En el dorado atardecer tocan a vísperas las campanas de la Catedral, las de la Concepción, las de los Picos. Tocan al oficio y a la vez al mañana, que será otro día, imprevisible jornada. A la busca y captura de la fábula y el signo de nuestro tiempo nos pone este toque a vísperas, estas impacientes campanas que despiertan las últimas horas de la tarde «Impaciencia, inseguridad»... «Mundo iste habet noctes suas, et non paucas», decía San Bernardo en su claro valle: lo decía, pienso yo, oyendo tocar a vísperas las dulces, argentinas campanas de su abadía, viendo irse el sol tras las colinas azules, caminando hacia la fuente aquella, cuya agua, trocada en riachuelo, socavaba el camino, tal que cada año había que hacer uno nuevo. Como este otro sobre el que bate el mar.
Una jornada veraniega no es propicia al rigor filosófico; lo sé. El mar ha devorado varios trozos del camino que llevaba al acantilado. Las olas golpean el farallón, y lo desconchan, abriendo cuevas y descalzando el muro. Todo el camino será devorado. La idea que uno tiene por los libros es que nada devora ya nada en la superficie de la tierra. Creo que todo el sentido de la civilización moderna pende de esta sensación de inmunidad contra la desaparición de lo construido. Esta carretera, esta lengua, esta ciudad, no pueden llegar al olvido y a la muerte. Este mundo, más o menos, permanecerá. Parece, a primera vista, que viven muchas cosas y mueren pocas en este planeta, ya tan habitado y viajado. La carretera Lugo-La Coruña será ancheada, transformada en una autopista, pero de Lugo a La Coruña irán las gentes y Lugo y La Coruña existirán por los siglos de los siglos. Timgad, Palmira, Salóbriga o Bretóbriga, son casos pasados, y ya no se dan en nuestros días... La verdad, no obstante, es que mueren muchas cosas, muchas más que las que pretenden vivir. Como en cualquier mitología de caverna, es probable que las únicas fuerzas permanentes son aquellas que desgastan, devastan y devoran sobre el haz de la tierra. La historia es un largo proceso de antropofagia, porque resulta, al fin y a la postre, que nadie ha devorado a nadie. Y menos que nadie, el tiempo, con mayúscula o sin ella.
La mayor seguridad de permanencia parece darla a la civilización moderna la densidad actual de población en el universo mundo. Esta densidad falla en punto a la variedad. Dicen que quedan en el mundo, por ejemplo, setenta mil armenios. Los árabes mataron el año 1940, según Saroyan, setenta y dos armenios en una emboscada. Hay setenta y dos armenios menos. A una idea antigua, importaría la conservación de esos setenta mil armenios escasos; a la idea moderna de civilización, importan más, mucho más, esos tres o cuatro millones de norteamericanos que han nacido últimamente; con lo cual se aumenta la tendencia al olvido, creada y sostenida por la civilización moderna: «La Humanidad pretende ser devorada de una sola vez» leí en Whitehead. ¿A tales vísperas tocan ahora esas presurosas campanas?
Las cosas, como siempre, marchan. Un día de verano parece, incluso, que marchan mejor. Dentro de cinco o seis años habrá que llegar por otro camino a los acantilados. Ya no quedarán más que cincuenta mil armenios. Los árabes tenderán emboscadas. Y las arenas correrán como viento bajo los cascos nerviosos de los corceles... ¿Un viento negro y púrpura como el que galopan los caballos en las batallas de Paolo Uccello?
Le llaman Uccello a Paolo di Dono porque gustaba de pintar pajarería coloreada. Pero el señor Paolo Uccello, que es uno de los máximos geómetras de la pintura, además de pájaros pintó las mayores batallas de que hay noticia. Algún erudito podrá averiguar los nombres de los caudillos y las enseñas de los soldados de sus batallas maestras. Yo le digo por anticipado que se equivoca. Lo he meditado bien. No pertenecen las batallas de Uccello a la historia militar del mundo: son batallas de la guerra futura. Una selva de lanzas amarillas, negras, rojas, de trompetas doradas, de penachos de insólitos colores; una ola o piedra en fusión, de corazas de plata, de soldados de acero precipitándose en la lucha: caballos azulnegro, verde oliva, rojinegros, unidos, en una explosión de metal, a un ímpetu ciclónico, arrollador. Son batallas inhumanas, batallas de la guerra futura. Se piensa en terribles «robots», en ciegos soldados mecánicos. Paolo Uccello es el pintor de la guerra futura. Vassari dice de él que fue uno de los primeros en pintar pájaros y paisajes. Sí, y el Diluvio Universal, en Santa María Novella, en la primavera de Florencia. Estas batallas de Paolo di Dono son las batallas de después del Diluvio Universal, de después de todos los diluvios. Son las batallas de la última hora de la Humanidad, de los hombres sin sangre en las venas, sin sol en los ojos, sin canciones en los labios. ¿Quién canta estancias del Ariosto yendo para batallas tales? ¿Qué Garcilaso de la Vega va a estas guerras con un emperador cristiano? ¿Qué Pedro Madruga madruga para tales cabalgadas? En el real aquel de la colina, con su coraza de llanto, sus armas de fuego frío y toda su falería de pecados, está Satanás esperando la última hora del hombre, que cabalga aquí a lusco de crepúsculo, sin ángel de la guarda... Sólo les falta a los armenios que quedan que en vez de los árabes, les pongan punto final unos «robots»...
Han tocado a vísperas las campanas de la Catedral, las de la Concepción, la de los Picos. El sol se va tras los montes de Este y del valle asciende a las más altas cumbres y a la creciente luna, una oscura, tibia, olorosa noche. Sobre el antiguo y amado Padornelo, enciende sus candelabros el lucero de la tarde.
“Vísperas” es un artículo de Álvaro Cunqueiro