PECADO CONFESADO
DON CAMILO era uno de esos tipos que no tienen pelos en la lengua. Aquella vez que en el pueblo había ocurrido un sucio lío en el cual estaban mezclados viejos propietarios y muchachas, don Camilo durante la misa había empezado un discursito genérico y cuidado; mas de pronto, notando justamente en primera fila a uno de los disolutos, había perdido los estribos, e interrumpiendo el discurso, después de arrojar un paño sobre la cabeza del Jesús crucificado del altar mayor, para que no oyese, plantándose los puños en las caderas había acabado el sermón a su modo, y tronaba tanto la voz que salía de la boca de ese hombrazo, y decía cosas de tal calibre que el techo de la iglesiuca temblaba.
Naturalmente, don Camilo, llegado el tiempo de las elecciones, habíase expresado en forma tan explícita con respecto a los representantes locales de las izquierdas que, un atardecer, entre dos luces, mientras volvía a la casa parroquial, un hombrachón embozado habíale llegado por detrás, saliendo del escondite de un cerco y, aprovechando la ocasión que don Camilo estaba embarazado por la bicicleta, de cuyo manubrio pendía un bulto con setenta huevos, habíale dado un robusto garrotazo, desapareciendo enseguida como tragado por la tierra.
Don Camilo no había dicho nada a nadie. Llegado a la rectoral y puestos a salvo los huevos, había ido a la iglesia a aconsejarse con Jesús, como lo hacía siempre en los momentos de duda.
–¿Qué debo hacer? –había preguntado don Camilo.
–Pincélate la espalda con un poco de aceite batido en agua y cállate –había contestado Jesús de lo alto del altar–. Se debe perdonar al que nos ofende. Esta es la regla.
–Bueno –había objetado don Camilo–; pero aquí se trata de palos, no de ofensas.
–¿Y con eso? –le había susurrado Jesús–. ¿Por ventura las ofensas inferidas al cuerpo son más dolorosas que las inferidas al espíritu?
–De acuerdo, Señor. Pero debéis tener presente que apaleándome a mí, que soy vuestro ministro, os han ofendido a vos. Yo lo hago más por vos que por mí.
–¿Y yo acaso no era más ministro de Dios que tú? ¿Y no he perdonado a quien me clavó en la cruz?
–Con vos no se puede razonar –había concluido don Camilo. Siempre tenéis razón. Hágase vuestra voluntad. Perdonaré. Pero recordad que si esos tales, envalentonados por mi silencio, me parten la cabeza, la responsabilidad será vuestra. Os podría citar pasos del Viejo Testamento...
–Don Camilo: ¡vienes a hablarme a mí del Viejo Testamento! Por cuanto ocurra asumo cualquier responsabilidad. Ahora, dicho entre nosotros, una zurra te viene bien; así aprendes a no hacer política en mi casa.
Don Camilo había perdonado. Sin embargo, algo se le había atravesado en la garganta como una espina de merluza: la curiosidad de saber quién lo había felpeado.
Pasó el tiempo y, un atardecer, mientras estaba en el confesionario, don Camilo vio a través de la rejilla la cara de Pepón, el cabecilla de la extrema izquierda.
Que Pepón viniera confesarse era tal acontecimiento como para dejar con la boca abierta. Don Camilo se alegró:
–Dios sea contigo, hermano; contigo que más que nadie necesitas de su santa bendición. ¿Hace mucho que no te confiesas?
–Desde I9I8 –contestó Pepón.
–Figúrate los pecados que habrás cometido en estos veintiocho años con esas lindas ideas que tienes la cabeza.
–¡Oh, bastantes! –suspiró Pepón.
–¿Por ejemplo?
–Por ejemplo: hace dos meses le di a usted un garrotazo.
–Es grave –repuso don Camilo–. Ofendiendo a un ministro de Dios, has ofendido a Dios.
–Estoy arrepentido –exclamó Pepón–. Además no lo apaleé como ministro de Dios, sino como adversario político. Fue un momento de debilidad.
