27 mayo 2008

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (PECADO CONFESADO)

PECADO CONFESADO
DON CAMILO era uno de esos tipos que no tienen pelos en la lengua. Aquella vez que en el pueblo había ocurrido un sucio lío en el cual estaban mezclados viejos propietarios y muchachas, don Camilo durante la misa había empezado un discursito genérico y cuidado; mas de pronto, notando justamente en primera fila a uno de los disolutos, había perdido los estribos, e interrumpiendo el discurso, después de arrojar un paño sobre la cabeza del Jesús crucificado del altar mayor, para que no oyese, plantándose los puños en las caderas había acabado el sermón a su modo, y tronaba tanto la voz que salía de la boca de ese hombrazo, y decía cosas de tal calibre que el techo de la iglesiuca temblaba.
Naturalmente, don Camilo, llegado el tiempo de las elecciones, habíase expresado en forma tan explícita con respecto a los representantes locales de las izquierdas que, un atardecer, entre dos luces, mientras volvía a la casa parroquial, un hombrachón embozado habíale llegado por detrás, saliendo del escondite de un cerco y, aprovechando la ocasión que don Camilo estaba embarazado por la bicicleta, de cuyo manubrio pendía un bulto con setenta huevos, habíale dado un robusto garrotazo, desapareciendo enseguida como tragado por la tierra.
Don Camilo no había dicho nada a nadie. Llegado a la rectoral y puestos a salvo los huevos, había ido a la iglesia a aconsejarse con Jesús, como lo hacía siempre en los momentos de duda.
–¿Qué debo hacer? –había preguntado don Camilo.
–Pincélate la espalda con un poco de aceite batido en agua y cállate –había contestado Jesús de lo alto del altar–. Se debe perdonar al que nos ofende. Esta es la regla.
–Bueno –había objetado don Camilo–; pero aquí se trata de palos, no de ofensas.
–¿Y con eso? –le había susurrado Jesús–. ¿Por ventura las ofensas inferidas al cuerpo son más dolorosas que las inferidas al espíritu?
–De acuerdo, Señor. Pero debéis tener presente que apaleándome a mí, que soy vuestro ministro, os han ofendido a vos. Yo lo hago más por vos que por mí.
–¿Y yo acaso no era más ministro de Dios que tú? ¿Y no he perdonado a quien me clavó en la cruz?
–Con vos no se puede razonar –había concluido don Camilo. Siempre tenéis razón. Hágase vuestra voluntad. Perdonaré. Pero recordad que si esos tales, envalentonados por mi silencio, me parten la cabeza, la responsabilidad será vuestra. Os podría citar pasos del Viejo Testamento...
–Don Camilo: ¡vienes a hablarme a mí del Viejo Testamento! Por cuanto ocurra asumo cualquier responsabilidad. Ahora, dicho entre nosotros, una zurra te viene bien; así aprendes a no hacer política en mi casa.
Don Camilo había perdonado. Sin embargo, algo se le había atravesado en la garganta como una espina de merluza: la curiosidad de saber quién lo había felpeado.
Pasó el tiempo y, un atardecer, mientras estaba en el confesionario, don Camilo vio a través de la rejilla la cara de Pepón, el cabecilla de la extrema izquierda.
Que Pepón viniera confesarse era tal acontecimiento como para dejar con la boca abierta. Don Camilo se alegró:
–Dios sea contigo, hermano; contigo que más que nadie necesitas de su santa bendición. ¿Hace mucho que no te confiesas?
–Desde I9I8 –contestó Pepón.
–Figúrate los pecados que habrás cometido en estos veintiocho años con esas lindas ideas que tienes la cabeza.
–¡Oh, bastantes! –suspiró Pepón.
–¿Por ejemplo?
–Por ejemplo: hace dos meses le di a usted un garrotazo.
–Es grave –repuso don Camilo–. Ofendiendo a un ministro de Dios, has ofendido a Dios.
–Estoy arrepentido –exclamó Pepón–. Además no lo apaleé como ministro de Dios, sino como adversario político. Fue un momento de debilidad.
–¿Fuera de esto y de pertenecer a ese tu diabólico partido, tienes otros pecados graves?
Pepón vació el costal.
En conjunto no era gran cosa, y don Camilo la liquidó con una veintena entre Padrenuestros y Avemarías. Después, mientras Pepón se arrodillaba ante la barandilla para cumplir la penitencia, don Camilo fue a arrodillarse bajo el Crucifijo.
–Jesús –dijo–, perdóname, pero yo le sacudo.
–Ni lo sueñes –respondió Jesús–. Yo lo he perdonado y tú también debes perdonar. En el fondo es un buen hombre.
–Jesús, no te fíes de los rojos: esos tiran a embromar. Míralo bien: ¿no ves la facha de bribón que tiene?
–Una cara como todas las demás. Don Camilo, ¡tú tienes el corazón envenenado!
–Jesús, si os he servido bien, concededme una gracia: dejad por lo menos que le sacuda ese cirio en el lomo. ¿Qué es una vela, Jesús mío?
–No –respondió Jesús–. Tus manos están hechas para bendecir, no para golpear.
Don Camilo suspiró. Se inclinó y salió de la verja. Se volvió hacia el altar para persignarse una vez más, y así se encontró detrás de Pepón, quien, arrodillado, estaba sumergido en sus rezos.
–Está bien –gimió don Camilo juntando las palmas y mirando a Jesús–. ¡Las manos están hechas para bendecir, pero los pies no!
–También esto es cierto –dijo Jesús de lo alto–. Pero te recomiendo, don Camilo: ¡uno solo!
El puntapié partió como un rayo. Pepón lo aguantó sin parpadear, luego se levantó y suspiró aliviado.
–Hace diez minutos que lo esperaba –dijo–. Ahora me siento mejor.
–Yo también –exclamó don Camilo, que se sentía el corazón despejado y limpio como el cielo sereno.
Jesús nada dijo. Pero se veía que también él estaba contento.

