22 mayo 2008
de "las sandalias del pescador' por Morris West
El Papa había muerto. El camarlengo lo había anunciado. El maestro de Ceremonias, los notarios, los médicos, lo habían consignado bajo su firma para la eternidad. Su anillo estaba ya destrozado, y rotos sus sellos. Las campanas habían sonado en la ciudad. El cuerpo pontifical había sido entregado a los embalsamadores para ofrecerlo decorosamente a la veneración de los fieles. Ahora yacía entre velas blancas, en la Capilla Sixtina, y la Guardia Noble velaba sus restos bajo los frescos del Juicio Final de Miguel Ángel.
El Papa había muerto. Mañana, el clero de la Basílica reclamaría su cuerpo y lo expondría al pueblo en la capilla del Santísimo Sacramento. Al tercer día lo sepultarían, vestido con sus hábitos pontificios, con una mitra sobre la cabeza, un velo púrpura sobre el rostro y una manta de armiño rojo para que lo abrigase en la cripta. Las medallas y monedas que había acuñado serían sepultadas con él, para identificarlo ante quienquiera que lo exhumase mil años después. Lo encerrarían dentro de tres urnas selladas: una de ciprés, una de plomo para protegerlo de la humedad y para que llevase su escudo de armas y el certificado de su muerte; la última, de roble, para que su apariencia fuese la de otros hombres que bajan a la tumba en una caja de madera.
El Papa había muerto. Y orarían por él como por cualquier otro hombre: «No juzgues a tu siervo, oh, Señor... Líbralo de la muerte eterna.» Luego, lo descenderían dentro de la bóveda que quedaba bajo el altar mayor, donde, tal vez, y sólo tal vez, sus restos se desharían en polvo con el polvo de Pedro; y un albañil cerraría la bóveda con ladrillos y fijaría una placa de mármol con su nombre, su dignidad, la fecha de su nacimiento y la de su muerte.
El Papa había muerto. Lo llorarían con nueve días de misas y le darían nueve absoluciones; pues habiendo sido en vida más grande que otros hombres, su necesidad de ellas podría ser también mayor después de la muerte.
Entonces lo olvidarían, porque la Sede de Pedro estaba vacante, la vida de la Iglesia se hallaba en síncope y el Todopoderoso carecía de Vicario en este mundo atormentado.
La Sede de Pedro se hallaba vacante. De manera que los cardenales del Sacro Colegio se transformaron en depositarios de la autoridad del Pescador, aunque no poseyeran facultades para ejercerla. El poder no residía en ellos, sino en Cristo, y nadie podía asumirlo sino mediante una transmisión y elección legítimas.
La Sede de Pedro estaba vacante. De manera que acuñaron dos medallas, una para el camarlengo, que ostentaba un gran paraguas sobre llaves cruzadas. Bajo el paraguas no había nadie, indicándose así incluso a los más ignorantes que la Silla de los Apóstoles estaba vacía y que todo lo que se hacía era sólo con carácter interino. La segunda medalla era la del gobernador del Conclave: aquel que debía reunir a los cardenales de la Iglesia y encerrarlos bajo llave dentro de las habitaciones del Conclave, manteniéndolos allí hasta que hubiesen designado al nuevo Papa.
Cada moneda acuñada ahora en la Ciudad del Vaticano, cada estampilla emitida, llevaba las palabras sede vacante, que incluso los poco versados en latín, entendían como «mientras la Silla está vacante». El periódico del Vaticano llevaba la misma leyenda en su portada, y mantendría su franja negra de duelo hasta que se nombrase al nuevo Pontífice.
Todos los servicios informativos del mundo tenían algún representante instalado ante el umbral de la oficina de Prensa del Vaticano; y desde todos los puntos cardinales acudían ancianos doblegados por los años o las enfermedades, a vestir el escarlata de los príncipes y a sentarse en el Conclave, del que saldría un nuevo Papa.
