08 marzo 2008
De Enrique Heine en 'Cuadros de Viaje'
Soy el hombre más cortés de la tierra. Puedo envanecerme de no haber sido nunca grosero en este mundo, donde existe tanto bellaco insoportable que le asedia a uno refiriéndole sus penas o declamándole sus versos. Siempre he escuchado tranquilo, con verdadera paciencia cristiana, tales miserias, sin que un solo gesto delatara el hastío de mi alma. Como un penitente Brahman que entrega su cuerpo a la voracidad de los gusanos, para que se sacien también estas criaturas de Dios, he sido víctima con frecuencia, durante días enteros, de las más crueles sabandijas humanas; he escuchado con calma, y mis internos suspiros sólo eran perceptibles para Aquel que recompensa la virtud.
Pero hasta el arte de vivir nos manda a ser corteces, no guardar enojoso silencio, ni replicar con mal humor, cuando un esponjoso consejero de comercio o un seco vendedor de queso se sienta a nuestro lado, y comienza una conversación, generalmente europea, con las palabras: "hoy hace un hermoso día." Quien sabe si volverá uno a encontrarse con semejante filisteo, y si acaso le hará pasar un mal rato, por no haberle respondido cortesmente: "Hace un hermoso tiempo." Hasta puede ocurrir, querido lector, que vayas a sentarte, en Cassel, á la mesa redonda, junto al dicho filisteo, quizá a su izquierda, y sea él precisamente quien tiene ante sí la fuente de las carpas el escabeche y las reparte con aire placentero; -que tenga entonces contigo algún antiguo pique- hará dar la vuelta al plato siempre hacia la derecha, y no quedará para tí el más pequeño trocito de cola: porque ¡ay! serás el número trece a la mesa, lo cual es siempre arriesgado, cuando se sienta uno a la izquierda del que trincha. y el plato da la vuelta por la derecha. Y es una gran desgracia que no le llegue a uno una pizca de carpa; quizá la mayor que puede ocurrirle después de la pérdida de la escarapela nacional. Todavía el filisteo que te prepara este disgusto, se burla de tí por contera, ofreciéndote los laureles que han quedado flotando en la obscura salsa.- ¡Ah! ¡de qué sirven los laureles todos, cuando no llevan consigo carpa alguna! Mas el filisteo guiña los ojillos, se ríe a cada paso, y murmura: "Hoy hace un hermoso día.
Pero hasta el arte de vivir nos manda a ser corteces, no guardar enojoso silencio, ni replicar con mal humor, cuando un esponjoso consejero de comercio o un seco vendedor de queso se sienta a nuestro lado, y comienza una conversación, generalmente europea, con las palabras: "hoy hace un hermoso día." Quien sabe si volverá uno a encontrarse con semejante filisteo, y si acaso le hará pasar un mal rato, por no haberle respondido cortesmente: "Hace un hermoso tiempo." Hasta puede ocurrir, querido lector, que vayas a sentarte, en Cassel, á la mesa redonda, junto al dicho filisteo, quizá a su izquierda, y sea él precisamente quien tiene ante sí la fuente de las carpas el escabeche y las reparte con aire placentero; -que tenga entonces contigo algún antiguo pique- hará dar la vuelta al plato siempre hacia la derecha, y no quedará para tí el más pequeño trocito de cola: porque ¡ay! serás el número trece a la mesa, lo cual es siempre arriesgado, cuando se sienta uno a la izquierda del que trincha. y el plato da la vuelta por la derecha. Y es una gran desgracia que no le llegue a uno una pizca de carpa; quizá la mayor que puede ocurrirle después de la pérdida de la escarapela nacional. Todavía el filisteo que te prepara este disgusto, se burla de tí por contera, ofreciéndote los laureles que han quedado flotando en la obscura salsa.- ¡Ah! ¡de qué sirven los laureles todos, cuando no llevan consigo carpa alguna! Mas el filisteo guiña los ojillos, se ríe a cada paso, y murmura: "Hoy hace un hermoso día.
