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30 marzo 2021

30 de marzo

Poco a poco, fue saliendo a la luz la historia de Owsley. Aunque aparentaba menos, tenía treinta años, y un nombre en verdad sonoro: Augustus Owsley Stanley III. Su abuelo era senador de los Estados Unidos por Kentucky. Owsley, al parecer, había tenido problemas en su adolescencia; había ido de colegio en colegio hasta cursar secundaria en un instituto público, que abandonó después; consiguió, sin embargo, gracias a su talento para las ciencias, entrar en la Escuela de Ingenieros de la Universidad de Virginia, pero lo dejó también, y acabó ingresando en la Universidad de California, en Berkeley, donde conoció a una guapa y hip estudiante de últimos años de Químicas llamada Melissa. Y abandonaron juntos la universidad y Owsley instaló su primer laboratorio de ácido en el número 1647 de Virginia Street, en Berkeley. El negocio fue viento en popa hasta la redada policial del 21 de febrero de 1965. Se libró de la cárcel, sin embargo, porque en California no existió ninguna ley que prohibiera la elaboración, ingestión o tenencia de LSD hasta octubre de 1966. Trasladó el negocio a Los Ángeles, al 2205 de Lafler Road, bautizó su empresa con el nombre de Baer Research Group y pagó 20.000 dólares en billetes de 100 a la Cycle Chemical Corporation por 500 gramos de ácido lisérgico monohidrato —elemento base del LSD—, que convertiría en un millón y medio de dosis de LSD a un precio al por mayor de entre uno y dos dólares la dosis. Y compró otros 300 gramos a la International Chemical and Nuclear Corporation. Su primer gran pedido llegó el 30 de marzo de 1965.

Tenía talento, el tal Owsley. Andando el tiempo produciría varios millones de dosis de LSD, en cápsulas y comprimidos. Grababa en ellos caprichosos distintivos que daban cuenta de su «fuerza». El más famoso entre los adictos era el Owsley blues, con la figura de Batman como emblema, que te «metía» 500 microgramos de superhéroe en el cerebro. Los adictos al ácido hablaban de los Owsley blues como viejos borrachos que hablaran de aquel célebre whisky —cuyo envejecimiento garantizaba el gobierno— producido antaño en la tierra natal de Owsley: el bourbon de Fairfax County, Virginia. Owsley fabricaba un ácido magnífico, decían los adictos. En el plano personal, no era un tipo que cayera precisamente simpático a los clientes o a los polis. Era… arrogante; era un sabihondo. Pero aquel pequeño y arrogante sabihondo hacía el ácido como es debido. De hecho el ácido de Owsley se hizo internacionalmente famoso. Cuando la ola del ácido llegó al Reino Unido, a finales de 1966 y principios de 1967, el guiño más hip que uno podía emplear en los medios «entendidos» era decir que tenía «ácido de Owsley». En el mundo del ácido, era el certificado de la bondad del producto, la garantía. Y confería un toque de distinción. Fue en estos medios adictos donde los… Beatles tomaron LSD por vez primera. Pero adelantémonos un poco en la historia: tiempo después de enrolarse con Kesey y los Bromistas, Owsley fundó un grupo musical llamado Grateful Dead. De la experiencia de los Grateful Dead con los Bromistas nacería el sonido conocido como acid-rock. Y sería éste el sonido elegido por los Beatles, tras su iniciación al ácido, para una famosa serie de álbumes que incluiría Revolver, Rubber soul y Sergeant Pepper’s Lonely Heart’s Club Band. A principios de 1967 los Beatles tuvieron una idea fabulosa. Se hicieron con un enorme autobús escolar y lo llenaron con treinta y nueve amigos y se lanzaron a recorrer la campiña inglesa, colgados hasta las cachas… Iban a… hacer una película. No una película cualquiera sino una película totalmente espontánea, con cámaras de mano, filmando las cosas como y cuando acontecían, ¡de forma absolutamente improvisada! Divirtiéndose, desvariando, volando en el instante, en un caos visionario… ¡Un verdadero ensueño! ¡Arte negro! ¡El caos! Acabaron con kilómetros y kilómetros de película, una monstruosidad, un embrollo del demonio, todo «movido» y desenfocado… ¡Feliz cuelgue! Película que ellos consideraron una total ruptura en el ámbito expresivo, al tiempo que un alarde comercial —emitido incluso por la televisión británica— que podría apreciarse también fuera del mundo esotérico de los adictos al ácido…

