TERCERA HISTORIA
¿Muchachas? No; nada de muchachas. Si se trata de hacer un poco de jarana en la hostería, de cantar un rato, siempre dispuesto. Pero nada más. Ya tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la Fábrica. Tenía yo catorce años y regresaba a casa en bicicleta por ese camino. Un ciruelo asomaba una rama por encima de un pequeño muro y cierta vez me detuve.
Una muchacha venía de los campos con una cesta en la mano y la llamé. Debía tener unos diecinueve años porque era mucho más alta que yo y bien formada.
–¿Quieres hacerme de escalera? –le dije.
La muchacha dejó la cesta y yo me trepé sobre sus hombros. La rama estaba cargada de ciruelas amarillas y llené de ellas la camisa.
–Extiende el delantal, que vamos a medias –dije a la muchacha.
Ella contestó que no valía la pena.
–¿No te agradan las ciruelas? –pregunté.
–Sí, pero yo puedo arrancarlas cuando quiero. La planta es mía: yo vivo allí –me dijo.
Yo tenía entonces catorce años y llevaba los pantalones cortos, pero trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Ella era mucho más alta que yo y formada como una mujer.
–Tú tomas el pelo a la gente –exclamé mirándola enojado–; pero yo soy capaz de romperte la cara, larguirucha.
No dijo palabra.
La encontré dos tardes después siempre en el camino.
–¡Adiós, larguirucha! –le grité. Luego le hice una fea mueca con la boca. Ahora no podría hacerla, pero entonces las hacía mejor que el capataz, que ha aprendido en Nápoles. La encontré otras veces, pero ya no le dije nada. Finalmente una tarde perdí la paciencia, salté de la bicicleta y le atajé el paso.
–¿Se podría saber por qué me miras así? –le pregunté echándome a un lado la visera de la gorra. La muchacha abrió dos ojos claros como el agua, dos ojos como jamás había visto.
–Yo no te miro –contestó tímidamente. Subí a mi bicicleta.
–¡Cuídate, larguirucha! –le grité–. Yo no bromeo.
Una semana después la vi de lejos, que iba caminando acompañada por un mozo, y me dio una tremenda rabia. Me alcé en pie sobre los pedales y empecé a correr como un condenado. A dos metros del muchacho viré y al pasarle cerca le di un empujón y lo dejé en el suelo aplastado como una cáscara de higo.
Oí que de atrás me gritaba hijo de mala mujer y entonces desmonté y apoyé la bicicleta en un poste telegráfico cerca de un montón de grava. Vi que corría a mi encuentro como un condenado: era un mozo de unos veinte años, y de un puñetazo me habría descalabrado. Pero yo trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Cuando lo tuve a tiro le disparé una pedrada que le dio justo en la cara.
Mi padre era un mecánico extraordinario y cuando tenía una llave inglesa en la mano hacía escapar a un pueblo entero; pero también mi padre, si veía que yo conseguía levantar una piedra, daba media vuelta y para pegarme esperaba que me durmiese. ¡Y era mi padre! ¡Imagínense ese bobo! Le llené la cara de sangre, y luego, cuando me dio la gana, salté en mi bicicleta y me marché.
Dos tardes anduve dando rodeos, hasta que la tercera volví por el camino de la Fábrica y apenas vi a la muchacha, la alcancé y desmonté a la americana, saltando del asiento hacia atrás.
Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera cubierta de herrumbre; pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás desmontaba: tomaba el manubrio a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo.
Desmonté y me encontré frente a la muchacha. Yo llevaba la cesta colgada del manubrio y saqué una piquetilla.
–Si te vuelvo a encontrar con otro, te parto la cabeza a ti y a él –dije.
La muchacha me miró con aquellos sus ojos malditos, claros como el agua.
–¿Por qué hablas así? –me preguntó en voz baja.
Yo no lo sabía, pero ¿qué importa?
–Porque sí –contesté–. Tú debes ir de paseo sola o si no, conmigo.
–Yo tengo diecinueve años y tú catorce cuando más –dijo–. Si al menos tuvieras dieciocho, ya sería otra cosa. Ahora soy una mujer y tú eres un muchacho.
