20 marzo 2008

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (7)

El día 7 de septiembre llegó el barco a la pequeña ciudadela de Bahía Blanca, a unas cuatrocientas millas al sur de Buenos Aires y desde aquí empezó FitzRoy su reconocimiento y medi­ciones de la costa de Patagonia, todavía no llevada a los mapas con cálculos exactos. Era un lugar desolado. La amplia y desierta bahía estaba llena de bancos de barro, cubiertos de tristes cañas y de ejércitos de cangrejos. En el interior no crecían árboles —apenas llovía nunca— y un viento desolado barría las chatas llanuras de las pampas. La guarnición argentina consistía en un pequeño grupo de gauchos haraposos que hacían el papel de soldados y que vivían como eremitas en un fuerte rodeado de un foso y un muro. Indios bravos, muy distintos de aquellos que habían sido «domesticados», iban y venían por el interior y no era seguro alejarse mucho del fuerte. Los sol­dados se mostraron recelosos a la vista del Beagle, porque podía suceder que estuviera llevando armas a las tribus o quizá que espiase para algunas potencias extranjeras, y en particular no les gustó nada el aspecto del naturalista Don Carlos Darwin. ¿Qué estaba haciendo en tierra con sus dos pistolas bien ajustadas en el cinturón, y su martillo geológico en la mano? Le siguieron por la playa y le observaron con desconfianza cuando empezó a desenterrar algunos viejos huesos incrustados en la escollera.
En Punta Alta, en las afueras de Bahía Blanca, que fue el lugar de sus mayores descubrimientos, Darwin tropezó con un banco de guijarros cerca de la orilla, a unos veinte pies de altura, con estratos de greda rojiza, alternando con los gui­jarros. Huesos fosilizados salieron entre la grava y el barro, al pie del banco, extendidos en un área de unas doscientas yardas cuadradas. Al principio Darwin no pudo imaginarse qué era lo que estaba desenterrando: un colmillo, un par de grandes garras, un cráneo parecido al del hipopótamo, un gran caparazón con escamas, que se había petrificado... Lo único que tenían en común los restos, aparte su extravagan­cia, era su enorme tamaño, mucho mayor que el de cualquier animal conocido, vivo en aquella época. Por entonces, 1832, se habían hecho muy pocos trabajos de investigación sobre la paleontología de la América del Sur; medio siglo antes, el esqueleto de un megaterio o calípedes gigante se encontró en la Argentina y fue enviado a Madrid, y Humboldt y algunos otros viajeros habían desenterrado algunos dientes de masto­donte, pero poco más se conocía; así es que es fácil imaginar la excitación de Darwin al empezar a tomar forma ante sus ojos estos viejos animales prehistóricos, casi legendarios. «El gran tamaño de los huesos de los megaterios es extraordi­nario», escribió en su Diario. Por entonces Darwin tomó un ayudante llamado Sims Covington, que antes había formado parte de la dotación del Beagle, y que había sido inscrito en libros como «violinista y chico del camarote de popa». Darwin le enseñó a preparar pájaros y animales y a ayudarle en ge­neral en sus trabajos. Covington no era, sin embargo, al pa­recer, muy simpático. «Mi criado es un tipo extraño —escribía Darwin—. No me resulta muy simpático, pero quizá sea su rareza lo que le hace perfectamente apto para mis propósitos.» No obstante, parece que se entendían bien, ya que Covington estuvo al servicio de Darwin muchos años después de que el Beagle volviese a Inglaterra. Darwin y Covington se entregaban al trabajo con hachas puntiagudas. El tiempo corría y Darwin estaba metido de cabeza en su investigación: «He estado por la noche en Punta Alta trabajando durante veinticuatro horas en búsqueda de huesos. Hemos tenido mucho éxito y la noche se ha pasado agradablemente.» Más esqueletos fosilizados salieron a la luz y fueron dispuestos en la playa. Darwin em­pezó a darse cuenta de que estaba bregando con criaturas que virtualmente eran desconocidas de la zoología moderna y que habían desaparecido de la tierra hacía milenios. Eran partes del calípedes gigante, el monstruo que usaba de sus garras para encaramarse a las cimas de los árboles, ya que solo se alimentaba de vegetales, y de dos o tres animales, igualmente enormes e íntimamente relacionados: el megalonix y el scelidoterio. Consiguió casi un esqueleto completo de este último. Luego estaban el toxodón, «uno de los animales más extraños que se han descubierto»; el armadillo gigante; el colmillo de un milodonte, un elefante extinguido; una macrauchenia, «cuadrúpe­do singular» y una especie de llama salvaje tan grande como un camello. Todos estos huesos se hallaban encamados en una gruesa matriz de conchas de mar, «una catacumba perfecta para monstruos de razas extinguidas».
