22 febrero 2021

22 de febrero

Esas experiencias, Los miserables, el amor puro a Madeleine, las discusiones con sus amigos pintores en los que el tema religioso aparecía con frecuencia —igual que Émile Bernard, el holandés Jacob Meyer de Haan, judío convertido al catolicismo, vivía obsesionado con la mística—, fueron decisivas para que pintaras La visión después del sermón. Al terminarlo, estuviste varias noches desvelado, escribiendo, a la luz del minúsculo quinqué del dormitorio, cartas a los amigos. Les decías que por fin habías alcanzado aquella simplicidad rústica y supersticiosa de las gentes comunes, que no distinguían bien, en sus vidas sencillas y en sus creencias antiguas, la realidad del sueño, la verdad de la fantasía, la observación de la visión. A Schuff, al Holandés Loco, les aseguraste que La visión después del sermón dinamitaba el realismo, inaugurando una época en la que el arte, en vez de imitar al mundo natural, se abstraería de la vida inmediata mediante el sueño y, de este modo, seguiría el ejemplo del Divino Maestro, haciendo lo que él hizo: crear. Ésa era la obligación del artista: crear, no imitar. En adelante, los artistas, liberados de ataduras serviles, podrían osarlo todo en su empeño de crear mundos distintos al real.

¿A qué manos habría ido a parar La visión después del sermón? En la subasta en el Hotel Drouot el domingo 22 de febrero de 1891 para reunir fondos que te permitieran tu primera venida a Tahití, La visión después del sermón fue el cuadro por el que se pagó más, cerca de novecientos francos. ¿En qué comedor burgués parisino languidecería ahora? Tú querías para La visión después del sermón un entorno religioso, y ofreciste regalárselo a la iglesia de Pont-Aven. El párroco lo rechazó, alegando que esos colores —¿dónde había en Bretaña una tierra color sangre?— conspiraban contra el recato debido a los lugares de culto. Y también lo rechazó, aún más enojado, el párroco de Nizon, alegando que un cuadro así causaría incredulidad y escándalo en los feligreses.

Cuánto habían cambiado para ti las cosas, Paul, en estos doce años, desde que escribías al buen Schuff: «Resueltos los problemas del coito y la higiene, y pudiendo concentrarme en el trabajo con total independencia, mi vida está resuelta». Nunca estuvo resuelta, Paul. Tampoco ahora, aunque, debido a tus artículos, dibujos y caricaturas en Les Guêpes, se hubiera acabado la angustia de no saber si al día siguiente podrías comer. Ahora, gracias a François Cardella y a sus compinches del Partido Católico podías comer y beber con una regularidad que no habías conocido en todos los años de Tahití. Con mucha frecuencia, el poderoso Cardella te invitaba a su imponente mansión de dos pisos, con terrazas de barandas labradas y un anchísimo jardín protegido por una verja de madera, de la rue Bréa y a las tertulias políticas en su farmacia de la rue de Rivoli. ¿Estabas contento? No. Estabas amargo y harto. ¿Porque hacía más de un año que no pintabas ni una simple acuarela ni tallabas un minúsculo tupapau? Tal vez sí, tal vez no. ¿Qué sentido tenía seguir pintando? Ahora sabías que todas las obras dignas de durar formaban parte de tu historia pasada. ¿Coger los pinceles para producir testimonios de tu decadencia y tu ruina? Mierda, no.

Mario Vargas Llosa
El Paraíso en la otra esquina
 
Flora Tristán y Paul Gauguin arrojaron su inconformismo a la faz de un siglo que les contestó con su desprecio. Pero, qué sería de nosotros si ya no supiéramos soñar lo que no existe. Qué sería del mundo sin el impulso de todos los anhelos incumplidos, sin el esfuerzo baldío de los que se sintieron generosos, sin el contagio tardío de las promesas del iluminado. En qué clase de infierno viviríamos si ya no hubiera nadie capaz de entrever los paraísos que juegan al escondite por las esquinas del universo.

