El 25 de diciembre de 1936 escuchó por la radio el discurso de Stalin en el VIII Congreso Extraordinario de los Soviets sobre la nueva Constitución, aprobada el 5 de diciembre. Nikolái Ivánovich había participado directamente en la discusión y redacción del documento; así pues, le afectó mucho no poder asistir al Congreso por haber caído en desgracia. Pero aún se sentía más abrumado por lo que había vivido en el pleno de diciembre, pues sólo él y Ríkov pidieron a Stalin que crease una comisión para investigar las actividades del NKVD. Los demás asistentes al pleno guardaron silencio. «Tal vez llegue el día —dijo Nikolái Ivánovich— en que todos se conviertan en testigos indeseables de los crímenes y también sean destruidos». Pero él sabía que, bajo la dictadura absoluta de Stalin, cualquiera que interviniese en defensa de Ríkov o suya recibiría un castigo inmediato. No obstante, soportar el silencio de sus camaradas le resultó increíblemente duro. Entonces recordó una vieja leyenda egipcia: en el entierro de un antiguo faraón, no sólo se reunieron sus amigos, sino también sus enemigos, pues éstos vinieron para manifestar su odio y arrojarle piedras. El difunto yacía inmóvil, pero cuando uno de ellos, a quien el faraón consideraba su amigo, también le lanzó una piedra, de pronto el muerto volvió la cabeza hacia él y lanzó un fuerte gemido: «¡Mi alma gime, gime de tal manera que no lo puedo soportar!». Nikolái Ivánovich pronunció estas palabras con tal dolor, y su mirada encerraba tanta tragedia, que en ese momento me pareció que oía el gemido de su alma.
Anna LárinaLo que no puedo olvidar