01 enero 2021

1.º de Enero

Su matrimonio con el polvorista había sido hasta entonces infecundo: malos partos, y pare usted de contar. Vivía con la pareja el padre de él, Hipólito Valiente, vigilante de consumos, soldado viejo, que estuvo en la campaña de África; el grande amigo del ciego Rafael del Águila, que gozaba lo indecible oyéndole contar sus hazañas, las cuales, en boca del propio héroe de ellas, resultaban tan fabulosas como si fuera el mismísimo Ariosto quien las cantase. Si se llevara cuenta de los moros que mandó al otro mundo en los Castillejos, en Monte Negrón, en el llano de Tetuán y en Wad-Ras, no debía quedar ya sobre la tierra ni un solo sectario de Mahoma para muestra de la raza. Había servido Valiente en Cazadores de Vergara, de la división de reserva mandada por D. Juan Prim. Se batió en todas las acciones que se dieron para proteger la construcción del camino desde el Campamento de Oteros hasta los Castillejos; y luego allí, en aquella gloriosa ocasión… ¡Cristo!, empezaba el hombre y no concluía. Cazadores de Vergara siempre los primeritos, y él, Hipólito Valiente, que era cabo segundo, haciendo cada barbaridad que cantaba el misterio. ¡Qué día, qué 1.º de Enero de 1860! El batallón se hartó de gloria, quedándose en cuadro, con la mitad de la gente tendida en aquellos campos de maldición. Hasta el 14 de Enero no pudo volver a entrar en fuego, y allí fue otra vez el hartarse de escabechar moros. ¡Monte Negrón! También fue de las gordas. Llega por fin el gloriosísimo 4 de Febrero, el acabose, el nepusuntra de las batallas habidas y por haber. Bien se portaron todos, y el general O'Donnell mejor que nadie, con aquel disponer las cosas tan a punto, y aquella comprensión de cabeza, que era la maravilla del universo. 

Estas y las subsiguientes maravillas las oía Rafael con grandísimo contento, sin que lo atenuara la sospecha de que adolecían del vicio de exageración, cuando no del de la mentira poética forjada por el entusiasmo. Desde que desembarcó en Ceuta hasta que volvió a embarcar para España, dejando al perro marroquí sin ganas de volver por otra, todo lo narraba Valiente con tanta intrepidez en su retórica como en su apellido, pues cuando llegaba a un punto dudoso, o del cual no había sido testigo presencial, metíase por la calle de enmedio, y allí lo historiaba él a su modo, tirando siempre a lo romancesco y extraordinario. Para Rafael, en el aislamiento que le imponía su ceguera, incapaz de desempeñar en el mundo ningún papel airoso conforme a los impulsos de su corazón hidalgo y de su temple caballeresco, era un consuelo y un solaz irreemplazables oír relatar aventuras heroicas, empeños sublimes de nuestro ejército, batallas sangrientas en que las vidas se inmolaban por el honor. ¡El honor siempre lo primero, la dignidad de España y el lustre de la bandera siempre por cima de todo interés de la materia vil! Y oyendo a Valiente referir cómo, sin haber llevado a la boca un triste pedazo de pan, se lanzaban aquellos mozos al combate, ávidos de hacer polvo a los enemigos del nombre español, se excitaba y enardecía en su adoración de todo lo noble y grande, y en su desprecio de todo lo mezquino y ruin. ¡Batirse sin haber comido! ¡Qué gloria! ¡No conocer el miedo, ni el peligro; no mirar más que el honor! ¡Qué ejemplo! ¡Dichosos los que podían ir por tales caminos! ¡Miserables y desdichados los que se pudrían en una vida ociosa, dándose gusto en las menudencias materiales! 

Entrando en el corral, lo primero que preguntó Rafael, al sentir la voz de Bernardina, que a su encuentro salía, fue: «¿Está hoy tu padre franco de servicio?». 

—Sí, señor… Por ahí anda, componiéndome una silla. 

—Llévale con tu padre —le dijo Cruz—, que le entretendrá contándole lo de África; y entremos tú y yo en tu casa, que tenemos que hablar.

Benito Pérez Galdós
Torquemada en la cruz 
Torquemada - 02

La tetralogía de Torquemada cuenta a lo largo de sus páginas, unas veces con piedad y otras con ironía, la historia de un usurero que pasó a ser universal. Quizá este personaje de ficción dibujado con vitriolo por Benito Pérez Galdós naciera a partir de otros de Balzac o Dickens, como Gobseck o el Scrooge de Cuento de Navidad, pero Torquemada está, sin duda, a la altura de éstos, y hoy todavía nos parece vivo y muy real. Su propio creador, al comprender tiempo después de la publicación de la primera novela su relevancia, le hizo protagonizar otras tres obras más, que forman uno de los más importantes ciclos galdosianos; un ciclo admirado y elogiado por nombres tan distintos como César M. Arconada, Luis Buñuel o Sergio Pitol, quien ha señalado recientemente, con motivo de la concesión del Premio Cervantes, que «las novelas de Torquemada» fueron fundamentales en su formación como lector y escritor. 