Calles de Villaviciosa

 Calles de Villaviciosa

21 febrero 2021

21 de febrero

Nos hicimos novios cuando llegó el segundo trimestre. En secreto, por supuesto. Aquella misma tarde, recuerdo que fue el 21 de febrero, nos encontrábamos paseando por la Bomba, cerca de su casa, y como ya era casi de noche y estábamos solos, le eché el brazo por encima del hombro y le metí la mano en el escote. La verdad es que no sé cómo me atreví. Se me fueron les dedos, señoría. Sepa que me da vergüenza confesar estos hechos, pero quiero atenerme a la verdad de todo lo que pasó. Digo que le metí la mano en el escote y, al poco rato, Merceditas se puso a respirar con dificultad y empezó a darle como un ataque de estremezones. Yo me asusté, señoría, porque pensé que era por mi culpa. Y lo era en realidad. pero es que yo hasta aquel momento nunca había tocado senos de mujer.

MANUEL TALENS,
Venganzas

Venganzas es un libro de relatos en los que el denominador común, como su título indica, es la venganza que, de un modo más o menos explícito, aparece en todas sus tramas. Otro elemento común en casi todos sus relatos es la presencia de personajes de la España franquista, ya sea durante el periodo de la Guerra Civil o en el de la posguerra. Estos dos factores son los que vertebran y proporcionan homogeneidad y solidez a este conjunto de relatos, magníficamente escritos, por el escritor Manuel Talens.

Calles de Villaviciosa

 calles de Villaviciosa

20 febrero 2021

20 de febrero

PRIMAVERA ISTRIANA 

En Pola, a doscientos metros de la Arena romana, Guido Miglia me enseña la casa de la tía Catineta donde, el domingo de Resurrección, iba a comer la pinza, alto bizcocho delicado y amarillo-oro como un girasol; ahora, en aquella casa convertida en una mezquita, el muecín proclama que Alá es el único Dios y Mahoma su profeta. Los elementos antiguos de una ciudad, como los arcos romanos y los palacios vénetos en Pola, parecen facciones de un rostro, mientras que las huellas frescas y recientes, como esa mezquita, semejan un pintalabios o un tinte de pelo que crean la ilusión de poder quitárselos sin cambiar de cara. 

En Pola basta un breve paseo para poder entrar y salir de épocas y culturas diferentes. En el palacio Stabal, detrás del Arsenal, en época habsbúrgica estaba el edificio de Ingenieros navales austríaco donde se alojaba el almirante Horthy, estratega marítimo de un imperio continental, que amaba más las romas llanuras que las lejanías oceánicas, y futuro regidor cuasifascista de Hungría. 

En el Corso, antes Via Sergia y ahora Prvomajska, en el número 30 estaba la tienda de Colarich, el terrible bandido multihomicida de antaño y tránsfuga azarosamente capturado tras su embozada clandestinidad. Después de haber sido condenado a cadena perpetua, Colarich fue indultado al cabo de muchos años, y se ganaba la vida trabajando de cristalero en esa tienda. Los niños, cuando sus padres les mandaban allí a comprar algo o con motivo de alguna reparación, se quedaban charlando con el viejo, que les hablaba bondadoso e indiferente como si aquellos crímenes lejanos ya no tuviesen nada que ver con él y se hubiesen confundido y perdido en la oscuridad de los años, como las carreras por los prados de la infancia. 

En el tercer piso de la Via Giulia, ahora Matko 3, vivía en 1904-1905 James Joyce, profesor de inglés; la placa en la puerta, junto a una pared con el revoque desconchado, lleva ahora el nombre del señor Modrosan Rude. En el primer piso estaba la redacción de L’Arena di Pola, el diario que Míglia, jovencísimo, dirigía en los días tremendos anteriores al imponente éxodo de masa durante el invierno entre 1946 y 1947: treinta mil polesanos de un total de treinta y cinco mil habitantes que tenía la ciudad. Sobre ese éxodo de los italianos de Istria, Flume y Dalmacia —unas trescientas mil personas entre 1944 y 1954, en momentos y de maneras diferentes, más y menos dramáticos pero siempre tristísimos por la desolación del abandono, la pobreza, la incertidumbre del futuro y el mísero alojamiento en campos de refugiados— perduran en Italia el desinterés y la ignorancia. 

