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13 noviembre 2024

13 de noviembre

 A cada uno de nosotros le estaba reservado su destino. Te ha tocado a ti el de la libertad, los placeres, las diversiones y el bienestar; el de la vergüenza pública, el de la larga reclusión en una mazmorra, el de la miseria, la ruina y el deshonor a mí, a pesar de que en nada lo merecía.

Me acuerdo de haber dicho que creía poder soportar una tragedia verdadera, siempre que apareciese ante mí con un manto de púrpura o con la máscara del verdadero dolor; pero es lo tremendo de la vida moderna que, por el contrario, se oculta la tragedia bajo el disfraz de comedia, con lo cual parecen grotescas o sin estilo, las grandes realidades de todos los días. Tiene esto su razón de ser. Es probable que hubo siempre de acontecer en la actualidad de todas las épocas. Se dijo que al espectador le parecían viles todos los martirios, no debe ser una excepción el siglo XIX.
Todo ha sido feo, bajo, asqueante, carente de carácter, en mi tragedia. Incluso nuestros uniformes nos tornan grotescos. Somos los bufones del dolor. Unos payasos con el corazón hecho añicos. Y disfrutamos de la facultad de mover los músculos de la risa.
El 13 de noviembre de 1895 aquí me trajeron, desde Londres. Hube de estar aquel día desde las dos y media hasta las tres de la tarde, con ropas de presidiario y las manos esposadas, expuesto a las miradas del público en el andén principal de la estación de Clapham Junction. Sin previo preparativo, ni siquiera un aviso un minuto antes, me habían sacado de la enfermería. Era yo el más grotesco de todos los depravados existentes, y se echaba a reír la gente, al verme. Aumentaba el número de los curiosos con cada tren que llegaba, y se divertían todos de indescriptible manera. Como es natural, ocurría esto antes de saber quién era yo. No bien lo supieron, arreciaron sus carcajadas. Estuve allí media hora larga, bajo la gris lluvia de noviembre, víctima de las mofas de la chusma.

13 noviembre 2021

13 de noviembre

 A cada uno de nosotros le estaba reservado su destino. Te ha tocado a ti el de la libertad, los placeres, las diversiones y el bienestar; el de la vergüenza pública, el de la larga reclusión en una mazmorra, el de la miseria, la ruina y el deshonor a mí, a pesar de que en nada lo merecía.

Me acuerdo de haber dicho que creía poder soportar una tragedia verdadera, siempre que apareciese ante mí con un manto de púrpura o con la máscara del verdadero dolor; pero es lo tremendo de la vida moderna que, por el contrario, se oculta la tragedia bajo el disfraz de comedia, con lo cual parecen grotescas o sin estilo, las grandes realidades de todos los días. Tiene esto su razón de ser. Es probable que hubo siempre de acontecer en la actualidad de todas las épocas. Se dijo que al espectador le parecían viles todos los martirios, no debe ser una excepción el siglo XIX.
Todo ha sido feo, bajo, asqueante, carente de carácter, en mi tragedia. Incluso nuestros uniformes nos tornan grotescos. Somos los bufones del dolor. Unos payasos con el corazón hecho añicos. Y disfrutamos de la facultad de mover los músculos de la risa.
El 13 de noviembre de 1895 aquí me trajeron, desde Londres. Hube de estar aquel día desde las dos y media hasta las tres de la tarde, con ropas de presidiario y las manos esposadas, expuesto a las miradas del público en el andén principal de la estación de Clapham Junction. Sin previo preparativo, ni siquiera un aviso un minuto antes, me habían sacado de la enfermería. Era yo el más grotesco de todos los depravados existentes, y se echaba a reír la gente, al verme. Aumentaba el número de los curiosos con cada tren que llegaba, y se divertían todos de indescriptible manera. Como es natural, ocurría esto antes de saber quién era yo. No bien lo supieron, arreciaron sus carcajadas. Estuve allí media hora larga, bajo la gris lluvia de noviembre, víctima de las mofas de la chusma.

31 diciembre 2020

31 de diciembre

A los señores Stoker y Hansell 

Cárcel de Su Majestad, Reading, 
31 de diciembre de 1896 

Caballeros: 

Por la presente les autorizo a actuar como mis abogados con referencia a mis asuntos familiares, tanto respecto a mi usufructo de los bienes de mi esposa como a la tutela de mis hijos, y les solicito que informen a los señores Hargrove & Son, Victoria Street, 16, Westminster Abbey, SW, de que deseo que cualquier comunicación que deban hacerme sea a través de ustedes. 

Supongo que no yerro al afirmar que el señor More Adey, o alguien en su nombre, les ha comunicado a grandes rasgos el asunto en cuestión, pero estoy ansioso por expresarles claramente, de mi puño y letra, mis propios deseos y pareceres a fin de guiarles y satisfacerles, así como a mí mismo. 