Esta segunda novela, gira en torno al matrimonio de conveniencia entre Torquemada y Fidela del Águila, miembro de una noble familia reducida a extrema pobreza.Torquemada ingresa en su círculo social e intenta adquirir las habilidades y la educación propias del estatus de sus nuevas amistades, entre las que destaca Donoso Cortés, modelo ideal de nuestro usurero en lo que respecta a las formas y las buenas maneras propias de la alta sociedad. La cruz del título se refiere a Cruz del Águila, futura cuñada de Torquemada, quien accede a realizar el sacrificio de ver a su familia emparentada con una persona vulgar, plebeya y sin educación con tal de lograr la supervivencia económica.


Feliz Año 2021

Año Nuevo 2021

31 diciembre 2020

31 de diciembre

A los señores Stoker y Hansell 

Cárcel de Su Majestad, Reading, 
31 de diciembre de 1896 

Caballeros: 

Por la presente les autorizo a actuar como mis abogados con referencia a mis asuntos familiares, tanto respecto a mi usufructo de los bienes de mi esposa como a la tutela de mis hijos, y les solicito que informen a los señores Hargrove & Son, Victoria Street, 16, Westminster Abbey, SW, de que deseo que cualquier comunicación que deban hacerme sea a través de ustedes. 

Supongo que no yerro al afirmar que el señor More Adey, o alguien en su nombre, les ha comunicado a grandes rasgos el asunto en cuestión, pero estoy ansioso por expresarles claramente, de mi puño y letra, mis propios deseos y pareceres a fin de guiarles y satisfacerles, así como a mí mismo. 

Creo que es bastante acertado que se otorgue la tutela de mis hijos a mi esposa, y que ella tenga derecho a nombrar tutores para ellos en caso de que falleciera. Siendo así, considero que yo debería estar autorizado a tratar con ellos «a intervalos razonables en ocasiones autorizadas por los tutores». En el primer caso, estaría dispuesto a dejar el asunto en manos de mi esposa, y a comprometerme a no hacer ningún intento de ver a mis hijos en contra de sus deseos, o de comunicarme con ellos de ningún modo salvo a través de ella. Acepto sin objeciones que lleven un apellido que no sea el mío; el apellido, de hecho, que ha elegido ella, que es un antiguo apellido de su familia. Por mi parte, no desearía vivir en la misma ciudad que ellos. Tengo la intención de vivir, si vivo en algún lugar, en Bruselas. He escrito todo esto a mi esposa, y también se lo he expresado al señor Hargrove. 

Con respecto a las cuestiones de dinero, la oferta que me ha hecho mi esposa de ciento cincuenta libras esterlinas al año es, por supuesto, extremadamente escasa. Desde luego, esperaba que se fijara en doscientas libras. Entiendo que mi esposa alega como una de las razones para que se elija la suma de ciento cincuenta libras que desea liquidar una deuda de quinientas libras que tengo con su hermano, el señor Otho Lloyd, a razón de cincuenta libras al año. Considero, al igual que el señor Adey, que debería recibir doscientas libras si debo saldar esa deuda. Sin embargo, no deseo regatear los términos, aunque, por supuesto, me parecen muy escasos. Los ingresos de nuestro acuerdo matrimonial eran de unas mil libras esterlinas al año, y tras la muerte de la madre de la señora Wilde la suma se acrecentará. 

Con respecto a mi usufructo, espero sinceramente que al menos la mitad se adquiera en mi nombre. Mi esposa no se da cuenta de que en caso de que yo la sobreviva y viva hasta una edad avanzada, sería verdaderamente perjudicial para mis hijos tener un padre desgraciado que viviera en la penuria, y que tal vez se viera obligado a pedirles ayuda. Semejante estado de las cosas sería indeseable e indecoroso. En caso de que yo sobreviva a mi esposa, quisiera no tener la necesidad de importunar a mis hijos para sustentarme. Tenía la esperanza de que al menos la mitad de mi usufructo ya estaría asegurado, pero una carta del señor Hargrove, que adjunto, me ha sacado del error. En cuanto a la otra mitad, si pudiera conseguirla me permitiría cedérsela de inmediato a mis hijos como prueba del afecto que les tengo y de la autenticidad de la postura que estoy tomando con respecto a su futuro bienestar. 