26 mayo 2008

Tres de Toledo

Toledo

toledo

toledo

Fotos.: Mª Ángeles y Jesús

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (Tercera Historia)

TERCERA HISTORIA
¿Muchachas? No; nada de muchachas. Si se trata de hacer un poco de jarana en la hostería, de cantar un rato, siempre dispuesto. Pero nada más. Ya tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la Fábrica. Tenía yo catorce años y regresaba a casa en bicicleta por ese camino. Un ciruelo asomaba una rama por encima de un pequeño muro y cierta vez me detuve.
Una muchacha venía de los campos con una cesta en la mano y la llamé. Debía tener unos diecinueve años porque era mucho más alta que yo y bien formada.
–¿Quieres hacerme de escalera? –le dije.
La muchacha dejó la cesta y yo me trepé sobre sus hombros. La rama estaba cargada de ciruelas amarillas y llené de ellas la camisa.
–Extiende el delantal, que vamos a medias –dije a la muchacha.
Ella contestó que no valía la pena.
–¿No te agradan las ciruelas? –pregunté.
–Sí, pero yo puedo arrancarlas cuando quiero. La planta es mía: yo vivo allí –me dijo.
Yo tenía entonces catorce años y llevaba los pantalones cortos, pero trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Ella era mucho más alta que yo y formada como una mujer.
–Tú tomas el pelo a la gente –exclamé mirándola enojado–; pero yo soy capaz de romperte la cara, larguirucha.
No dijo palabra.
La encontré dos tardes después siempre en el camino.
–¡Adiós, larguirucha! –le grité. Luego le hice una fea mueca con la boca. Ahora no podría hacerla, pero entonces las hacía mejor que el capataz, que ha aprendido en Nápoles. La encontré otras veces, pero ya no le dije nada. Finalmente una tarde perdí la paciencia, salté de la bicicleta y le atajé el paso.
–¿Se podría saber por qué me miras así? –le pregunté echándome a un lado la visera de la gorra. La muchacha abrió dos ojos claros como el agua, dos ojos como jamás había visto.
–Yo no te miro –contestó tímidamente. Subí a mi bicicleta.
–¡Cuídate, larguirucha! –le grité–. Yo no bromeo.
Una semana después la vi de lejos, que iba caminando acompañada por un mozo, y me dio una tremenda rabia. Me alcé en pie sobre los pedales y empecé a correr como un condenado. A dos metros del muchacho viré y al pasarle cerca le di un empujón y lo dejé en el suelo aplastado como una cáscara de higo.
Oí que de atrás me gritaba hijo de mala mujer y entonces desmonté y apoyé la bicicleta en un poste telegráfico cerca de un montón de grava. Vi que corría a mi encuentro como un condenado: era un mozo de unos veinte años, y de un puñetazo me habría descalabrado. Pero yo trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Cuando lo tuve a tiro le disparé una pedrada que le dio justo en la cara.
Mi padre era un mecánico extraordinario y cuando tenía una llave inglesa en la mano hacía escapar a un pueblo entero; pero también mi padre, si veía que yo conseguía levantar una piedra, daba media vuelta y para pegarme esperaba que me durmiese. ¡Y era mi padre! ¡Imagínense ese bobo! Le llené la cara de sangre, y luego, cuando me dio la gana, salté en mi bicicleta y me marché.
Dos tardes anduve dando rodeos, hasta que la tercera volví por el camino de la Fábrica y apenas vi a la muchacha, la alcancé y desmonté a la americana, saltando del asiento hacia atrás.
Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera cubierta de herrumbre; pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás desmontaba: tomaba el manubrio a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo.
Desmonté y me encontré frente a la muchacha. Yo llevaba la cesta colgada del manubrio y saqué una piquetilla.
–Si te vuelvo a encontrar con otro, te parto la cabeza a ti y a él –dije.
La muchacha me miró con aquellos sus ojos malditos, claros como el agua.
–¿Por qué hablas así? –me preguntó en voz baja.
Yo no lo sabía, pero ¿qué importa?
–Porque sí –contesté–. Tú debes ir de paseo sola o si no, conmigo.
–Yo tengo diecinueve años y tú catorce cuando más –dijo–. Si al menos tuvieras dieciocho, ya sería otra cosa. Ahora soy una mujer y tú eres un muchacho.
–Pues espera a que yo tenga dieciocho años –grité–. Y cuidado con verte en compañía de alguno, porque entonces estás frita.
Yo era entonces peón de albañil y no tenía miedo de nada: cuando sentía hablar de mujeres, me mandaba a mudar. Se me importaban un pito las mujeres, pero ésa no debía hacer la estúpida con los demás.
Vi a la muchacha durante casi cuatro años todas las tardes, menos los domingos. Estaba siempre allí, apoyada en el tercer poste del telégrafo, en el camino de la Fábrica. Si llovía tenía su buen paraguas abierto. No me paré ni una sola vez.
–Adiós –le decía al pasar.
–Adiós –me contestaba.
El día que cumplí los dieciocho años desmonté de la bicicleta.
–Tengo dieciocho años –le dije–. Ahora puedes salir de paseo conmigo. Si te haces la estúpida, te rompo la cabeza.
