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30 diciembre 2020

30 de diciembre

El 30 de diciembre, a las nueve de la mañana, Ryuji salió del cobertizo de la Aduana, en el muelle central. Fusako estaba esperándole. 

El muelle central era la curiosa abstracción de un vecindario. Las calles aparecían despobladas, demasiado limpias; a los lados se marchitaban los sicomoros. Por una vía subsidiaria que discurría entre vetustos almacenes de ladrillo rojo y una oficina marítima de falso estilo renacentista, una vieja máquina de vapor despedía nubes de humo negro a lo largo de su curso trepidante. Carecía de autenticidad, como si todo se tratase de un conjunto de trenes de juguete, hasta el pequeño cruce ferroviario. Era el mar el responsable de la irrealidad del lugar, pues todo, las calles, los edificios —hasta los anodinos ladrillos de los muros—, se hallaba a su servicio exclusivo. El mar lo había simplificado y abstraído todo, y el muelle, a su vez, había perdido su sentido de realidad y aparecía como instalado en un sueño. 

Además, estaba lloviendo. Los viejos muros de ladrillo destilaban un tinte oscuro de cinabrio que se aguaba en los charcos del suelo. Los mástiles que remataban las techumbres estaban empapados. 

Fusako, que deseaba pasar inadvertida, esperaba en el asiento trasero del coche. Por la ventanilla surcada de lluvia vio a los hombres de la tripulación, que salían uno a uno del cobertizo de madera deteriorado por las tormentas. Ryuji se detuvo un instante en el umbral, se levantó el cuello del chaquetón marinero y se embutió la gorra hasta los ojos. Luego, a paso ligero, se adentró en la lluvia con una vieja bolsa de cremallera. Fusako envió corriendo al chófer a su encuentro. 

Ryuji se dejó caer dentro del coche como un fardo de equipaje voluminoso y empapado. 

—Sabía que vendrías. Lo sabía —jadeó, apretando a Fusako por los hombros de su abrigo de visón. 

Con las mejillas arrasadas por la lluvia —¿o eran lágrimas?— y más moreno que nunca, vio que Fusako palidecía: su albo semblante parecía una ventana abierta en la penumbra interior del coche. Se besaron y lloraron. Ryuji deslizó las manos bajo el abrigo de Fusako y se aferró crispadamente a su cuerpo como buscando vida en alguien a quien acabara de salvar de morir ahogado; rodeó con los brazos aquella cintura frágil y volvió a colmar su corazón y su mente con cada detalle de la mujer que reencontraba. Hasta la casa el viaje solo llevaría unos seis o siete minutos, y al fin, mientras atravesaban Yamashita Bridge, pudieron iniciar con normalidad una conversación. 

—Gracias por las cartas. Las leí todas cientos de veces. 

—Y yo las tuyas. Espero que puedas quedarte por lo menos hasta Año Nuevo. 

—Gracias… ¿Cómo está Noboru? 

—Quería venir al muelle a recibirte, pero ha cogido un pequeño resfriado y se ha metido en la cama. Bah, no es nada, solo un poco de fiebre.

Yukio Mishima
El marino que perdió la gracia del mar

Relato de una traición ignorada y de una idealización frustrada, El marino que perdió la gracia del mar (1963) es una inmejorable forma de introducirse en el singular universo creativo de Yukio Mishima (1925-1970). Valiéndose de una prosa que sugiere tanto como dice y que utiliza con extraordinaria habilidad los silencios y las elipsis para dotar al relato de un ritmo característico, Mishima retrata en esta breve novela a través de su protagonista, Noboru, el abismo insalvable que se abre como una herida entre el desesperado intento de un clan de adolescentes de hallar su ubicación en el mundo mediante un código de conducta fuera de uso, y una sociedad ya irremediablemente convulsionada y despojada de su armonía tras la traumática derrota en la Segunda Guerra Mundial.

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