Tom Wolfe
Ponche de ácido lisérgico

Este es el mito fundacional de los hippies, la historia de Ken Kesey y los Alegres Bromistas.

Estamos en los años sesenta y Ken Kesey, el autor de Alguien voló sobre el nido del cuco, ha reunido a su alrededor a los «bromistas», una desmadrada corte de jóvenes radicales embarcados en novísimos proyectos de vida. Recorren los Estados Unidos de costa a costa en un autobús que conduce Neal Cassady (el mítico Moriarty de En el camino, de Kerouac, amado por Allen Ginsberg y por algunos de los mejores espíritus de su generación), y celebran la vida, el éxtasis orgiástico, las drogas que abren las puertas de la percepción. Y tienen a las fuerzas del orden y al F.B.I. en los talones… La utilización de monólogos interiores, diálogos y múltiples puntos de vista, recursos todos ellos provenientes de la literatura de ficción, combinados con técnicas propias del periodismo, como la investigación exhaustiva, las entrevistas minuciosas, el gusto por «la exclusiva» y un ojo agudísimo para el detalle revelador, dan como resultado este espléndido Ponche de ácido lisérgico. Calificada por los críticos de obra maestra de la «novela de no ficción», es la mejor crónica que se ha escrito jamás sobre el épico viaje de Ken Kesey y sus compañeros, verdadero «núcleo duro» del movimiento hippie, y une al interés de una historia fascinante, contada con escrupulosa fidelidad, la seducción de una atmósfera y unos personajes reales dignos de las mejores ficciones de Updike o de Bellow.

30 enero 2021

30 de enero

Freud, desde luego, era doctor en medicina y tenía probada experiencia clínica y era un pensador más acreditadamente científico que McLuhan. Pero Freud, como McLuhan, se sintió arrastrado por el atisbo cósmico. Los psicólogos actuales más rigurosos, así como la mayoría de los médicos investigadores, consideran a Freud un romántico, casi un metafísico. Consideran al buen Freud una especie de obispo Berkeley vienés. Se tiene la sospecha de que Freud se dedicaba a recorrer unos cuantos hogares vieneses de la alta burguesía llenos de terciopelos y jarrones —¡Ajá! ¡Muy significativo!—, entre los que se incluía el suyo propio —Papá, ese maricón, sedujo a mi hermanita—, y aplicó luego sus deducciones a su experiencia clínica intentando explicar así la conducta de todo el género humano. Es inevitable preguntarse lo mismo sobre McLuhan. Vemos al maestro sentado en el patio trasero, ante la mesa de ping-pong. Y allí, dentro de casa, se sientan los niños, haciendo los deberes (en medio de un absorbente y desatado tifón sensorial de aparatos de televisión, transistores, fonógrafos y teléfonos), y sin embargo consiguen salir adelante en el colegio… ¡Muy significativo! Sorprendente, incluso, una unidad neotribal de los sentidos. «El círculo familiar se ha ensanchado. El cúmulo de información mundial favorecido por los medios de comunicación eléctricos, películas, Telstar, vuelos…, sobrepasa con mucho cualquier posible influencia que papá y mamá puedan ejercer». 

PING-PONG 

Entré en el salón. 

Me dispararon con un bum estereofónico. 

No hay cielo posible aquí abajo. 

Saltan ninfillas en mi moqueta. 

Y mocosos en mi rincón privado. 

Y no dejan entrar al pobre papaíto trabajador. 


¡Magnífico! 

Übermenschen! ¡Gaviotas doradas! 

Con radiotransistores pegados a sus cráneos. 

