25 marzo 2008

El hombre que calculaba de Malba Tahan. Cap. 3

CAPITULO III
Donde se narra la singular aventura de los treinta y cinco camellos que tenían que ser repartidos entre tres hermanos árabes. Cómo Beremiz Samir, el Hombre que Calculaba, efectuó un reparto que parecía imposible, dejando plenamente satisfechos a los tres querellantes. El lucro inesperado que obtuvimos con la transacción.
Hacía pocas horas que viajábamos sin detenernos cuando nos ocurrió una aventura digna de ser relatada, en la que mi compañero Beremiz, con gran talento, puso en práctica sus habilidades de eximio cultivador del Álgebra.

Cerca de un viejo albergue de caravanas medio abandonado, vimos tres hombres que discutían acaloradamente junto a un hato de camellos.
Entre gritos e improperios, en plena discusión, braceado como posesos, se oían exclamaciones:
—¡Que no puede ser!
—¡Es un robo!
—¡Pues yo no estoy de acuerdo!
El inteligente Beremiz procuró informarse de lo que discutían.
—Somos hermanos, explicó el más viejo, y recibimos como herencia esos 35 camellos. Según la voluntad expresa de mi padre, me corresponde la mitad, a mi hermano Hamed Namur una tercera parte y a Harim, el más joven, solo la novena parte. No sabemos, sin embargo, cómo efectuar la partición y a cada reparto propuesto por uno de nosotros sigue la negativa de los otros dos. Ninguna de las particiones ensayadas hasta el momento, nos ha ofrecido un resultado aceptable. Si la mitad de 35 es 17 y medio, si la tercera parte y también la novena de dicha cantidad tampoco son exactas ¿cómo proceder a tal partición?
—Muy sencillo, dijo el Hombre que Calculaba. Yo me comprometo a hacer con justicia ese reparto, mas antes permítanme que una a esos 35 camellos de la herencia este espléndido animal que nos trajo aquí en buena hora.
En este punto intervine en la cuestión.
—¿Cómo voy a permitir semejante locura? ¿Cómo vamos a seguir el viaje si nos quedamos sin el camello?
—No te preocupes, bagdalí, me dijo en voz baja Beremiz. Sé muy bien lo que estoy haciendo. Cédeme tu camello y verás a que conclusión llegamos.
Y tal fue el tono de seguridad con que lo dijo que le entregué sin el menor titubeo mi bello jamal, que, inmediatamente, pasó a incrementar la cáfila que debía ser repartida entre los tres herederos.
—Amigos míos, dijo, voy a hacer la división justa y exacta de los camellos, que como ahora ven son 36.
Y volviéndose hacia el más viejo de los hermanos, habló así:
—Tendrías que recibir, amigo mío, la mitad de 35, esto es: 17 y medio. Pues bien, recibirás la mitad de 36 y, por tanto, 18. Nada tienes que reclamar puesto que sales ganando con esta división.
Y dirigiéndose al segundo heredero, continuó:
—Y tú, Hamed, tendrías que recibir un tercio de 35, es decir 11 y poco más. Recibirás un tercio de 36, esto es, 12. No podrás protestar, pues también tú sales ganando en la división.
Y por fin dijo al más joven:
—Y tú, joven Harim Namur, según la última voluntad de tu padre, tendrías que recibir una novena parte de 35, o sea 3 camellos y parte del otro. Sin embargo, te daré la novena parte de 36 o sea, 4. Tu ganancia será también notable y bien podrás agradecerme el resultado.
Y concluyó con la mayor seguridad:
—Por esta ventajosa división que a todos ha favorecido, corresponden 18 camellos al primero, 12 al segundo y 4 al tercero, lo que da un resultado — 18 + 12 + 4 — de 34 camellos. De los 36 camellos sobran por tanto dos. Uno, como saben, pertenece al badalí, mi amigo y compañero; otro es justo que me corresponda, por haber resuelto a satisfacción de todos el complicado problema de la herencia.
—Eres inteligente, extranjero, exclamó el más viejo de los tres hermanos, y aceptamos tu división con la seguridad de que fue hecha con justicia y equidad.
Y el astuto Beremiz —el Hombre que Calculaba— tomó posesión de uno de los más bellos jamales del hato, y me dijo entregándome por la rienda el animal que me pertenecía:
—Ahora podrás, querido amigo, continuar el viaje en tu camello, manso y seguro. Tengo otro para mi especial servicio.
Y seguimos camino hacia Bagdad.
Malba Tahan = Julio César de Mello y Souza

24 marzo 2008

Pirámide de Leoh Ming Pei. París

Piramide de Leoh Ming Pei

La lluvia

La lluvia menudita ha mojado todo suavemente, silenciosamente. Todavía llueve un poco pero voy a salir bajo los árboles, con los pies desnudos, para no mojar mis sandalias.

