01 febrero 2021
31 enero 2021
31 de enero
LA NIÑA Y EL ÁRBOL
El 31 de enero de 2007 me encontraba en la sala de espera del aeropuerto de Oaxaca, a punto de tomar el vuelo 216 de Mexicana de Aviación rumbo a la ciudad de México, cuando un llanto se apoderó del lugar. La mayoría de los pasajeros hicieron el gesto de desaprobación que suelen suscitar los niños en los viajes.
El turismo en masa ha promovido la absurda idea de que las excursiones deben ser cómodas. Ya no se trata de tener aventuras sino de tener rutinas. La paradoja es que nada resulta tan incómodo como un sitio congestionado por turistas. Sin embargo, aunque sean ellos quienes empeoran el entorno, observan a los demás con misantropía.
En la sala de espera un grupo de viajeros de mejillas encarnadas (no parecían haber recibido el sol sino una radiación nuclear) miró con reprobación al sitio de donde salía el llanto. Una vez más su agencia de viajes no había podido impedir el contacto con los sonoros sinsabores de la infancia.
No reparé mayor cosa en el asunto hasta que el llanto cobró dimensiones de alarido. No se trataba de un bebé, sino de alguien un poco mayor. Una angustia inaudita se expresaba en los gritos interrumpidos por espasmódicos sollozos.
Me volví hacia la izquierda y vi a una niña de unos cuatro años. Tenía los puños cerrados y nos miraba como si supiera algo que los demás ignorábamos. Estaba acompañada por otras dos niñas y un hombre con cinturón ranchero, barriga feliz y rostro bondadoso. Era fácil imaginarlo como un diligente pastor de cabras. Me acerqué a preguntar qué sucedía.
—Extraña a su mamá —el hombre señaló a la niña.
Me contó que viajaban a Nueva York. La madre los alcanzaría en quince días.
El quejido de la niña adquirió entonces un inquietante ritmo de fuelle, como si tragara su propio aire.
Durante mi estancia en Oaxaca había oído historias de la gente que tiene que irse al otro lado. Casi la mitad de los oaxaqueños están en el extranjero: a California ya le dicen Oaxacalifornia. La ciudad había vuelto a una aparente normalidad después de las barricadas y los incendios, los cuatro meses de conflictos que en 2006 causaron veinte muertes, la ineptitud del gobernador y la ocupación armada, pero nada de fondo había cambiado. Los rezagos de siempre seguían ahí. Ahora, en la sala de espera, una niña nos miraba con el pasmo de quien deja de entender la realidad.
Recurrí a la superstición con que los adultos creemos compensar los sufrimientos infantiles. Le compré un chocolate y le dije algo que no me constaba en lo más mínimo: se encontraría pronto con su madre. El hombre comentó que había nevado en Nueva York el día anterior. No se me ocurrió otra cosa que hablar con la niña de muñecos de nieve. Los mejores tenían nariz de zanahoria.
¿Podía haber algo más inútil que contar historias? Lo que dije hizo poco por la niña; en cambio, el hombre se sintió más relajado. Me explicó que eran parientes lejanos. No había podido librarse de llevar a las tres niñas. Le pregunté cómo se llamaba la que estaba llorando. Su respuesta llegó con un escalofrío:
—No sé. —Volvió a sonreír, esta vez con nerviosismo, y agregó—: Somos familia, pero lejanos. No vaya a creer que me la robé.
—Tiene los permisos de los padres, ¿no? —dije, en el tono iluso de quien se tranquiliza a sí mismo diciendo: «El gobierno se ocupará del asunto, ¿no?»
Me mostró unos documentos mientras cargaba a otra de las niñas.
—Ésta es más tranquila —comentó.
En efecto, no lloraba a gritos pero las lágrimas bajaron de sus ojos cuando su «pariente» dijo que era tranquila.
Los papeles del hombre estaban en regla y habían sido revisados por la aerolínea. El asunto era grave por normal. La separación forzada de una niña sin nombre era algo común, una cifra más en la estadística.
Una señora se acercó, quitándole el celofán a una paleta, y una muchacha cargó a la niña. También ellos eran migrantes.
Recordé lo que Italo Calvino escribió sobre el Árbol del Tule después de su visita a Oaxaca. El viajero italiano había tratado de descifrar dos mil años de vida en esa intrincada corteza. No parecía describir una planta sino un país: «Es un monstruo que crece —se diría— sin plan alguno […] El tronco parece unificar en su perímetro una larga historia de incertidumbres, acoplamientos, desviaciones […] De los codos y rodillas de ramas que sobrevivieron al derrumbe de épocas remotas, continúan separándose ramas secundarias anquilosadas en una incómoda gesticulación. Nudos y heridas han seguido dilatándose, proliferando unos en excrecencias y concreciones, protuberando los otros con sus bordes desgarrados, imponiendo su singularidad como el sol en torno al cual irradian las generaciones de células. Y sobre todo esto, espesada, encallecida, creciendo sobre sí misma, la continuidad de la corteza que revela toda su fatiga de piel decrépita y al mismo tiempo la eternidad de aquello que ha alcanzado una condición tan poco viviente que ya no puede morir.»