Ella tenía entonces veintitrés y se había hecho una mujer completa. Pero tenía siempre los mismos ojos claros como el agua y hablaba siempre en voz baja, como antes.
–Tú tienes dieciocho años –me contestó–, pero yo tengo veintitrés. Los muchachos me tomarían a pedradas si me viesen ir en compañía de uno tan joven.
Dejé caer la bicicleta al suelo, recogí un guijarro chato y le dije:
–¿Ves aquel aislador, el primero del tercer poste?
Con la cabeza me hizo seña que sí.
Le apunté al centro y quedó solamente el gancho de hierro, desnudo como un gusano.
–Los muchachos –exclamé–, antes de tomarnos a pedradas deberán saber trabajar así.
–Decía por decir –explicó la muchacha–. No está bien que una mujer vaya de paseo con un menor. ¡Si al menos hubieses hecho el servicio militar!... Ladeé a la izquierda la visera de la gorra.
–¿Querida mía, por casualidad me has tomado por un tonto? Cuando haya hecho el servicio militar, yo tendré veintiún años y tú tendrás veintiséis, y entonces empezarás de nuevo la historia.
–No –contestó la muchacha– entre dieciocho años y veintitrés es una cosa y entre veintiuno y veintiséis es otra. Más se vive, menos cuentan las diferencias de edades. Que un hombre tenga veintiuno o veintiséis es lo mismo.
Me parecía un razonamiento justo, pero yo no era tipo que se dejase llevar de la nariz.
–En ese caso volveremos a hablar cuando haya hecho el servicio militar –dije saltando en la bicicleta–. Pero mira que si cuando vuelvo no te encuentro, vengo a romperte la cabeza aunque sea bajo la cama de tu padre.
Todas las tardes la veía parada junto al tercer poste de la luz; pero yo nunca descendí. Le daba las buenas tardes y ella me contestaba buenas tardes. Cuando me llamaron a las filas, le grité:
–Mañana parto para la conscripción.
–Hasta la vista –contestó la muchacha.
–Ahora no es el caso de recordar toda mi vida militar. Soporté dieciocho meses de fajina y en el regimiento no cambié. Habré hecho tres meses de ejercicios; puede decirse que todas las tardes me mandaban arrestado o estaba preso.
Apenas pasaron los dieciocho meses me devolvieron a casa. Llegué al atardecer y sin vestirme de civil, salté en la bicicleta y me dirigí al camino de la Fábrica. Si ésa me salía de nuevo con historias, la mataba a golpes con la bicicleta.
Lentamente empezaba a caer la noche y yo corría como un rayo pensando dónde diablos la encontraría. Pero no tuve que buscarla: la muchacha estaba allí, esperándome puntualmente bajo el tercer poste del telégrafo. Era tal cual la había dejado y los ojos eran los mismos, idénticos.
Desmonté delante de ella.
–Concluí –le dije, enseñándole la papeleta de licenciamiento. La Italia sentada quiere decir licencia sin término. Cuando Italia está de pie significa licencia provisoria
–Es muy linda –contestó la muchacha.
–Yo había corrido como un alma que lleva el diablo y tenía la garganta seca.
–¿Podría tomar un par de aquellas ciruelas amarillas de la otra vez? –pregunté.
La muchacha suspiró.
–Lo siento, pero el árbol se quemó.
–¿Se quemó? –dije con asombro–. ¿De cuando aquí los ciruelos se queman?
–Hace seis meses –contestó la muchacha. –Una noche prendió el fuego en el pajar y la casa se incendió y todas las plantas del huerto ardieron como fósforos.
Todo se ha quemado. Al cabo de dos horas sólo quedaban las puertas. ¿Las ves?
Miré al fondo y vi un trozo de muro negro, con una ventana que se abría sobre el cielo rojo.
–¿Y tú? –le pregunté.
–También yo –dijo con un suspiro–; también yo como todo lo demás. Un montoncito de cenizas y sanseacabó.
Miré a la muchacha que estaba apoyada en el poste del telégrafo; la miré fijamente, y a través de su cara y de su cuerpo, vi las vetas de la madera del poste y las hierbas de la zanja. Le puse un dedo sobre la frente y toqué el palo del telégrafo.
–¿Te hice daño? –pregunté.
–Ninguno.
Quedamos un rato en silencio, mientras el cielo se tornaba de un rojo cada vez más oscuro.
–¿Y entonces? –dije finalmente.
–Te he esperado –suspiró la muchacha– para hacerte ver que la culpa no es mía. ¿Puedo irme ahora?
Yo tenía entonces veintiún años y era un tipo como para llamar la atención. Las muchachas cuando me veían pasar sacaban afuera el pecho como si se encontrasen en la revista del general y me miraban hasta perderme de vista a la distancia.
–Entonces –repitió la muchacha–, ¿puedo irme?
–No –le contesté. –Tú debes esperarme hasta que yo haya terminado este otro servicio. De mí no te ríes, querida mía.
–Está bien –dijo la muchacha. Y me pareció que sonreía.
Pero estas estupideces no son de mi gusto y enseguida me alejé.
Han corrido doce años y todas las tardes nos vemos. Yo paso sin desmontar siquiera de la bicicleta.
–Adiós.
–Adiós.
–¿Comprenden ustedes? Si se trata de cantar a poco en la hostería, de hacer un poco de jarana, siempre dispuesto. Pero nada más. Yo tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo sobre el camino de la Fábrica.