Por Enrique Heine
07 marzo 2008
Imago Mundi. (9/9). Germán Arciniegas
La fábula regresa al Viejo Mundo.
—¿Cómo ocurrió el regreso a Europa de la fábula del paraíso? El más conmovedor ejemplo está en un libro enciclopédico escrito por uno de los más eruditos bibliófilos del XVII: Antonio López Pinelo. Se titula El Paraíso en el Nuevo Mundo, comentario Apologético, Historia Natural y Peregrina de las Indias Occidentales Islas de Tierra Firme del Mar Océano. León Pinelo, como Colón, era uno de aquellos espíritus misteriosos y laberíntico que viniendo de la entraña hebrea desbordan en manifestaciones propias de cristianos nuevos y hacen lo que aconseja la fe de quienes estrenan religión, siempre infinitamente más expresivo y declarado.
Habiendo nacido en Valladolid e hijo de un portugués, se consideraba peruano. Escribió en España casi la totalidad de su abundante obra, se regresó de Lima, donde había estudiado y habían muerto sus padres. Su abuelo paterno, judío portugués que comerciaba en la isla de Madeira, fue quemado vivo en Lisboa junto con su mujer. Sus padres se hicieron cristianos de múltiples devociones, ya fuera por precaución, ya por hacer más notoria su nueva fe, ya por convencerse a sí mismos del cambio que se habían impuesto. Eso sí, el santo temor a los frailes que administraban el sambenito y la vela verde, les aconsejó alejarse de España y Portugal, poner de por medio el Atlántico, y buscar hogar menos incierto en Lima, mirando al mar Pacífico. Con todo, para quien llevaba a cuestas la historia de unos padres quemados en Lisboa, había siempre mil ojos vigilantes que lo espiaban. «De 1605 a 1637 la Inquisición citó y procesó a Diego López (padre de Pinelo) acusándole por motivos nimios o ridículos, como tener un caballo llamado Pedro, haber bajado los ojos al alzarse la hostia o haber amarrado una mula de una cruz...» Todo esto fue disolviéndose en la notoria cristiandad de Diego López que terminó, ya viudo, de fraile. El hijo se hizo apasionado defensor de la Inmaculada Concepción de la Virgen, fue hundiéndose en la minuciosa lectura de los dos Testamentos, de los Santos Padres y de cuanto libro halló su infatigable diligencia, llegando a formarse la convicción beligerante de que el Paraíso Terrenal no estaba en ninguna región distinta de América. El Paraíso quedaría, según él, en Iquitos, sobre el Amazonas, en las idílicas mansiones verdes de eterna poesía... paradójicamente llamadas por los novelistas de nuestro tiempo el infierno verde. Los cuatro ríos de que antiguamente se habló —el Nilo, el Ganges, el Eufrates y el Tigris-— no eran los que brotaron de la fuente original, sino el Amazonas, el Plata, el Orinoco y el Magdalena. El paraíso no era cuadrado como lo dibujó el francés Jacques de Auzoles, sino un círculo de 160 leguas de diámetro...
Novecientas páginas de gran formato escribió León Pinelo para combatir las diecisiete hipótesis más autorizadas que colocaban el Edén en el cielo de la luna, en la región media del aire, en los montes más encumbrados, en el cielo, en Libia, en la India, en el mundo de los hiperbóreos, en las Molucas, en Ceylán, en Sarmacia, en Charan, en Siria, en el Campo Esledrón, en Palestina, en Damasco, en Canaán, en los Campos Elíseos o en las Islas Afortunadas... Para León Pinelo toda esta era una geografía fantástica, como en parte lo es para nosotros. Y argüía: ¿dónde una tierra más rica y más amena, más suavemente templada y deliciosa, que en la floresta mágica amazónica, de las orquídeas exóticas y las mariposas de anchas alas de nácar y esmeralda?
