16 marzo 2008

En el Museo Arqueológico de Madrid

oferente

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (3)

Desde este instante, que es en rigor la coyuntura en que la vida de Darwin cambia, se aceleran los acontecimientos, Al llegar a El Monte, el tío Jos examinó una tras otra las obje­ciones del doctor y las echó abajo. Charles, sintiendo remordi­miento por los gastos hechos a la ligera en Cambridge, quiso hablar de la economía: «Tendría que ser un verdadero artista para gastar a borde del Beagle más de lo que supone mi asig­nación. No tendré ocasiones.» Pero su padre replicó: «Tú eres un verdadero artista para eso.» Al final el doctor se dio por vencido y Charles, en un estado de gran excitación, envió una carta desdiciéndose de su renuncia anterior; se sentiría muy feliz si tuviera el honor de ser aceptado. En aquellos momentos le entró una fiebre de preocupaciones, la aprensión de que era demasiado tarde y de que el puesto le habría sido ya ofrecido a algún otro, y a las tres de la mañana del día siguiente, el 2 de septiembre, tomó la diligencia, «La Maravillosa», camino de Cambridge. Llegó muy cansado aquella noche al «León Rojo» y envió en seguida una nota a Henslow, preguntándole si podía recibirle a la mañana siguiente. Henslow tenía malas noticias que darle: un tal señor Chester, naturalista de cierta reputación, estaba propuesto como candidato. Todo dependería de la impre­sión que Charles hiciese a FitzRoy, el capitán del Beagíe, porque FitzRoy había dicho claramente que no aceptaría más que a un hombre que le agradase. Condición razonable, sabiendo que tendría que compartir su camarote con él durante todo el viaje. El 5 de septiembre Darwin salió para Londres, donde se las arregló para conseguir una entrevista con FitzRoy aquel mismo día. Como hemos visto, la entrevista tuvo un final feliz.
Los dos hombres se vieron al día siguiente y las cosas fueron como la seda. FitzRoy, escribió Darwin a su familia, había sido excepcionalmente franco y amable con él. «Vosotros diréis, queridos míos —escribía Darwin—, que un capitán es el bruto más grande de la faz de la creación; no sé entonces cómo expli­caros este caso, salvo si me dais el tiempo suficiente para con­venceros.» El espacio dentro del barco era muy escaso y el capitán fue muy claro al referirse a ello: «De golpe, me preguntó, ¿será usted capaz de aguantar que yo le diga que quiero el camarote para mí solo en algunos momentos? Si el convenio es claro y franco, creo que podremos arreglarnos; si no, proba­blemente, acabaremos por odiarnos.» Los gastos no serían muy grandes, la comida solo treinta libras al año; con quinientas libras, en números redondos, podría arreglarse para todo el viaje. ¿Querría su hermana Susana decir a las criadas de EL ¿Honte que se cuidaran de su equipo? «Di a Nancy que me haga en seguida doce camisas en lugar de ocho. Di a Edward que me meta en la cartera mis zapatillas; puede poner la llave colgada de la manilla en una cuerda... Un par de zapatos ligeros para andar, mis libros de español, mi nuevo microscopio, el que tiene seis pulgadas de largo y unas tres o cuatro de ancho, bien envuelto en algodón, mi brújula geológica, que padre sabe dónde está, un libro pequeño, que debe de estar por mi dormitorio, que se titula Taxidermia...» Luego venía la lista de las armas de fuego que tenía que llevar. FitzRoy le había dicho que en muchos lugares no se podía bajar a tierra sin un par de pistolas. Pero estas armas podía conseguirlas en Londres. Pronto anduvo por la ciudad de compras con FitzRoy, con su lista en la mano. FitzRoy era pródigo en los gastos, al parecer. Le parecía una bagatela pagar cuatrocientas libras por una colección de armas personales, y Darwin se vio contagiado de semejante prodiga­lidad lo suficiente como para pagar cincuenta libras de su bol­sillo por «una caja con dos buenas pistolas y un excelente rifle». Los días estaban contados. Tendrían que salir en octubre. «Se me hiela la sangre al pensar en la cantidad de cosas que tengo que hacer.» Y continuó hablando de nuevo de FitzRoy: «Es una persona encantadora, si dijera de él todo lo bueno que se me ocurre, pensaríais de mí que estoy loco.»
El 11 de septiembre, los dos jóvenes se embarcaron en Londres hasta Plymouth para ver el BeagLe, que estaba en los muelles. Tardaron tres días en llegar, que aprovecharon para conversar y acabar de conocerse. La admiración de Darwin por FitzRoy siguió creciendo: «Quizá pensarais que era yo un romántico en mis cartas anteriores, cuando os hablaba del capitán. Pues eso no es nada comparado con lo que ahora siento... Todos le elogian cuando hablan de él, sin saber siquiera que voy a hacer ese viaje, y realmente, por lo poco que he podido ver, merece esos elogios... No es que yo crea que esta admiración vehemente que siento por él vaya a durar. Nadie es héroe para su criado, como dice el refrán, y yo voy a ser algo así para él.»