–Pues espera a que yo tenga dieciocho años –grité–. Y cuidado con verte en compañía de alguno, porque entonces estás frita.
Yo era entonces peón de albañil y no tenía miedo de nada: cuando sentía hablar de mujeres, me mandaba a mudar. Se me importaban un pito las mujeres, pero ésa no debía hacer la estúpida con los demás.
Vi a la muchacha durante casi cuatro años todas las tardes, menos los domingos. Estaba siempre allí, apoyada en el tercer poste del telégrafo, en el camino de la Fábrica. Si llovía tenía su buen paraguas abierto. No me paré ni una sola vez.
–Adiós –le decía al pasar.
–Adiós –me contestaba.
El día que cumplí los dieciocho años desmonté de la bicicleta.
–Tengo dieciocho años –le dije–. Ahora puedes salir de paseo conmigo. Si te haces la estúpida, te rompo la cabeza.
Ella tenía entonces veintitrés y se había hecho una mujer completa. Pero tenía siempre los mismos ojos claros como el agua y hablaba siempre en voz baja, como antes.
–Tú tienes dieciocho años –me contestó–, pero yo tengo veintitrés. Los muchachos me tomarían a pedradas si me viesen ir en compañía de uno tan joven.
Dejé caer la bicicleta al suelo, recogí un guijarro chato y le dije:
–¿Ves aquel aislador, el primero del tercer poste?
Con la cabeza me hizo seña que sí.
Le apunté al centro y quedó solamente el gancho de hierro, desnudo como un gusano.
–Los muchachos –exclamé–, antes de tomarnos a pedradas deberán saber trabajar así.
–Decía por decir –explicó la muchacha–. No está bien que una mujer vaya de paseo con un menor. ¡Si al menos hubieses hecho el servicio militar!... Ladeé a la izquierda la visera de la gorra.
–¿Querida mía, por casualidad me has tomado por un tonto? Cuando haya hecho el servicio militar, yo tendré veintiún años y tú tendrás veintiséis, y entonces empezarás de nuevo la historia.
–No –contestó la muchacha– entre dieciocho años y veintitrés es una cosa y entre veintiuno y veintiséis es otra. Más se vive, menos cuentan las diferencias de edades. Que un hombre tenga veintiuno o veintiséis es lo mismo.
Me parecía un razonamiento justo, pero yo no era tipo que se dejase llevar de la nariz.
–En ese caso volveremos a hablar cuando haya hecho el servicio militar –dije saltando en la bicicleta–. Pero mira que si cuando vuelvo no te encuentro, vengo a romperte la cabeza aunque sea bajo la cama de tu padre.
Todas las tardes la veía parada junto al tercer poste de la luz; pero yo nunca descendí. Le daba las buenas tardes y ella me contestaba buenas tardes. Cuando me llamaron a las filas, le grité:
–Mañana parto para la conscripción.
–Hasta la vista –contestó la muchacha.
–Ahora no es el caso de recordar toda mi vida militar. Soporté dieciocho meses de fajina y en el regimiento no cambié. Habré hecho tres meses de ejercicios; puede decirse que todas las tardes me mandaban arrestado o estaba preso.
Apenas pasaron los dieciocho meses me devolvieron a casa. Llegué al atardecer y sin vestirme de civil, salté en la bicicleta y me dirigí al camino de la Fábrica. Si ésa me salía de nuevo con historias, la mataba a golpes con la bicicleta.
Lentamente empezaba a caer la noche y yo corría como un rayo pensando dónde diablos la encontraría. Pero no tuve que buscarla: la muchacha estaba allí, esperándome puntualmente bajo el tercer poste del telégrafo. Era tal cual la había dejado y los ojos eran los mismos, idénticos.
Desmonté delante de ella.
–Concluí –le dije, enseñándole la papeleta de licenciamiento. La Italia sentada quiere decir licencia sin término. Cuando Italia está de pie significa licencia provisoria
–Es muy linda –contestó la muchacha.
–Yo había corrido como un alma que lleva el diablo y tenía la garganta seca.
–¿Podría tomar un par de aquellas ciruelas amarillas de la otra vez? –pregunté.
La muchacha suspiró.
–Lo siento, pero el árbol se quemó.