Uno ahora me dice: hermano ¿por qué me cuentas, estas historias?
Porque sí, respondo yo. Porque es preciso darse cuenta de que en esta desgraciada lonja de tierra situada entre el río y el monte pueden suceder cosas que no ocurren en otra parte. Cosas que nunca desentonan con el paisaje. Allá sopla un aire especial que hace bien a los vivos y a los muertos, y allá tienen un alma hasta los perros. Entonces se comprende mejor a don Camilo, a Pepón y a toda la otra gente. Y nadie se asombra de que el Cristo hable y de que uno pueda romperle la cabeza a otro, pero honradamente, es decir, sin odio. Tampoco asombra que al fin dos enemigos se encuentren de acuerdo sobre las cosas esenciales.
Porque es el amplio, el eterno respiro del río el que limpia el aire. Del río plácido y majestuoso, sobre cuyo dique; al atardecer, pasa rápida la Muerte en bicicleta. O pasas tú de noche sobre el dique y te detienes, te sientas y te pones a mirar dentro de– un pequeño cementerio que está allí, debajo del terraplén. Y si la sombra de un muerto viene a sentarse junto a ti, no te espantas y te pones a platicar tranquilamente con ella.
He aquí el aire que se respira en esa faja de tierra a trasmano; y se comprende fácilmente en qué Pueden convertirse allá las cosas de la política.
En estas historias habla a menudo el Cristo crucificado, pues los personajes principales son tres: el cura don Camilo, el comunista Pepón y el Cristo crucificado.
Y bien, aquí conviene explicarse: si los curas se sienten ofendidos por causa de don Camilo, son muy dueños de romperme en la cabeza la vela más gorda; si los comunistas se sienten ofendidos por causa de Pepón, también son muy dueños de sacudirme con un palo en el lomo. Pero si algún otro se siente ofendido por causa de los discursos del Cristo, no hay nada que hacer, porqué el que habla en mi historia no es Cristo, sino mi Cristo, esto es, la voz de mi conciencia.
Asunto mío personal; asuntos íntimos míos.
Conque, cada uno para sí y Dios con todos.