Lo más importante de estos animales para Darwin era que se asemejaban estrechamente a las contrafiguras más pequeñas, vivas en el mundo de hoy: los pequeños perezosos que viven en los árboles, el pequeño armadillo excavador, el delicado gua­naco. «Esta maravillosa relación en el mismo continente entre los muertos y los vivos arrojará, no me cabe duda, mucha luz sobre la aparición de los seres orgánicos en nuestro planeta y sobre su desaparición» «—escribió—. ¿Dónde habían estado estas grandes bestias en la época del diluvio? Quizá lo más misterioso de todo fuese el descubrimiento de los huesos de una especie de caballo. Cuando los conquistadores españoles llegaron a la América del Sur en el siglo XVI, el caballo era desconocido. Sin embargo, aquí tenía Darwin la prueba defini­tiva de que esta clase de animales habían existido en un pasado remoto. ¿Podría significar esto que las varias especies estaban cambiando sin cesar y desarrollándose y que las que no lograron adaptarse al medio que les rodeaba se habían extinguido? Si era así, entonces los habitantes actuales del mundo eran muy distintos de los que Dios creó originalmente. Aún más: había que plantearse algunas preguntas sobre si la creación pudo haberse llevado a cabo en una sola semana. La creación era un proceso continuo que había estado en marcha durante mucho tiempo. ¿Qué era lo que había exterminado a tantas especies? «Ciertamente, no hay un hecho en la larga historia del mundo tan asombroso, tan extendido ni tan repetido como la exter­minación de sus habitantes» —escribió Darwin—. Acarició la idea de que los cambios de clima explicasen la exterminación y, después de considerar muchas teorías, llegó a la conclusión de que el istmo de Panamá pudo, en otro tiempo, haberse hallado sumergido. Esto era exacto: durante setenta millones de años no hubo istmo de Panamá; la América del Sur era una isla y estos grandes animales vivieron en un aislamiento absoluto. Cuando el istmo se elevó y América del Norte quedó unida a América del Sur, permitiendo la entrada de nuevos animales de presa y nuevos rivales, el destino de la mayoría de estos curiosos e indefensos animales quedó sellado.
Cuando Darwin llevó sus ejemplares a bordo del Beagle Wickham se disgustó por «el barullo» que organizaba en sus limpias cubiertas y gruñó contra «aquel condenado material». FitzRoy recordaba más tarde «cómo nos reíamos ante la aparente basura que llevaba a bordo con frecuencia». Pero para Darwin era aquello cuestión importante, y debió de ser por entonces cuando empezó a discutir con FitzRoy sobre la autenticidad de la historia del diluvio. ¿Cómo habían podido entrar estas enormes criaturas en el arca? FitzRoy tenía la respuesta: no todos los animales habían logrado entrar en el arca, explicó; por alguna divina razón, algunos habían quedado fuera y se habían ahogado. Pero Darwin protestaba: ¿se habían ahogado? Había pruebas, las conchas de mar, por ejemplo, de que aquí la costa se había levantado por encima del mar y que estos animales corrieron por las pampas de la misma manera que los guanacos en la época actual. La tierra no se había elevado, dijo FitzRoy; había sido el mar el que se elevó y de ahí los huesos de los animales, que eran una prueba adi­cional del diluvio.
En aquella primera etapa del viaje, Darwin no estaba preparado para exponer sus teorías de manera convincente; él mismo se veía desorientado, necesitaba más pruebas, le hacía falta más tiempo para pensar en lo que le habían propor­cionado sus hallazgos, y hasta se mostraba inclinado a creer que aquellas ideas nuevas y perturbadoras que poblaban su mente eran erróneas. Desde luego, no tenía ningún deseo de negar la verdad de la Biblia; era sencillamente cuestión de interpretación, la manera de interpretar sus palabras a la luz de la ciencia moderna. En este aspecto FitzRoy se mostraba muy deseoso de echarle una mano. Y casi nos parece ver a los dos hombres en el pequeño camarote, con la lámpara moviéndose sobre sus cabezas y los veintidós cronómetros marcando el tic-tac, y los libros abiertos esparcidos ante ellos: la Biblia de pá­ginas sobadas de FitzRoy y el segundo volumen de Lyell sobre geología, que acababa de llegar a las manos de Darwin... Sin embargo, de alguna manera, entre una y otra cosa, pen­saban los dos hombres, se podría llegar a la verdad. Por último, a finales de noviembre de 1832 se encaminaron hacia el Sur para llevar a cabo el experimento en el que el propio FitzRoy había puesto grandes ilusiones: el desembarco de Jemmy Button y sus amigos en las costas occidentales de la Tierra del Fuego, donde habían vivido anteriormente, y el enclave de un puesto avanzado de la cristiandad en aquella costa remota y so­litaria.