Los errores y las culpas de la Italia fascista y también los prejuicios antieslavos anteriores al fascismo han sido pagados en primera persona por aquella gente que lo perdió todo y se encontró en el ojo del huracán cuando los eslavos, oprimidos por el fascismo, se tomaron la revancha. Como inevitablemente sucede, una nación conculcada que vuelve a enderezarse desata a su vez un nacionalismo agresivo, infligiendo violencias indiscriminadas y conculcando a su vez los derechos ajenos. Los italianos, asentados en la costa y en las ciudades que eran joyas de cultura y arte vénetos, desde Capodistria a Pola, fueron durante siglos no menos del cincuenta por ciento de la población total istriana; el interior rural era eslavo, con una parte preponderantemente croata y la más pequeña eslovena, y entre las dos zonas había una franja intermedia mixta. 

Italia, siendo tan distraída, como decía Noventa, no se percató bien de esa tragedia histórica, se desentendió de ella desechándola; mientras que Yugoslavia jugó la partida con una concienciación y una entrega muy diferentes. Los mejores hijos de estas tierras son aquellos que han sabido superar el nacionalismo forjándose, aun en la laceración, un sentimiento de pertenencia común a todo ese complejo mundo de frontera, viendo en el otro —el italiano y el eslavo, respectivamente— un elemento complementario y fundamental de su identidad misma. La épica de Fulvio Tomizza o Verde agua de Mansa Madieri son ejemplos, si bien no los únicos, de este sentimiento que es la única salvación para las tierras fronterizas, en Istria, en Trieste y dondequiera que sea. 

Esta es historia reciente, poco conocida pese a obras egregias. Desde el magnífico y basilar libro de Diego De Castro al publicado por el Instituto de Historia del movimiento de liberación o los de Miglia mismo y muchos otros, pasando por el reciente Trieste de Corrado Belci, que a los veinte años asumió la dirección de L’Arena di Pola el 10 de febrero de 1947, día de la firma del tratado de paz que asignaba Istria a Yugoslavia y contra el que, por este motivo, votó en el Parlamento un decidido y leal antifascista como Leo Valiani, encarcelado en las prisiones mussolinianas, partícipe en la lucha armada e incondicional defensor de los eslavos. 

Ahora la historia está haciendo borrón y cuenta nueva, especialmente con las trastrocamientos en Europa del Este que echaron abajo el Telón de Acero, tras el cual había pasado a encontrarse Istria después de 1945. En todo el período sucesivo los empadronamientos señalan una merma en la comunidad de los italianos que se habían quedado en Yugoslavia; oficialmente resulta que hoy son quince mil, pero los «italohablantes» son muchos más, cincuenta mil como mínimo, y las matriculaciones en las escuelas italianas, aunque de croatas en su mayoría, aumentan. 

Dejando a un lado que los hijos de matrimonios mixtos son cada vez más frecuentes, cabe señalar que muchos italianos dudaron durante años en proclamarse tales, entre otras cosas por el miedo a la ecuación italiano/fascista, doblemente insensata para quienes habían decidido quedarse en Yugoslavia. Además, la minoría italiana no está emplazada en una zona compacta, sino desperdigada en pequeños grupos como manchas de leopardo, lo cual hace que sea más ardua la conservación de la propia identidad, en cualquier caso atestiguada por la producción literaria, las iniciativas culturales, periódicos como La voce del popolo y Panorama o revistas de relieve como La Battana de Fiume. 

En 1987 dio comienzo una auténtica «primavera istriana» política que retoñó en el Gruppo ’88, formado por empecinados intelectuales bajo la guía del joven y carismático Franco Juri. Ayudado por las derivaciones de la glasnost eslovena y croata y preocupado por el decaimiento de la minoría italiana, el Gruppo ‘88 afrontó vigorosamente el tabú de la historia precedente y las vejaciones sufridas en el pasado. Ajeno a todo irredentismo, no solo reivindicó una tutela de la minoría más eficaz, sino también un papel activo en el contexto general yugoslavo, superando todo repliegue exclusivo sobre sí mismo. 

La actividad del Gruppo ’88 se tradujo en una serie de iniciativas, encuentros y debates con claras tomas de posición. En la minoría italiana se afrontan en este momento dos tendencias. Una de ellas, tradicionalmente representada por la Unión de Italianos de Istria y Fiume, mira a una relación cultural más intensa con Italia, y es compartida por Antonio Borme, exmiembro del Parlamento Federal y expresidente de la Unión misma defenestrado en 1974. 