25 mayo 2008

Postales de Madrid

postales de Madrid

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (Segunda Historia)

SEGUNDA HISTORIA
Algunas veces aparecía en Bosque Grande gente de la ciudad: mecánicos, albañiles. Iban al río para atornillar los bulones del puente de hierro o del canal de desagüe, o a reparar los muretes de las compuertas. Traían sombrero de paja o gorras de paño, que echaban hacia un lado, se sentaban delante de la hostería de Nita y pedían cerveza y bifes con espinacas. Bosque Grande era un pueblo en donde la gente comía en su casa y solamente iba a la taberna para blasfemar, jugar a las bochas y beber vino en compañía. –Vino, sopa con tocino y huevos con cebolla –respondía Nita asomándose a la puerta. Y entonces aquellos hombres echaban los sombreros y las gorras hacia atrás y empezaban a vociferar que Nita tenía de lindo esto y lo otro, a dar fuertes puñetazos sobre la mesa y a alborotar como gansos.
Los de la ciudad no entendían nada: cuando recorrían la campaña hacían como las marranas en los maizales: alboroto y escándalo. Los de la ciudad, que en su casa comían albóndigas de caballo, venían a pedir cerveza a Bosque Grande, donde a lo sumo se podía beber vino en escudillas; o trataban con prepotencia a hombres que como mi padre poseían trescientos cincuenta animales, doce hijos y más de cuatrocientas hectáreas de tierra.
Actualmente aquello ha cambiado porque ya también en el campo hay gente que usa la gorra ladeada, come albóndigas de caballo y les grita en público a las criadas de la hostería que tienen esto y lo otro de lindo. El telégrafo y el ferrocarril han hecho mucho en este terreno. Pero entonces las cosas eran distintas y cuando llegaban los de la ciudad a Bosque Grande, había personas que estaban en duda sobre si salir de sus casas con la escopeta cargada con balines o con bala.
Bosque Grande era un bendito pueblo hecho de esta manera.