No hay que pensar en León Pinelo como un poeta desprendido de la realidad de su tiempo. Fue, con Solórzano Pereyra, el más cumplido compilador de las leyes en que se fundó la política indiana -—monumento extraordinario para la historia colonial-— y siendo íntimo de Lope de Vega sirvió a este amazónico poeta como enciclopedia viva para puntualizar todo lo que de América se vuelca en la obra del gran comediógrafo. Simplemente, como producto de una civilización, más que de una época, se movía en un mismo terreno en que la verdad y la fábula formaban la tierra firme.
Raúl Porras Barranechea, al exhumar el libro de León Pinelo da todas estas noticias y concluye: «Poseído de una especie de fiebre erudita y documental, Pinelo registra libros y papeles referentes a América; se enfrasca en la lectura de viejos infolios de geografía medieval y de cosmografía antigua, en latín, en griego, en hebreo; se inicia en la ciencia talmúdica y bíblica, devorándose seiscientos ochenta libros hebreos de una biblioteca rabínica en busca de una cita sobre el Paraíso Terrenal. Y para despejar cualquier duda teológica se sumerge en la lectura de los Padres de la Iglesia, de los exegetas de la Biblia y de los doctores de la Escolástica...»
Como ajuste de todo este trabajo preparatorio, Pinelo fue situando en América uno a uno los monstruos de la invención europea y, finalmente, sabiendo que el Perú era más rico que la India, que todo en las letras divinas y humanas llevaba a la conclusión de que en torno a Iquitos estaría el Edén, el Jardín de las Delicias, fabricó con estos elementos la tela encantada de su obra. Y no en vano. Porque América fantástica se levantaba ante los occidentales cansados de las injusticias de Europa, agobiada de miserias, como el continente de la esperanza. En América habrían de situarse todas las Utopías...
Germán Arciniegas. París
—¿Cómo ocurrió el regreso a Europa de la fábula del paraíso? El más conmovedor ejemplo está en un libro enciclopédico escrito por uno de los más eruditos bibliófilos del XVII: Antonio López Pinelo. Se titula El Paraíso en el Nuevo Mundo, comentario Apologético, Historia Natural y Peregrina de las Indias Occidentales Islas de Tierra Firme del Mar Océano. León Pinelo, como Colón, era uno de aquellos espíritus misteriosos y laberíntico que viniendo de la entraña hebrea desbordan en manifestaciones propias de cristianos nuevos y hacen lo que aconseja la fe de quienes estrenan religión, siempre infinitamente más expresivo y declarado.
Habiendo nacido en Valladolid e hijo de un portugués, se consideraba peruano. Escribió en España casi la totalidad de su abundante obra, se regresó de Lima, donde había estudiado y habían muerto sus padres. Su abuelo paterno, judío portugués que comerciaba en la isla de Madeira, fue quemado vivo en Lisboa junto con su mujer. Sus padres se hicieron cristianos de múltiples devociones, ya fuera por precaución, ya por hacer más notoria su nueva fe, ya por convencerse a sí mismos del cambio que se habían impuesto. Eso sí, el santo temor a los frailes que administraban el sambenito y la vela verde, les aconsejó alejarse de España y Portugal, poner de por medio el Atlántico, y buscar hogar menos incierto en Lima, mirando al mar Pacífico. Con todo, para quien llevaba a cuestas la historia de unos padres quemados en Lisboa, había siempre mil ojos vigilantes que lo espiaban. «De 1605 a 1637 la Inquisición citó y procesó a Diego López (padre de Pinelo) acusándole por motivos nimios o ridículos, como tener un caballo llamado Pedro, haber bajado los ojos al alzarse la hostia o haber amarrado una mula de una cruz...» Todo esto fue disolviéndose en la notoria cristiandad de Diego López que terminó, ya viudo, de fraile. El hijo se hizo apasionado defensor de la Inmaculada Concepción de la Virgen, fue hundiéndose en la minuciosa lectura de los dos Testamentos, de los Santos Padres y de cuanto libro halló su infatigable diligencia, llegando a formarse la convicción beligerante de que el Paraíso Terrenal no estaba en ninguna región distinta de América. El Paraíso quedaría, según él, en Iquitos, sobre el Amazonas, en las idílicas mansiones verdes de eterna poesía... paradójicamente llamadas por los novelistas de nuestro tiempo el infierno verde. Los cuatro ríos de que antiguamente se habló —el Nilo, el Ganges, el Eufrates y el Tigris-— no eran los que brotaron de la fuente original, sino el Amazonas, el Plata, el Orinoco y el Magdalena. El paraíso no era cuadrado como lo dibujó el francés Jacques de Auzoles, sino un círculo de 160 leguas de diámetro...
