07 enero 2008

El hombre que calculaba de Malba Tahan

CAPITULO I
En el que se narran las divertidas circunstancias de mi encuentro con un singular viajero camino de la ciudad de Samarra, en la Ruta de Bagdad. Qué hacía el viajero y cuáles eran sus palabras.

¡En el nombre de Allah, Clemente y Misericordioso!
Iba yo cierta vez al paso lento de mi camello por la Ruta de Bagdad de vuelta de una excursión a la famosa ciudad de Samarra, a orillas del Tigres, cuando vi, sentado en una piedra, a un viajero modestamente vestido que parecía estar descansando de las fatigas de algún viaje.
Me disponía a dirigir al desconocido el trivial salam de los caminantes, cuando, con gran sorpresa por mi parte, vi que se levantaba y decía ceremoniosamente:
—Un millón cuatrocientos veintitrés mil setecientos cuarenta y cinco…
Se sentó en seguida y quedó en silencio, con la cabeza apoyada en las manos, como si estuviera absorto en profundas meditaciones.
Me paré a cierta distancia y me quedé observándolo como si se tratara de un monumento histórico de los tiempos legendarios.
Momentos después, el hombre se levantó de nuevo y, con voz pausada y clara, cantó otro número igualmente fabuloso:
—Dos millones trescientos veintiún mil ochocientos sesenta y seis…
Y así, varias veces, el raro viajero se puso en pie y dijo en voz alta un número de varios millones, sentándose luego en la tosca piedra del camino.
Sin poder refrenar mi curiosidad, me acerqué al desconocido, y, después de saludarlo en nombre de Allah —con Él sean la oración y la gloria—, le pregunté el significado de aquellos números que solo podrían figurar en cuentas gigantescas.
—Forastero, respondió el Hombre que Calculaba, no censuro la curiosidad que te ha llevado a perturbar mis cálculos y la serenidad de mis pensamientos. Y ya que supiste dirigirte a mí con delicadeza y cortesía, voy a atender a tus deseos. Pero para ello necesito contarte antes la historia de mi vida.
Y relató lo siguiente, que por su interés voy a trascribir con toda fidelidad:


CAPITULO II
Donde Beremiz Samir, el Hombre que Calculaba, cuenta la historia de su vida. Cómo quedé informado de los cálculos prodigiosos que realizaba y de cómo vinimos a convertirnos en compañeros de jornada.