FitzRoy, por su parte, estaba igualmente impresionado. En cartas que escribió más tarde se desborda alabando al joven Darwin; no era nada raro el llevar a un naturalista en un viaje de este tipo, pero FitzRoy tenía también un proyecto muy particular en cartera y es muy posible que aprovechase la opor­tunidad del viaje a Plymouth para explicar a Darwin de qué se trataba. El viaje del Beagle ofrecía una gran oportunidad para probar las tesis de la Biblia, especialmente las contenidas en el libro del Génesis. En su calidad de naturalista, Darwin podría encontrar fácilmente pruebas del diluvio y de la primera apa­rición de todas las cosas creadas sobre la tierra. Haría un servicio importante a los espíritus religiosos interpretando sus descubrimientos científicos a la luz de la Biblia. Por su parte, Darwin, el joven que se preparaba para ser clérigo, estaba en la mejor situación para llevar a cabo ese trabajo. Y, natural­mente, no dudaba lo más mínimo de que la Biblia fuese cierta en su sentido literal; esto era una porción del mundo que él acep­taba y que le complacía, y si realmente podía dar ese sentido a su trabajo, entonces se hacían aún más interesantes las pers­pectivas del viaje. Por supuesto, otras influencias habían operado también sobre el joven Darwin. En Cambridge había leído la Filosofía de la zoología, de Fleming, los viajes de Burchell, los trabajos sobre los volcanes de Scrope, los Viajes a la América del Sur de Caldcleugh, y probablemente conocía algo de las teorías de Lamarck y de Buffon sobre los cambios debidos a la evolución. Sabemos que había leído a Humboldt, el naturalista alemán, y que los Recuerdos personales de HumboLdt era uno de sus libros favoritos, que se llevó consigo en el viaje. Parece casi seguro, sin embargo, que por aquel tiempo Darwin no había empezado a soñar siquiera con la obra que iba a realizar. Era apenas poco más que un chico de escuela, lleno de entusiasmo adolescente. Escribiendo a FitzRoy sobre la fecha de la partida, decía: «Mi segunda vida va a comenzar, y va a ser el momento de la marcha como un nuevo nacimiento para el resto de mi vida.»
Todo le agradaba a Darwin en aquellos días. El Beagle, desarmado en el dique seco, era un buque realmente muy pequeño, un bergantín de diez cañones y doscientas cuarenta y dos toneladas, con solo noventa pies de ancho; en este espacio tendrían que acomodarse setenta y cuatro personas. «Pero no ha habido buque en el mundo «—escribió Darwin a su casa— equipado de manera tan generosa y con tanto esmero. Todo lo que puede ser hecho de caoba es de caoba.» En realidad, el barco estaba tan podrido después de su último viaje, que prácti­camente tuvo que ser reconstruido. Los oficiales, comparados con el capitán, eran gente sin importancia, pero inteligente, activa y resuelta, aunque un poco basta. Allí estaba John Wickham, el primer teniente; James Sulivan, el segundo; John Lort Stokes, que hacía de ayudante de FitzRoy en las medidas y los cálculos; Robert MacCormick, el médico, y su ayudante, Benjamín Bynoe; George Rowlett, el tesorero; el guardiamarina Philip King; Charles Musters, un voluntario, y Augustus Earle, un artista; todos ellos en aquel momento eran caras anónimas para Darwin, pero pronto, en aquel barco tan pequeño, se convertirían en personajes muy definidos. El resto de la tri­pulación se componía del capitán y sus dos pilotos, el contra­maestre, el carpintero, un clérigo, ocho soldados de marina, treinta y cuatro marineros y seis grumetes. Había, finalmente, tres pasajeros, un hombre de veintiocho años, llamado York Minster, un chico de dieciséis, llamado Jemmy Button, y una niña de once, llamada Fuegia Basket. Estos tres últimos eran nativos de la Tierra del Fuego, el territorio helado alrededor del Cabo de Hornos. FitzRoy los había atrapado en el viaje anterior y les había bautizado con nombre ingeniosos: como Jemmy Button o Botones, porque fue comprado por un botón, y durante un año los había educado a sus expensas en Ingla­terra. Se los llevó, para que los vieran, al rey Guillermo y a la reina Adelaida; la reina puso uno de sus sombreros en la cabeza de Fuegia y uno de sus anillos en una de sus manos y le dio una bolsa con dinero para que se comprase vestidos. Ahora, con un ligero baño de inglés, vestidos europeos y una serie de cosas por el estilo, los fueguinos volvían a su casa en la otra parte del mundo, para extender el cristianismo y la civilización entre sus paisanos. Un joven misionero, Richard Matthews, se ofreció a acompañarles.
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead publicado en agosto de 1970 en "La Revista de Occidente"