–¿Se quemó? –dije con asombro–. ¿De cuando aquí los ciruelos se queman?
–Hace seis meses –contestó la muchacha. –Una noche prendió el fuego en el pajar y la casa se incendió y todas las plantas del huerto ardieron como fósforos.
Todo se ha quemado. Al cabo de dos horas sólo quedaban las puertas. ¿Las ves?
Miré al fondo y vi un trozo de muro negro, con una ventana que se abría sobre el cielo rojo.
–¿Y tú? –le pregunté.
–También yo –dijo con un suspiro–; también yo como todo lo demás. Un montoncito de cenizas y sanseacabó.
Miré a la muchacha que estaba apoyada en el poste del telégrafo; la miré fijamente, y a través de su cara y de su cuerpo, vi las vetas de la madera del poste y las hierbas de la zanja. Le puse un dedo sobre la frente y toqué el palo del telégrafo.
–¿Te hice daño? –pregunté.
–Ninguno.
Quedamos un rato en silencio, mientras el cielo se tornaba de un rojo cada vez más oscuro.
–¿Y entonces? –dije finalmente.
–Te he esperado –suspiró la muchacha– para hacerte ver que la culpa no es mía. ¿Puedo irme ahora?
Yo tenía entonces veintiún años y era un tipo como para llamar la atención. Las muchachas cuando me veían pasar sacaban afuera el pecho como si se encontrasen en la revista del general y me miraban hasta perderme de vista a la distancia.
–Entonces –repitió la muchacha–, ¿puedo irme?
–No –le contesté. –Tú debes esperarme hasta que yo haya terminado este otro servicio. De mí no te ríes, querida mía.
–Está bien –dijo la muchacha. Y me pareció que sonreía.
Pero estas estupideces no son de mi gusto y enseguida me alejé.
Han corrido doce años y todas las tardes nos vemos. Yo paso sin desmontar siquiera de la bicicleta.
–Adiós.
–Adiós.
–¿Comprenden ustedes? Si se trata de cantar a poco en la hostería, de hacer un poco de jarana, siempre dispuesto. Pero nada más. Yo tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo sobre el camino de la Fábrica.
Uno ahora me dice: hermano ¿por qué me cuentas, estas historias?
Porque sí, respondo yo. Porque es preciso darse cuenta de que en esta desgraciada lonja de tierra situada entre el río y el monte pueden suceder cosas que no ocurren en otra parte. Cosas que nunca desentonan con el paisaje. Allá sopla un aire especial que hace bien a los vivos y a los muertos, y allá tienen un alma hasta los perros. Entonces se comprende mejor a don Camilo, a Pepón y a toda la otra gente. Y nadie se asombra de que el Cristo hable y de que uno pueda romperle la cabeza a otro, pero honradamente, es decir, sin odio. Tampoco asombra que al fin dos enemigos se encuentren de acuerdo sobre las cosas esenciales.
Porque es el amplio, el eterno respiro del río el que limpia el aire. Del río plácido y majestuoso, sobre cuyo dique; al atardecer, pasa rápida la Muerte en bicicleta. O pasas tú de noche sobre el dique y te detienes, te sientas y te pones a mirar dentro de– un pequeño cementerio que está allí, debajo del terraplén. Y si la sombra de un muerto viene a sentarse junto a ti, no te espantas y te pones a platicar tranquilamente con ella.
He aquí el aire que se respira en esa faja de tierra a trasmano; y se comprende fácilmente en qué Pueden convertirse allá las cosas de la política.
En estas historias habla a menudo el Cristo crucificado, pues los personajes principales son tres: el cura don Camilo, el comunista Pepón y el Cristo crucificado.
Y bien, aquí conviene explicarse: si los curas se sienten ofendidos por causa de don Camilo, son muy dueños de romperme en la cabeza la vela más gorda; si los comunistas se sienten ofendidos por causa de Pepón, también son muy dueños de sacudirme con un palo en el lomo. Pero si algún otro se siente ofendido por causa de los discursos del Cristo, no hay nada que hacer, porqué el que habla en mi historia no es Cristo, sino mi Cristo, esto es, la voz de mi conciencia.
Asunto mío personal; asuntos íntimos míos.
Conque, cada uno para sí y Dios con todos.