El Papa había muerto. Mañana, el clero de la Basílica reclamaría su cuerpo y lo expondría al pueblo en la capilla del Santísimo Sacramento. Al tercer día lo sepultarían, vestido con sus hábitos pontificios, con una mitra sobre la cabeza, un velo púrpura sobre el rostro y una manta de armiño rojo para que lo abrigase en la cripta. Las medallas y monedas que había acuñado serían sepultadas con él, para identificarlo ante quienquiera que lo exhumase mil años después. Lo encerrarían dentro de tres urnas selladas: una de ciprés, una de plomo para protegerlo de la humedad y para que llevase su escudo de armas y el certificado de su muerte; la última, de roble, para que su apariencia fuese la de otros hombres que bajan a la tumba en una caja de madera.
El Papa había muerto. Y orarían por él como por cualquier otro hombre: «No juzgues a tu siervo, oh, Señor... Líbralo de la muerte eterna.» Luego, lo descenderían dentro de la bóveda que quedaba bajo el altar mayor, donde, tal vez, y sólo tal vez, sus restos se desharían en polvo con el polvo de Pedro; y un albañil cerraría la bóveda con ladrillos y fijaría una placa de mármol con su nombre, su dignidad, la fecha de su nacimiento y la de su muerte.
El Papa había muerto. Lo llorarían con nueve días de misas y le darían nueve absoluciones; pues habiendo sido en vida más grande que otros hombres, su necesidad de ellas podría ser también mayor después de la muerte.
Entonces lo olvidarían, porque la Sede de Pedro estaba vacante, la vida de la Iglesia se hallaba en síncope y el Todopoderoso carecía de Vicario en este mundo atormentado.
La Sede de Pedro se hallaba vacante. De manera que los cardenales del Sacro Colegio se transformaron en depositarios de la autoridad del Pescador, aunque no poseyeran facultades para ejercerla. El poder no residía en ellos, sino en Cristo, y nadie podía asumirlo sino mediante una transmisión y elección legítimas.
La Sede de Pedro estaba vacante. De manera que acuñaron dos medallas, una para el camarlengo, que ostentaba un gran paraguas sobre llaves cruzadas. Bajo el paraguas no había nadie, indicándose así incluso a los más ignorantes que la Silla de los Apóstoles estaba vacía y que todo lo que se hacía era sólo con carácter interino. La segunda medalla era la del gobernador del Conclave: aquel que debía reunir a los cardenales de la Iglesia y encerrarlos bajo llave dentro de las habitaciones del Conclave, manteniéndolos allí hasta que hubiesen designado al nuevo Papa.
Cada moneda acuñada ahora en la Ciudad del Vaticano, cada estampilla emitida, llevaba las palabras sede vacante, que incluso los poco versados en latín, entendían como «mientras la Silla está vacante». El periódico del Vaticano llevaba la misma leyenda en su portada, y mantendría su franja negra de duelo hasta que se nombrase al nuevo Pontífice.
Todos los servicios informativos del mundo tenían algún representante instalado ante el umbral de la oficina de Prensa del Vaticano; y desde todos los puntos cardinales acudían ancianos doblegados por los años o las enfermedades, a vestir el escarlata de los príncipes y a sentarse en el Conclave, del que saldría un nuevo Papa.
21 mayo 2008
Espíritu del 68: Raimon, "Al vent"
Al vent,
la cara al vent,
el cor al vent,
les mans al vent,
els ulls al vent,
al vent del món.
I tots,
tots plens de nit,
buscant la llum,
buscant la pau,
buscant a déu,
al vent del món.
La vida ens dóna penes,
ja el nàixer és un gran plor:
la vida pot ser eixe plor;
però nosaltres
al vent,
la cara al vent,
el cor al vent,
les mans al vent,
els ulls al vent,
al vent del món.
I tots,
tots plens de nit,
buscant la llum,
buscant la pau,
buscant a déu,
al vent del món.
la cara al vent,
el cor al vent,
les mans al vent,
els ulls al vent,
al vent del món.
I tots,
tots plens de nit,
buscant la llum,
buscant la pau,
buscant a déu,
al vent del món.
La vida ens dóna penes,
ja el nàixer és un gran plor:
la vida pot ser eixe plor;
però nosaltres
al vent,
la cara al vent,
el cor al vent,
les mans al vent,
els ulls al vent,
al vent del món.
I tots,
tots plens de nit,
buscant la llum,
buscant la pau,
buscant a déu,
al vent del món.
OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO
Al vent (1959)
Traducción de Miquel Pujadó.
AL VIENTO
Al viento,
la cara al viento,
el corazón al viento,
las manos al viento,
los ojos al viento,
al viento del mundo.
Y todos,
todos llenos de noche,
buscando la luz,
buscando la paz,
buscando a dios,
al viento del mundo.
La vida nos da penas,
ya al nacer es un gran llanto:
la vida puede ser ese llanto;
pero nosotros
al viento
la cara al viento,
el corazón al viento,
las manos al viento,
los ojos al viento,
al viento del mundo.
Y todos, todos llenos de noche
buscando la luz,
buscando la paz,
buscando a dios,
al viento del mundo.
20 mayo 2008
Cómo Lanzarote Quedó En El Monasterio E Hizo Que El Joven Velara
LA DEMANDA DEL SANTO GRAAL - Cómo Lanzarote Quedó En El Monasterio E Hizo Que El Joven Velara (3/...)
Aquella noche permaneció allí Lanzarote e hizo que el doncel velara en el monasterio; a la mañana siguiente, a la hora de prima, lo armó caballero; le calzó una de las espuelas y le dio el espaldarazo, deseándole que Dios lo hiciera noble caballero, pues no le faltaba ninguna virtud. Cuando había cumplido con todo lo que a novel caballero corresponde, le dijo: «Noble señor, ¿vendréis conmigo a la corte de mi señor, el rey Artús?» «Señor -le responde-, de ningún modo; no iré con vos.» Entonces, dice Lanzarote a la abadesa: «Señora, permitid que nuestro novel caballero venga con nosotros a la corte del rey, mi señor, pues allí aumentará bastante más su condición que si se queda aquí con vos.» «Señor –le responde-, no irá ahora; pero tan pronto como creamos que sea justo y necesario lo enviaremos.»
Aquella noche permaneció allí Lanzarote e hizo que el doncel velara en el monasterio; a la mañana siguiente, a la hora de prima, lo armó caballero; le calzó una de las espuelas y le dio el espaldarazo, deseándole que Dios lo hiciera noble caballero, pues no le faltaba ninguna virtud. Cuando había cumplido con todo lo que a novel caballero corresponde, le dijo: «Noble señor, ¿vendréis conmigo a la corte de mi señor, el rey Artús?» «Señor -le responde-, de ningún modo; no iré con vos.» Entonces, dice Lanzarote a la abadesa: «Señora, permitid que nuestro novel caballero venga con nosotros a la corte del rey, mi señor, pues allí aumentará bastante más su condición que si se queda aquí con vos.» «Señor –le responde-, no irá ahora; pero tan pronto como creamos que sea justo y necesario lo enviaremos.»
19 mayo 2008
Cómo Lanzarote Se Fue Con La Doncella
LA DEMANDA DEL SANTO GRAAL - Cómo Lanzarote Se Fue Con La Doncella (2/...)
Tras esto ordena a un escudero que ensille su caballo y le traiga las armas. Al instante todo queda listo. Cuando el rey y los demás que estaban presentes ven esto, les pesa mucho. Al darse cuenta de que no conseguirán que se quede, le dejan ir. La reina le dice: «Lanzarote, ¿acaso nos vais a abandonar un día tan señalado como hoy?» «Señora, dice la doncella, sabed que lo tendréis de nuevo aquí mañana antes de la hora de cenar». «Id entonces, dice, pues si mañana no volviera, no iría hoy con mi consentimiento». El monta y la doncella también.
Se marchan sin más despedidas y sin más compañía que un escudero que con la doncella había venido. Cuando salen de Camaloc cabalgan tan deprisa que llegan al bosque. Toman el gran camino de herradura y avanzan más de media legua hasta llegar a un valle. Entonces contemplan delante de ellos, perpendicular al camino, una abadía de monjas. En cuanto se hubieron acercado un poco, la doncella se dirige hacia allá. Al llegar a la puerta llama el escudero, les abren, descabalgan y entran. Cuando supieron los de dentro que Lanzarote había llegado corren todos a su encuentro, manifestándole una gran alegría. Lo llevaron a un aposento, donde fue desarmado, y luego vio acostados sobre sendos lechos a sus dos primos, Boores y Lionel. Se sorprende. Los despierta, y cuando éstos lo ven, lo abrazan y lo besan. Entonces comienza la alegría entre los primos. «Noble señor -dice Boores a Lanzarote-, ¿qué aventura os ha traído aquí? Pensábamos encontraron en Camaloc.» El les cuenta cómo una doncella le ha llevado a aquel lugar, pero aún no sabe por qué.