15 marzo 2008

En París (serie)

en paris

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (2)

El cuarto no era el de un estudiante aplicado —«he salido bien», exclamaba con alivio y con sorpresa cuando logró superar sus exámenes con un simple aprobado-—; pero no se pensaba, sin embargo, que fuera algo sorprendente el que, sin tener una vocación religiosa determinada, estuviese destinado a entrar en la iglesia; muchos jóvenes de familias acomodadas seguían la misma carrera. Solo en un aspecto era el joven Darwin verda­deramente extraordinario y era su interés excepcional y espon­táneo por la historia natural. Todo lo que pertenecía a la vida del campo le entusiasmaba. Las flores, las rocas, las mariposas, los pájaros, las arañas... Desde niño había coleccionado toda clase de bichos con esa delectación que caracteriza al aficio­nado un poco ridículo o al técnico profesional. Por entonces se apasionaba con los escarabajos y tenía cajas con ejemplares, por todas partes, en su cuarto. Un día vio dos ejemplares raros en el tronco de un árbol y se apresuró a cogerlos uno con cada mano; pero en aquel momento vio un tercer escarabajo de una especie nueva para él, y, como no podía pensar en perderlo, para liberar su mano derecha, se metió rápidamente uno de los escarabajos en la boca. Aquella pasión de coleccionista la miraba como la caza y los caballos, como algo secundario, una diversión, un entretenimiento. El verdadero rompecabezas de su vida eran los clásicos, que odiaba, y las matemáticas, que no podía entender. «Supongo que estás metido en las matemáticas hasta el cuello ■—escribe a un amigo que no había contestado a sus cartas—■. Si es así, que Dios te ayude, porque yo estoy en la misma situación, solo que con esta diferencia, y es que me he quedado hundido en el barro del fondo y en él voy a perma­necer.» Y, naturalmente, la iglesia, aunque en la intimidad, dudaba de que tuviese verdadera vocación. Sin embargo, el profesor John Stevens Henslow, a cuyas clases de botánica asistía en Cambridge, era clérigo y había animado a Darwin a proseguir la historia natural; le había invitado a sus famosos viernes en que se conversaba sobre estos temas y se lo había llevado con él en sus paseos y en las excursiones en bote por el río Cam; hasta le había convencido para que estudiase geología, tema que Darwin había rehuido en el primer momento. Durante su último año en Cambridge, Darwin era conocido como «el hombre que pasea con Henslow». Pero no había ningún motivo para suponer que no podría continuar con sus colecciones y sus deportes cuando estuviera instalado en su vicaría.
En su ambiente familiar Darwin había sido dichoso. Su abuelo, el doctor Erasmus Darwin, era hombre, aunque muy discutido, de gran reputación; el doctor Erasmus había traba­jado sobre la idea de la evolución, aunque no llegó a ninguna conclusión importante, y Coleridge había inventado la palabra darwinizar para describir su manera de teorizar, considerada como un tanto insensata. El padre de Charles, Robert, había trabajado también en medicina y se hizo con una clientela importante en Shrewsbury, donde se había mandado edificar una bonita casa, El Monte, sobre el río Severn. Charles tenía miedo a su padre. El doctor Darwin era un hombre enorme, que medía seis pies y pesaba trescientas treinta y seis libras, y cuya manera de conducirse era más bien autocrática; su familia solía decir que cuando volvía a casa por las noches era «como si subiese la marea». Su hijo sentía cariño por él. Muchos años más tarde, cuando Charles era ya un viejo, contó a su hijo que aunque su padre había sido un poco