¿Muchachas? No; nada de muchachas. Si se trata de hacer un poco de jarana en la hostería, de cantar un rato, siempre dispuesto. Pero nada más. Ya tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la Fábrica. Tenía yo catorce años y regresaba a casa en bicicleta por ese camino. Un ciruelo asomaba una rama por encima de un pequeño muro y cierta vez me detuve.
Una muchacha venía de los campos con una cesta en la mano y la llamé. Debía tener unos diecinueve años porque era mucho más alta que yo y bien formada.
–¿Quieres hacerme de escalera? –le dije.
La muchacha dejó la cesta y yo me trepé sobre sus hombros. La rama estaba cargada de ciruelas amarillas y llené de ellas la camisa.
–Extiende el delantal, que vamos a medias –dije a la muchacha.
Ella contestó que no valía la pena.
–¿No te agradan las ciruelas? –pregunté.
–Sí, pero yo puedo arrancarlas cuando quiero. La planta es mía: yo vivo allí –me dijo.
Yo tenía entonces catorce años y llevaba los pantalones cortos, pero trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Ella era mucho más alta que yo y formada como una mujer.
–Tú tomas el pelo a la gente –exclamé mirándola enojado–; pero yo soy capaz de romperte la cara, larguirucha.
No dijo palabra.
La encontré dos tardes después siempre en el camino.
–¡Adiós, larguirucha! –le grité. Luego le hice una fea mueca con la boca. Ahora no podría hacerla, pero entonces las hacía mejor que el capataz, que ha aprendido en Nápoles. La encontré otras veces, pero ya no le dije nada. Finalmente una tarde perdí la paciencia, salté de la bicicleta y le atajé el paso.
–¿Se podría saber por qué me miras así? –le pregunté echándome a un lado la visera de la gorra. La muchacha abrió dos ojos claros como el agua, dos ojos como jamás había visto.
–Yo no te miro –contestó tímidamente. Subí a mi bicicleta.
–¡Cuídate, larguirucha! –le grité–. Yo no bromeo.
Una semana después la vi de lejos, que iba caminando acompañada por un mozo, y me dio una tremenda rabia. Me alcé en pie sobre los pedales y empecé a correr como un condenado. A dos metros del muchacho viré y al pasarle cerca le di un empujón y lo dejé en el suelo aplastado como una cáscara de higo.
Oí que de atrás me gritaba hijo de mala mujer y entonces desmonté y apoyé la bicicleta en un poste telegráfico cerca de un montón de grava. Vi que corría a mi encuentro como un condenado: era un mozo de unos veinte años, y de un puñetazo me habría descalabrado. Pero yo trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Cuando lo tuve a tiro le disparé una pedrada que le dio justo en la cara.
Mi padre era un mecánico extraordinario y cuando tenía una llave inglesa en la mano hacía escapar a un pueblo entero; pero también mi padre, si veía que yo conseguía levantar una piedra, daba media vuelta y para pegarme esperaba que me durmiese. ¡Y era mi padre! ¡Imagínense ese bobo! Le llené la cara de sangre, y luego, cuando me dio la gana, salté en mi bicicleta y me marché.
Dos tardes anduve dando rodeos, hasta que la tercera volví por el camino de la Fábrica y apenas vi a la muchacha, la alcancé y desmonté a la americana, saltando del asiento hacia atrás.
Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera cubierta de herrumbre; pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás desmontaba: tomaba el manubrio a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo.
Desmonté y me encontré frente a la muchacha. Yo llevaba la cesta colgada del manubrio y saqué una piquetilla.
–Si te vuelvo a encontrar con otro, te parto la cabeza a ti y a él –dije.
La muchacha me miró con aquellos sus ojos malditos, claros como el agua.
–¿Por qué hablas así? –me preguntó en voz baja.
Yo no lo sabía, pero ¿qué importa?
–Porque sí –contesté–. Tú debes ir de paseo sola o si no, conmigo.
–Yo tengo diecinueve años y tú catorce cuando más –dijo–. Si al menos tuvieras dieciocho, ya sería otra cosa. Ahora soy una mujer y tú eres un muchacho.
