Era el día de mi llegada aquí. Había tomado la diligencia de Beaucaire, una gran carraca vieja que no tiene que recorrer mucho camino para volverse a casa, pero que se pasea despacio a todo lo largo de la carretera para darse pisto, por la noche, de que viene de muy lejos. Íbamos cinco en la baca, sin contar el conductor.
En primer término un guarda de Camargue, hombrecillo rechoncho y velludo, trascendiendo a montaraz, con ojos saltones inyectados de sangre y con aretes de plata en las orejas, después dos boquereuses, un panadero y su yerno, ambos muy rojos, con mucho jadeo, pero de magníficos perfiles, dos medallas romanas con la efigie de Vitelio. Por último, en la delantera y junto al conductor, un hombre... no, un gorro, un enorme gorro de piel de conejo, quien no decía cosa mayor y miraba el camino con aspecto de tristeza.
Todas aquellas gentes conocíanse entre sí y hablaban de sus asuntos en voz alta, con mucha libertad. El camargués contaba que volvía de Nimes, citado por el juez de instrucción con motivo de un garrotazo dado a un pastor. En Camargue tienen sangre viva. ¿Pues y en Beaucaire? ¿No querían degollarse nuestros dos boquereuses a propósito de la Virgen Santísima? Parece ser que el panadero era de una parroquia dedicada de mucho tiempo atrás a Nuestra Señora, a la que los provenzales llaman la Buena Madre y que lleva en brazos al Niño Jesús; el yerno, por el contrario, cantaba ante el facistol de una iglesia nuevecita consagrada a la Inmaculada Concepción, esa hermosa imagen risueña a la cual representase con los brazos colgantes y brotando rayos de luz las manos. De ahí procedía la inquina.
Era de ver cómo se trataban esos dos buenos católicos y cómo ponían a sus celestiales patronas:
–¡Bonita está tu Inmaculada!
–¡Pues anda, que tu Santa Madre!
–¡Buenas las tomó la tuya en Palestina!
–¡Y la tuya, fea! ¿Quién sabe lo que habrá hecho? Pregúntaselo si no a San José.
Para creerse en el puerto de Nápoles, no faltaba más que ver relucir las facas, y a fe mía, creo que en efecto la teológica disputa hubiera parado en ello, a no haber intervenido el conductor.
–Dejadnos en paz con vuestras vírgenes –dijo riéndose a los boquereuses –todo eso son chismes de mujeres, y los hombres no deben meterse en ellos.
Al concluir hizo restallar la tralla con un mohín escéptico que afilió al parecer suyo todo el mundo.
La discusión había terminado, pero, disparado ya el panadero, tenía necesidad de descargarse con alguien, y dirigiéndose al infeliz del gorro, silencioso y triste en su rincón, le dijo con aire truanesco:
–¿Y tu mujer, amolador? ¿Por qué parroquia está? Es de suponer que esta frase tendría una intención muy cómica, puesto que en la baca todo el mundo soltó el trapo a reír. El amolador no se reía.
Viendo esto, el panadero dirigióse a mí.
–¿No conoce usted, caballero, a la mujer de éste? ¡Vaya con la picaruela de la feligresa! No hay dos como ella en Beaucaire.
Redobláronse las risas. El amolador no se movió, y se limitó a decir en voz baja, sin levantar la cabeza: –Cállate, panadero.
Pero a ese demonio de panadero no le daba la gana de callarse, y prosiguió más terne:
–¡Córcholis! No puede quejarse el camarada de tener una mujer así. No hay medio de aburrirse con ella un momento. ¡Figúrese usted! Una hermosa que se hace raptar cada seis meses, siempre tendrá algo que contar a la vuelta. Es lo mismo. ¡Bonito hogar doméstico! Imagínese usted, señor, que no llevaban un año de matrimonio, cuando ¡paf! va la mujer y se larga a España con un vendedor de chocolate. El marido se queda solito en la casa llorando y bebiendo. Estaba como loco. Al cabo de algún tiempo volvió al país la hermosa, vestida de española, con una pandereta de sonajas. Todos le decíamos:
–Escóndete, te va a matar.
Que si quieres, ¡matar! Se reunieron muy tranquilos, y ella le ha enseñado a tocar la pandereta.
Hubo una nueva explosión de risas. Sin levantar la cabeza, volvió a murmurar otra vez el amolador desde su rincón:
–Cállate, panadero.
El panadero no hizo caso, y continuó:
–¿Creerá usted, señor, que tal vez a su regreso de España se estuvo quieta la hermosa? ¡Quiá! ¡Que si quieres! ¡Su marido había tomado aquello tan a buenas! Eso le dio ganas de volver a las andadas. Después del español, hubo un oficial, luego un marinero del Ródano, más tarde un músico, después, ¡qué sé yo! Y lo bueno, que cada vez la misma comedia. La mujer se las lía, el marido llora que se las pela, vuelve ella, consuélase él. Y siempre se la llevan, y siempre la recobra. ¡Ya ve usted si tendrá paciencia ese marido! Debe también decirse que la amoladora es descaradamente guapa... un verdadero bocado de cardenal, pizpireta, muy nona, bien formada Y además blanca de piel y con ojos de color de avellana que siempre miran a los hombres riéndose. ¡A fe, parisiense mío, que si alguna vez pasa usted por Beaucaire!...
–¡Oh, calla, panadero, te lo suplico! –exclamó una vez más el pobre amolador con voz desgarradora.
En ese momento detúvose la diligencia. Estábamos en la masía de los Anglores. Allí se apearon los dos boquereuses, y juro a ustedes que no los retuve. ¡Farsante de panadero! Estaba ya dentro del patio del cortijo, y aún se le oía reír.
Cuando salió la gente, pareció quedarse vacía la baca. El camargués habíase quedado en Arlés el conductor iba a pie por la carretera, junto a los caballos. El amolador y yo, cada cual en su respectivo rincón, nos quedamos solos allá arriba, sin chistar.
Hacía calor, abrasaba el cuero de la baca. Por momentos sentí cerrárseme los ojos y que la cabeza se me ponía pesada, pero, imposible dormir. Continuaba sin cesar zumbándome en los oídos aquel «cállate, te lo suplico», tan tétrico y tan dulce. Tampoco dormía el pobre hombre. Desde atrás veía yo estremecerse sus cuadrados hombros, y su mano (una mano paliducha y vasta) temblar sobre el respaldo de la banqueta, como la mano de un viejo.
Lloraba.
–Ya está usted en casi, señor parisiense –me gritó de pronto el cochero, y con la fusta apuntaba a mi verde colina, con el molino clavado en la cúspide como una gran mariposa.
Me apresuré a bajar. De paso junto al amolador, intenté mirar más abajo de su gorro, hubiese querido verlo antes de partir. Como si hubiera comprendido mi pensamiento, el infeliz levantó bruscamente la cabeza, y clavando la vista en mis ojos, me dijo con voz sorda:
–Míreme bien, amigo, y si cualquier día de estos oye usted decir que ha ocurrido una desgracia en Beaucaire, podrá decir usted que conoce al autor de ella.
Era su rostro apagado y triste, con ojos pequeños y mustios.
Si en los ojos tenía lágrimas, en aquella voz había odio. ¡El odio es la cólera de los débiles! Si yo fuese la amoladora, no las tendría todas conmigo.
Alfonso Daudet en 'Cartas desde mi molino'