Una vez, sentados delante del poyo de la era, mirábamos a nuestro padre sacar con un, hacha de un tranco de álamo una pala para el trigo, cuando llegó Quico a toda carrera.
–¡Uh! ¡Uh! –dijo Quico, que tenía dos años y no podía hacer largos discursos. Yo no alcanzo a comprender cómo hacía mi padre para entender siempre lo que farfullaba Quico.
–Hay algún forastero o alguna mala bestia –dijo mi padre, y haciéndose traer la escopeta se dirigió llevado por Quico, hacia el prado que empezaba en el primer fresno. Encontramos allí a seis malditos de la ciudad, con trípodes y estacas pintadas de blanco y de rojo, que medían no sé qué mientras pisoteaban el trébol.
–¿Qué hacen aquí? –preguntó mi padre al más cercano, que sostenía una de las estacas.
–Hago mi oficio –explicó el imbécil sin darse vuelta–, y si usted hiciera lo mismo, nos ahorraríamos aliento.
–¡Salga de ahí! –gritaron los otros que estaban en medio del trébol, alrededor del trípode.
–¡Fuera! –dijo mi padre apuntando la escopeta contra los seis imbéciles de la ciudad.
Cuándo lo vieron alto como un álamo, plantado medio del sendero, recogieron sus instrumentos y escaparon como liebres.
Por la tarde, mientras, sentados en torno del poyo de la era, estábamos mirando a nuestro padre dar los últimos toques de hacha a la pala, volvieron los seis de la ciudad, acompañados por dos guardias a los que habían ido a desanidar en la estación de Gazzola.
–Es ése –dijo uno de los seis miserables, indicando a mi padre.
Mi padre continuó su trabajo sin levantar siquiera la cabeza. El cabo manifestó que no entendía cómo había podido suceder eso.
–Sucedió que he visto a seis extraños arruinarme el trébol y los he echado fuera de mi campo –explicó mi padre.
El cabo le dijo que se trataba del ingeniero y de sus ayudantes, que venían a tomar las medidas para colocar los rieles del tranvía de vapor.
Debieron decirlo. Quien entra en mi casa debe pedir permiso –dijo mi padre, contemplando satisfecho su trabajo–. Además, a través de mis campos no pasará ningún tranvía de vapor.
–Si nos conviene, el tranvía pasará –dijo riendo con rabia el ingeniero. Pero mi padre en ese momento había notado que la pala tenía de un lado una joroba y se había aplicado a alisarla.
El cabo afirmó que mi padre debía dejar pasar al ingeniero y a sus ayudantes.
–Es cosa gubernativa –concluyó.
–Cuando tenga un papel con los sellos del gobierno, dejaré entrar a esa gente –barbotó mi padre–. Conozco mis derechos.
El cabo convino en que mi padre tenía razón y que el ingeniero habría traído el papel con los sellos. El ingeniero y los cinco de la ciudad volvieron al día siguiente. Entraron en la era con los sombreros echados atrás y las gorras sobre la oreja.
–Esta es la nota –dijo el ingeniero presentando un pliego a mi padre.
Mi padre tomó el pliego y se encaminó a casa. Todos lo seguimos.
–Léelo despacio –me ordenó cuando estuvimos en la cocina. Y yo leí y releí.
Ve a decirles que entren –concluyó finalmente, sombrío.
De regreso seguí a mi padre y a los demás al granero y todos nos ubicamos ante la ventana redonda que daba sobre los campos.
Los seis imbéciles caminaron canturreando por el sendero hasta el fresno. De improviso los vimos gesticular rabiosos. Uno hizo ademán de correr hacia nuestra casa, pero los otros lo sujetaron.
Los de la ciudad, aun ahora, se conducen siempre así: hacen el aspaviento de echarse encima de alguien, pero los demás los sujetan.
Discutieron cierto tiempo en el sendero, luego se quitaron los zapatos y las medias y se arremangaron los pantalones, después de lo cual entraron a saltitos en el trebolar.
Había sido duro el trabajo desde la medianoche hasta las cinco de la mañana. Cuatro arados de profundas rejas, tirados por ochenta bueyes habían revuelto todo el trebolar. Luego habíamos debido obstruir fosos y abrir otros para inundar la tierra arada. Finalmente tuvimos que acarrear diez tanques de inmundicias extraídas del pozo negro del establo y vaciarlos en el agua.
Mi padre quedó con nosotros en la ventana del granero hasta mediodía, mirando hacer gambetas a los hombres de la ciudad.
Quico soltaba chillidos de pajarito cada vez que veía alguno de los seis vacilar, y mi madre, que había subido para avisarnos que la sopa estaba lista, se mostraba contenta.
–Míralo: desde esta mañana ha recobrado sus colores. Tenía verdaderamente necesidad de divertirse, pobre pollito. Gracias sean dadas al buen Dios que te ha hecho pasar por el cerebro la idea de esta noche –dijo mi madre.
Al atardecer volvieron una vez más los seis de la ciudad acompañados por los guardias y un señor vestido de negro, sacado quién sabe de dónde.