El Árbol del Tule tiene la edad de Cristo. Comenzaba a crecer cuando el hijo del carpintero pidió en el camino a Judea: «Dejad a los niños y no les impidáis acercarse a mí» (Mateo 19:14). En este pasaje de la escritura, «niños» puede ser entendido como «discriminados». Testigo vegetal, el Árbol del Tule resume en su tronco lo que ha visto.
Nos avisaron que el avión podía ser abordado. El momento de seguir nuestros destinos desiguales. Sólo entonces advertí que el papel del chocolate seguía en mi mano, como un talismán inútil.
Caminamos rumbo a la pista, bajo un cielo de un azul purísimo. La niña iba delante de mí. ¿Es posible contar lo que no tiene nombre?
Pensé de nuevo en la visita de Calvino a Oaxaca: lo que no podemos decir nosotros, lo dice un árbol.
¿Hay vida en la Tierra?
Juan Villoro
¿Hay vida en la Tierra? cuenta cien historias tan diversas como contundentes, cien relatos apoyados en una prosa adictiva. Juan Villoro analiza el extraño misterio de ser mexicano, se ocupa de la forma en que la tecnología modifica nuestras relaciones, desarrolla una teoría del mariachi, presencia una confesión del escritor japonés Kenzaburo Oé, conoce a dos tortugas en el campo de concentración de Dachau, abre una maleta que encierra el dolor del exilio republicano, enfrenta el desafío mayúsculo de pedir un capuchino y diseña un episodio de Los Simpson en el Distrito Federal. Hilarante catálogo de las paranoias, malentendidos, molestias e ilusiones que conforman la vida cotidiana, ¿Hay vida en la Tierra? traza un singular retrato de nuestra época. El registro de los sucesos transita con fluidez de lo culto a lo popular. Los afilados aforismos de este libro pueden venir de Nietzsche, una galleta china de la suerte, un gurú del kung-fu, un taxista extraviado, una niña de siete años o un peluquero deprimido. Imprescindible manual de primeros auxilios para entender la forma en que el presente se convierte en tradición, ¿Hay vida en la Tierra? revela secretos para cuidar amistades como peces dorados, llegar al destino con oportuno atraso y entender la despedida como un poema épico. Villoro, en una exhibición literaria de primer orden, logra que la indómita vida diaria adquiera sentido al ordenarse en una historia.
30 enero 2021
30 de enero
Freud, desde luego, era doctor en medicina y tenía probada experiencia clínica y era un pensador más acreditadamente científico que McLuhan. Pero Freud, como McLuhan, se sintió arrastrado por el atisbo cósmico. Los psicólogos actuales más rigurosos, así como la mayoría de los médicos investigadores, consideran a Freud un romántico, casi un metafísico. Consideran al buen Freud una especie de obispo Berkeley vienés. Se tiene la sospecha de que Freud se dedicaba a recorrer unos cuantos hogares vieneses de la alta burguesía llenos de terciopelos y jarrones —¡Ajá! ¡Muy significativo!—, entre los que se incluía el suyo propio —Papá, ese maricón, sedujo a mi hermanita—, y aplicó luego sus deducciones a su experiencia clínica intentando explicar así la conducta de todo el género humano. Es inevitable preguntarse lo mismo sobre McLuhan. Vemos al maestro sentado en el patio trasero, ante la mesa de ping-pong. Y allí, dentro de casa, se sientan los niños, haciendo los deberes (en medio de un absorbente y desatado tifón sensorial de aparatos de televisión, transistores, fonógrafos y teléfonos), y sin embargo consiguen salir adelante en el colegio… ¡Muy significativo! Sorprendente, incluso, una unidad neotribal de los sentidos. «El círculo familiar se ha ensanchado. El cúmulo de información mundial favorecido por los medios de comunicación eléctricos, películas, Telstar, vuelos…, sobrepasa con mucho cualquier posible influencia que papá y mamá puedan ejercer».
