30 noviembre 2020

30 de noviembre

30 de noviembre—. Me siento bastante conmocionado por lo que acaba de ocurrir; empiezo a temer que ese viejo pedante tuviera razón al decir que no era conveniente para mí vivir solo en un país extraño, que me volvería morboso. Es ridículo que me ponga en tal estado de excitación ante la remota posibilidad de encontrar el retrato de una mujer muerta hace trescientos años. Teniendo en cuenta el caso de mi tío Ladislas, y otras sospechas de casos de demencia en mi familia, debería evitar este estúpido nerviosismo. 
Sin embargo, el incidente fue realmente dramático y extraño. Podría haber jurado que conocía todos y cada uno de los cuadros de aquel palacio y, especialmente, todos los cuadros que la retrataban a Ella. No obstante, esta mañana, mientras salía de los Archivos, pasé por una de las muchas pequeñas estancias —cuartos de formas irregulares— que llenaban los entrantes y salientes de este curioso palacio con torres semejante a un château francés. Estoy seguro de que había pasado por aquel cuarto antes, porque la vista desde su ventana me resultaba muy familiar; exactamente, un pedazo de la torre redonda enfrente, el ciprés en el otro lado del barranco, el campanario más allá y un fragmento del relieve del Monte Sant’Agata y la Leonessa cubiertos de nieve y recortándose contra el cielo. Supongo que debe haber habitaciones idénticas y que seguramente haya entrado en la equivocada o, mejor aún, quizás algún cerrojo se haya abierto o alguna cortina descorrido. Mientras pasaba, mis ojos detectaron un viejo marco de espejo muy hermoso empotrado en la marquetería marrón y amarilla de la pared. Me acerqué y examiné el marco, también miré mecánicamente en el espejo. Y di un fuerte respingo, casi grité, creo… ¡Menos mal que el catedrático de Múnich está ya bien lejos de Urbania! Tras mi propia imagen se erguía otra, una figura junto a mi hombro, un rostro cerca del mío. ¡Y esa figura, ese rostro era el suyo! ¡El de Medea da Carpi! Me giré totalmente, tan pálido, creo, como el fantasma que esperaba ver. En la pared frente al espejo, justo un paso o dos atrás de donde había estado parado, colgaba un retrato. ¡Y menudo retrato!… Bronzino pintó algo tan extraordinario. Contra un fondo de crudo y oscuro azul, emerge la figura de la duquesa (porque se trata de Medea, la Medea real, mil veces más real, más individual y poderosa que en ninguno de sus otros retratos), sentada rígidamente en una silla de respaldo alto, apuntalada, o eso parece, casi totalmente paralizada por el tieso brocado de faldones y pecheras, todavía más rígidos por las flores de plata bordadas e hileras de perlas cultivadas que los cubren. El vestido es, con esa mezcla de plata y perlas, de un extraño color pardo, de un maligno color de jugo de amapola, que contrasta con la piel de las largas y estrechas manos con dedos como flecos, con el largo y delgado cuello, y con el rostro de frente despejada, que parecen blancos y duros como de alabastro. El rostro es el mismo que el de otros retratos: la misma frente abombada, con los cortos rizos amarillo rojizos y con aspecto de lanilla; las mismas hermosas cejas curvadas, apenas marcadas; los mismos párpados, un poco tensos sobre los ojos; los mismos labios, un poco tensos sobre la boca, pero con una línea pura, un deslumbrante esplendor en el cutis y una intensidad en la mirada infinitamente superior a la de todos los demás retratos. 
Ella mira hacia más allá del marco, con una mirada fría y neutra; sin embargo, sus labios sonríen. Con una mano sujeta una rosa de un color rojo apagado; con la otra, larga, fina, encogida, juega con una gruesa cuerda de seda y oro y piedras preciosas que cuelga de su cintura; alrededor del cuello, blanco como el mármol y parcialmente cubierto por el ajustado corpiño rojo oscuro, cuelga un collar de oro con una inscripción grabada en medallones esmaltados: «AMOUR DURE – DURE AMOUR». 
Tras reflexionar sobre ello, llego a la conclusión de que simplemente no había estado en ese cuarto o estancia con anterioridad; debí de equivocarme de puerta. Pero aunque la explicación es tan simple, tras varias horas siento todo mi ser terriblemente conmocionado. Si continúo excitándome tanto me veré obligado a ir a Roma para las vacaciones de Navidad. Siento como si algún tipo de peligro me persiguiera aquí (¿podría ser fiebre?) y, sin embargo, no veo cómo voy a poder alejarme de este lugar.