Novecientas páginas de gran formato escribió León Pinelo para combatir las diecisiete hipótesis más autorizadas que colocaban el Edén en el cielo de la luna, en la región media del aire, en los montes más encumbrados, en el cielo, en Libia, en la India, en el mundo de los hiperbóreos, en las Molucas, en Ceylán, en Sarmacia, en Charan, en Siria, en el Campo Esledrón, en Palestina, en Damasco, en Canaán, en los Campos Elíseos o en las Islas Afortunadas... Para León Pinelo toda esta era una geografía fantástica, como en parte lo es para nosotros. Y argüía: ¿dónde una tierra más rica y más amena, más suavemente templada y deliciosa, que en la floresta mágica amazónica, de las orquídeas exóticas y las mariposas de anchas alas de nácar y esmeralda?
No hay que pensar en León Pinelo como un poeta desprendido de la realidad de su tiempo. Fue, con Solórzano Pereyra, el más cumplido compilador de las leyes en que se fundó la política indiana -—monumento extraordinario para la historia colonial-— y siendo íntimo de Lope de Vega sirvió a este amazónico poeta como enciclopedia viva para puntualizar todo lo que de América se vuelca en la obra del gran comediógrafo. Simplemente, como producto de una civilización, más que de una época, se movía en un mismo terreno en que la verdad y la fábula formaban la tierra firme.
Raúl Porras Barranechea, al exhumar el libro de León Pinelo da todas estas noticias y concluye: «Poseído de una especie de fiebre erudita y documental, Pinelo registra libros y papeles referentes a América; se enfrasca en la lectura de viejos infolios de geografía medieval y de cosmografía antigua, en latín, en griego, en hebreo; se inicia en la ciencia talmúdica y bíblica, devorándose seiscientos ochenta libros hebreos de una biblioteca rabínica en busca de una cita sobre el Paraíso Terrenal. Y para despejar cualquier duda teológica se sumerge en la lectura de los Padres de la Iglesia, de los exegetas de la Biblia y de los doctores de la Escolástica...»
Como ajuste de todo este trabajo preparatorio, Pinelo fue situando en América uno a uno los monstruos de la invención europea y, finalmente, sabiendo que el Perú era más rico que la India, que todo en las letras divinas y humanas llevaba a la conclusión de que en torno a Iquitos estaría el Edén, el Jardín de las Delicias, fabricó con estos elementos la tela encantada de su obra. Y no en vano. Porque América fantástica se levantaba ante los occidentales cansados de las injusticias de Europa, agobiada de miserias, como el continente de la esperanza. En América habrían de situarse todas las Utopías...