La otra tendencia, expresada especialmente por el Gruppo ’88 e inserida en el proceso de Europa del Este que atosiga y cuartea al comunismo, tiene una visión transnacional y propugna una identidad istriana, basada en una estrecha unión de las tres etnias —italiana, croata y eslava— que conviven desde hace siglos en Istria y han quedado reducidas aproximadamente al cuarenta por ciento del total de su población, mientras que el restante sesenta por ciento está constituido por nuevas llegadas que han ido sucediéndose a partir de 1947: eslavos del sur, nómadas o musulmanes como los que rezan mirando hacia La Meca en las inmediaciones de la Arena romana. 

Los fermentos son muchos: una dieta istriana interétnica se presenta a las elecciones eslovenas para reivindicar, desde el interior de la «diversidad» proclamada por Eslovenia, una peculiaridad istriana. También en otros lugares existen formaciones de este tipo, por ejemplo el Club Istria, la comunidad italiana de Pirano que se presenta como partido minoritario, la creación de unas Cortes Constituyentes de los italianos de Yugoslavia propuesta en Fiume y, sobre todo, las asambleas del Gruppo ’88 como la celebrada recientemente en Gallesano. Se está formando una conciencia interétnica en la población que a menudo induce a los «istrianos» a definirse como tales en vez de italianos o croatas, en una mezcolanza reflejada hasta en el menú del hotel Riviere que ofrece njoki sa sguazetom y que no apunta al mestizaje, sino a la solidaria conservación de la propia y específica fisonomía nacional. 

La identidad autóctona istriana no tiene nada que ver con los chovinismos municipales que han visto surgir, en toda Europa, rencorosas ligas de campanario más regresivas que los acentuados nacionalismos. Sin duda ese sesenta por ciento ha llegado después, para desempeñar papeles y cargos vacantes y llenar ciudades desiertas, pero los hijos y los nietos de esos recién llegados también se sentirán en casa en los lugares donde nacieron, en las calles o las encantadoras playas donde jugaban de pequeños. 

Como ha sucedido en otros países europeos, el futuro de Istria también está ya con justo y pleno titulo en la mezquita instalada en la casa de la tía Catineta; aunque sea un futuro difícil, porque todo desarraigo comporta duros conflictos y, particularmente el actual expansionismo musulmán, lleva a menudo consigo una intolerancia totalizadora que hace que se disparen los mecanismos de defensa. 

En Yugoslavia, de modo particular en Croacia, se siente hoy que el éxodo italiano ha supuesto una pérdida para todos. Italia tiene que ayudar concretamente, de todas las maneras posibles, a la minoría italiana de Istria, que, haciendo excepción de los beneméritos esfuerzos locales de la Universidad Popular de Trieste y de otras instituciones análogas, ha sido descuidada largo tiempo. El año 1989 vuelve a barajar las cartas y libera nuevas verdades también en Istria. Quizá salga dentro de poco la novela Martin Muma de Ligio Zanini, prohibida durante años, que narra la historia de los lager de Goli Otok, la isla donde fueron deportados los comunistas ortodoxos que, como Zanini, en 1948 no quisieron seguir a Tito en su tajante desgajadura de Stalin. Zanini creyó en el comunismo de rígida observancia; no sé en qué cree hoy, pero, desde luego, en la libertad —empezando por la de su intensa poesía, una lírica en dialecto véneto de Rovigno en la que, tras retirarse a vivir como pescador, habla con el mar y con las gaviotas—. También esta poesía es una señal de la plurisecuiar civilización véneta. 

«Si el espíritu del mundo decide borrar la presencia istriano-véneta del Adriático», me decía una vez Biagio Marin, «yo inclinaré la cabeza y diré “fiat voluntas tua”, pero después, para mis adentros, añadiré “me cago en…”», y aquí soltaba una bella, clásica blasfemia que ni siquiera nuestros fieros tiempos laicistas y las batallas anticlericales nos permiten repetir en el Corriere della Sera.