19 marzo 2008

Las afueras: Valdemoro

las afueras: alameda

las afueras: jaramagos, olivos y chopos

las afueras: jaramagos y olivos

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (6)

La pelea se había olvidado a la mañana siguiente, pero el hecho de que la venta hubiera podido tener lugar, el hecho de que Lennon hubiera podido separar aquellas familias que habían estado viviendo juntas durante tantos años y de que pocos hubieran pensado que era una cosa cruel e inhumana fue para Darwin algo monstruoso y desagradable. No se sintió tranquilo ni cuando, a la mañana siguiente, toda la comunidad se reunió en el cuadrángulo para rezar las oraciones y el cántico de los himnos. Las voces de los negros se elevaron dulcemente en el aire mati­nal y Lennon bendijo a todos antes de que salieran para el trabajo.
Darwin había sentido siempre un profundo aborrecimiento por la esclavitud; en Inglaterra sus parientes, los Wedgwood, se contaron entre los primeros que lanzaron una campaña contra ella, y estaba todavía cavilando sobre lo que había visto y sobre la crueldad y la hipocresía con que se cubría todo aquello, cuando volvió a Río de Janeiro. Le hervía la sangre y hacía temblar su corazón la idea de que ingleses y norte­americanos se vieran envueltos en el tráfico de esclavos. Le habló de ello a FitzRoy un día, cuando estuvieron a bordo del Beagle. Los puntos de vista de FitzRoy sobre la esclavitud eran los que podían haberse esperado de él; sin aprobarla de manera explícita, pensaba que había muchas cosas que hablaban en su favor. Era un sistema antiguo, tan viejo incluso como la Biblia, y no podía desmontarse rápidamente y sobre todo por gentes idealistas de mente liberal que nunca habían tenido la respon­sabilidad de hallarse al frente de una gran plantación. Cuando Darwin comenzó a contar sus aventuras, FitzRoy le escuchó al principio con calma. Le dijo que también él había hecho una visita a una plantación mientras Darwin había estado ausente y que había encontrado esclavos viviendo en condiciones tan buenas como las de los campesinos de Inglaterra. El dueño de la plantación había llamado incluso a algunos de los hombres y FitzRoy personalmente les había preguntado si se sentían des­dichados por ser esclavos y querían emanciparse. Todos ha­bían contestado que no.
Darwin estaba demasiado enfadado para ser prudente. ¿Qué otra respuesta podían haber dado delante de su amo? El tono de su voz y su sonrisa de desprecio enfurecieron a Fitz­Roy. Si Darwin dudaba de sus palabras, dijo, sería preferible que saliera del camarote; era imposible que siguieran convi­viendo ni un momento más. Darwin dijo que aún haría algo por su cuenta: se marcharía del barco inmediatamente. Y con estas palabras se fue del camarote.
Nadie se mostró dispuesto a ponerse al lado de FitzRoy en este asunto. En cuanto oyeron hablar de la pelea, los otros oficiales fueron a ver a Darwin y le dijeron que si quería trasla­dar sus bártulos a los camarotes de ellos, sería recibido con los brazos abiertos. Mientras tanto, FitzRoy había enviado en busca de Wickham y estuvo desahogándose hablando mal de Darwin y de todo lo que Darwin representaba. Pero poco a poco se fue calmando, y como sucedía siempre con aquella naturaleza tensa y demasiado exigente consigo misma, empezó a asediarle el remordimiento. Había ido demasiado lejos. Tal vez se había equivocado. Posiblemente había herido los senti­mientos de Darwin. Deseaba que Darwin volviera con él. Al oír decir esto, Wickham subió a cubierta: El capitán deseaba ofrecer sus excusas al señor Darwin y le rogaba que volviera a su camarote. Darwin se mostró propicio. Después de todo, lo importante de aquel viaje era la gran aventura. Para entonces había conseguido ya montar un trabajo ente­ramente por su cuenta y aquello era más importante que cual­quier pelea personal. Quizá fuera una suerte, después de todo, que en los próximos meses tuvieran que separarse; mientras FitzRoy iba al Norte hacia Bahía con el Beagle para proseguir sus mediciones de la costa, Darwin seguiría en tierra en Río de Janeiro con Augustus Earle y el guardiamarina King.
Darwin disfrutó muchísimo durante su estancia. «Nunca he creído tener más suerte que con el retorno del Beagle a Bahía», escribió a su hermana Catherine. Los tres hombres compartían un hotelito muy agradable que solo les costaba, incluidos el alquiler y la comida, veintidós chelines a la semana, añadía Darwin con satisfacción, y estaba aumentando su colección de ejemplares, de arañas, mariposas, pájaros y conchas marinas, con el propósito de enviárselo todo a Henslow. Se puede tener una ligera idea de la meticulosa labor que requería aquel envío por una carta que Henslow escribió a Darwin al recibir en Cambridge la primera caja, unos seis meses más tarde. «Creo que ha hecho usted maravillas», decía; pero le animaba a usar más papel y menos relleno. Un magnífico cangrejo había per­dido todas las patas, un pájaro había llegado con las plumas de la cola dobladas, dos ratones habían llegado pulverizados... Los pequeños insectos eran los que llegaron en mejores condi­ciones, pero quizá fuese peligroso para sus antenas y sus patas envolverlos en algodón. Debió de ser una verdadera prueba para Darwin tener que aguardar tanto tiempo para recibir noticias de sus preciosas cajas. En una ocasión la carta de acuse de recibo tardó en llegar siete meses, con lo que hacía ya un año o más desde que el paquete fue enviado.
Cuando el Beagle volvió, trajo la triste noticia de que Charles Munsters, que era hijo de un amigo de FitzRoy y una de las personas más queridas a bordo, había muerto a causa de las fiebres. El ánimo de todos estaba muy bajo y deseaban salir cuanto antes hacia la nueva etapa del viaje, aunque Darwin no estaba ya muy entusiasmado con las largas estancias en el mar. No obstante, muy pronto se lanzaron otra vez al océano, hacia el sur del continente, hacia las regiones virtualmente desconocidas por la Patagonia y la Tierra del Fuego. «Deseo ardientemente poner el pie allí en donde ningún hombre lo ha puesto antes», escribía Darwin.
Darwin se mareó en cuanto salieron a mar abierto. Hay una breve nota en su cuaderno del 16 de julio de 1832 que suena a triste: «Fuerte mareo... Peces voladores... Marsopas...» No era de la clase de personas que acaban por acostumbrarse al mar, y al final de la travesía era tan mal marino como cuando salieron de Plymouth. A finales del viaje, en marzo de 1835, escribía a su casa: «Continúo padeciendo tanto del mareo, que nada, ni siquiera la misma geología, podría compensarme del sufrimiento y la falta de ánimo que me acomete.» Pero, a menos que físicamente le fuera imposible, nunca estaba ocioso en el barco. Iba y venía con su telescopio siempre que hubiese algo que ver; se pasaba los días observando y meditando sobre el vasto número de pájaros que veía y llegó a la conclusión de que el instinto migratorio tiene preferencia sobre cualquier otro: «Todo el mundo sabe cuan fuerte es el instinto maternal; sin embargo, el instinto migratorio es tan poderoso, que a fines del otoño algunos pájaros abandonan sus crías, dejándolas que perezcan en sus nidos.» Se refería también a una gansa hembra que, según habían contado, cuando llegó el momento de emi­grar tenía las alas rotas y emigró a pie.