La lluvia de primavera es deliciosa. Las ramas cargadas de flores empapadas, tienen un perfume que me embriaga. La piel delicada de sus troncos brilla al sol.

¡Ay, qué de flores por el suelo! Tened piedad de las flores caídas; no barrerlas ni mezclarlas con el barro. Conservémoslas para las abejas.

Los escarabajos y los limacos cruzan el camino sorteando los charcos. No quiero pisarlos; ni quiero asustar a ese lagarto dorado que se despereza entornando los párpados.

"La lluvia" en las 'Canciones de Bilitis' de Pierre Loüys

23 marzo 2008

Un árbol en los Jardines de la Isla de Aranjuez

Árbol añoso

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (y 10)

En Buenos Aires, donde tenía que quedarse mientras el Beagle continuaba con sus mediciones y exploraciones, Darwin vivió en casa de un mister Lumb, un respetable residente inglés. La señora Lumb le hacía recordar a Inglaterra cuando le servía el té. Había en la ciudad una serie de tiendas inglesas y estuvo comprando con gusto todo lo que no había tenido ocasión durante mucho tiempo: papel y plumas, cera de abejas y resina, ratoneras y jarras de vidrio para sus ejemplares, pólvora y balas para sus pistolas, un par de pantalones para Covington, que se reunió con él en Buenos Aires, y calcetines, guantes, pañuelos, un gorro de dormir, cigarros y rapé para él. Una de las listas de compras dice: «papel, tijeras, dentista, lle­var a arreglar el reloj, espuelas, dentista francés, cigarros, den­tista, animal sin cola, librería.» Evidentemente, sufría dolor de muelas, pero ¿qué es eso del animal sin cola? Además de todo ello escribió a su casa urgentemente pidiendo cuatro pares de zapatos de montaña muy fuertes, para Covington, nuevas lentes para su microscopio y libros, libros, sobre todo, libros científicos. Además de esto, estaban los ejemplares que había que preparar y enviar a Henslow: peces, insectos, ratones, piedras, doscientas pieles de pájaros y animales, una buena colección de huesos fósiles y muchas semillas exóticas, que esperaba hacer que crecieran en Inglaterra. La cuestión del dinero era un poco fastidiosa; sus excursiones por tierra resultaban caras y había gastado ya con creces su asignación. Ahora, al mandar una factura de ochenta libras más a su casa, se sintió intimidado pensando en lo que el doctor Darwin iría a decirle. Confiaba, no obstante —escribió a sus hermanas— en que su padre «después del primer gruñido», no escatimaría el dinero; evidentemente, era claro que este viaje estaba cam­biando su vida, que no podía volver allí sin ver todo lo que hubiese que ver, costara lo que costara. «Desearía que esta actitud no la compartiese de manera tan rotunda el capitán —escribió—. Se está comiendo su fortuna, o al menos está haciendo un gran agujero en ella porque pone de su bolsillo anticipado todos los objetos del viaje... Me ha preguntado si podría pagar de antemano un año de comida. Le he dicho que sí y así lo he hecho, porque no puedo negarme a una per­sona que es sistemáticamente tan espléndida para todos los que se acercan a él.»
Había otra razón para que Darwin se sintiera con remor­dimientos al pensar en su padre, y es que, más pronto o más tarde, tendría que decirle que no quería entrar en la iglesia. Pero, por el momento, lo tenía callado, y en sus cartas a casa no menciona nunca el asunto, no habla nunca de su porvenir y es solamente el presente el que cuenta. Es una alegría tre­menda para él cuando recibe cartas de su familia o de Henslow, cuyas misivas llega a saberse de memoria; pero no hay en él señales de nostalgia. Quiere siempre seguir adelante.