—Me llamo Beremiz Samir, y nací en la pequeña aldea de Khoi, en Persia, a la sombra de la pirámide inmensa formada por el monte Ararat. Siendo aún muy joven empecé a trabajar como pastor al servicio de un rico señor de Khamat.
Todos los días, al amanecer, llevaba a los pastos el gran rebaño y me veía obligado a devolverlo a su redil antes de caer la noche. Por miedo a perder alguna oveja extraviada y ser, por tal negligencia, severamente castigado, las contaba varias veces al día.
Así fui adquiriendo poco a poco tal habilidad para contar que, a veces, de una ojeada contaba sin error todo el rebaño. No contento con eso, pasé luego a ejercitarme contando los pájaros cuando volaban en bandadas por el cielo.
Poco a poco fui volviéndome habilísimo en este arte. Al cabo de unos meses —gracias a nuevos y constantes ejercicios contando hormigas y otros insectos— llegué a realizar la proeza increíble de contar todas las abejas de un enjambre. Esta hazaña de calculador nada valdría, sin embargo, frente a muchas otras que logré más tarde. Mi generoso amo poseía, en dos o tres distantes oasis, grandes plantaciones de datileras, e, informado de mis habilidades matemáticas, me encargó dirigir la venta de sus frutos, contados por mí en los racimos, uno a uno. Trabajé así al pie de las palmeras cerca de diez años. Contento con las ganancias que le procuré, mi bondadoso patrón acaba de concederme cuatro meses de reposo y ahora voy a Bagdad pues quiero visitar a unos parientes y admirar las bellas mezquitas y los suntuosos palacios de la famosa ciudad. Y, para no perder el tiempo, me ejercito durante el viaje contando los árboles que hay en esta región, las flores que la embalsaman, y los pájaros que vuelan por el cielo entre nubes.
Y señalándome una vieja higuera que se erguía a poca distancia, prosiguió:
—Aquel árbol, por ejemplo, tiene doscientas ochenta y cuatro ramas. Sabiendo que cada rama tiene como promedio, trescientos cuarenta y seis hojas, es fácil concluir que aquel árbol tiene un total de noventa y ocho mil quinientos cuarenta y ocho hojas. ¿No cree, amigo mío?
—¡Maravilloso! —exclamé atónico. Es increíble que un hombre pueda contar, de una ojeada, todas las ramas de un árbol y las flores de un jardín… Esta habilidad puede procurarle a cualquier persona inmensas riquezas..
—¿Usted cree? —se asombró Beremiz. Jamás se me ocurrió pensar que contando los millones de hojas de los árboles y los enjambres de abejas se pudiera ganar dinero. ¿A quién le puede interesar cuántas ramas tiene un árbol o cuántos pájaros forman la bandada que cruza por el cielo?
—Su admirable habilidad —le expliqué— puede emplearse en veinte mil casos distintos. En una gran capital como Constantinopla, o incluso en Bagdad, sería usted un auxiliar precioso para el Gobierno. Podría calcular poblaciones, ejércitos y rebaños. Fácil le sería evaluar los recursos del país, el valor de las cosechas, los impuestos, las mercaderías y todos los recursos del Estado. Le aseguro —por las relaciones que tengo, pues soy bagdalí— que no le será difícil obtener algún puesto destacado junto al califa Al—Motacén, nuestro amo y señor. Tal vez pueda llegar al cargo de visir—tesorero o desempeñar las funciones de secretario de la Hacienda musulmana.
—Si es así en verdad, no lo dudo, respondió el calculador. Me voy a Bagdad.
Y sin más preámbulos se acomodó como pudo en mi camello —el único que llevábamos—, y nos pusimos a caminar por el largo camino cara a la gloriosa ciudad.
Desde entonces, unidos por este encuentro casual en medio de la agreste ruta, nos hicimos compañeros y amigos inseparables.

Beremiz era un hombre de genio alegre y comunicativo. Muy joven aún —pues no había cumplido todavía los veintiséis años— estaba dotado de una inteligencia extraordinariamente viva y de notables aptitudes para la ciencia de los números.
Formulaba a veces, sobre los acontecimientos más triviales de la vida, comparaciones inesperadas que denotaban una gran agudeza matemática. Sabía también contar historias y narrar episodios que ilustraban su conversación, ya de por sí atractiva y curiosa.
A veces se quedaba en silencio durante varias horas; encerrado en un mutismo impenetrable, meditando sobre cálculos prodigiosos. En esas ocasiones me esforzaba en no perturbarlo. Le dejaba tranquilo, para que pudiera hacer, con los recursos de su privilegiada memoria, descubrimientos fascinantes en los misteriosos arcanos de la Matemática, la ciencia que los árabes tanto cultivaron y engrandecieron
.

