Más allá. Todavía estoy fuera del campo. La horca está junto a la pared de la barraca de interrogatorios, donde había un cuarto con dos postes de madera y un tubo de hierro horizontal. Se los colgaba del tubo y daban vueltas de campana mientras les pegaban con el látigo.
Cerca se encuentran los edificios de cuartel, la administración, la comandancia, el cuerpo de guardia. Altas ventanas dan al crematorio. Mucha atención al techo plano a que suben los sanitarios. Muy cerca las ventanas de los cuarteles, desde donde se oían los golpes y los gritos de los interrogados en el columpio.
Todo estrecho, muy junto. Paso frente a las pilastras de cemento que, en dobles series, sostienen las alambradas. Aisladores eléctricos. Rótulos con la inscripción «Cuidado, alta tensión». A la derecha almacenes y una especie de establos, unas cuantas torres de vigilancia, a la izquierda una cabaña con una ventana de quiosco, y en ella un tablero, debajo del techo saledizo, para sellar papeles, y de pronto el portal, con el arco de hierro colado y su inscripción, de la que se eleva más la palabra central: Macht * (* La inscripción era Arbeit macht freí, «el trabajo libera»; pero el sustantivo Macht significa «fuerza».) Un torno pintado a rayas blancas y rojas se yergue, y entro en la plaza que se llamaba campo de reunión.
Mucho he leído y oído de este lugar. De aquellos que desde aquí marchaban al trabajo al amanecer, a las minas de pirita, a la construcción de carreteras, a las fábricas de los señores empresarios, y que por la tarde volvían, en filas de cinco, llevando sus muertos, a los sones de una banda que tocaba allá, entre los árboles. ¿Qué me dice todo esto, qué sé yo? Ahora sólo sé el aspecto de estas avenidas, bordeadas de álamos, trazadas a cordel, con avenidas laterales que las cortan en ángulo recto, y entre las avenidas los uniformes bloques de dos pisos, de cuarenta metros de largo y construidos con ladrillo rojo, numerados de 1 a 28. Una pequeña ciudad encarcelada, con un orden forzado, completamente abandonada. Acá y acullá un visitante en la niebla acuosa, mirando los edificios con indiferencia. Lejos, doblan una esquina los niños, guiados por su maestro.
Aquí las cocinas, que dan a la plaza mayor, y al lado una casita como una garita de centinela, con techo de madera y una veleta, alegremente pintada, como salida de un juego de construcción. Es la caseta del jefe de inspección, que vigilaba cuando pasaban lista. Alguna vez he sabido de aquellos pasar lista, aquellas esperas de horas bajo la lluvia y la nieve. Ahora sólo sé que veo esta barrosa plaza vacía, en cuyo centro se clavan en la tierra tres vigas que sostienen un raíl de hierro. También de eso supe, de cómo se ponían de pie en taburetes debajo del raíl, y de cómo les quitaban de pronto el taburete y los hombres con las gorras de la calavera se colgaban de sus piernas para desnucarlos. Me parecía verlo, cuando oía hablar y leía sobre aquello. Pero ahora ya no lo veo.
Lo que predomina es la impresión de que todo es mucho más pequeño de como yo lo había imaginado. Desde cada punto se ven los linderos, el muro gris claro, hecho de bloques de cemento, tras las alambradas. En la esquina extrema derecha los bloques diez y once, unidos por un muro, y en el centro de este muro la abierta puerta de madera que da al patio de la pared negra.
Esa pared negra, a cuyos lados se proyectan cortas planchas para interceptar las balas, está ahora cubierta con tableros de corcho y con coronas de flores. Cuarenta pasos desde la puerta a la pared. Pedazos de ladrillo en la tierra. Bordeando el edificio de la izquierda, cuyas ventanas están tapadas con planchas, corre el arroyo por el que se escapaba la sangre de los montones de fusilados. A paso de marcha, desnudos, salían por la puerta de la derecha, bajando los seis peldaños, cogidos del brazo, de dos en dos, por el jefe del bloque. Y detrás de las tapadas ventanas estaban las mujeres en cuya matriz se inyectaba una materia blanca, como cemento.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964
Cerca se encuentran los edificios de cuartel, la administración, la comandancia, el cuerpo de guardia. Altas ventanas dan al crematorio. Mucha atención al techo plano a que suben los sanitarios. Muy cerca las ventanas de los cuarteles, desde donde se oían los golpes y los gritos de los interrogados en el columpio.