A Darwin realmente no le gustó Buenos Aires. Las plazas y las amplias calles eran hermosas, los teatros y los museos también, pero salía de la ciudad tan pronto como podía. Habían convenido que se uniría al Beagle antes de que este saliera de Montevideo, a fines de octubre, y pensaba que ello le daría un margen amplio de tiempo para hacer una excursión a caballo de trescientas millas hasta el río Paraná y la linda ciudad provinciana de Santa Fe, donde había oído decir que había huesos fósiles. El 27 de septiembre él y Covington salieron a caballo de Buenos Aires y cruzaron las pampas del Norte con sus cardos gigantes, que llegaban hasta el pecho. Al prin­cipio todo salió bien, y cerca de Santa Fe encontró los huesos fósiles que buscaba: todo un depósito enterrado en la margen de un río. Pero luego Darwin cayó enfermo con fiebre, proba­blemente malaria, porque describe cómo sus manos estaban negras por las picaduras de los mosquitos, siempre que se quitaba los guantes, y se vio obligado a guardar cama asis­tido por una cariñosa vieja. Se le ofrecieron extraños reme­dios, algunos inofensivos, tales como compresas de habas aplastadas en torno a su cabeza y otros «demasiado desagra­dables para mencionarlos siquiera». «Los perritos sin pelo —escribió— son muy buscados y estimados aquí para que duerman a los pies de los enfermos.» Cuando se sintió mejor decidió que sería más rápido volver por el río; así es que abandonaron sus caballos y subieron a bordo de un barco decrépito que salía para Buenos Aires. Fue un viaje exaspe­rante. El capitán argentino sentía miedo del menor soplo de viento y de la más ligera corriente que se agitara en torno a las islas y estuvieron pegados a tierra durante días siguiendo la corriente abajo solo durante unas horas al día. Por fin, gracias a Dios, dice en español Darwin en su libro de notas, el 12 de octubre llegaron a la pequeña aldea de Las Conchas, en las afueras de la capital y Darwin saltó a tierra corriendo para buscar un caballo, una canoa o cualquier otra cosa que le llevara a la ciudad. Inmediatamente se vio cercado de hombres armados, que le vedaban el paso. La revolución había estallado y la ciudad estaba bloqueada. Al parecer, el general Rosas estaba interesado, no solo en cazar indios salvajes, sino también en derribar al gobierno argentino. Loco de miedo por si perdía el Beagle, Darwin protestó y al fin después de una larga cabal­gada alrededor de la ciudad, se las compuso para llegar al campamento de otro general rebelde. Allí explicó que él era un íntimo e importantísimo amigo del general Rosas. Aquellas fueron «palabras mágicas» ■—dice Darwin—. Las circuns­tancias cambiaron inmediatamente. Una vez dentro de la ciudad y rodeado de sus amigos, se sintió a salvo, aunque su posición seguía siendo delicada; Covington estaba fuera todavía, así como sus trajes y los ejemplares que había coleccionado en su excursión. Dos semanas se pasó Darwin dándose a todos los diablos y su situación era parecida a la de Phileas Fogg y Passepartout en su frenético viaje de ochenta días alrededor del mundo. Por fin logró sobornar a un hombre para que saliera y trajese consigo a Covington. En realidad no cuenta cómo lo hizo; pero, en todo caso, Covington llegó y amo y criado se las arreglaron para llegar al barco, que se había deslizado a través del bloqueo y seguir río abajo hacia Monte­video. El corazón de Darwin debió de dar un suspiro de alivio cuando vio los mástiles del Beagle balanceándose plácidamente en la Bahía de Montevideo.