injusto con él cuando era joven, guardaba de él un recuerdo muy tierno por la dulzura con que le había tratado más tarde. Recientemente se ha lanzado la idea de que el sentimiento de inferioridad que Darwin sentía con respecto a su padre pudo haber afectado su desenvolvimiento físico y que la mala salud de sus años maduros se debía a su preocupación y a su complejo de inferioridad cuando era niño. Esta idea no me parece muy convincente. Es cierto que la madre de Charles murió cuando él tenía solo ocho años, pero las tres hermanas mayores se ocuparon tiernamente de él. Luego estaban, además, sus primas, las Wedgwoods, la famosa familia fabricante de porcelanas, que vivían en una casa esplén­dida, Maer Hall, a solo veinte millas de distancia. Charles estaba siempre yendo con su caballo a casa de las primas y era el preferido de su tío Jos y de su tía Bessie, así como de sus cuatro hijas, sobre todo de Emma, que era de su edad. Aquel era un mundo lleno de caballos bien cuidados, coches y lacayos, cacerías de perdices en otoño y monterías en el invierno, cenas con invitados y elegantes vestidos. En los estudios, ciertamente, Darwin no fue un astro; estaba incluso por debajo del nivel medio, y Julián Huxley tiene acaso razón cuando dice que, con lo que se exige hoy en día, Darwin no hubiese entrado nunca en una Universidad moderna. En la escuela de Shrewsbury los maestros habían intentado sin fruto meterle de cabeza en los clásicos y luego Charles había ido a estudiar medicina a Edim­burgo, donde fue un fracaso; entre otras cosas, no había podido aguantar la vista de la sangre. Más tarde lamentaría amarga­mente el no haber estudiado nunca seriamente disección por esta razón. Asistió, sin embargo, a las lecciones magistrales de Jameson sobre geología y zoología, y aunque le parecieron pesadas, fue a través de Jameson como conoció al director del museo de la Universidad, un gran entusiasta de la historia natural. Darwin leyó un trabajo sobre los animales marinos microscópicos en la Sociedad Pliniana y aprendió a disecar pájaros y otros animales gracias a los consejos de un negro que había viajado por la América del Sur con el naturalista Charles Waterton.
Pero todo aquello pertenecía al pasado; su padre le permitió dejar la medicina e ingresar en Cambridge, en donde malgastó el tiempo y aprendió muy poco, pero en donde lo pasó bastante bien, y al final se había hecho con la licenciatura y tenía ante sí la perspectiva de un verano agradable. «En el verano trabajé en geología en Shropshire», escribe en su Diario. Luego hizo una excursión a Gales con otro de sus amigos cien­tíficos, Adán Sedgwick, profesor de geología de Cambridge. Parece que la pareja pasó unas semanas agradables estudiando la formación de las rocas y haciendo un mapa geológico de la región; así es que hasta el 29 de agosto no volvió Darwin a su casa de Shrewsbury. Allí supo por su padre y sus hermanas que había llegado una carta a su nombre, carta que, al parecer, habían abierto y leído, del profesor Henslow. Dentro había otra carta de George Peacock, matemático y astrónomo de Cam­bridge, encargado de nombrar candidato para el puesto de na­turalista en los barcos de la Armada que hacían viajes de exploración. Peacock hacía una oferta completamente inespe­rada: ofrecía a Charles el puesto de naturalista en el barco de Su Majestad el Beagle... Fue como algo llovido del cielo. Darwin no había pensado nunca en que le tuviesen por un naturalista serio, y, por tanto, elegible para un trabajo cien­tífico. Estaba destinado a ser clérigo. Esta proposición tan sorprendente rompió además sus planes de una manera drástica; después de la temporada de la perdiz pensaba hacer un viaje a las islas Canarias antes de tomar las órdenes. Y ahora... Pero, después de todo, ¿por qué no? Se sentía inclinado a aceptar. Henslow, que le había recomendado a Peacock, le presionaba para que aceptase. El mismo había estado a punto de encargarse de ese trabajo, según le contó a Darwin su hermana Susana; pero la señora Henslow dio tales muestras de aflicción, que Henslow desistió en seguida.