–Los señores aseveran que ha anegado usted el campo para obstaculizar su trabajo –dijo el hombre vestido de negro, irritado porque mi padre permanecía sentado y ni siquiera lo miraba.
Con un silbido mi padre llamó a los domésticos y al punto llegaron todos a la era: entre hombres, mujeres y niños eran cincuenta.
–Dicen que yo he inundado esta noche el prado que llega al fresno –explicó mi padre.
–Hace veinticinco días que el campo está anegado –afirmó un viejo.
–Veinticinco días –dijeron todos, hombres, mujeres y niños.
–Se habrán confundido con el prado de trébol que está cerca del segundo fresno –razonó el vaquero– es fácil equivocarse para quien no conoce bien el lugar. Todos se marcharon masticando rabia.
La mañana siguiente mi padre hizo atar el caballo a la tartana y se trasladó a la ciudad, donde permaneció tres días. Regresó muy apesadumbrado.
–Los rieles deben pasar por aquí. No hay nada que hacer –explicó a mi madre.
Vinieron otros hombres de la ciudad y empezaron a clavar estacas entre los terrones ya secos. Los rieles debían atravesar todo el trebolar para seguir luego el camino hasta la estación de Gazzola.
El tranvía de vapor, llegando de la ciudad hasta Gazzola, significaba un gran progreso, pero atravesaría, la heredad de mi padre, y lo malo era que la atravesaría de prepotencia. Si se lo hubiesen pedido gentilmente, mi padre habría concedido la tierra sin pretender siquiera indemnización. Mi padre no era contrario al progreso. ¿No había sido acaso él en Bosque Grande el primero en comprar una escopeta moderna de doble caño y gatillos internos? Pero así, ¡santo Dios!
A lo largo de la carretera provincial, largas filas hombres de la ciudad colocaban piedras, enterraban durmientes y atornillaban rieles; y a medida que avanzaba la vía, la locomotora que transportaba vagones de materiales daba un paso adelante. De noche los hombres dormían en vagones cubiertos enganchados en la cola del convoy.
Ya la línea se acercaba al campo del trébol y una mañana los hombres empezaron a desmontar un trozo de cerco. Yo y mi padre estábamos sentados al pie del primer fresno, y junto a nosotros se hallaba Gringo, el perrazo que mi padre amaba como si fuera uno de nosotros. Apenas las azadas horadaron el cerco, Gringo se lanzó a la carretera, y cuando los obreros abrieron una brecha entre los cromos, se encontraron con Gringo que les enseñaba los dientes amenazador.
Uno de los imbéciles dio un paso adelante y Gringo le saltó al cuello.
Los hombres eran unos treinta, armados de picos y azadones. No nos veían porque estábamos detrás del fresno.
El ingeniero se adelantó con un bastón.
–¡Fuera, perro!– gritó. Pero Gringo le hincó los colmillos en una pantorrilla haciéndolo rodar entre gritos.
Los otros efectuaron un ataque en masa a golpes de azada. Gringo no cedía. Sangraba, pero seguía repartiendo dentelladas, desgarraba pantorrillas, trituraba manos.
Mi padre se mordía los bigotes: estaba pálido como un muerto y sudaba. Hubiera bastado un silbido suyo para que Gringo se volviera enseguida, salvando su vida. Mi padre no silbó: siguió mirando, pálido como un muerto, llena la frente de sudor y apretándome la mano, mientras yo sollozaba.
En el tronco del fresno tenía apoyada la escopeta y allí permaneció.
Gringo ya no tenía fuerzas, pero luchaba bravamente hasta que uno le partió la cabeza con el filo del azadón.
Otro lo clavó contra el suelo con la pala. Gringo se quejó un poco y después quedó tieso.
Entonces mi padre se alzó, y llevando bajo el brazo la escopeta, avanzó lentamente hacia los de la ciudad.
Cuando lo vieron aparecer ante ellos, alto como un álamo, con los bigotes enhiestos, con el ancho sombrero, la chaqueta corta y los pantalones ceñidos metidos en las botas, todos dieron un paso atrás y lo contemplaron mudos, apretando el mango de sus herramientas.
Mi padre llegó hasta Gringo, se inclinó, lo aferró por el collar y se lo llevó arrastrando como un trapo. Lo enterramos al pie del dique y cuando hube aplastado la tierra y todo quedó como antes, mi padre se quitó el sombrero.
Yo también me lo quité.
El tranvía no llegó nunca a Gazzola. Era otoño, el río se había hinchado y corría amarillo y fangoso. Una noche se rompió el dique y el agua se desbordó por los campos, anegando toda la parte baja de la heredad: el trebolar y la carretera se convirtieron en un lago.
Entonces suspendieron los trabajos y para evitar cualquier peligro futuro detuvieron la línea en Bosque Grande, a ocho kilómetros de nuestra casa. Y cuando el río bajó y fuimos con los hombres a reparar el dique, mi padre me apretó la mano con fuerza: el dique se había roto justamente allí donde habíamos enterrado a Gringo.
Que tanto puede la pobre alma de un perro.