Durante este tiempo FitzRoy había estado trabajando tenazmente en sus exploraciones, comiendo solo en su camarote, obsesionado por el trabajo y sin un momento de respiro, ya que la responsabilidad de dirigir dos barcos era considerable. La mayor parte del trabajo tenía que hacerse en barcos pequeños, cerca del litoral, en mares muy duros, y resultaba un peligro y una preocupación constante para el capitán. En aquellos momentos FitzRoy estaba cotejando los datos que había tomado a lo largo de la costa de Patagonia en los últimos meses, y era una labor fastidiosa que requería mucha precisión. Darwin, todavía entusiasmado con sus aventuras, parece que debió entrar en el camarote y contarle todo lo ocurrido con la misma espontaneidad y exuberancia de un chico que vuelve de una excursión. Allí estaban sus maravillosos ejemplares para ex­tenderlos sobre cubierta, sus huesos prehistóricos, las pieles de los magníficos pájaros y animales, la araña «que tejía una tela como una vela y volaba luego ayudándose con ella por el aire», las serpientes metidas en los frascos de alcohol y los paquetes de semillas y flores desconocidas en Europa. Pero estaban también sus hazañas, que tenía que contar, la revolución, el viaje por el río Paraná, sus cabalgadas con los gauchos, las montañas desconocidas que él solo había escalado. FitzRoy tendría que haber sido de una fibra inhumana para no sentir un poco de envidia. Sin duda, el relato le divertía, pero es fácil imaginar aquella mirada aristocrática posándose en Darwin un poco fríamente. Y había que perdonarle si en algunos momentos le parecía que ya había oído bastante y con alguna frase cortés despedía a Darwin y le decía que sacara sus bártulos del camarote o caía en algunos de sus «severos silencios» e incluso si le preguntaba adonde le conducían todas aquellas maravillo­sas investigaciones. ¿Había conseguido relacionarlas con las verdades fundamentales de la Biblia? Aquello era lo importante, un cálculo que había que hacer con tanta precisión como la cartografía de la costa. No era cosa de no ver los árboles por culpa del bosque.
Pero Darwin, si hemos de hacer caso de sus cuadernos de notas, no pensaba demasiado en Dios en aquellos días; estaba absorto por los árboles y por todo lo que hubiese dentro del bosque y comenzaba a abrigar la sospecha de que la verdad no es algo que se nos impone desde arriba, sino algo que se nos revela pedazo a pedazo a través de las propias indagaciones del hombre sobre la Tierra. Así es que, posiblemente, se quedó un tanto decepcionado cuando la disciplina y la austeridad del Beagle se le fueron cerrando después de su regreso exuberante. Era como si volviese otra vez a la escuela.
A fines de 1833, cuando Darwin llegó al barco en Montevi­deo, el trabajo de la costa de Patagonia estaba terminado. La tri­pulación del Beagle había estado más de un año entre tormentas y fríos en la costa y estaban todos un poco cansados. Darwin, por su parte, no podía pensar más que en una cosa: en el día en que doblaran el Cabo y salieran a las soleadas y calmas aguas del Pa­cífico. «Ni siquiera la posibilidad de capturar un megaterio vivo» —decía— podría retenerle. Por entonces se había hecho una idea muy clara de la geología de la costa oriental; aquella porción había sido levantada sobre el nivel del mar, creía él, en una época relativamente cercana. Pero eran los Andes con sus grandes volcanes, lo que le proporcionaría la clave real de la geología de la Península. Navegar por el Pacífico y divisar las grandes montañas, era como el premio y el punto culminante de todo el viaje. A bordo del Beagle y de su hermano menor el Adventure había una gran emoción. Fueron embarcadas en Mon­tevideo provisiones para un año. El 7 de diciembre dijeron todos adiós por última vez al río de la Plata y se encaminaron hacia el Sur, abandonando el fangoso estuario para salir a las claras y azules aguas del Océano.
Artículo escrito por Alan Moorehead en Melbourne (Australia) y publicado en la “Revista de Occidente” en Agosto de 1970