En Río de Janeiro, Robert MacCormick, el cirujano, se fue del barco. Parece que nadie le tenía simpatía y hasta Darwin observa: «No ha sido pérdida alguna.» El hombre que ocupó su puesto, el joven Benjamín Bynoe, era, en cambio, persona muy agradable que por entonces se había hecho ya excelente amigo de Darwin. Compartía con Darwin el entusiasmo por la histo­ria natural, había hecho excursiones con él en tierra siempre que podía e hizo lo que pudo por aliviar el mareo de Darwin. Había tomado parte en el viaje anterior y era capaz de hacer muchas cosas útiles; también era el hombre con quien Darwin se desahogaba cuando tenía dificultades con FitzRoy. Una de las cosas más halagüeñas que pueden contarse de Bynoe fue que se ocupó con mucho interés de los nativos de la Tierra del Fuego, y Jemmy Button sentía gran afecto por él.
El Beagle navegaba ahora desde los trópicos hacia la zona templada y en estas aguas más frescas y más azules los hombres tuvieron que empezar a ponerse ropas de más abrigo. Darwin, como los oficiales, empezó a dejarse crecer la barba, lo que le daba, según dice él mismo, «el aspecto de un deshollinador mal lavado». Los domingos por la mañana, FitzRoy dirigía el servicio divino y debía de ser un espectáculo interesante verle en la cubierta de popa con los hombres a su alrededor y las velas flotando en lo alto. La pequeña Fuegia Basket y sus dos com­pañeros se ponían su mejor ropa. En torno estaba aquel deco­rado, tan familiar a la gente del barco que apenas si nadie reparaba en él: los mosquetes, las pistolas y los machetes colgando de la pared, detrás del timón, y el timón con su leyenda: «Inglaterra espera que cada cual cumpla con su deber», grabada en el borde, y, en el centro, un grabado de Augustus Earle representando a Neptuno con su tridente. El mar infinito como fondo... FitzRoy con su apasionado fundamentalismo, no podía dejar de leer de vez en cuando la lección del libro del Génesis: «Y Dios dijo: Hagamos a un hombre a nuestra imagen y seme­janza, y hagámosle dueño de los peces del mar y de las aves del aire y de las bestias de toda la tierra...» Casi nos parece oír aquella clara y autoritaria voz explicando a continuación: «Pero este hombre, a quien Dios había creado, se corrompió y llenó la tierra de violencia. Y así Dios inundó la tierra con las aguas durante ciento cincuenta días, y pensó en destruirle. Pero en su gran misericordia, Dios permitió a Noé construir un arca y tomar a bordo a su familia y a dos animales, macho y hembra, de cada especie, y todos ellos fueron salvados. Y así, el mundo que Dios creó en los comienzos fue preservado hasta el presente día. Recordemos todos los que estamos en este barco su divina providencia y pidámosle humildemente que bendiga este viaje nuestro hasta los mares inexplorados hacia los que nos dirigimos...» La escena es evocada por el cuadro de Earle titulado «Servicio divino, como se acostumbra hacer a bordo de una fragata británica en el mar», cuadro que más tarde expuso en la Real Academia de Londres.
FitzRoy se encontraba a sus anchas en el mar. En el breve espacio de su barco, las complicaciones y los fastidios de la vida en tierra no se encontraban, y las cosas podían ser de manera adecuada dominadas y organizadas; no había más que tener el cañón de bronce bien pulido y las velas bien tensas. La lucha con el mar era un asunto decoroso y decente, y no había por qué sentirse atemorizado. Se pensara lo que se pensara del capitán del Beagle, nadie podía poner en duda su valor. «Iría antes con FitzRoy y un grupo de diez hombre, que con cualquier otro con el doble número de dotación», escribía Darwin a su hermana Susana. «Es tan prudente y tan vigilante como resuelto y valiente cuando las cosas lo exigen así.» De manera que no se sintieron en manera alguna intimidados cuando las cosas se pusieron feas en el río de la Plata. Un crucero de veintiocho días desde Río de Janeiro les llevó hasta la rada de Buenos Aires; pero cuando estaban a punto de entrar en el puerto, el barco guardacostas abrió fuego sobre ellos. El primer disparo fue de pólvora, pero el segundo estaba cargado y pasó silbando sobre el aparejo del Beagle. FitzRoy echó anclas y en seguida envío dos botes a la orilla a pedir explicaciones. Antes de que los hombres pudieran poner pie en tierra, un funcionario de Aduanas salió, ordenándoles que volvieran atrás, y diciendo que tenían que someterse a una inspección de cuarentena. Pero Fitz­Roy no consentía en someterse a nada. Ordenó al Beagle ponerse en posición, sacó sus cañones y se acercó al guardacostas. Le hizo señales, diciéndole que si se atrevía a disparar otra vez enviaría una andanada a aquel podrido mamotreto. Con esto salió de la fangosa marea del río de la Plata hacia Montevideo, en donde la fragata británica Druid estaba anclada. Pronto se pusieron de acuerdo para que la Druid con sus cañones se diri­giese a Buenos Aires a exigir una explicación del Gobernador. Como todas las personas de a bordo, Darwin estaba furioso: «Espero que el guardacostas dispare un cañonazo a la fragata —escribió en su Diario— Si lo hace, va a ser su último día sobre el agua.»
Mientras tanto las cosas se habían puesto como si, efec­tivamente fuera a desencadenarse todo el escándalo que él deseaba. Un ministro del gobierno, en estado de agitación, apareció en el Beagle con la noticia de que las tropas negras de Montevideo se habían rebelado. ¿Querría FitzRoy enviar a tierra a un grupo de hombres, aunque solo fuera para proteger las propiedades de los mercaderes británicos? Sí, respondió FitzRoy, lo enviaría. El mismo se puso a la cabeza para hacer el primer reconocimiento e inmediatamente, en cuanto llegó al dique, envió una señal a los hombres del Beagle para que bajaran a tierra. Cincuenta y dos hombres, armados con mosquetes y machetes, saltaron a los botes y desfilaron marcialmente por la calle principal para tomar posesión del fuerte central. Darwin iba con sus dos pistolas en el cinturón y una espada en la mano. Pero, ¡oh! desencanto, no sucedió nada. Los rebeldes se dispersaron y al cabo de una noche, pasada asando chuletas en el fuerte, la tropa de asalto del Beagle volvió pacíficamente al barco. Poco después el Druid volvió de Buenos Aires con las más corteses excusas y la noticia de que el capitán del guardacostas había sido detenido. No fue una victoria extraordinaria, ciertamente, pero habían tenido ocasión de mostrar a los argentinos quién eran quién y los acontecimientos tuvieron la virtud de estrechar los lazos entre la gente del Beagle y unirlos a todos más con su capitán. Se encontraban todos del mejor humor, cuando salieron hacia la árida costa del Sur.