PING-PONGEntré en el salón.Me dispararon con un bum estereofónico.No hay cielo posible aquí abajo.Saltan ninfillas en mi moqueta.Y mocosos en mi rincón privado.Y no dejan entrar al pobre papaíto trabajador.¡Magnífico!Übermenschen! ¡Gaviotas doradas!Con radiotransistores pegados a sus cráneos.¡Todo radiante! con el dulce tinteDel azul tuberculoso de la televisión.¡Una especie de pura euforia zulúinunda sus sentidos alta fidelidad!¡Magnífico!Lo soportaré mientras pueda,Este festival neotribal.Este ensamblaje multimedia,la audioseducción de sus voces,sólo me deja dos elecciones:Puedo simplemente hacerles callar…O… ¿extrapolar partiendo de elloel destino del hombre occidental?
Freud y McLuhan se convirtieron en celebridades en el mismo período de su vida, a poco de cumplir los cincuenta, y en circunstancias similares. Freud tenía un pequeño grupo de partidarios que celebraban debates todos los miércoles por la noche en su gabinete y a los que se conocía como la «sociedad psicológica de los miércoles». McLuhan tuvo seguidores en varias universidades canadienses, y ellos, más los norteamericanos interesados en su obra, se reunían a menudo en su casa. Si hemos de elegir un dato preciso para señalar la transformación de Freud en una figura pública, probablemente tendríamos que acudir al 26 de abril de 1908, cuando se celebró una Zusammenkunft für Freud’ sche Psychologie (convención de psicología freudiana) en el Hotel Bristol de Salzburgo, a la que asistieron entre otros Jung, Adler y Stekel. En el caso de McLuhan, la fecha sería el 30 de enero de 1964, cuando los miembros de la facultad de la Universidad de la Columbia británica montaron lo que sus partidarios llamaron un «festival McLuhan» en el aula magna de la universidad. Colgaron del techo sábanas de plástico, formando un laberinto. Unos operadores lanzaban proyecciones de luz contra las sábanas de plástico, y la gente andaba entre ellas. Un proyector de cine pasaba una larga película sin sentido del interior del aula magna vacía. De los altavoces brotaban sonidos extraños, un timbre, alguien que hacía chocar dos fragmentos de madera sobre un podium. Otros esparcían perfume por el local. Entre la multitud corrían bailarinas, y había una pared formada por una tela tensada sujeta en un marco de madera y una chica se apretaba contra ella, como si se tratase de toda una pared hecha de pantalones ceñidos, y ondulaba y saltaba. Todo el mundo tenía que ir allí y sentirlo (la chica contra la tela tensa) para comprender la «comunicación táctil» de que hablaba McLuhan.
Ninguno de los dos acontecimientos, ni la convención de psicología freudiana ni el festival de McLuhan recibieron gran publicidad, pero ambos fueron importantes en cuanto constituyeron anuncios esotéricos: aquél era el nuevo hombre con el que había que identificarse. Como dice Freud…, como dice McLuhan… Carpenter, el amigo de McLuhan, lo había expresado ya: «McLuhan es uno de los innovadores épicos de la era electrónica. Su Galaxia Gutenberg es el libro más importante en el campo de las ciencias sociales de esta generación, y eclipsa, por su alcance y profundidad, a cualquier otra contribución».
Tom Wolfe
La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop
En este libro, Tom Wolfe examinó provocativamente, sobre el terreno, los recientes monstruos sagrados, las instituciones de la era pop, los representantes de la nueva cultura: los surfistas, los locos de la moto, los Muchachos de la Melena y la estética de lo rancio, Hefner (Playboy), el rey de los reclusos voluntarios, la topless trucada con silicona, el revoltijo mcluhaniano, los «Swinging London», las heathfields y las dollies, los hoteles climatizados, la decadencia del cocktail-party y la aparición de la cena con mono, la nueva etiqueta de la nueva café-society neoyorquina. Entre los sorprendentes fenómenos sociales que estimulan a Tom Wolfe aparece un tema recurrente: la búsqueda de estatus por parte de las nuevas generaciones o (lo que es el reverso de la medalla) el ocaso de las jerarquías sociales tradicionales. En conexión con este fenómeno se testimonia la aparición de fórmulas artísticas y códigos de conducta absolutamente ajenos al viejo establishment.
29 enero 2021
29 de enero
Aquella vez Mauricio comprendió que todo había acabado. Durante cuatro horas, en medio del fuego terrible de las trincheras prusianas había permanecido en el parque de Buzenval, entre las filas de la guardia nacional; y cuando volvió a París, ponderó el valor de aquella fuerza. Efectivamente, la guardia nacional se había portado con bizarría. Y siendo así, ¿de qué procedía la derrota, sino de la estupidez y de la traición de los jefes? En la calle de Rívoli encontró Mauricio grandes grupos que gritaban: ¡Abajo Trochu! ¡Viva la Commune! Era el despertar de la pasión revolucionaría, una nueva manifestación de la opinión, tan alarmante, que el Gobierno de la Defensa Nacional, para no caer, tuvo que obligar al general Trochu a presentar su dimisión, y nombró en su lugar al general Vinoy. Aquel mismo día, en una reunión pública de Belleville, en la que había entrado Mauricio, oyó reclamar de nuevo el ataque en masa. Demasiado sabía él que aquello era una locura, y sin embargo, le impresionó aquella obstinación. Pasó la noche soñando con prodigios.
