagnac con tres batallones sin previo aviso. Pidió permiso al virrey de Navarra, marqués de Vallesantoro, para alojar sus tropas dentro de las murallas de Pamplona. Se le concedió como aliado. Aparecía difícilmente expugnable la ciudadela, con sus puentes levadizos e imponentes defensas. D’Armagnac quiso meter dentro soldados suyos para facilitar el asalto. Empleó la argucia de solicitar permiso para mantener dentro de la ciudadela a dos batallones de suizos, «de cuya fidelidad dijo no fiarse», pero el virrey manifestó que no podía consentir sin permiso de Madrid. D’Armagnac, hombre lleno de recursos, logró que los franceses fuesen a buscar sus raciones dentro de la ciudadela, en la que con trato tan amistoso se descuidó cada vez más la vigilancia. Logró D’Armagnac que le cediesen para su alojamiento un palacio contiguo a la entrada principal del fuerte. Escondió, poco a poco en su casa, durante la noche del 15, buen número de granaderos especializados en acciones de asalto, que entraban con disfraz de paisanos y allí quedaron esperando. Al día siguiente, a la hora de ir a recoger los víveres al interior de la ciudadela, junto a los soldados que llevaban las cestas, acudió otro grupo más numeroso, fingiendo bromear con ellos y lanzándoles bolas de nieve. Simularon los primeros huir por el puente levadizo. Entre risas y bolazos de nieve entraron los demás aparentando acosarlos, mientras los españoles de guardia contemplaban divertidos aquel simpático jugueteo. A una señal convenida se lanzaron, todos a la vez, sobre los desprevenidos centinelas españoles, impidiéndoles subir el puente levadizo. Entraron como un relámpago los granaderos que aguardaban escondidos en la casa del general D’Armagnac, que así, en un instante, como de broma, sin un herido, se apoderó de la importante fortaleza de Pamplona.
A los pocos minutos se enteró el virrey. Con la noticia le llegó una carta del general D’Armagnac, en la que también en tono festivo le pedía disculpas por lo que había hecho «impulsado por la necesidad», y esperaba que el incidente «no alteraría la buena armonía propia de dos fieles aliados». La carta fue juzgada por el destinatario como «género de mofa que hacía resaltar su fementida conducta». El virrey recibió orden desde Madrid de no provocar el menor incidente con las tropas francesas.
Por la similitud de los sucesos debían de tener los mariscales franceses instrucciones de proceder así, dejando a la improvisación de cada cual y a su ingenio la argucia empleada. Doce días más tarde el general Duhesme empleó un ardid parecido para tomar la ciudadela de Barcelona. Anunció que sus tropas saldrían hacia Cádiz, con gran alivio de los preocupados barceloneses y, cortésmente, ofreció una revista de despedida de sus tropas delante de la ciudadela. La sagacidad francesa parecía ir emparejada en todos esos sucesos con la indisciplina hispana y con su irreflexión. Parece increíble: la guarnición española había marchado a la ciudad, cada cual a su albedrío, tanto oficiales como soldados, dando el peligro por terminado y con una cierta descortesía hacia el desfile de despedida con que los obsequiaban los franceses. Quedaron sólo veinte soldados de guarnición. Se acercó un oficial francés con su destacamento, de gala y batiendo tambores a saludar al oficial de guardia español. Con el ruido de los tambores ahogaron las voces de los sucesivos centinelas españoles sorprendidos y, en lucido desfile entraron, sujetaron el puente para permitir el paso de los demás y… quedó en sus manos la fortaleza.
El capitán general de Cataluña rindió el mismo día la de Montjuic, sin defenderla. Como todos, tenía severas órdenes de Madrid de no «provocar» a los franceses, y Duhesme, ya sin disimulo, dijo que sólo obedecía órdenes del emperador y que si no rendían la fortaleza la tomaría por fuerza.
Lo mismo ocurrió días más tarde en San Sebastián, donde el comandante general de Guipúzcoa, duque de Mahón, quiso defender la plaza. Recibió orden de Godoy, el día 3 de marzo, escrita y firmada por el príncipe de la Paz:
… que ceda el gobernador la plaza, pues no tiene medio de defenderla; pero que lo haga de un modo amistoso, según lo han practicado los de las otras plazas, sin que para ello hubiese tantas razones ni motivos de excusa como en San Sebastián.
Las «razones y motivos de excusa» eran de fuerza mayor: la llegada a la frontera de un nuevo ejército, bajo el mando de mi no menos impresionante cuñado Joaquín Murat. Murat, gran duque de Berg, con tratamiento de alteza imperial, condición de esposo de una hermana del emperador, de modales despóticos y amedrentadores. Se le entregó la plaza de San Sebastián el 5 de marzo. El día 13 ya estaba en Burgos. Como general en jefe de los cien mil hombres que por entonces tenía el emperador en España, dio una proclama a sus soldados «para que tratasen a los españoles, nación por tantos títulos estimable, como tratarían a los franceses mismos; queriendo el emperador el bien y la felicidad de España».
Importa mucho sopesar el proceder de Murat, que es opuesto a la política que yo preconizo, y ha pesado muy negativamente en la evolución de los asuntos de España.