22 marzo 2008

Jardines de Aranjuez

Jardines del Principe: estanque de los patos

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (9)

Se empieza a observar una tensión cada vez más dura en el carácter de FitzRoy a partir de este punto. Cuanto más se frustran sus planes y mayores son las dificultades, se hace más resuelto. No pierde el contacto con los sentimientos de su gente —FitzRoy no podría ser nunca un capitán Bligh—; pero el aspecto generoso y amable de su naturaleza tiende a ensombrecerse en su persistente afán de perfeccionamiento. El capitán era un cartógrafo soberbio, pero era en verdad dificultoso y peligroso el intento de cartografiar la costa de la América del Sur, envuelta en tormentas que apenas si habían cesado cuando volvían a empezar. Era demasiado para que un solo barco llevase a cabo esta tarea. FitzRoy decidió entonces adquirir un barco adicional para que le ayudara.
No había tiempo para consultar al Almirantazgo sobre este paso tan importante; sacaría el dinero de su propio bolsillo y ya lo recuperaría más tarde. Y así empieza por alquilar y manejar dos pequeños barcos y acaba comprando por las buenas, por mil trescientas libras, un navío norteamericano de ciento setenta toneladas, casi tan grande como el propio Beagle, al cual bautiza con el nombre de Adventure. FitzRoy tiene que acondicionar este barco e ir y venir con el Beagle entre la costa de Patagonia y Montevideo, para aprovisionar a su pequeña flota; pero nada importa si su trabajo progresa. Así, en los próximos dieciocho meses hizo FitzRoy un gran esfuerzo, y el esfuerzo le hizo adelgazar, le puso nervioso y le encerró dentro de sí mismo.
Con Darwin las cosas son distintas. Por entonces, en la primavera de 1833, tiene ya las pistas importantes de su tra­bajo, y los últimos residuos de vacilación e inexperiencia han sido barridos. Se ha hecho un miembro muy útil de la expedición. La idea de entrar en la iglesia se hace cada día más inconsistente; la historia natural le posee por completo. «No hay nada como la geología —escribe a Catherine—■. El placer del primer día de la caza de la perdiz o de la montería no es nada comparado con un buen montón de huesos fósiles que pueden contarnos la historia de los tiempos pasados como si fuese un len­guaje vivo...» «Recojo todas las criaturas que tengo tiempo de atrapar y preservar.» En su diario, que sostuvo pulcra­mente día tras día, puede verse cómo crece esta confianza; sus ideas se conforman y la especulación comienza a conver­tirse en teoría.
En mayo, cuando el Beagle tenía que salir para su explora­ción, Darwin bajó a tierra en Maldonado, una ciudad tranquila, olvidada, a unas sesenta millas al este de Montevideo; y allí estuvo diez semanas ordenando su colección de animales pájaros y reptiles, y haciendo paquetes con los huesos, rocas, plantas y pieles de pájaros y animales para enviarlas a su casa. En uno de sus cuadernos de notas hay catalogados mil quinientos veintinueve ejemplares, desde los peces hasta los hongos, que tenían que ser enviados a su casa en alcohol. «Mi colección de pájaros y cuadrúpedos está haciéndose perfecta» —escribe—. «Con unos pocos reales bastan para enrolar a todos los chicos de la ciudad a mi servicio y raro es el día que no me traen alguna curiosa criatura.» No era tan fácil para Henslow, que en el otro extremo del mundo no sabía lo que recibía. «Por amor de Dios, escribe en una ocasión, ¿qué es el número 233? Parece como los residuos de una explosión eléctrica, una masa de tizne. Algo verdaderamente curioso, me atrevería a decir.»
A fines de julio el Beagle recogió a Darwin y salió rumbo a El Carmen, Patagonia. Darwin estaba dispuesto para empezar una de sus grandes travesías por el interior. El Carmen, a dieciocho millas río arriba del Río Negro, era el punto más al Sur en el continente americano habitado por gente civilizada. Buenos Aires quedaba a unas seiscientas millas al Norte, y toda la extensión intermedia, las pampas, era terreno inexplo­rado, en donde las tribus de los indios vagaban y cazaban. Eran gentes fieras y agresivas cuando se les irritaba y grandes jinetes. En aquellos momentos estaban librando una lucha a muerte por sobrevivir contra los argentinos, que querían sus tie­rras para que pastasen sus ganados; en realidad era la historia del Medio Oeste norteamericano otra vez, salvo que aquí la lucha era más primitiva y dura. Los indios estaban luchando contra su exterminio; donde había habido aldeas de dos o tres mil habitantes en otro tiempo, en la época de la visita de Darwin la mayor parte de las tribus vagaban sin hogar por las pampas.