Mientras hablaban así, entraron tres monjas que iban detrás de Galaz, muchacho tan hermoso y tan bien proporcionado en todos sus miembros que apenas encontraréis uno semejante en el mundo. La dama que era más alta lo llevaba por la mano y lloraba muy tiernamente. Al llegar ante Lanzarote le dijo: «Señor, os traigo a nuestro criado, nuestro gozo, nuestra protección y nuestra esperanza, para que lo hagáis caballero, pues, a nuestro entender, de nadie más noble que vos podría recibir la orden de caballería.» Mira al niño y lo ve adornado tan maravillosamente con todas las bellezas, que piensa no haber visto jamás a nadie de su edad con una figura tan perfecta de hombre. Por la sencillez que se ve en él, espera que haga tantos bienes que le agrada prepararle para caballero. Responde a las damas que no se preocupen por esto, pues, ya que así lo desean, con gusto lo hará caballero. «Señor -dice la que lo llevaba-, queremos que sea esta noche o mañana.» «Por Dios -dice- será como queréis.»
Tras esto ordena a un escudero que ensille su caballo y le traiga las armas. Al instante todo queda listo. Cuando el rey y los demás que estaban presentes ven esto, les pesa mucho. Al darse cuenta de que no conseguirán que se quede, le dejan ir. La reina le dice: «Lanzarote, ¿acaso nos vais a abandonar un día tan señalado como hoy?» «Señora, dice la doncella, sabed que lo tendréis de nuevo aquí mañana antes de la hora de cenar». «Id entonces, dice, pues si mañana no volviera, no iría hoy con mi consentimiento». El monta y la doncella también.
Se marchan sin más despedidas y sin más compañía que un escudero que con la doncella había venido. Cuando salen de Camaloc cabalgan tan deprisa que llegan al bosque. Toman el gran camino de herradura y avanzan más de media legua hasta llegar a un valle. Entonces contemplan delante de ellos, perpendicular al camino, una abadía de monjas. En cuanto se hubieron acercado un poco, la doncella se dirige hacia allá. Al llegar a la puerta llama el escudero, les abren, descabalgan y entran. Cuando supieron los de dentro que Lanzarote había llegado corren todos a su encuentro, manifestándole una gran alegría. Lo llevaron a un aposento, donde fue desarmado, y luego vio acostados sobre sendos lechos a sus dos primos, Boores y Lionel. Se sorprende. Los despierta, y cuando éstos lo ven, lo abrazan y lo besan. Entonces comienza la alegría entre los primos. «Noble señor -dice Boores a Lanzarote-, ¿qué aventura os ha traído aquí? Pensábamos encontraron en Camaloc.» El les cuenta cómo una doncella le ha llevado a aquel lugar, pero aún no sabe por qué.
Mientras hablaban así, entraron tres monjas que iban detrás de Galaz, muchacho tan hermoso y tan bien proporcionado en todos sus miembros que apenas encontraréis uno semejante en el mundo. La dama que era más alta lo llevaba por la mano y lloraba muy tiernamente. Al llegar ante Lanzarote le dijo: «Señor, os traigo a nuestro criado, nuestro gozo, nuestra protección y nuestra esperanza, para que lo hagáis caballero, pues, a nuestro entender, de nadie más noble que vos podría recibir la orden de caballería.» Mira al niño y lo ve adornado tan maravillosamente con todas las bellezas, que piensa no haber visto jamás a nadie de su edad con una figura tan perfecta de hombre. Por la sencillez que se ve en él, espera que haga tantos bienes que le agrada prepararle para caballero. Responde a las damas que no se preocupen por esto, pues, ya que así lo desean, con gusto lo hará caballero. «Señor -dice la que lo llevaba-, queremos que sea esta noche o mañana.» «Por Dios -dice- será como queréis.»
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