El doctor Darwin tenía una opinión distinta. Pensaba que era una oferta disparatada. Charles había abandonado ya la medicina, y ahora no era cosa de que dejara también la iglesia.
Además, no estaba acostumbrado al mar. Estaría dos años o más fuera. No iba a pasarlo bien. No lograría ya asentarse cuando volviera a casa. Podía perjudicar su reputación como futuro sacerdote. En resumen, aquella propuesta no era práctica. El doctor no le prohibió a Charles que aceptase, pero le dijo de manera enfática: «Si encuentras una persona de sentido común que te aconseje que vayas, daré mi consentimiento.» Charles no estaba acostumbrado a discutir con su padre. Tenía una asignación que había gastado ya con creces en Cambridge y no contaba con otros ingresos, y aunque inconscientemente deseaba escapar de los lazos paternos, nunca hubiera pensado en desafiar su autoridad. Así es que, aunque de mala gana, escribió a Henslow diciendo que no podía aceptar.
Era un consuelo el que la temporada de la perdiz estuviera a punto de abrirse y al día siguiente cogió su caballo y fue a la casa de los Wedgwoods a fin de estar dispuesto desde el primer día. Al revés que su cuñado, Josiah Wedgwood era un hombre flexible y de excelente humor. Maer Hall era un sitio animado, lleno de amigos, en donde siempre se aprendía algo agradable, al contrario de El Monte, en donde la presencia imponente del doctor Darwin obligaba a la familia a una cierta gravedad. El tío Jos era el mejor camino con que contaba Darwin para escapar de su padre. Charles había ido con él a Escocia, Irlanda y Francia, se había confiado a él y le faltó tiempo para contarle lo del puesto del Beagle y la negativa de su padre.
El tío Jos no estuvo de acuerdo en absoluto con el doctor Darwin. Pensaba que era una estupenda ocasión y que no debía rechazarse. Le dijo a Darwin que escribiese en un papel la lista de las objeciones que le había hecho su padre y que él buscaría para cada una de ellas una respuesta. Animado por ello, Darwin resolvió lanzarse a un nuevo ataque. Escribió a su padre una carta tímida como tenía que ser: «Querido padre: Tengo la impresión de que voy a decirte algo que no va a agra­darte demasiado... El peligro, a mi parecer y al de los Wedgwoods no es grande. Los gastos no pueden ser tampoco serios y el tiempo no puede considerarse que sea malgastado, al menos no más que si estoy en casa. Pero te ruego que no pienses que estoy tan inclinado a ir, como para no vacilar ni un instante en desistir si tú piensas que después de un cierto tiempo no vas a sentirte a gusto...» Una vez hecho esto y enviada la carta, Charles se entregó a los agradables placeres de la caza. Con su escopeta y su perro, estaba ya dispuesto, después del desayuno y las oraciones familiares, a la mañana siguiente, y eran escasamente las diez, cuando vino un criado con un mensaje de su tío, diciendo que la oferta del Beagle era demasiado impor­tante para tomarla así y que debía encaminarse en seguida a El Monte, con él, para conseguir que su padre cambiara de opinión.
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead publicado en "La Revista de Occidente" en agosto de 1970