Debería mencionar que mi esposa vino a verme a la cárcel de Wandsworth y por aquel entonces (octubre del año pasado) me escribió una carta muy conmovedora y afectuosa. Además, al morir mi madre, lady Wilde, vino a darme la noticia en persona y mostró mucha ternura y afecto, pero ya casi hace un año que no la he visto, y la larga ausencia, combinada con influencias hostiles a mí que la rodean, le han hecho tomar cierta postura respecto a mi usufructo y mis ingresos mientras ella viva. Es bastante consciente del profundo afecto que existe entre mis hijos y yo, y en su última carta (21 de noviembre) expresa la esperanza de que «cuando sean mayores se enorgullezcan de reconocerme como padre» y de que reconquiste la posición intelectual que he perdido, así como otros deseos clementes. En una de sus cartas, el señor Hargrove afirmó que tendría que renunciar a las ciento cincuenta libras al año si rompía alguna de las condiciones de la propuesta. Se trata, lo reconozco, de una posición dolorosa y humillante como para desearla. Creo que mi solemne acuerdo debería ser suficiente. La felicidad de mis hijos es mi único objetivo y deseo. 

¿Podrían pedir al señor Adey, por favor, que haga todo lo posible para verme aquí él mismo? Tengo mucho de lo que hablar con él. Díganle también que entiendo perfectamente que los libros eran un regalo de mi amigo el señor Humphreys, el editor. También que el señor Alexander no tiene los derechos franceses de El abanico de lady Windermere (una de mis comedias), pero que estaré encantado de que me represente. 

Para concluir, espero que me permitan expresarles mi agradecimiento por asumir este delicado y difícil asunto en mi lugar. Ello me alivia mucho de la ansiedad mental y la angustia que me aquejan, intensificadas por las violentas y severas cartas del señor Hargrove. Saludos cordiales, 

OSCAR WILDE


Oscar Wilde

De profundis y otros escritos de la cárcel


«Nada de lo que me ocurrió en ningún período de mi vida tuvo la menor importancia en comparación con el arte». 

En 1895 Oscar Wilde se encontraba en la cumbre de su carrera, pero ese mismo año, tras un escandaloso proceso, fue condenado a dos años de prisión y a trabajos forzados. Allí escribió De profundis, una epístola confesional que ilustra su proceso interior durante el encarcelamiento y uno de los textos más descarnados de la historia de la literatura. 

Esta edición incluye también las cartas que escribió antes y después a sus seres queridos, entre ellos su amante, lord Alfred Douglas. Completa el volumen «La balada de la cárcel de Reading», un revelador poema acerca de un hombre sentenciado a la horca.

Pasajes en Córdoba

 pasadizos en Córdoba

30 diciembre 2020

30 de diciembre

El 30 de diciembre, a las nueve de la mañana, Ryuji salió del cobertizo de la Aduana, en el muelle central. Fusako estaba esperándole. 

El muelle central era la curiosa abstracción de un vecindario. Las calles aparecían despobladas, demasiado limpias; a los lados se marchitaban los sicomoros. Por una vía subsidiaria que discurría entre vetustos almacenes de ladrillo rojo y una oficina marítima de falso estilo renacentista, una vieja máquina de vapor despedía nubes de humo negro a lo largo de su curso trepidante. Carecía de autenticidad, como si todo se tratase de un conjunto de trenes de juguete, hasta el pequeño cruce ferroviario. Era el mar el responsable de la irrealidad del lugar, pues todo, las calles, los edificios —hasta los anodinos ladrillos de los muros—, se hallaba a su servicio exclusivo. El mar lo había simplificado y abstraído todo, y el muelle, a su vez, había perdido su sentido de realidad y aparecía como instalado en un sueño. 

Además, estaba lloviendo. Los viejos muros de ladrillo destilaban un tinte oscuro de cinabrio que se aguaba en los charcos del suelo. Los mástiles que remataban las techumbres estaban empapados. 

Fusako, que deseaba pasar inadvertida, esperaba en el asiento trasero del coche. Por la ventanilla surcada de lluvia vio a los hombres de la tripulación, que salían uno a uno del cobertizo de madera deteriorado por las tormentas. Ryuji se detuvo un instante en el umbral, se levantó el cuello del chaquetón marinero y se embutió la gorra hasta los ojos. Luego, a paso ligero, se adentró en la lluvia con una vieja bolsa de cremallera. Fusako envió corriendo al chófer a su encuentro. 

Ryuji se dejó caer dentro del coche como un fardo de equipaje voluminoso y empapado. 

—Sabía que vendrías. Lo sabía —jadeó, apretando a Fusako por los hombros de su abrigo de visón. 