18 marzo 2008

En Madrid, la tarde...

en la madrid: la tarde

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (5)

Luego estaban los nativos de la Tierra del Fuego. York Minster era un tipo taciturno y extraño, pero parecía claro que estaba tomando mucho cariño a Fuegia Basket y ella a él. Jemmy Button era el favorito de todos. Darwin parece que los quería a los tres, y como único hombre universitario a bordo, probablemente echó una mano en la educación de Fuegia Basket. Pero se sentía particularmente ligado a Jemmy. El chico era un dandy, con sus guantes de cabritilla y sus botas altas, brillantes como un espejo. Acostumbrado a la vida del mar, no podía comprender por qué se mareaba Darwin. Cuando Darwin estaba enfermo, él le miraba asombrado, murmurando: "Pobrecillo, pobrecillo." Los nativos de la Tierra del Fuego tenían una vista extraordinaria, mucho más aguda que los marineros, y cuando Jemmy se enfadaba con el oficial de guardia, solía decir: «Yo ver barco; yo no decir a ti...»
El barco iba a buena marcha haciendo como término medio ciento sesenta millas cada veinticuatro horas. Sesenta y tres días después de salir de Inglaterra llegaron al Brasil y desem­barcaron en la hermosa y antigua ciudad de Bahía, situada en medio de un bosque de bananeros, naranjos y cocoteros. La primera impresión de Darwin fue de deslumbramiento: «Mara­villoso es una palabra débil para expresar los sentimientos de un naturalista que por vez primera se encuentra en una selva brasileña», escribió en su Diario. Se sentía como un ciego que acabara de recobrar la vista, contemplando aquel escenario incomparable, como si fuera «un cuento de las mil y una noches». En la mañana del 4 de abril, el Beagle entró en el puerto de Río de Janeiro, envuelto en luz resplandeciente. Trasportado de gozo ante la perspectiva de poder salir del barco y empezar a trabajar y coleccionar especies botánicas, Darwin se lanzó a tierra y en seguida se instaló en la ciudad. Al fin podría dar prueba de su talento de científico e incluso, con un poco de suerte, hacer algo por complacer a FitzRoy, relacionando sus descubrimientos con las grandes verdades religiosas de la Biblia.
Al cabo de tres días, Darwin logró ponerse de acuerdo con un irlandés llamado Patrick Lennon, que salía a visitar su plantación de café, a cien millas al Norte, para acompañarle. El grupo se componía de siete personas, que irían todas ellas a caballo. Con una temperatura sofocante, siguieron la costa durante los primeros días y luego se metieron en el interior, en la selva húmeda tropical. Decir que Darwin era feliz, no es suficiente; estaba asombrado, entusiasmado, extático. A su alrededor todo eran árboles de ceiba, palmeras como abanicos, con tallos tan altos como mástiles de buque y con un follaje que ocultaba el sol. De las ramas más altas caían los líquenes y las lianas, entrecruzándose al través de la luz verdosa y en el silencio y la calma del mediodía, la enorme mariposa azul llamada morpho atravesaba el aire con las alas desplegadas. El aire estaba lleno del perfume de plantas aromáticas, alcanfor, pimienta, cinamomo y clavo. Luego estaban allí las monstruosas montañas de hormigas, de doce pies de altura, las orquídeas parásitas saliendo del tronco de los árboles, y los increíbles pájaros brillantes, tucanes, papagayos, el pequeño colibrí, con sus alas invisibles zumbando, posado sobre una flor... Darwin hacía anotaciones rápidas entusiásticas, en sus cuadernos de notas al pasar: «Tallos enlazando tallos, cruzándose como las trenzas del pelo, lepidópteros maravillosos, silencio... Hosanna.» En una ocasión llegaron a ver una de las cosas más sorpren­dentes que pueden verse en la selva: una columna de hormigas-soldados; a medida que la horda brillante, negra, de millones de cabezas avanzaba «—la columna tenía cientos de yardas de longitud-— todas las cosas vivientes con que se cruzaba en el camino eran presas del pánico. Era asombroso ver a los lagartos, las cucarachas y las arañas correr locos de miedo y caer atra­pados por un rápido movimiento circular de la columna de las hormigas; en un santiamén la columna había caído sobre su presa. La descripción que hace Darwin de estas hormigas y sus deducciones proporcionó una base para toda la inves­tigación científica que luego se ha hecho sobre este tema. «En este caso —escribió más tarde—, la selección se ha apli­cado a la familia, y no al individuo, con el fin de proporcionar un fin útil.» Este fin es el bien de la colonia, en la que los indi­viduos realmente no cuentan. Las hormigas son sordas y casi ciegas y se mueven como células de un organismo gigante, impulsadas por un instinto ciego.
Entre estas bellezas había también algunas amenazas. Nada estaba a salvo. Devorar o ser devorado; esta era la condición de la existencia y el débil tenía que camuflarse para sobrevivir. En el jarro de coleccionista de Darwin fueron a parar «el palo ambulante», un insecto que se parece a una pajita, la inofensiva mariposa nocturna que se disfraza de escorpión, el escarabajo que adopta los colores de un fruto venenoso para huir de los pájaros... Observó que las antenas de ciertas especies de insectos eran meramente ornamentales, hechas para la atracción sexual, pero que la mayor parte de los rasgos de los animales habían sido creados con la idea de engañar: algunas mariposas, por ejemplo, tenían alas con agujeros, imitando hojas secas; otras, como la mariposa cósmida, parecían flores marchitas, otras tenían falsos ojos, luminosos y brillantes. Algunos insectos se protegían de otro modo no menos curioso: la mariposa llamada helconia tenía un sabor tan desagradable que los animales de presa no querían atraparla, y así otras especies que eran comestibles se disfrazaban con los colores de la heliconia. Una vez más, las ideas que le acudieron a Darwin con la vista y el estudio de estos insectos brasileños dieron fruto veinte años más tarde y le proporcionaron una prueba viva de su teoría de la selección natural: «Dando por supuesto que un insecto originalmente se habría parecido en algún grado a una ramita seca o a una hoja caída y que ello variaba levemente de varias maneras, todas las variaciones que hacían a los insectos más semejantes a ese objeto que podía ser respetado se conservaban mientras que las otras variaciones se perdieron; o bien, si esas variaciones hacían al insecto menos semejante al objeto imitado fueron eliminadas.»