El general Rosas, comandante de las fuerzas argentinas, se había establecido a unas ochenta millas al norte de El Carmen en el Río Colorado, donde estaba más cerca de Bahía Blanca que era el otro campamento civilizado del territorio. Desde el Río Colorado, Rosas había establecido una leve línea de aprovisionamiento, una cuerda tendida de un puesto a otro, que llevaba hasta Buenos Aires. Aparte estos campa­mentos o «postas», pequeñas dotaciones en medio de la vasta llanura, toda la región era tierra de nadie, donde los indios atacaban a los viajeros como y cuando podían.
El plan de Darwin era el de cabalgar desde El Carmen hasta Río Colorado, ponerse en contacto con Rosas y, de posta en posta, llegar hasta Buenos Aires. Quería hacerlo, en parte, sospechamos, porque era una aventura que le fasci­naba por sí misma; pero, sobre todo, porque era la única forma de investigar de veras la geología, la flora y la fauna de las pampas. FitzRoy, que tenía madera de aventurero y de explorador, aprobó en seguida el plan; debió de producirle satisfacción el ver cómo el joven, inexperto y flojo que había reclutado en Londres, dos años atrás se había convertido en aquel compañero confiado en sí mismo, que se mostraba deseoso de ir a cualquier parte y de hacer cualquier cosa en interés de la ciencia y de la religión. Sí, ciertamente, de la religión, porque ¿quién sabía qué revelaciones de bíblica verdad no podían ser descubiertas en aquella tierra vasta y desconocida? Así es que se convino en que el Beagle volvería a recoger a Darwin en Bahía Blanca, a sesenta millas al norte de Río Colorado. Luego, si todo iba bien, podría este ir a caballo hasta Buenos Aires, cuatrocientas millas más arriba.
Un inglés llamado Harris vivía en El Carmen y se ofreció para hacer de guía hasta el Colorado. Darwin alquiló una es­colta de seis gauchos y el 11 de agosto dijo adiós a sus compa­ñeros del Beagle y se lanzó a la aventura. Su camino, al prin­cipio, se abría a través en un desierto y era asombroso cómo la llanura sin agua podía mantener tantas clases distintas de pájaros y animales. Tomó notas detalladas de las costumbres, vuelo, huevos y cantos de los pájaros. «Infinitamente dulce... Un pájaro que corre como un animal por el borde del seto, que vuela con dificultad y no muy alto... Una especie de chorlito de largas patas que grita como un perrito de caza... No hay nada tan aburrido como la ociosidad.» Una apuntación en su cuaderno de notas el 17 de agosto de 1833, en un momento en que el grupo fue detenido por la lluvia dice así: «Un día perdido dejando pasar el tiempo... No tengo libros... Envidio hasta a los gatitos que juegan en el suelo fangoso». No podía soportar la inacción de ninguna clase. El 4 de septiembre dice: «Cruel ennui... Encontré en los libros un placer exquisito.» Y en octubre: «Ennui... Un pájaro de pecho amarillo; canta bien.»
Generalmente los hombres acampaban por la noche alre­dedor del fuego en la llanura, con las sillas de montar como almohadones y las mantas de la montura como cobertores, y aquella escena tenía para Darwin una especie de magia: los caballos, amarrados al borde en torno de la hoguera, los restos de la cena de un avestruz o un ciervo esparcidos por el suelo, el golpear del tuco-tuco en su morada subterránea, los hombres fumando cigarros y jugando a las cartas, los perros vigilantes y todos haciendo una pausa si un ruido no familiar venía de la oscuridad... Pegaban las orejas al suelo y escu­chaban con atención; no podía saberse cómo ni cuándo iban a atacar los indios. Darwin quería a los gauchos. Eran duros y estaban tan curtidos como botas viejas; aun en aquel tiempo sin trabas, resultaban gentes libres y pintorescas, gentes de grandes mostachos y pelo negro, largo, cayéndoles por los hom­bros. Llevaban ponchos rojos y anchos calzones, botas blancas con grandes espolones y en los cinturones, cuchillos. Eran extremadamente corteses y miraban «como si fueran a cortarle a uno el cuello y a hacerle al mismo tiempo una reverencia.»