–Pues espera a que yo tenga dieciocho años –grité–. Y cuidado con verte en compañía de alguno, porque entonces estás frita.
Yo era entonces peón de albañil y no tenía miedo de nada: cuando sentía hablar de mujeres, me mandaba a mudar. Se me importaban un pito las mujeres, pero ésa no debía hacer la estúpida con los demás.
Vi a la muchacha durante casi cuatro años todas las tardes, menos los domingos. Estaba siempre allí, apoyada en el tercer poste del telégrafo, en el camino de la Fábrica. Si llovía tenía su buen paraguas abierto. No me paré ni una sola vez.
–Adiós –le decía al pasar.
–Adiós –me contestaba.
El día que cumplí los dieciocho años desmonté de la bicicleta.
–Tengo dieciocho años –le dije–. Ahora puedes salir de paseo conmigo. Si te haces la estúpida, te rompo la cabeza.
Ella tenía entonces veintitrés y se había hecho una mujer completa. Pero tenía siempre los mismos ojos claros como el agua y hablaba siempre en voz baja, como antes.
–Tú tienes dieciocho años –me contestó–, pero yo tengo veintitrés. Los muchachos me tomarían a pedradas si me viesen ir en compañía de uno tan joven.
Dejé caer la bicicleta al suelo, recogí un guijarro chato y le dije:
–¿Ves aquel aislador, el primero del tercer poste?
Con la cabeza me hizo seña que sí.
Le apunté al centro y quedó solamente el gancho de hierro, desnudo como un gusano.
–Los muchachos –exclamé–, antes de tomarnos a pedradas deberán saber trabajar así.
–Decía por decir –explicó la muchacha–. No está bien que una mujer vaya de paseo con un menor. ¡Si al menos hubieses hecho el servicio militar!... Ladeé a la izquierda la visera de la gorra.
–¿Querida mía, por casualidad me has tomado por un tonto? Cuando haya hecho el servicio militar, yo tendré veintiún años y tú tendrás veintiséis, y entonces empezarás de nuevo la historia.
–No –contestó la muchacha– entre dieciocho años y veintitrés es una cosa y entre veintiuno y veintiséis es otra. Más se vive, menos cuentan las diferencias de edades. Que un hombre tenga veintiuno o veintiséis es lo mismo.
Me parecía un razonamiento justo, pero yo no era tipo que se dejase llevar de la nariz.
–En ese caso volveremos a hablar cuando haya hecho el servicio militar –dije saltando en la bicicleta–. Pero mira que si cuando vuelvo no te encuentro, vengo a romperte la cabeza aunque sea bajo la cama de tu padre.
Todas las tardes la veía parada junto al tercer poste de la luz; pero yo nunca descendí. Le daba las buenas tardes y ella me contestaba buenas tardes. Cuando me llamaron a las filas, le grité:
–Mañana parto para la conscripción.
–Hasta la vista –contestó la muchacha.
–Ahora no es el caso de recordar toda mi vida militar. Soporté dieciocho meses de fajina y en el regimiento no cambié. Habré hecho tres meses de ejercicios; puede decirse que todas las tardes me mandaban arrestado o estaba preso.
Apenas pasaron los dieciocho meses me devolvieron a casa. Llegué al atardecer y sin vestirme de civil, salté en la bicicleta y me dirigí al camino de la Fábrica. Si ésa me salía de nuevo con historias, la mataba a golpes con la bicicleta.
Lentamente empezaba a caer la noche y yo corría como un rayo pensando dónde diablos la encontraría. Pero no tuve que buscarla: la muchacha estaba allí, esperándome puntualmente bajo el tercer poste del telégrafo. Era tal cual la había dejado y los ojos eran los mismos, idénticos.
Desmonté delante de ella.
–Concluí –le dije, enseñándole la papeleta de licenciamiento. La Italia sentada quiere decir licencia sin término. Cuando Italia está de pie significa licencia provisoria
–Es muy linda –contestó la muchacha.
–Yo había corrido como un alma que lleva el diablo y tenía la garganta seca.
–¿Podría tomar un par de aquellas ciruelas amarillas de la otra vez? –pregunté.
La muchacha suspiró.
–Lo siento, pero el árbol se quemó.