¡Cómo hubiese disfrutado Henslow con todo esto! «Nunca he tenido una experiencia tan extraordinaria —le escribió Darwin a su maestro, entusiásticamente—. Antes admiraba a Humboldt; ahora le adoro; solamente él ha podido dar una idea de las sensaciones que se experimentan al entrar por vez primera en los trópicos... En estos momentos estoy metido de lleno con las arañas... y si no me engaño, he logrado atrapar algunas especies nuevas. Le enviaré pronto una gran caja a Cambridge.»
Y ahora, de repente, Darwin se daba cuenta de que la brutalidad de la naturaleza, la persecución del débil por el fuerte, se aplicaba también a los seres humanos. Habían entrado en una parte de la selva donde el camino se había borrado y un esclavo negro, con una espada, había sido enviado por delante para abrir camino. Darwin trató de hablar al hombre en su español vacilante, ayudándose de gestos un poco exagerados para hacerse comprender, pero aún no había terminado la frase cuando vio con gran sorpresa que el hombre se conducía como si le fueran a golpear. Dejó caer las manos, se puso en actitud sumisa y se cogió la cabeza, esperando que cayera el golpe sobre él. Darwin se quedó horrorizado. ¿Eran todos los esclavos tan fáciles al temor como este, estaban tan asustados? Lennon, que poseía un buen número de esclavos, le tranquilizó. ¿Pero, podía tranquilizarle? En aquellos momentos cabalgaban hacia una colina de desnudo granito, empinada, en donde durante algún tiempo un grupo de esclavos prófugos habían logrado esconderse y habían conseguido arrancar al suelo una manera de vivir. Los esclavos habían construido hasta un pequeño grupo de cabañas con ramas, que eran copia exacta de las que ellos habían habitado, antes de ser capturados, en África. Las cabañas aparecían ahora vacías. Un grupo de soldados brasileños se emboscó y capturó a todos los prófugos, a excep­ción de una mujer, que había preferido darse muerte a la pers­pectiva de ser de nuevo esclavizada; la mujer se lanzó desde lo alto de la colina y se hizo trizas contra las rocas. «Me dijeron en Inglaterra antes de salir —escribió Darwin a su hermana Carolina—, que cuando conociera por mis propios ojos a los esclavos cambiaría mis opiniones; el único cambio que han sufrido es que me he hecho una idea mucho más elevada del carácter de los negros de la que tenía antes.»
Al acercarse a la hacienda de Lennon se disparó un cañón y empezó a tocar una campana para anunciar su llegada. Aquel estampido rasgó el profundo silencio de la selva. Los esclavos de la plantación llegaron en masa a recibirlos. Era un lugar delicioso, una especie de cuadrángulo, rodeado de cabañas de techo de paja, con la vivienda del amo en un lado y, enfrente, los establos, los almacenes de la plantación y los dormitorios de los esclavos. En las habitaciones del amo los sofás y las sillas talladas, que hubieran podido provenir de cualquier salón Vic­toriano, hacían un raro contraste con aquel lugar de paredes encaladas, con los techos de paja y las ventanas sin cristales. Montones de granos de café estaban apilados en el centro del patio y había un gran ir y venir de perros y gallinas, caballos y otros animales de la finca; las mujeres estaban en cuclillas alrededor de sus fogones y los niños, desnudos, jugaban al sol. Se preparó para los huéspedes una comilona fantástica. Darwin había terminado apenas con el pavo cuando tuvo que habérselas con el cerdo asado; mientras, toda la vida palpitante de la hacienda se movía a su alrededor: niños, gallinas, perros, «todas las variedades de viejos galgos», dice Darwin, aparecían por los espacios abiertos de la casa y tenían que ser ahuyentados por un esclavo, cuyo único cometido consistía en eso.
Lennon, dueño y señor de aquel pequeño feudo, resultaba una especie de enigma. Durante el viaje a caballo desde Río de Janeiro, Lennon había dado la impresión a Darwin de una persona razonable y de mente liberal; pero ahora, de repente, y sin razón justificada, se encolerizó de manera violenta con el encargado de la finca, un hombre llamado Cowper. Quizá fuera el calor, quizá la pertinacia de los niños que se entrome­tían, quizá un viejo agravio entre los dos; pero, de cualquier manera, Lennon parecía fuera de sí, por la furia. Anunció que iba a vender a todas las mujeres esclavas y a sus hijos, que serían separados de sus padres y maridos y que los enviaría a Río para venderlos en pública subasta. En particular habló de deshacerse de un niño mulato por quien el encargado sentía mucho afecto. Entonces fue cuando los dos hombres sacaron las pistolas y quizá hubieran empezado a disparar de no haber intervenido Darwin y otros.
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead publicado en "La Revista de Occidente" en agosto de 1970