Con las mejillas arrasadas por la lluvia —¿o eran lágrimas?— y más moreno que nunca, vio que Fusako palidecía: su albo semblante parecía una ventana abierta en la penumbra interior del coche. Se besaron y lloraron. Ryuji deslizó las manos bajo el abrigo de Fusako y se aferró crispadamente a su cuerpo como buscando vida en alguien a quien acabara de salvar de morir ahogado; rodeó con los brazos aquella cintura frágil y volvió a colmar su corazón y su mente con cada detalle de la mujer que reencontraba. Hasta la casa el viaje solo llevaría unos seis o siete minutos, y al fin, mientras atravesaban Yamashita Bridge, pudieron iniciar con normalidad una conversación. 

—Gracias por las cartas. Las leí todas cientos de veces. 

—Y yo las tuyas. Espero que puedas quedarte por lo menos hasta Año Nuevo. 

—Gracias… ¿Cómo está Noboru? 

—Quería venir al muelle a recibirte, pero ha cogido un pequeño resfriado y se ha metido en la cama. Bah, no es nada, solo un poco de fiebre.

Yukio Mishima
El marino que perdió la gracia del mar

Relato de una traición ignorada y de una idealización frustrada, El marino que perdió la gracia del mar (1963) es una inmejorable forma de introducirse en el singular universo creativo de Yukio Mishima (1925-1970). Valiéndose de una prosa que sugiere tanto como dice y que utiliza con extraordinaria habilidad los silencios y las elipsis para dotar al relato de un ritmo característico, Mishima retrata en esta breve novela a través de su protagonista, Noboru, el abismo insalvable que se abre como una herida entre el desesperado intento de un clan de adolescentes de hallar su ubicación en el mundo mediante un código de conducta fuera de uso, y una sociedad ya irremediablemente convulsionada y despojada de su armonía tras la traumática derrota en la Segunda Guerra Mundial.

Flan de huevo

Flan de huevo

29 diciembre 2020

29 de diciembre

EL PATRIMONIO REAL SE HACE PÚBLICO 

El reinado de Isabel II termina abruptamente en 1868, como consecuencia de la revolución denominada «la Gloriosa», iniciada el 19 de septiembre por un pronunciamiento del general Topete en Cádiz, que triunfa al lograr los apoyos suficientes para obligar a la reina a partir al exilio. 

Una de las primeras acciones revolucionarias fue la expropiación de las posesiones reales en Madrid: el Retiro pasó a poder del Ayuntamiento, mientras que la Casa de Campo, la finca de la Florida o la Moncloa y el Monte del Pardo quedaron en manos del Estado convirtiéndose así el extensísimo patrimonio real en patrimonio público. 

Las Cortes aprueban una nueva Constitución en 1869 y después de una intensa búsqueda, a instancias del general Prim, nombran rey a Amadeo de Saboya, duque de los Abruzos, persona racional e instruida que al llegar a España se encontró con que su valedor había muerto víctima de un atentado en la calle del Turco, hoy Marqués de Cubas, financiado, al parecer, por el Duque de Montpensier, pretendiente frustrado al trono. 

Amadeo soportó durante poco más de dos años un país ingobernable y al cabo se marchó aburrido, dando paso a la Primera República, que duró desde el 11 de febrero de 1873 al 29 de diciembre de 1874, año en que un pronunciamiento del General Martínez Campos da inicio a la Restauración borbónica en la figura de Alfonso XII, hijo de Isabel II, motejado como «Puigmoltejo» por la prensa republicana, que lo decía hijo del capitán de ingenieros Puig i Moltó.

Ricardo Aroca 
La historia secreta de Madrid

Un apasionante viaje a través del tiempo, desde el Mayrit musulmán hasta la modernidad del siglo XXI, nos desvela el alma de la ciudad de Madrid, describe las transformaciones del espacio urbano y analiza los misterios que se ocultan tras la génesis de algunos de sus edificios más representativos. La Historia secreta de Madrid es una suerte de «guía de autor», un itinerario histórico que nos ofrece las claves para entender este espacio que comienza a definirse con murallas y arrabales medievales de trazado irregular, atraviesa los siglos cargado de conventos, hospitales, mercados y palacios, y se acerca a la modernidad con amplias avenidas, áreas residenciales y barrios obreros, para culminar en las peculiares —con frecuencia chocantes— intervenciones arquitectónicas de nuestros días. Leyendas y milagros, anécdotas que protagonizan personajes variopintos, explicaciones simbólicas que conviven con planeamientos representativos del espíritu de racionalidad aplicado al urbanismo… Todo ello está presente en este libro, un recorrido muy personal por la ciudad, que nos permite entender cómo el devenir histórico, la organización administrativa y hasta las desventuras de gobernantes y ciudadanos —en definitiva, las transformaciones de la sociedad, la política y la economía— tienen su reflejo inmediato en la evolución urbanística y el nacimiento de grandes empresas arquitectónicas. 




Serie: azulejos