–¿Se quemó? –dije con asombro–. ¿De cuando aquí los ciruelos se queman?
–Hace seis meses –contestó la muchacha. –Una noche prendió el fuego en el pajar y la casa se incendió y todas las plantas del huerto ardieron como fósforos.
Todo se ha quemado. Al cabo de dos horas sólo quedaban las puertas. ¿Las ves?
Miré al fondo y vi un trozo de muro negro, con una ventana que se abría sobre el cielo rojo.
–¿Y tú? –le pregunté.
–También yo –dijo con un suspiro–; también yo como todo lo demás. Un montoncito de cenizas y sanseacabó.
Miré a la muchacha que estaba apoyada en el poste del telégrafo; la miré fijamente, y a través de su cara y de su cuerpo, vi las vetas de la madera del poste y las hierbas de la zanja. Le puse un dedo sobre la frente y toqué el palo del telégrafo.
–¿Te hice daño? –pregunté.
–Ninguno.
Quedamos un rato en silencio, mientras el cielo se tornaba de un rojo cada vez más oscuro.
–¿Y entonces? –dije finalmente.
–Te he esperado –suspiró la muchacha– para hacerte ver que la culpa no es mía. ¿Puedo irme ahora?
Yo tenía entonces veintiún años y era un tipo como para llamar la atención. Las muchachas cuando me veían pasar sacaban afuera el pecho como si se encontrasen en la revista del general y me miraban hasta perderme de vista a la distancia.
–Entonces –repitió la muchacha–, ¿puedo irme?
–No –le contesté. –Tú debes esperarme hasta que yo haya terminado este otro servicio. De mí no te ríes, querida mía.
–Está bien –dijo la muchacha. Y me pareció que sonreía.
Pero estas estupideces no son de mi gusto y enseguida me alejé.
Han corrido doce años y todas las tardes nos vemos. Yo paso sin desmontar siquiera de la bicicleta.
–Adiós.
–Adiós.
–¿Comprenden ustedes? Si se trata de cantar a poco en la hostería, de hacer un poco de jarana, siempre dispuesto. Pero nada más. Yo tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo sobre el camino de la Fábrica.
Uno ahora me dice: hermano ¿por qué me cuentas, estas historias?
Porque sí, respondo yo. Porque es preciso darse cuenta de que en esta desgraciada lonja de tierra situada entre el río y el monte pueden suceder cosas que no ocurren en otra parte. Cosas que nunca desentonan con el paisaje. Allá sopla un aire especial que hace bien a los vivos y a los muertos, y allá tienen un alma hasta los perros. Entonces se comprende mejor a don Camilo, a Pepón y a toda la otra gente. Y nadie se asombra de que el Cristo hable y de que uno pueda romperle la cabeza a otro, pero honradamente, es decir, sin odio. Tampoco asombra que al fin dos enemigos se encuentren de acuerdo sobre las cosas esenciales.
Porque es el amplio, el eterno respiro del río el que limpia el aire. Del río plácido y majestuoso, sobre cuyo dique; al atardecer, pasa rápida la Muerte en bicicleta. O pasas tú de noche sobre el dique y te detienes, te sientas y te pones a mirar dentro de– un pequeño cementerio que está allí, debajo del terraplén. Y si la sombra de un muerto viene a sentarse junto a ti, no te espantas y te pones a platicar tranquilamente con ella.
He aquí el aire que se respira en esa faja de tierra a trasmano; y se comprende fácilmente en qué Pueden convertirse allá las cosas de la política.
En estas historias habla a menudo el Cristo crucificado, pues los personajes principales son tres: el cura don Camilo, el comunista Pepón y el Cristo crucificado.
Y bien, aquí conviene explicarse: si los curas se sienten ofendidos por causa de don Camilo, son muy dueños de romperme en la cabeza la vela más gorda; si los comunistas se sienten ofendidos por causa de Pepón, también son muy dueños de sacudirme con un palo en el lomo. Pero si algún otro se siente ofendido por causa de los discursos del Cristo, no hay nada que hacer, porqué el que habla en mi historia no es Cristo, sino mi Cristo, esto es, la voz de mi conciencia.
Asunto mío personal; asuntos íntimos míos.
Conque, cada uno para sí y Dios con todos.