17 marzo 2008

Ondas

ondas

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (4)

Había llegado el momento de las últimas diligencias, y Charles fue en coche a Londres y a Cambridge y volvió a Shrewsbury para hacerlas. En primer lugar, los libros; tenía que llevar el Humboldt, el Milton, la Biblia y el primer volumen de Lyell de los principios de geología que acababa de salir de las prensas, un regalo que, como despedida, le había hecho Henslow. Tenía que proveer a los últimos detalles de su equipo: gemelos, una lente geológica y botellas de alcohol para preservar los ejem­plares. El 24 de octubre de 1831 volvió a Plymouth, según lo con­venido, y se encontró con que el Beagle todavía no estaba listo; las reparaciones llevaban más tiempo del que se había previsto.
En los dos meses que estuvo Darwin esperando la marcha se sintió muy desgraciado. No tenía nada concreto que hacer. «Mi principal ocupación es subir al Beagle y procurar compor­tarme del modo más marinero posible», escribió a su familia. «Pero no tengo pruebas de haber engañado a nadie, ya sea hombre, mujer o niño.» Alquiló en tierra unas habitaciones y pasaba parte de los días instalando y volviendo a instalar su bagaje en el barco, en aquel pequeñísimo camarote. Realmente, había poco sitio. FitzRoy, con su pasión por la exactitud, había instalado no menos de veintidós cronómetros envueltos en serrín y dispuestos en estantes alrededor de los muros. El sitio de que disponía Darwin para dormir era tan pequeño, que tenía que sacar el cajón de una cómoda para hacer sitio a los pies. Pero FitzRoy seguía siendo muy amable. Hubo, sin embargo, un pequeño incidente. Los dos jóvenes fueron un día a una tienda de Plymouth para cambiar una pieza de loza que habían com­prado para el barco. Cuando el dueño de la tienda se negó a hacer el cambio, FitzRoy estalló en cólera. Preguntó el precio de un juego de porcelana de China, muy caro, y dijo: «Lo hubiera comprado de no haber sido usted tan grosero.» Con esto salió hecho una furia de la tienda. Darwin sabía bien que Fitz­Roy no tenía intención de hacer semejante compra —tenían toda la vajilla que necesitaban—; pero no dijo nada y durante un rato caminaron en silencio. Luego, de repente, la furia del capitán se evaporó: «Usted no creyó en lo que he dicho al tendero», exclamó de repente. «No -—contestó Darwin—; no lo creí.» FitzRoy no dijo nada y al cabo de unos minutos comentó: «Tiene usted razón. He dicho algo que no debiera haber dicho, llevado de mi cólera contra ese bastardo.»
En diciembre, el Beagle estaba listo; pero su primera tenta­tiva de salir a mar abierto fue una especie de advertencia de lo que les aguardaba. El 10 de diciembre y el 21 de mismo mes el barco salió del puerto teniendo en las dos ocasiones que volver a Plymouth, y en las dos ocasiones se mareó Darwin de manera violenta. El día de Navidad, la tripulación se emborrachó en el puerto, y el guardiamarina King, que era el oficial de guardia, se vio obligado a encadenar a uno de los marineros para cas­tigar su insolencia. Debió de ser una borrachera de categoría, porque los hombres no se habían recobrado lo suficiente como para izar las velas al día siguiente. El 27 de diciembre apareció cubierto y en calma, pero durante la mañana, un viento fresco del cuadrante adecuado, el Este, empezó a soplar; se podía ver el humo de las chimeneas de Plymouth ondulando en el aire.
FitzRoy y Darwin almorzaron en tierra chuletas de cordero y champán y subieron a bordo a las dos de la tarde. Al fin estaban ya en marcha; los hombres tiraban de los cables, obedeciendo al silbato del timonel. Al anochecer, Darwin se encontró contemplando melancólicamente la luz de Eddystone en el horizonte, la última imagen de Inglaterra. Se dirigieron hacia el Sur, en un mar bastante movido, y salieron al gris Atlántico. FitzRoy hizo subir a cubierta al más borracho del día de Navi­dad y le mandó azotar.
Aquellas primeras semanas fueron de cielo cubierto y deja­ron un vacío en la mente de Darwin por culpa del mareo. «Los padecimientos que tengo que soportar son mayores de lo que había imaginado», escribió tristemente a su casa. «Lo peor empieza cuando se siente uno tan fatigado que el menor movimien­to produce la impresión de que uno va a desmayarse. No puedo hacer más que estar tumbado en la hamaca.» Solo podía comer uvas. En una ocasión se arrastró hasta la cubierta para respirar un poco de aire fresco, pero las olas tremendas y el vaivén era más de lo que podía aguantar; así es que la mayor parte del tiempo se lo pasaba en su hamaca o arrebozado en el sofá de FitzRoy, intentando leer. Estaba demasiado malo para levantarse y ver la costa de la isla de Madeira, cuando pasaron por delante de ella. Había además en todo esto un motivo espe­cial de desconsuelo para Darwin: temía que FitzRoy creyese que era demasiado flojo para emprender este viaje. Por el momento no podía hacerse nada; lo único que podía hacer era quejarse lo menos posible, apretar los dientes y aguantar, esperando que viniese mejor tiempo. Pasara lo que pasara, él no iba, sin embargo, a desistir y volverse a casa tan pronto como tocaran tierra por vez primera; sobre este punto estaba absolutamente seguro. Y al final se vio recompensado. En las islas de Cabo Verde, en la costa occidental de África, hubo un respiro de veintitrés días, mientras FitzRoy fijaba exacta­mente la posición de las islas, y aquí, al fin, Darwin pudo hacerse una idea de lo que el viaje iba a significar para él. Por primera vez veía una isla volcánica; había estado sumergido en el libro de Lyell y había pasado por su mente la idea de que algún día podría escribir un libro él también sobre geología. Cincuenta años más tarde podía recordar aun el lugar exacto en donde esta idea le había acudido por primera vez: «Fue un momento memorable para mí y puedo recordar con absoluta claridad el arrecife de lava bajo el que me resguardaba, con el sol brillando en lo alto y calentando, algunas extrañas plantas desérticas alrededor y con los corales vivos en las charcas que la marea había dejado a mis pies...»
Darwin estaba ya estudiando, coleccionando, recogiendo y observando. Ni un solo detalle se escapaba a su mirada; los pájaros, el paisaje, los nativos, el polvo, las plantas. Observaba minuciosamente una babosa marina, le hacía la disección y encontraba en su estómago varias piedras pequeñas. En sus notas hay un dibujo de un baobab, pero probablemente fue hecho por FitzRoy; Darwin no sabía dibujar. Escribió a Henslow que solo había una cosa que le preocupaba: si estaba realmente tomando los datos esenciales que tenía que tomar.