Yo digo que éste es el milagro de la tierra baja. En un escenario escrupulosamente realista como el descrito por el notario Francisco Luis Campari (hombre de gran corazón y enamorado de la tierra baja, pero que no le hubiera concedido ni una tortolita, si las tortolitas no formaran parte de la fauna local), un cronista de diario pone una historia y ya no se sabe si es más verdadera la descripción del notario o el suceso inventado por el cronista.

Éste es el mundo de Un Mundo Pequeño: caminos largos y derechos, casitas pintadas de rojo, de amarillo y de azul ultramarino, perdidas entre los viñedos. En las noches de agosto se levanta lentamente detrás del dique una luna roja y enorme que parece cosa de otros siglos. Alguien está sentado sobre un montón de grava, a la orilla de la acequia, con la bicicleta apoyada en el palo del telégrafo. Arma un cigarrillo de tabaco picado. Pasas tú, y aquél te pide un fósforo. Conversáis. Tú le dices que vas al "festival" a bailar, y aquél menea la cabeza. Le dices que hay lindas muchachas y aquél otra vez menea la cabeza.
'Don Camilo' de Giovanni Guareschi

24 mayo 2008

Mirlos en el jardín de Ilu

crías de mirlo

crías de mirlo

cría de mirlo

Fotos.: Ilu

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (Primera Historia)

PRIMERA HISTORIA
Yo vivía en Bosque Grande, en la Basa (así llaman, la Bassa (la Baja), a la llanura del valle del Po descrita en el capítulo anterior. Tierra baja le llamaremos en adelante en esta traducción), con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que era el mayor, tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el menor, apenas contaba dos. Mi madre me daba todas las mañanas una cesta de pan y un saquito de miel de castañas dulces; mi padre nos ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz alta el Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y regresábamos al anochecer
Nuestros campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos pisoteado una hectárea de trigo en brote o si le hubiésemos arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre salíamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico, que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro.
Todas las mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era preciso comprarlo.
Mi madre, entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.
Mi padre ponía cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable.
Cuando alguna le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era una piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro.
Estas cosas las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia, fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina.
Cuando Quico hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.
–No se ha dado cuenta –dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un ladrón, nada más que para ver cómo mataba Quico los gansos.
Pero me estoy saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados recuerdos.
Debo decir que Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía imposible que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente. Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible. Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando como si algo terrible y misterioso nos persiguiera.
–¡Quico duerme y quema!... ¡Quico tiene fuego en la cabeza! –sollocé cuando llegué donde estaba mi padre.
Mi padre, lo recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó, se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a ochenta metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.
En Bosque Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal, todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la ventana por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con la guadaña en la mano.
Mi padre mandó la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi padre.
Quico seguía dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un pañuelo. Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos doctores que habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre:
–Solamente el buen Dios puede salvar a su hijo. Recuerdo que era de mañana: mi padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y niños.
Mi padre era alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había estado en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con las piernas abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les dijo:
–Sólo el buen Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que salve a Quico.
Nos arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: "Amén".
Mi padre, cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua, hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y porque querían a Quico.
A las siete, cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo seguí.
Los tres doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.
–Empeora –dijo el más anciano–. No llegará a mañana.
Mi padre nada contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.
Salimos: mi padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó un paquete grande, me lo entregó y dijo: "Vamos".
Caminamos a través de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje. Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.
El cura estaba solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin quitarse el sombrero. –Reverendo –dijo–, Quico está mal y solamente el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no llegará al día de mañana.
El cura miraba a mi padre asombrado. –Reverendo –prosiguió mi padre–, tú sólo puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos!
El cura no dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a arrodillarse ante el altar, juntando las manos.
Mi padre permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto estaba oscuro.
Hacia medianoche mi padre me llamó
–Anda a ver cómo sigue Quico y vuelve enseguida.
Volé por los campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y el cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar.
–¡Papá! –grité con el último aliento.– ¡Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho que está fuera de peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están contentos!
El cura se levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho.
–Está bien –dijo bruscamente mi padre.
Y mientras el cura lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y lo introdujo en el cepillo de los donativos.
–Yo los servicios los pago –dijo mi padre–. Buenas noches.
Mi padre nunca se jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún excomulgado el cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.

Esta es la tierra baja, donde hay gente que no bautiza a los hijos y blasfema, no para negar a Dios, sino para contrariar a Dios. Distará unos cuarenta kilómetros o menos de la ciudad; pero, en la llanura quebrada por los diques, donde no se ve más allá de un cerco o del recodo, cada kilómetro vale por diez. Y la ciudad es cosa de otro mundo.
Yo me acuerdo:
de 'Don Camilo' por Giovanni Guareschi

Enriketa ve un fantasma