Todo estrecho, muy junto. Paso frente a las pilastras de cemento que, en dobles series, sostienen las alambradas. Aisladores eléctricos. Rótulos con la inscripción «Cuidado, alta tensión». A la derecha almacenes y una especie de establos, unas cuantas torres de vigilancia, a la izquierda una cabaña con una ventana de quiosco, y en ella un tablero, debajo del techo saledizo, para sellar papeles, y de pronto el portal, con el arco de hierro colado y su inscripción, de la que se eleva más la palabra central: Macht * (* La inscripción era Arbeit macht freí, «el trabajo libera»; pero el sustantivo Macht significa «fuerza».) Un torno pintado a rayas blancas y rojas se yergue, y entro en la plaza que se llamaba campo de reunión.
Mucho he leído y oído de este lugar. De aquellos que desde aquí marchaban al trabajo al amanecer, a las minas de pirita, a la construcción de carreteras, a las fábricas de los señores empresarios, y que por la tarde volvían, en filas de cinco, llevando sus muertos, a los sones de una banda que tocaba allá, entre los árboles. ¿Qué me dice todo esto, qué sé yo? Ahora sólo sé el aspecto de estas avenidas, bordeadas de álamos, trazadas a cordel, con avenidas laterales que las cortan en ángulo recto, y entre las avenidas los uniformes bloques de dos pisos, de cuarenta metros de largo y construidos con ladrillo rojo, numerados de 1 a 28. Una pequeña ciudad encarcelada, con un orden forzado, completamente abandonada. Acá y acullá un visitante en la niebla acuosa, mirando los edificios con indiferencia. Lejos, doblan una esquina los niños, guiados por su maestro.
Aquí las cocinas, que dan a la plaza mayor, y al lado una casita como una garita de centinela, con techo de madera y una veleta, alegremente pintada, como salida de un juego de construcción. Es la caseta del jefe de inspección, que vigilaba cuando pasaban lista. Alguna vez he sabido de aquellos pasar lista, aquellas esperas de horas bajo la lluvia y la nieve. Ahora sólo sé que veo esta barrosa plaza vacía, en cuyo centro se clavan en la tierra tres vigas que sostienen un raíl de hierro. También de eso supe, de cómo se ponían de pie en taburetes debajo del raíl, y de cómo les quitaban de pronto el taburete y los hombres con las gorras de la calavera se colgaban de sus piernas para desnucarlos. Me parecía verlo, cuando oía hablar y leía sobre aquello. Pero ahora ya no lo veo.
Lo que predomina es la impresión de que todo es mucho más pequeño de como yo lo había imaginado. Desde cada punto se ven los linderos, el muro gris claro, hecho de bloques de cemento, tras las alambradas. En la esquina extrema derecha los bloques diez y once, unidos por un muro, y en el centro de este muro la abierta puerta de madera que da al patio de la pared negra.
Esa pared negra, a cuyos lados se proyectan cortas planchas para interceptar las balas, está ahora cubierta con tableros de corcho y con coronas de flores. Cuarenta pasos desde la puerta a la pared. Pedazos de ladrillo en la tierra. Bordeando el edificio de la izquierda, cuyas ventanas están tapadas con planchas, corre el arroyo por el que se escapaba la sangre de los montones de fusilados. A paso de marcha, desnudos, salían por la puerta de la derecha, bajando los seis peldaños, cogidos del brazo, de dos en dos, por el jefe del bloque. Y detrás de las tapadas ventanas estaban las mujeres en cuya matriz se inyectaba una materia blanca, como cemento.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964