Creo que es bastante acertado que se otorgue la tutela de mis hijos a mi esposa, y que ella tenga derecho a nombrar tutores para ellos en caso de que falleciera. Siendo así, considero que yo debería estar autorizado a tratar con ellos «a intervalos razonables en ocasiones autorizadas por los tutores». En el primer caso, estaría dispuesto a dejar el asunto en manos de mi esposa, y a comprometerme a no hacer ningún intento de ver a mis hijos en contra de sus deseos, o de comunicarme con ellos de ningún modo salvo a través de ella. Acepto sin objeciones que lleven un apellido que no sea el mío; el apellido, de hecho, que ha elegido ella, que es un antiguo apellido de su familia. Por mi parte, no desearía vivir en la misma ciudad que ellos. Tengo la intención de vivir, si vivo en algún lugar, en Bruselas. He escrito todo esto a mi esposa, y también se lo he expresado al señor Hargrove. 

Con respecto a las cuestiones de dinero, la oferta que me ha hecho mi esposa de ciento cincuenta libras esterlinas al año es, por supuesto, extremadamente escasa. Desde luego, esperaba que se fijara en doscientas libras. Entiendo que mi esposa alega como una de las razones para que se elija la suma de ciento cincuenta libras que desea liquidar una deuda de quinientas libras que tengo con su hermano, el señor Otho Lloyd, a razón de cincuenta libras al año. Considero, al igual que el señor Adey, que debería recibir doscientas libras si debo saldar esa deuda. Sin embargo, no deseo regatear los términos, aunque, por supuesto, me parecen muy escasos. Los ingresos de nuestro acuerdo matrimonial eran de unas mil libras esterlinas al año, y tras la muerte de la madre de la señora Wilde la suma se acrecentará. 

Con respecto a mi usufructo, espero sinceramente que al menos la mitad se adquiera en mi nombre. Mi esposa no se da cuenta de que en caso de que yo la sobreviva y viva hasta una edad avanzada, sería verdaderamente perjudicial para mis hijos tener un padre desgraciado que viviera en la penuria, y que tal vez se viera obligado a pedirles ayuda. Semejante estado de las cosas sería indeseable e indecoroso. En caso de que yo sobreviva a mi esposa, quisiera no tener la necesidad de importunar a mis hijos para sustentarme. Tenía la esperanza de que al menos la mitad de mi usufructo ya estaría asegurado, pero una carta del señor Hargrove, que adjunto, me ha sacado del error. En cuanto a la otra mitad, si pudiera conseguirla me permitiría cedérsela de inmediato a mis hijos como prueba del afecto que les tengo y de la autenticidad de la postura que estoy tomando con respecto a su futuro bienestar. 

Debería mencionar que mi esposa vino a verme a la cárcel de Wandsworth y por aquel entonces (octubre del año pasado) me escribió una carta muy conmovedora y afectuosa. Además, al morir mi madre, lady Wilde, vino a darme la noticia en persona y mostró mucha ternura y afecto, pero ya casi hace un año que no la he visto, y la larga ausencia, combinada con influencias hostiles a mí que la rodean, le han hecho tomar cierta postura respecto a mi usufructo y mis ingresos mientras ella viva. Es bastante consciente del profundo afecto que existe entre mis hijos y yo, y en su última carta (21 de noviembre) expresa la esperanza de que «cuando sean mayores se enorgullezcan de reconocerme como padre» y de que reconquiste la posición intelectual que he perdido, así como otros deseos clementes. En una de sus cartas, el señor Hargrove afirmó que tendría que renunciar a las ciento cincuenta libras al año si rompía alguna de las condiciones de la propuesta. Se trata, lo reconozco, de una posición dolorosa y humillante como para desearla. Creo que mi solemne acuerdo debería ser suficiente. La felicidad de mis hijos es mi único objetivo y deseo. 

¿Podrían pedir al señor Adey, por favor, que haga todo lo posible para verme aquí él mismo? Tengo mucho de lo que hablar con él. Díganle también que entiendo perfectamente que los libros eran un regalo de mi amigo el señor Humphreys, el editor. También que el señor Alexander no tiene los derechos franceses de El abanico de lady Windermere (una de mis comedias), pero que estaré encantado de que me represente. 

Para concluir, espero que me permitan expresarles mi agradecimiento por asumir este delicado y difícil asunto en mi lugar. Ello me alivia mucho de la ansiedad mental y la angustia que me aquejan, intensificadas por las violentas y severas cartas del señor Hargrove. Saludos cordiales, 

OSCAR WILDE


Oscar Wilde

De profundis y otros escritos de la cárcel


«Nada de lo que me ocurrió en ningún período de mi vida tuvo la menor importancia en comparación con el arte». 

En 1895 Oscar Wilde se encontraba en la cumbre de su carrera, pero ese mismo año, tras un escandaloso proceso, fue condenado a dos años de prisión y a trabajos forzados. Allí escribió De profundis, una epístola confesional que ilustra su proceso interior durante el encarcelamiento y uno de los textos más descarnados de la historia de la literatura. 

Esta edición incluye también las cartas que escribió antes y después a sus seres queridos, entre ellos su amante, lord Alfred Douglas. Completa el volumen «La balada de la cárcel de Reading», un revelador poema acerca de un hombre sentenciado a la horca.

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...