Germán Arciniegas. París
06 marzo 2008
Imago Mundi. (8/9). Germán Arciniegas
El Paraíso Terrenal,
—Pero vamos a lo importante: al paraíso. Monstruos humanos e inhumanos, bestias feroces, mares bravíos... podría haber en el mundo americano, pero quedaba al fondo el Edén, la maravilla deliciosa del paraíso terrenal. La idea de ese escenario en donde tuvieron sus primeras experiencias Adán y Eva, era universalmente aceptada. Quedaba por precisar el rincón escondido del planeta en donde situarlo. El cardenal D'Ailly no dudaba de su existencia, y Colón pensaba en él, como en las amazonas y en las riquezas infinitas de la India. Según el cardenal, en el paraíso o jardín de las delicias se hallaba la fuente de donde partían los cuatro ríos. San Isidoro, José Damasceno, Estrabón, y Herodoto el maestro de la historia, estaban de acuerdo en este lugar situado en ciertas regiones de Oriente, y puesto a gran distancia por tierra y mar del mundo hasta entonces habitado. Algunos lo suponían en un sitio tan elevado que llegaba a la esfera lunar, adonde no habían alcanzado las aguas del diluvio. Esta afirmación la reducía el cardenal a sus justos límites: no hay que entender que el paraíso llegue al círculo de la luna; se trata de una expresión hiperbólica que significa simplemente que su altura en relación con el nivel de la tierra baja, es incomparable y llega a las regiones del aire sereno que domina la atmósfera donde terminan las emanaciones y vapores que forman, como dijo Alejandro, un flujo y un reflujo hacia la luna. Las aguas que bajan de esta montaña forman un gran lago: se dice que su caída produce tal ruido que los habitantes de la región nacen sordos; el estruendo destruye en los niños el sentido del oído. Tal es a lo menos el testimonio de Basilio y Ambrosio. D'Ailly debió tomar estas noticias —según el moderno traductor francés— de una fuente inglesa: Bartolomé Anglicus. Los cuatro ríos serían el Nilo, el Ganges, el Tigris y el Eufrates. La palabra Oriente tomaba un nuevo sentido al pensar que en cada lugar el mundo tiene su oriente, y conviniendo con Toscanelli, el de la carta que exhibía Colón, en que navegando hacia el occidente se llega al oriente...
Pero para sorpresa del fidelísimo lector de Imago Mundi ¿qué descubrió Colón en las bocas del Orinoco? ¡Nada menos que el propio paraíso! Allí pudo admirar la maravilla del cerro que cualquiera puede aún ver en la isla de Margarita y que la gente llama de las Tetas de María Guevara, modelado como una perfecta escultura. En su crudo lenguaje poético, Colón describe el lugar de esta manera, pensando de paso corregir con sus experiencias lo que venía formando parte de la tradición erudita: «Grandes indicios son estos del Paraíso Terrenal, porque el sitio es conforme a la opinión de los santos y sanos teólogos, y rectifica a quienes han dicho que el mundo, tierra y agua, era esférico: hallé que no era redondo en la forma que escriben; es en forma de pera, o como quien tiene una pelota muy redonda, y en lugar de ella fuese como una teta de mujer, y questa parte deste pezón sea la más alta y más propincua al cielo...»
Lo que sigue a este encuentro del paraíso, es la conmovida aceptación de todo lo posible y lo imposible por los europeos, espectadores desde palco real del espectáculo que se iba desarrollando en el escenario del Nuevo Mundo. Lo dicen claramente las capitulaciones firmadas entre Alonso de Hojeda y los Reyes Católicos, cuando se disponía a hacer el viaje de reconocimiento de los jardines del mar, en la zona de Cubagua, la de las perlas que conmovieron a Colón y a Vespucci. Los reyes le hacen merced de cuanto hallare así sea «oro o plata o cobre o plomo o estaño o otro cualquier metal, e todas e cualquier joyas e piedras preciosas así como carbuncos e diamantes e rubíes e esmeraldas o valajes o otra cualquier manera o naturaleza de piedras preciosas, así como perlas e aljófar de cualquier manera o calidad que sean, asimismo monstruos, animales o aves de cualquier naturaleza o cualquier calidad o forma que sean, e todas e cualesquier serpientes o pescados que sean, e así mismo toda manera de especiería e droguería...»