Al avanzar Murat con su ejército por Aranda y Somosierra hacia un Madrid desguarnecido, cundió el pánico en la corte, que marchó a Aranjuez, con la mayoría de las escasas tropas acantonadas en la capital. Corrió entre el pueblo el rumor de que la familia real, a imitación de la portuguesa, se dirigía hacia el sur para embarcar con rumbo a América.
El furor popular por lo que consideraban una huida que los dejaba desamparados, combinado con las intrigas e incitaciones de partidarios del príncipe de Asturias; hicieron estallar el motín de Aranjuez, con la consiguiente abdicación de Carlos IV en su hijo.
Juan Antonio Vallejo-Nágera
Yo, el rey
En el año 1808 José Bonaparte está en Bayona, llamado por su hermano Napoleón, quien le ha hecho renunciar al reino de Nápoles para ocupar el trono de España. En Bayona conversa con el emperador, se entera de las intrigas de la familia real española y se dispone a ser buen rey para aquel país desconocido para él. Mientras, van llegando noticias alarmantes, las atrocidades que ha cometido Murat en Madrid, las partidas de guerrilleros en toda la península, y cuando el nuevo monarca entre en Madrid, comprenderá que a pesar de sus buenas intenciones todo lo que haga va a ser inútil.
Con un material histórico interesantísimo, Vallejo-Nágera, después de documentarse de un modo muy completo, ha escrito una novela llena de verdad humana en la que los personajes de la historia, empezando por el propio José I, tan calumniado y tan mal conocido entre nosotros, adquieren una nueva vida gracias al arte de un extraordinario escritor.
Yo, el rey es la novela ganadora del Premio Planeta 1985.
02 marzo 2021
2 de marzo
En 1912 ó 1913 conoció en Madrid a Zenobia Camprubí Aymar, hija de padre español (nacido en Pamplona) y madre puertorriqueña. Los padres de ella se conocieron en Puerto Rico, adonde don Raimundo Camprubí fue a trabajar como ingeniero en la construcción de la carretera de Coamo a Ponce; allí casaron y allí nació su primer hijo.
Zenobia había nacido en Barcelona el 31 de agosto de 1887. Se parecía al abuelo materno norteamericano, y de él heredó los ojos azules, el cabello dorado y la tez blanca. Ella y Juan Ramón se hicieron novios en Madrid y se casaron, el 2 de marzo de 1916, en Nueva York, donde Juan Ramón marchó, siguiéndola, el mes anterior. El viaje y la boda influyeron en la gestación del Diario de un poeta recién casado, libro considerado como inicial de una segunda manera poética juanramoniana y el que más claramente marca el cambio con lo anterior suyo.
Vivieron veinte años en Madrid, durante los cuales Zenobia demostró, en diversas actividades, excelentes aptitudes comerciales. Para Juan Ramón fueron tiempos de trabajo continuado, de soledad fecunda y convivencia necesaria. Escribió mucho: Piedra y cielo, Eternidades, Poesía, Belleza...; publicó en hojas sueltas, para reducido contingente de lectores fieles, parte importante de su obra: Unidad, Sucesión, Presente..., y dirigió o participó con intervención activa en la dirección de revistas -Índice, Ley, Sí...-, abriendo sus páginas a los jóvenes. Algunos de ellos publicaron sus primeras obras en la biblioteca de Índice, dirigida por el poeta.
En estos años se constituyó en torno a Juan Ramón un fervoroso grupo de lectores. Entre ellos contaban en primer término los poetas del 25, entonces más vinculados al autor de Platero y yo que a cualquier otro de los maestros de la generación precedente.
En cierto momento Juan Ramón sintió el hastío de su nombre, y hasta de sus iniciales; en torno a esta y otras cuestiones surgió un anecdotario poco significativo en relación con la importante obra que simultáneamente iba aquél produciendo.
A finales de 1936 volvió a América. Primero vivió un tiempo en Puerto Rico y Cuba; después en Estados Unidos (Florida y Maryland), donde él y Zenobia se dedicaron con éxito a la enseñanza; Juan Ramón escribió obras que en parte permanecen inéditas: Espacio, Dios deseante y deseado, Los olmos de Riverdale... El viaje a la Argentina y Uruguay, en 1948, le proporcionó grandes alegrías y sobre todas la de sentirse reconocido y sostenido por una «inmensa minoría», por multitud de gentes lectoras y entusiastas de sus libros, que sabían de memoria sus poemas, y le recibieron y acompañaron con reiterado aplauso a lo largo de su jira.
En 1951 dejaron Maryland para instalarse definitivamente en Puerto Rico. Vino luego la enfermedad de Zenobia, un cáncer de matriz del que fue operada en Boston en 1952. Poco más de tres años de respiro -siempre con la inquietud de una probable reactivación del tumor- y cuando, el 25 de octubre de 1956, llega a Santurce la noticia de la concesión del premio Nóbel al poeta, Zenobia está agonizante en la Clínica Mimiya. Todavía pudo enterarse y vivir un momento de alegría grande, sonriendo y diciendo con los ojos el júbilo que ya los labios no podían expresar. El 28 de octubre murió la admirable mujer, dejando al poeta en dramática soledad.
Ricardo Gullón
Estudios sobre Juan Ramón Jiménez
Ricardo Gullón (1908-1991)
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