–¿Fuera de esto y de pertenecer a ese tu diabólico partido, tienes otros pecados graves?
Pepón vació el costal.
En conjunto no era gran cosa, y don Camilo la liquidó con una veintena entre Padrenuestros y Avemarías. Después, mientras Pepón se arrodillaba ante la barandilla para cumplir la penitencia, don Camilo fue a arrodillarse bajo el Crucifijo.
–Jesús –dijo–, perdóname, pero yo le sacudo.
–Ni lo sueñes –respondió Jesús–. Yo lo he perdonado y tú también debes perdonar. En el fondo es un buen hombre.
–Jesús, no te fíes de los rojos: esos tiran a embromar. Míralo bien: ¿no ves la facha de bribón que tiene?
–Una cara como todas las demás. Don Camilo, ¡tú tienes el corazón envenenado!
–Jesús, si os he servido bien, concededme una gracia: dejad por lo menos que le sacuda ese cirio en el lomo. ¿Qué es una vela, Jesús mío?
–No –respondió Jesús–. Tus manos están hechas para bendecir, no para golpear.
Don Camilo suspiró. Se inclinó y salió de la verja. Se volvió hacia el altar para persignarse una vez más, y así se encontró detrás de Pepón, quien, arrodillado, estaba sumergido en sus rezos.
–Está bien –gimió don Camilo juntando las palmas y mirando a Jesús–. ¡Las manos están hechas para bendecir, pero los pies no!
–También esto es cierto –dijo Jesús de lo alto–. Pero te recomiendo, don Camilo: ¡uno solo!
El puntapié partió como un rayo. Pepón lo aguantó sin parpadear, luego se levantó y suspiró aliviado.
–Hace diez minutos que lo esperaba –dijo–. Ahora me siento mejor.
–Yo también –exclamó don Camilo, que se sentía el corazón despejado y limpio como el cielo sereno.
Jesús nada dijo. Pero se veía que también él estaba contento.
DON CAMILO era uno de esos tipos que no tienen pelos en la lengua. Aquella vez que en el pueblo había ocurrido un sucio lío en el cual estaban mezclados viejos propietarios y muchachas, don Camilo durante la misa había empezado un discursito genérico y cuidado; mas de pronto, notando justamente en primera fila a uno de los disolutos, había perdido los estribos, e interrumpiendo el discurso, después de arrojar un paño sobre la cabeza del Jesús crucificado del altar mayor, para que no oyese, plantándose los puños en las caderas había acabado el sermón a su modo, y tronaba tanto la voz que salía de la boca de ese hombrazo, y decía cosas de tal calibre que el techo de la iglesiuca temblaba.
Naturalmente, don Camilo, llegado el tiempo de las elecciones, habíase expresado en forma tan explícita con respecto a los representantes locales de las izquierdas que, un atardecer, entre dos luces, mientras volvía a la casa parroquial, un hombrachón embozado habíale llegado por detrás, saliendo del escondite de un cerco y, aprovechando la ocasión que don Camilo estaba embarazado por la bicicleta, de cuyo manubrio pendía un bulto con setenta huevos, habíale dado un robusto garrotazo, desapareciendo enseguida como tragado por la tierra.
Don Camilo no había dicho nada a nadie. Llegado a la rectoral y puestos a salvo los huevos, había ido a la iglesia a aconsejarse con Jesús, como lo hacía siempre en los momentos de duda.
–¿Qué debo hacer? –había preguntado don Camilo.
–Pincélate la espalda con un poco de aceite batido en agua y cállate –había contestado Jesús de lo alto del altar–. Se debe perdonar al que nos ofende. Esta es la regla.
–Bueno –había objetado don Camilo–; pero aquí se trata de palos, no de ofensas.
–¿Y con eso? –le había susurrado Jesús–. ¿Por ventura las ofensas inferidas al cuerpo son más dolorosas que las inferidas al espíritu?