14 marzo 2008

En París

viky en parís

Foto.: Viky Risueño

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (1)

Una de las cosas más extraordinarias que pueden decirse de Charles Darwin es que fue uno de esos hombres cuya carrera, de forma inesperada, se decide por un sencillo golpe del azar. De los primeros veintidós años de su vida nada puede contarse apenas; no revelaron ningún talento especial. Luego, de repente, se le ofrece una gran ocasión: las cosas se hallan en el fiel de la balanza, pueden inclinarse de un lado o del otro; pero la suerte se interpone, o más bien una serie de acon­tecimientos en cadena y el destino lo levanta en sus alas para elevarle a lo alto y no volver a dejarle caer. Todo se nos antoja ahora inevitable, predestinado, pero la verdad es que en 1831 nadie en Inglaterra, y ciertamente, tampoco el propio Darwin tenía la menor idea del extraordinario porvenir que le aguardaba y es imposible reconocer en el hombre cavi­loso y enfermo de sus años maduros al joven extrovertido y lleno de vitalidad que emprendió la gran aventura de su vida, el viaje del Beagle.
Los acontecimientos se sucedieron tan de prisa que el propio Darwin apenas pudo darse cuenta de lo que le estaba pasando. El día 5 de septiembre de 1831 recibió un aviso para que fuera a Londres a encontrarse con Robert FitzRoy, capi­tán del barco de Su Majestad, el Beagle, al que enviaba el Almirantazgo en viaje alrededor del mundo, con la propuesta de que desempeñara en el equipo el puesto de naturalista. Era una propuesta sorprendente. Darwin tenía solo veintidós años, no había visto nunca al capitán FitzRoy y ni siquiera había oído hablar del Beagle una semana antes. Su juventud, su inexperiencia, hasta el ambiente en el que había vivido
parecían estar en contra, y, sin embargo, a pesar de todas estas cosas desfavorables, FitzRoy y Darwin se entendieron perfec­tamente y el ofrecimiento quedó hecho en firme. El Beagle, le explicó el capitán, era un barco pequeño, pero muy bueno. FitzRoy lo conocía bien, porque lo había mandado en un viaje precedente a la América del Sur y lo había devuelto sano y salvo a Inglaterra. El barco iba a ser enteramente restaurado en Plymouth y contaba con una dotación espléndida; varios de sus hombres habían hecho el viaje anteriormente con él y se habían ofrecido como voluntarios para esta expedición. La expedición tenía dos propósitos: en primer lugar seguir elabo­rando el mapa de la costa de la América del Sur, y en segundo lugar, fijar de manera más exacta la longitud, estableciendo una serie de cómputos cronológicos alrededor del mundo. El barco estaría listo en el plazo de unas semanas y su viaje duraría dos años o más, quizá tres o cuatro; pero Darwin podía aban­donarlo cuando quisiera y volverse a casa. El joven naturalista tendría ocasiones frecuentes de bajar a tierra y en el curso del viaje se harían una serie de cosas interesantes y fascinantes, como explorar ríos y montes desconocidos, visitar islas de coral en los trópicos y acercarse hasta el extremo sur del con­tinente, la región de los hielos. Sin duda ninguna, aquella pro­puesta era una maravilla. «Hay un momento de plenitud en la vida de los hombres —escribió Darwin a su hermana Susana—', y creo que ha llegado el mío.»
En efecto, Darwin era un hombre afortunado en todos los sentidos. En primer lugar, se entendió muy bien con FitzRoy en la primera entrevista a pesar de que era difícil imaginar que hubiese en Inglaterra dos tipos tan distintos por su naturaleza y por su educación. En casi todas las cosas eran opuestos. Mientras que los Darwin eran whigs acomodados y liberales, los FitzRoy podían considerarse decididamente aristócratas y tories. Charles Darwin era hijo de un médico de provincias, de gran reputación, y nieto de otro médico, el doctor Erasmus Darwin, que no solo había conseguido un gran nombre, como médico y como escritor en verso sobre temas científicos, sino que además había hecho una bonita fortuna. Los FitzRoy descendían por línea bastarda de Carlos II y de Bárbara Villers, la duquesa de Cleveland, su amante, y Robert FitzRoy era hijo de lord Charles FitzRoy y nieto del duque de Grafton, así como sobrino de Castlereagh. El capitán estaba poseído de su papel. Tenía una cabeza orgullosa y autoritaria, una expresión desdeñosa, y aunque su figura era más bien poca cosa, el empaque y el porte denunciaban a un hombre avezado a que le trataran siempre con toda clase de respetos. A pesar de ello, había llevado, al revés que Darwin, una vida difícil y sacrifi­cada; desde los catorce años, edad en que entró a servir en la Marina procedente del Royal Naval College, fue mirado como un oficial de talento excepcional. En un tiempo en que el ascenso se otorgaba pronto a los hombres notables, especialmente si tenían buenas relaciones, resultaba