Vernon Lee
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29 noviembre 2020

29 de noviembre

Que la vida de Pessoa no tuviera aventura (infancia surafricana aparte) no quiere decir, claro, que no tuviera angustia, sueño, dolor, dirección. Sólo se le conoce un amor, con Ofélia Queirós, en dos fases de apenas unos meses separadas por diez años. Una relación en la que también entraron los heterónimos: Álvaro de Campos le escribía cartas a Ofélia advirtiéndola de que Pessoa no era de fiar. El 29 de noviembre de 1920 Pessoa le escribe en una carta a Ofélia: «El amor pasó… Mi destino pertenece a otra Ley, cuya existencia Ofélia ignora, y está subordinado cada vez más a la obediencia a maestros que ni permiten ni perdonan». Ofélia acabaría casándose con un teatrero y Pessoa habitaría cada vez más en el mundo paralelo de sus heterónimos, entregado febrilmente a la escritura de sus poemas: afirmó haber escrito todos los poemas de El guardador de rebaños en una única noche de insomnio de Caeiro.

Pessoa quiso vivirlo todo de todas las maneras poniendo cuanto era en cada cosa que hacía. Paradójicamente, todo eso no sucedió en la vida misma, sino en su escritura: su monótona existencia fue el paisaje adecuado para una de las mayores aventuras literarias de la poesía universal. ¿Quién necesita la vida real, pudiendo inventar cuantas quiera, como las quiera? No todos elegiríamos la forma de vida de Fernando Pessoa, pero todos aprendemos a vivir mejor la nuestra gracias a su elección.
Martín López-Vega - Iowa City, 11 mayo 2014
introduccion al libro de Pessoa. 
Pessoa murió el 29 de noviembre de 1935
 
Fernando Pessoa
Un disfraz equivocado
 

Aguileña

 

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28 noviembre 2020

28 de noviembre

El 28 de noviembre, tras varios días de temporal, llegamos ante mi vieja amiga la isla de Madagascar y anclamos en la bahía de San Agustín, situada a su extremo sudoeste. Desembarcamos y entramos en tratos con los nativos, para obtener provisiones, especialmente bueyes. Los queríamos vivos, pues hacía un calor terrible; pero nos pareció mejor adobarlos, para ahorrar espacio, y lo hicimos según el sistema que había utilizado yo en aquel primer viaje mío a lo largo de la isla, o sea salando la carne con salitre, curándola al sol y comiéndola hervida. A nuestros hombres no les entusiasmó el sabor de aquella carne, que a mí, en otros tiempos, me había parecido deliciosa. 
Nos desquitamos de ello comiendo buey fresco a todas horas, mientras estuvimos allí. Pronto notamos que aquel lugar no era nada a propósito para nuestro negocio, y yo, que conocía la isla, les dije que la época tampoco era la más favorable para hacer presas; pero, en cambio, había dos lugares particularmente apropiados para nuestros proyectos. Uno, en la parte Este, era la bahía, frente a la cual estaba la isla Mauricio, por donde pasaban todos los buques que hacían la ruta de las Indias, a su regreso a Europa, es decir, cuando iban cargados con materiales más preciosos, viniendo de la costa Malabar, Coromandel, Fuerte San Jorge u otros sitios no menos ricos. Si queríamos dar caza a aquellos navíos, el lugar más apropiado era el que yo proponía. 

Daniel Defoe
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Salvia pratensis

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Serie: azulejos