Siguió su ruta el barco, cruzaron el ecuador y encontraron aguas más tranquilas al acercarse al Brasil. Los delfines jugaban alrededor del barco y las aves marinas les siguieron los pasos. Darwin empezó a volver a la vida. Era una figura curiosa; entre la tripulación, vestida de uniforme, él era el único que seguía llevando sus trajes habituales, la indumentaria de un caballero de comienzos del siglo XIX, esto es, levita, larga y abierta por detrás, abrigo cruzado con sus solapas y sus boto­nes, pantalones largos y camisa de cuello alto, con su corbata. Sus actividades, además parecían muy extrañas a la dotación; se hizo, con sus propias manos del tejido usado para las bande­ras, una red de cuatro pies de larga, que, colgaba de la popa, y era capaz de atrapar a miríadas de pequeñas criaturas marinas de todos los colores, que relucían y se escurrían al ser echadas sobre la cubierta. La rutina diaria era sencilla y espartana. A las ocho, el desayuno, que FitzRoy y Darwin tomaban mano a mano en el camarote del capitán. En cuanto había terminado el almuerzo, cada cual se iba a su tarea y ninguno aguardaba a que el otro hubiese concluido. Los dos se ponían a su trabajo; FitzRoy hacía su ronda matinal y Darwin, si el tiempo estaba en calma, se ponía con sus animales marinos, diseccionando, clasificando y tomando notas. Si el tiempo estaba malo, se iba a la cama y procuraba leer. A la una en punto, se servía la comida, que era una comida vegetariana: arroz, guisantes, pan y agua. No se servían vino ni licores. A las cinco de la tarde, la cena, que podía incluir carne y antiescorbúticos, como esca­beche, manzanas secas y jugo de limón. Por la noche se charlaba un poco con los oficiales, apoyados en la borda, bajo el cielo tropical. «Me parece que un barco es una casa sumamente cómoda «—escribió a su padre—, con todo lo que uno necesita, y si no fuera por el mareo, todo el mundo debiera de ser mari­nero.» Según pasaban los días, Darwin se encontró en relaciones cambiantes con FitzRoy. Al llegar a bordo le había impresio­nado el capitán por su amabilidad, enseñándole personalmente a colgar su hamaca y a colocar sus cosas y había seguido mos­trándose igualmente amable. Fue durante este tiempo cuando FitzRoy escribió a Inglaterra: «Darwin es una persona sensata y trabajadora y un compañero de mesa muy agradable. Nunca he visto a un tipo de tierra adentro acomodarse tan pronto a la vida del mar como Darwin.» Pero FitzRoy era un tipo contra­dictorio, nervioso, susceptible, y si Darwin no se había desilu­sionado con él -—seguía teniéndole por un gran hombre-— había algo en su naturaleza que coincidía menos con el ideal, el beau ideal que se había imaginado. Se había producido el incidente de la pieza de loza en Plymouth y luego, los azotes de los borrachos del día de Navidad; a Darwin no le pareció decente dejar a unos hombres que se emborrachasen para cas­tigarlos luego. Pero no se atrevió a protestar. No tardó en darse cuenta de que el capitán de un navío es un señor de horca y cuchillo; no se le podía hablar ni se podía discutir con él como con un hombre ordinario. Por otra parte, FitzRoy era a veces innecesariamente duro consigo mismo. «Si no se mata antes, va a hacer una obra extraordinaria en este viaje —escribió Darwin a su casa—. Nunca me había encontrado con un hombre que pudiera desempeñar el papel de un Napoleón y de un Nelson a la vez. No diría que es precisamente inteligente; sin embargo, nada es demasiado elevado o grande para él. El ascendiente que tiene sobre todos los que le rodean es curioso... De todas maneras es el tipo de más carácter con quien yo me he visto en mi vida.» El difícil carácter de FitzRoy era más difícil por la mañana, cuando hacía la inspección del barco, y si cualquier cosa no estaba en su sitio, se arrojaba sobre el delincuente con ira evangélica, como si hubiera sufrido un insulto personal. Su aparición sobre cubierta era electrizante; un grupo de mari­neros que estuviese tirando de una cuerda se aplicaba de tal forma al trabajo, al verle, como si su vida dependiese de ello. Pero eran los «rigurosos silencios» de FitzRoy lo que Darwin encontraba más penoso de soportar; moroso, sombrío y amena­zador, el capitán se abandonaba a su malhumor, a veces durante horas y horas. A pesar de esto, FitzRoy no era un hombre odiado; todos admiraban su talento de navegante y tenía también sus buenos ratos, y generalmente su manera de comportarse era cortés y de gran estilo. No obstante, todos andaban en el Beagle con mucho cuidado y Darwin tuvo que aprender el arte de esquivar sus cóleras.
Con el resto de los colegas, Darwin se entendía muy bien. Era hombre tímido y deseoso de aprender. Para la tripulación era conocido cariñosamente con el apelativo de «nuestro cazador de mariposas». El segundo oficial, Sulivan, que más tarde se convirtió en el almirante sir James Sulivan, escribió luego: «Tengo la convicción de que en los cinco años del Beagle nadie vio a Darwin enfadado ni le oyó decir una palabra poco amable o irritada a ninguno... Esto, con la admiración que inspiraba por su energía y su habilidad, nos hizo darle el nombre de el querido y viejo filósofo». Wackham, el primer oficial, gruñía por el barullo que organizaba Darwin en cubierta con sus ejem­plares, pero era hombre alegre y cariñoso; el tipo «de mejor conversación a bordo», según decía Darwin. Bynoe, el ayudante del cirujano, se convirtió en un verdadero amigo suyo. El joven Philip King, el guardiamarina, era un muchacho muy brioso y vivo: «He leído todo lo que ha escrito Byron —decía—, y todo lo demás me tiene sin cuidado.» Augustus Earle, el artista, era un hombre excepcional. Era hijo de un pintor norteamericano que había vivido algún tiempo en Inglaterra, Augustus había estudiado en la Royal Academy de Londres, en donde se había ejercitado en toda clase de pintura, retrato, paisaje, temas históricos. La otra pasión suya era la de recorrer el globo poniendo la planta en lugares en los que no hubiese estado nunca otro artista. Cuando se unió al Beagle contaba treinta y siete años, lo que hacía de él el hombre más viejo del barco, y llevaba viajando dieciséis; había vivido en América del Norte, América del Sur y en Australia; estas últimas eran las metas principales del Beagle. Como Darwin, era un entu­siasta de Humboldt y en especial de sus descripciones de la selva tropical. Darwin y él se entendieron tan bien, que decidieron alquilar una casa juntos cuando desembarcaran en Brasil.
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead publicado en "La Revista de Occidente" en agosto de 1970

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