¡Todo radiante! con el dulce tinte 

Del azul tuberculoso de la televisión. 

¡Una especie de pura euforia zulú 

inunda sus sentidos alta fidelidad! 


¡Magnífico! 

Lo soportaré mientras pueda, 

Este festival neotribal. 

Este ensamblaje multimedia, 

la audioseducción de sus voces, 

sólo me deja dos elecciones: 

Puedo simplemente hacerles callar… 

O… ¿extrapolar partiendo de ello 

el destino del hombre occidental? 

Freud y McLuhan se convirtieron en celebridades en el mismo período de su vida, a poco de cumplir los cincuenta, y en circunstancias similares. Freud tenía un pequeño grupo de partidarios que celebraban debates todos los miércoles por la noche en su gabinete y a los que se conocía como la «sociedad psicológica de los miércoles». McLuhan tuvo seguidores en varias universidades canadienses, y ellos, más los norteamericanos interesados en su obra, se reunían a menudo en su casa. Si hemos de elegir un dato preciso para señalar la transformación de Freud en una figura pública, probablemente tendríamos que acudir al 26 de abril de 1908, cuando se celebró una Zusammenkunft für Freud’ sche Psychologie (convención de psicología freudiana) en el Hotel Bristol de Salzburgo, a la que asistieron entre otros Jung, Adler y Stekel. En el caso de McLuhan, la fecha sería el 30 de enero de 1964, cuando los miembros de la facultad de la Universidad de la Columbia británica montaron lo que sus partidarios llamaron un «festival McLuhan» en el aula magna de la universidad. Colgaron del techo sábanas de plástico, formando un laberinto. Unos operadores lanzaban proyecciones de luz contra las sábanas de plástico, y la gente andaba entre ellas. Un proyector de cine pasaba una larga película sin sentido del interior del aula magna vacía. De los altavoces brotaban sonidos extraños, un timbre, alguien que hacía chocar dos fragmentos de madera sobre un podium. Otros esparcían perfume por el local. Entre la multitud corrían bailarinas, y había una pared formada por una tela tensada sujeta en un marco de madera y una chica se apretaba contra ella, como si se tratase de toda una pared hecha de pantalones ceñidos, y ondulaba y saltaba. Todo el mundo tenía que ir allí y sentirlo (la chica contra la tela tensa) para comprender la «comunicación táctil» de que hablaba McLuhan. 

Ninguno de los dos acontecimientos, ni la convención de psicología freudiana ni el festival de McLuhan recibieron gran publicidad, pero ambos fueron importantes en cuanto constituyeron anuncios esotéricos: aquél era el nuevo hombre con el que había que identificarse. Como dice Freud…, como dice McLuhan… Carpenter, el amigo de McLuhan, lo había expresado ya: «McLuhan es uno de los innovadores épicos de la era electrónica. Su Galaxia Gutenberg es el libro más importante en el campo de las ciencias sociales de esta generación, y eclipsa, por su alcance y profundidad, a cualquier otra contribución».

Tom Wolfe
La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop 

En este libro, Tom Wolfe examinó provocativamente, sobre el terreno, los recientes monstruos sagrados, las instituciones de la era pop, los representantes de la nueva cultura: los surfistas, los locos de la moto, los Muchachos de la Melena y la estética de lo rancio, Hefner (Playboy), el rey de los reclusos voluntarios, la topless trucada con silicona, el revoltijo mcluhaniano, los «Swinging London», las heathfields y las dollies, los hoteles climatizados, la decadencia del cocktail-party y la aparición de la cena con mono, la nueva etiqueta de la nueva café-society neoyorquina. Entre los sorprendentes fenómenos sociales que estimulan a Tom Wolfe aparece un tema recurrente: la búsqueda de estatus por parte de las nuevas generaciones o (lo que es el reverso de la medalla) el ocaso de las jerarquías sociales tradicionales. En conexión con este fenómeno se testimonia la aparición de fórmulas artísticas y códigos de conducta absolutamente ajenos al viejo establishment.


22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...