extraordinario, a pesar de todo, que a los veintitrés años hubiese estado al mando del Bealte en su viaje anterior. FitzRoy era hombre de tempera­mento autoritario. Sus ideas eran inalterables. Sabía con clari­dad lo que estaba bien y lo que estaba mal, y sin ser en absoluto un estúpido o una persona ineducada, se mostraba intolerante con toda clase de discusiones y de medias tintas. Era, además, un hombre profundamente religioso. Creía a pies juntillas en todo lo que decía la Biblia y aquella certidumbre espiritual se trasladaba a su vida práctica. En su alcázar de proa era orde­nancista. Al lado de esto tenía otras virtudes que hacían juego: era enormente valeroso, hombre de muchos recursos, eficiente y justo. Pero había otro aspecto de su carácter menos claro: debajo de este barniz impoluto latía una inquietud sofocada, un anhelo de algo que echaba en falta, quizá cariño y afecto, y todo ello ascendía con violencia a la superficie en forma de actos de generosidad extraordinaria y de arrepentimiento.
En aquella naturaleza no había compromisos, ni tiras y aflojas; no tenía paciencia y por ello oscilaba entre momentos de entusiasmo y de depresión.
FitzRoy estuvo un poco tieso en la primera entrevista. Era, en definitiva, hombre arrogante y sabía que Darwin era liberal. Cuando Darwin entró en la habitación en que él estaba; en seguida le desagradó su nariz; no era la clase de nariz que podía aguantar los rigores de un viaje alrededor del mundo; pero el buen carácter de Darwin, su naturalidad y su entusiasmo borraron todas las tiesuras; antes de que hubiese concluido la entrevista, FitzRoy le rogaba que no se apresurase en dar una respuesta definitiva y le tranquilizaba respecto a los terrores de una travesía marítima. El capitán pareció haberse dado cuenta de que tenía entre las manos a un joven excepcional, quizá dema­siado ingenuo, un poco acostumbrado a la buena vida, pero deci­didamente inteligente. ¿Sería lo bastante duro para la empresa que le aguardaba? Esta era la cuestión. ¿Se derrumbaría cuando llegara el momento de enfrentarse con el mar?
Darwin, por su parte, quedó encantado hasta lo indecible. Nunca había encontrado un tipo semejante, un hombre de modales tan exquisitos, de tal autoridad y energía, de tal comprensión: era el bello ideal, the very beau ideal, de lo que un marino tenía que ser. Cabe sospechar también que Darwin se dio cuenta claramente de las dudas que asediaban a FitzRoy; esto es, de la sospecha de que aquella misión fuera demasiado para un joven como él. Aquella misión era un desafío. Pues bien, él decidía aceptarlo y demostraría a aquel hombre extra­ordinario lo que él era capaz de hacer. No le decepcionaría.
Permítasenos echar, por un momento, una mirada retros­pectiva a la vida de Darwin antes de esta ocasión crucial, antes de la entrevista que fue causa de un viaje del que iba a surgir EL origen de las especies y el fundamento de las ideas que han cambiado nuestras vidas. Permítasenos que olvidemos a ese hombre de avanzada edad, triste, siempre excesivamente abrigado que es la imagen que todo el mundo conoce de Charles Darwin, y volvamos la vista hacia el joven de 1831, que acababa de recibir su grado de bachiller en artes en Cambridge. Un espectador que estuviese en el bonito patio de Christ's College hubiese podido verle volviendo de la caza: no era un adonis aquel joven alto, esbelto, de chaqueta roja; pero tenía un rostro agradable, una cabeza bien dibujada con frente ancha, unos ojos azules de mirada franca y cariñosa y una tez fresca, la tez de un hombre de veintidós años que ha pasado la mayor parte de su vida al aire libre. No llevaba barba todavía, pero sí patillas. Un caballerizo recogería su caballo en el patio y el muchacho subiría ágilmente la corta escalera de piedra, que llevaba al segundo piso, donde vivía en una estancia amplia, cuadrada, con las paredes recubiertas de madera, calentada en invierno por una chimenea de leños. El Christ's College en aquellos días tenía la reputación de ser el más apropiado para la gente aficionada a los caballos, cosa en que encajaba el joven Darwin perfectamente, ya que le gustaba montar y cazar sin medida y en su cuarto solía prac­ticar el tiro al blanco disparando de espaldas con ayuda de un espejo; si organizaba una pequeña fiesta, hacía que uno de sus camaradas levantara un candelabro con las velas encendidas y las iba apagando, una tras otra, con cartuchos cargados sola­mente con pólvora. Se bebía también bastante en aquellas fies­tas de camaradas; Darwin era miembro del Glutton Club y las veladas acababan generalmente con un poco de música y una partida de vingt-et-un.
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead publicadp en Revista de Occidente. Agosto de 1970

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