Por la tarde, el tercer día, el grupo llegó al campamento del general Rosas. Aquel lugar parecía más una guarida de bandidos que el cuartel de un ejército. Cañones, fusiles, carretas y sombreros de paja habían sido amontonados en una especie de cuadrilátero de cuatrocientas yardas de longitud, dentro del cual estaba el campamento de los rudos y ágiles jinetes del general. Muchos de ellos eran de sangre india, negra y española mezclada; otros eran auténticos indios de tribus que se habían pasado al bando argentino. Para acrecentar el esplendor, el campamento contaba también con una cohorte de espléndidas indias en trajes multicolores con largas trenzas negras colgán­doles por la espalda, que cabalgaban sujetando el caballo con las rodillas. Su cometido consistía en acomodar el bagaje de los soldados sobre los animales de carga, montar los campa­mentos y guisar la comida. Perros y otros animales iban y venían entre el polvo.
El general era tan flamante y gran jinete como sus hombres y tenía reputación de ser muy peligroso cuando se reía. En­tonces era fácil que ordenase que fuera fusilado un hombre o acaso que fuera torturado, suspendiéndole de brazos y piernas de cuatro postes clavados en el suelo. El general Rosas era también hombre autoritario; más tarde fue durante muchos años dictador de la Argentina. Recibió a Darwin de manera cortés y solemne en su campamento y Darwin, evidentemente, se sintió encantado. Escribió que el general emplearía su influen­cia en la prosperidad del país; profecía que, como él mismo tuvo que reconocer diez años después, resultó «enteramente equivocada, por desgracia». Rosas llegó a ser un gran tirano.
El Beagle volvió a Bahía Blanca el 24 de agosto y Darwin subió a bordo y se pasó un día entero contando sus aventuras al capitán. FitzRoy parece que era buen oyente y Darwin gozaba hablando; no tuvo dificultad para persuadir a FitzRoy de que le permitiese continuar la segunda y más extensa porción de su viaje, cuatrocientas millas a través de territorio deshabita­do, aunque ahora estaría sin Harris y solo con los gauchos.
Aquel viaje le proporcionaba una sensación de libertad aumentada por el riesgo. «Hay —escribió Darwin— un pro­fundo deleite en la vida independiente del gaucho. Es el goce de poder en cualquier momento montar a caballo y decir aquí voy a pasar la noche.» Cuando cabalgaban hacia Buenos Aires, incluso los gauchos se sorprendieron de sus energías. Si se encontraban con una montaña Darwin tenía que trepar por ella, y fue probablemente el primer europeo que subió los cuatro mil doscientos pies de la Sierra de la Ventana. Cuando uno de los caballos de los gauchos se quedó cojo, Darwin prestó su caballo al gaucho y siguió a pie; porque los gauchos, como él mismo se encargaría de explicar más tarde, «no sabían andar». El naturalista fumaba su habano, bebía su mate y se las componía para pasar comiendo casi exclu­sivamente con carne, dieta que se rompió solo una vez al tener la suerte de encontrar un nido de avestruz con veintisiete huevos dentro. Una vez se pasó veinte horas sin agua. Pero, por la noche, a la luz de la hoguera, leía El paraíso perdido, de Milton, que llevaba siempre consigo y escribía sus notas con las aventuras del día. Realmente, no se aburría: «Hemos pasado la noche en la Sierra, con mucho frío; primero con humedad y escarcha y luego, con hielo... He visto una oro­péndola maravillosa... Zorros en gran número... Encontré un pequeño sapo muy curioso por su color, negro y bermellón. Pensé en hacerle un favor llevándole a una charca de agua, pero no solo el animalito no sabía nadar, sino que creo que si no le ayudo se hubiera ahogado... Muchas serpientes con manchas negras, en pantanos hondos, de rayas amarillas y cola roja. En el lago, cisnes de cuello negro y hermosos patos y gru­llas... La noche pasada, una tormenta sorprendente de granizo... Granizos tan grandes como puños... Dormí en la casa de un hombre medio loco... Los indios van a las salinas por sal y se comen la sal como si fuera azúcar... Las mujeres que han sido hechas prisioneras a los veinte años no están nunca contentas... La mujer del viejo cacique no tiene más de once años... Los avestruces ponen huevos en pleno día... Las grullas arrastran manojos de juncos...»
Y así, día tras día, sin que parezca fatigarse nunca, sin perder nunca la curiosidad ni la capacidad de asombrarse. Finalmente, al cabo de cuarenta días en las tierras vírgenes, le encontramos cabalgando hacia Buenos Aires entre huertos de membrillos y melocotones y con su barba, su sombrero ancho, su ropa ajada y su cara atezada, debía de asemejarse más a un cowboy o quizá a un prospector de oro de vuelta a la ciudad después de una difícil búsqueda. Estaba tan curtido como los propios gauchos.

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