Transcurrieron ocho días más. París agonizaba sin exhalar ni una quejo. Las tiendas no se abrían ya; los pocos transeúntes no encontraban coches en las calles desiertas. Habían sido comidos cuarenta mil caballos; los perros, los gatos y las ratas se pagaban muy caros. Desde que se había acabado el trigo, el pan, hecho con arroz y avena, era un pan negro, viscoso, de difícil di gestión; y para conseguir la ración, reducida a 300 gramos, las colas interminables delante de las panaderías se hacían mortales. ¡Cuánta lástima inspiraban aquellas pobres mujeres, esperando horas y horas a la intemperie! La mortalidad había triplicado; los teatros estaban convertidos en hospitales. Desde el anochecer los antiguos barrios aristocráticos quedaban silenciosos y a obscuras, como si fueran arrabales de una dudad maldita, asolada por la peste. Y en aquel silencio, en aquella obscuridad, solo se oía el continuado fragor del bombardeo, solo se veían los fogonazos de los cañones.
De repente el 29 de enero, París supo que, desde la antevíspera, estaba Julio Favre en tratos con Bismarck para conseguir un armisticio; y, al mismo tiempo, se enteró de que no quedaba pan sino para diez días. La capitulación brutal se imponía. París, estupefacto al saber la verdad, dejó obrar. Aquel mismo día, a la noche, se disparó el último cañonazo. Cuando los alemanes ocuparon los fuertes, el regimiento de Mauricio volvió a acampar, cerca de Montrouge, dentro del recinto fortificado. Y entonces empezó para Mauricio una existencia vaga, llena de holganza y de fiebre. La disciplina se había relajado mucho; los soldados se desbandaban, vagaban sin objeto fijo, esperando el momento de recibir su licencia. Pero Mauricio seguía inquieto, nervioso e irritable. Leía con avidez los periódicos revolucionarios, y aquel armisticio de tres semanas, pactado con el único objeto de que Francia pudiera nombrar una Asamblea para acordar la paz, le parecía una asechanza, un a traición final. Aunque París se viese obligado a capitular, él estaba, con Gambetta, por la continuación de la guerra en el centro y en el Norte. El desastre del ejército del Este lo puso furioso. Las elecciones acabaron de desesperarle. Era lo que él había previsto, las provincias cobardes, irritadas con la resistencia de París, ansiando la paz, restableciendo la monarquía, bajo los cañones de los prusianos. Después de las primeras sesiones de Burdeos, Thiers, elegido en veintiséis departamentos, aclamado jefe del poder ejecutivo, fue a los ojos de Mauricio el monstruo, el hombre de todas las mentiras y de todos los crímenes. Y ya no se inquietó; aquella paz, hecha por una Asamblea monárquica, le parecía el colmo de la vergüenza; deliraba con solo la idea de las durísimas condiciones, la indemnización de los cinco mil millones. Metz entregado, la Alsacia cedida, el oro y la sangre de Francia corriendo por aquella herida incurable.
Entonces, en los últimos días de febrero, Mauricio se decidió a desertar. Un artículo del tratado decía que los soldados acampados en París serían desarmados y mandados a sus casas. Él no esperó; le parecía que le arrancarían el corazón si salía de aquel París glorioso, que solo había cedido al hambre; y desapareció, tomó, en la calle des Orties, en lo alto de la Butte des Moulins, en una casa de seis pisos, un cuartito amueblado, una especie de torrecilla, desde donde se veía el mar sin limites de los tejados, desde las Tullerías hasta la Bastilla. Un antiguo compañero de la Facultad de Derecho le había prestado cien trancos. Se alistó en un batallón de la guardia nacional, y con el franco y medio de la paga tendría bastante. Le horrorizaba el pensamiento de una existencia tranquila y egoísta en provincias. Hasta las cartas que recibía de su hermana Enriqueta, a quien había escrito inmediatamente después del armisticio, le incomodaban, con sus súplicas, con el deseo ardiente de volver a Remilly. Él se negaba, iría más tarde, cuando ya no estuvieran allí los prusianos.
Émile Zola
La Débâcle (El desastre)
Los Rougon-Macquart - 19
La Débâcle es la penúltima novela de la colección Los Rougon-Macquart. Narra algunos aspectos políticos y militares que llevaron a la caída del régimen del Segundo Imperio encabezado de Napoleón III en 1870, en particular la guerra franco-prusiana, la batalla de Sedan y la Comuna de París.
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