—Pero vamos a lo importante: al paraíso. Monstruos humanos e inhumanos, bestias feroces, mares bravíos... podría haber en el mundo americano, pero quedaba al fondo el Edén, la maravilla deliciosa del paraíso terrenal. La idea de ese escenario en donde tuvieron sus primeras experiencias Adán y Eva, era universalmente aceptada. Quedaba por precisar el rincón escondido del planeta en donde situarlo. El cardenal D'Ailly no dudaba de su existencia, y Colón pensaba en él, como en las amazonas y en las riquezas infinitas de la India. Según el cardenal, en el paraíso o jardín de las delicias se hallaba la fuente de donde partían los cuatro ríos. San Isidoro, José Damasceno, Estrabón, y Herodoto el maestro de la historia, estaban de acuerdo en este lugar situado en ciertas regiones de Oriente, y puesto a gran distancia por tierra y mar del mundo hasta entonces habitado. Algunos lo suponían en un sitio tan elevado que llegaba a la esfera lunar, adonde no habían alcanzado las aguas del diluvio. Esta afirmación la reducía el cardenal a sus justos límites: no hay que entender que el paraíso llegue al círculo de la luna; se trata de una expresión hiperbólica que significa simplemente que su altura en relación con el nivel de la tierra baja, es incomparable y llega a las regiones del aire sereno que domina la atmósfera donde terminan las emanaciones y vapores que forman, como dijo Alejandro, un flujo y un reflujo hacia la luna. Las aguas que bajan de esta montaña forman un gran lago: se dice que su caída produce tal ruido que los habitantes de la región nacen sordos; el estruendo destruye en los niños el sentido del oído. Tal es a lo menos el testimonio de Basilio y Ambrosio. D'Ailly debió tomar estas noticias —según el moderno traductor francés— de una fuente inglesa: Bartolomé Anglicus. Los cuatro ríos serían el Nilo, el Ganges, el Tigris y el Eufrates. La palabra Oriente tomaba un nuevo sentido al pensar que en cada lugar el mundo tiene su oriente, y conviniendo con Toscanelli, el de la carta que exhibía Colón, en que navegando hacia el occidente se llega al oriente...
Pero para sorpresa del fidelísimo lector de Imago Mundi ¿qué descubrió Colón en las bocas del Orinoco? ¡Nada menos que el propio paraíso! Allí pudo admirar la maravilla del cerro que cualquiera puede aún ver en la isla de Margarita y que la gente llama de las Tetas de María Guevara, modelado como una perfecta escultura. En su crudo lenguaje poético, Colón describe el lugar de esta manera, pensando de paso corregir con sus experiencias lo que venía formando parte de la tradición erudita: «Grandes indicios son estos del Paraíso Terrenal, porque el sitio es conforme a la opinión de los santos y sanos teólogos, y rectifica a quienes han dicho que el mundo, tierra y agua, era esférico: hallé que no era redondo en la forma que escriben; es en forma de pera, o como quien tiene una pelota muy redonda, y en lugar de ella fuese como una teta de mujer, y questa parte deste pezón sea la más alta y más propincua al cielo...»
Lo que sigue a este encuentro del paraíso, es la conmovida aceptación de todo lo posible y lo imposible por los europeos, espectadores desde palco real del espectáculo que se iba desarrollando en el escenario del Nuevo Mundo. Lo dicen claramente las capitulaciones firmadas entre Alonso de Hojeda y los Reyes Católicos, cuando se disponía a hacer el viaje de reconocimiento de los jardines del mar, en la zona de Cubagua, la de las perlas que conmovieron a Colón y a Vespucci. Los reyes le hacen merced de cuanto hallare así sea «oro o plata o cobre o plomo o estaño o otro cualquier metal, e todas e cualquier joyas e piedras preciosas así como carbuncos e diamantes e rubíes e esmeraldas o valajes o otra cualquier manera o naturaleza de piedras preciosas, así como perlas e aljófar de cualquier manera o calidad que sean, asimismo monstruos, animales o aves de cualquier naturaleza o cualquier calidad o forma que sean, e todas e cualesquier serpientes o pescados que sean, e así mismo toda manera de especiería e droguería...»
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