–De acuerdo, Señor. Pero debéis tener presente que apaleándome a mí, que soy vuestro ministro, os han ofendido a vos. Yo lo hago más por vos que por mí.
–¿Y yo acaso no era más ministro de Dios que tú? ¿Y no he perdonado a quien me clavó en la cruz?
–Con vos no se puede razonar –había concluido don Camilo. Siempre tenéis razón. Hágase vuestra voluntad. Perdonaré. Pero recordad que si esos tales, envalentonados por mi silencio, me parten la cabeza, la responsabilidad será vuestra. Os podría citar pasos del Viejo Testamento...
–Don Camilo: ¡vienes a hablarme a mí del Viejo Testamento! Por cuanto ocurra asumo cualquier responsabilidad. Ahora, dicho entre nosotros, una zurra te viene bien; así aprendes a no hacer política en mi casa.
Don Camilo había perdonado. Sin embargo, algo se le había atravesado en la garganta como una espina de merluza: la curiosidad de saber quién lo había felpeado.
Pasó el tiempo y, un atardecer, mientras estaba en el confesionario, don Camilo vio a través de la rejilla la cara de Pepón, el cabecilla de la extrema izquierda.
Que Pepón viniera confesarse era tal acontecimiento como para dejar con la boca abierta. Don Camilo se alegró:
–Dios sea contigo, hermano; contigo que más que nadie necesitas de su santa bendición. ¿Hace mucho que no te confiesas?
–Desde I9I8 –contestó Pepón.
–Figúrate los pecados que habrás cometido en estos veintiocho años con esas lindas ideas que tienes la cabeza.
–¡Oh, bastantes! –suspiró Pepón.
–¿Por ejemplo?
–Por ejemplo: hace dos meses le di a usted un garrotazo.
–Es grave –repuso don Camilo–. Ofendiendo a un ministro de Dios, has ofendido a Dios.
–Estoy arrepentido –exclamó Pepón–. Además no lo apaleé como ministro de Dios, sino como adversario político. Fue un momento de debilidad.
–¿Fuera de esto y de pertenecer a ese tu diabólico partido, tienes otros pecados graves?
Pepón vació el costal.
En conjunto no era gran cosa, y don Camilo la liquidó con una veintena entre Padrenuestros y Avemarías. Después, mientras Pepón se arrodillaba ante la barandilla para cumplir la penitencia, don Camilo fue a arrodillarse bajo el Crucifijo.
–Jesús –dijo–, perdóname, pero yo le sacudo.
–Ni lo sueñes –respondió Jesús–. Yo lo he perdonado y tú también debes perdonar. En el fondo es un buen hombre.
–Jesús, no te fíes de los rojos: esos tiran a embromar. Míralo bien: ¿no ves la facha de bribón que tiene?
–Una cara como todas las demás. Don Camilo, ¡tú tienes el corazón envenenado!
–Jesús, si os he servido bien, concededme una gracia: dejad por lo menos que le sacuda ese cirio en el lomo. ¿Qué es una vela, Jesús mío?
–No –respondió Jesús–. Tus manos están hechas para bendecir, no para golpear.
Don Camilo suspiró. Se inclinó y salió de la verja. Se volvió hacia el altar para persignarse una vez más, y así se encontró detrás de Pepón, quien, arrodillado, estaba sumergido en sus rezos.
–Está bien –gimió don Camilo juntando las palmas y mirando a Jesús–. ¡Las manos están hechas para bendecir, pero los pies no!
–También esto es cierto –dijo Jesús de lo alto–. Pero te recomiendo, don Camilo: ¡uno solo!
El puntapié partió como un rayo. Pepón lo aguantó sin parpadear, luego se levantó y suspiró aliviado.
–Hace diez minutos que lo esperaba –dijo–. Ahora me siento mejor.
–Yo también –exclamó don Camilo, que se sentía el corazón despejado y limpio como el cielo sereno.
Jesús nada dijo. Pero se veía que también él estaba contento.