20 de febrero de 1990 

Claudio Magris
El infinito viajar

El infinito viajar reúne cerca de cuarenta crónicas de viaje publicadas en el Corriere della Sera, e incluye un prefacio donde Magris contrapone dos formas de entender el viaje en nuestra cultura: la concepción clásica del viaje circular, que implica el retorno final, y la moderna, en la que el desplazamiento es rectilíneo y cuya meta no es otra que la muerte. Muerte que se intenta diferir mediante «vivir, viajar y escribir», tres facetas de una experiencia que está en el origen de una nueva forma de la literatura donde se diluyen las fronteras entre relato, ensayo y libro de viajes. Los textos abarcan un amplio espectro geográfico, empezando en España hasta China, Irán o Vietnam, y en ellos se conjura la indiferencia con una curiosidad que es afán de conocimiento.

Calles de Villaviciosa. Asturias

calles de Villaviciosa

19 febrero 2021

19 de febrero

19 de febrero 

Otro párrafo de Zhivago: Se amaron porque así lo quiso todo lo que les rodeaba: la tierra a sus pies, el cielo sobre sus cabezas, las nubes y los árboles. Su amor placía a todo lo que les rodeaba, acaso más que a ellos mismos: a los desconocidos por la calle, a los espacios que se abrían ante ellos durante sus paseos, a las habitaciones en que se encontraban y vivían. 

Mis paseos por la ciudad tenían ahora algo parecido a un objetivo. Había decidido aprenderme los nombres de las calles. Aprendérmelos como quien estudia por placer una ciencia innecesaria. Me llegaba por ejemplo hasta la calle Numancia y luego hasta Nicaragua o Berlín, y lo único que me interesaba eran sus nombres. Leía los letreros de las calles, memorizaba sus nombres, y con eso me bastaba para creer que podía llegar a hacer mía la ciudad. Aquello no era muy diferente de las listas que hacía en mi diario: Sepúlveda, Casanova, Tuset, La Granada, Balmes, Mallorca, Roger de Flor. Pero la verdad es que ni siquiera estaba segura de querer hacer mía la ciudad. 

Una mañana, recién despierta, oí desde la cama a la mujer que limpiaba la escalera. Eran unos sonidos característicos, siempre en el mismo orden y como pautados, durum-tac, durum-tac, separados por unos intervalos idénticos: el cubo medio lleno al ser depositado en el suelo, durum, el asa cayendo con un golpe seco, tac, la fregona frotando con brío las baldosas, y otra vez el desplazar del cubo y el golpear del asa y todo lo demás, durum-tac, durum-tac. En Villa Casilda había oído muchas veces esos sonidos. De hecho, me habían acompañado toda la vida. Los había oído siendo niña, cuando en casa todavía teníamos a Paca, nuestra vieja asistenta, y más tarde, ya adolescente, cuando entre las hermanas establecimos un sistema de turnos para barrer y fregar, y lo que esa mañana me sorprendió fue que los mismos, exactamente los mismos sonidos pudieran oírse en lugares tan distintos. Y esos sonidos me llevaron a pensar en mamá, en María, en Carlota, y a intuir que acaso mi fuga no se prolongaría mucho más. Que tal vez se estuviera acercando el momento del regreso.

Ignacio Martínez de Pisón
El tiempo de las mujeres 

A veces el ser humano tiene la sensación de estar viviendo una vida distinta de la que le correspondía. Es lo que le ocurre a la joven María cuando, tras la inesperada muerte de su padre, se siente forzada a ocupar el vacío que éste ha dejado. Pero ¿cómo negarse a asumir responsabilidades cuando de lo que se trata es de sacar adelante a una familia como la suya, con una madre desasistida e inmadura, una hermana atolondrada y mística y otra que sólo parece pensar en fugarse de casa? 

Novela sobre el destino y sus muy variadas herramientas, El tiempo de las mujeres es también una novela que habla de la intimidad compartida y del secreto, de cómo en el seno de la familia el choque entre ambos acaba revelándose inevitable. 

Sobre el trasfondo de la España de la transición, María, Carlota y Paloma van experimentando las dichas y desdichas que conlleva el acceso a la madurez, hasta que un día descubren que cada una de ellas se ha convertido en un completo misterio para las otras dos. Sólo el lector, que asiste desde un lugar de privilegio a los relatos de las tres hermanas, dispondrá finalmente de una visión articulada y cabal de su historia.


¡A volar!