05 enero 2008

El Niño, el buey y la mula

el belén de la almudena

Los evangelios no hablan del buey y la mula que habrían estado en el pesebre junto a Jesús sobre las pajas. Pero la tradición habla de ellos. Su historia es conmovedora y encanta a niños y adultos. Y en estos tiempos ecológicos adquiere un significado especial. Vamos a contar la verdad de esta historia antigua que es narrada a su manera en cada lengua.
Un campesino tenía un buey y una mula muy viejos e inservibles para el trabajo en el campo. Se había encariñado con ellos y le habría gustado que muriesen de muerte natural, pero se consumían día a día. Así que resolvió llevarlos al matadero. Cuando tomó la decisión se sintió mal y no consiguió dormir en toda la noche.
El buey y la mula notaron que había algo raro en al aire. Movían inquietos sus osamentas sin poder dormitar. La vida había sido dura. Habían pasado por varios dueños. De todos habían recibido muchos palos. Era su condición de animales de carga.
Hacia la media noche, de repente sintieron que una mano invisible los conducía por un estrecho camino hacia un establo. Decían entre sí: «¿Qué nos obligarán a hacer en esta noche fría? Ya no tenemos fuerzas para nada».
Fueron conducidos a una gruta donde había una lucecita trémula y un pesebre. Pensaban que irían a comer algo de heno. Quedaron maravillados cuando vieron que allí dentro, sobre unas pajas, tiritando, estaba un lindo recién nacido. Un hombre inclinado, José, procuraba calentar al niño con su aliento. El buey y la mula comprendieron inmediatamente. Debían calentar al niño. También con su aliento. Acercaron sus hocicos. Cuando percibieron la belleza y la irradiación del niño sus viejos esqueletos se estremecieron de emoción. Y sintieron un fuerte vigor interno. Con sus hocicos bien cerquita del niño empezaron a respirar lentamente sobre él, y así se fue calentando.
De repente, el niño abrió los ojos. «Ahora va a llorar», dijo la mula al buey, «verás que le asustaron nuestros feos hocicos». El niño, por el contrario, los miró amorosamente y extendió su pequeña mano para acariciar sus hocicos. Y seguía sonriendo, como si fuera una cascada de agua.
«El niño ríe», dijo José a María. «No para de reír». «Debe ser que le hizo gracia el hocico del buey y la mula». María sonrió y quedó callada. Acostumbrada a guardar todas las cosas en su corazón, sabía que era un milagro de su divino niño.
El hecho es que los propios animales se sintieron alegres. Nadie les había reconocido ningún mérito en la vida. Y he aquí que estaban calentando al Señor del universo en forma de niño.
Cuando volvían hacia casa notaron que otros burros y bueyes los miraban con un aire de admiración. Estaban tan felices que al avistar la casa, hasta se arriesgaron a un galope. Y ahí se dieron cuenta de que estaban realmente llenos de vitalidad.
Volvieron al establo. Por la mañanita vino el patrón para llevarlos al matadero. Ellos lo miraron compungidos, como diciendo: «¡déjanos vivir un poco más!». El patrón los miró sorprendido y dijo: «¿pero son éstos mis viejos animales?, ¿cómo es que están tan vigorosos, con la piel lisa y brillante y las patas firmes y fuertes?»
Y dejó que se quedaran. Durante años y años sirvieron fielmente al patrón. Pero él siempre se preguntaba: «Dios mío, ¿quién trasformó de repente en jóvenes y robustos a aquella mula y aquel buey tan viejitos?» Los niños, que saben del niño Jesús, pueden darle la respuesta.
Con el Niño, el buey y la mula les deseo «Feliz Navidad a todos los lectores y lectoras».

El Niño, el buey y la mula por Leonardo Boff

04 enero 2008

Et lux in tenebris lucet

Et lux in tenebris lucet


El laicismo es luminoso; los s e ñ o r e s OBISPOS (los obispos españoles que vemos en las fotos de la manifestación de Madrid) muy tenebrosos.

"Por otra parte, pensamos que la Iglesia Católica no es una institución autorizada para dar lecciones de democracia cuando sabemos que ésta no se practica en su seno en modo alguno. Y menos aún los obispos pueden tener credibilidad para defender los derechos humanos cuando, a estas alturas, el Vaticano no pone en práctica la Declaración Universal de 1948, ni ha suscrito los dos Pactos Internacionales (16 de diciembre de 1966) en los que los Estados se comprometieron a aplicar los citados derechos."


en "Los obispos, contra el Estado de derecho" Juan José Tamayo y José M. Castillo (Teólogos) - Madrid y Granada - 02/01/2008


03 enero 2008

Calles y plazas de Madrid: Plaza del 2 de mayo

plaza del 2 de mayo: madrid

EL AFRANCESADO

I

En la pequeña villa del Padrón, sita en territorio gallego, y allá por el año de 1808, vendía sapos y culebras y agua llovediza, a fuer de legítimo boticario; un tal García de Paredes, misántropo solterón, descendiente acaso, y sin acaso, de aquel varón ilustre que mataba un toro de una puñada.
Era una fría y triste noche de otoño. El cielo estaba encapotado por densas nubes, y la total carencia de alumbrado terrestre dejaba a las tinieblas campar por sus respetos en todas las calles y plazas de la población.
A eso de las diez de aquella pavorosa noche, que las lúgubres circunstancias de la patria hacían mucho más siniestra, desembocó en la plaza que hoy se llamará de la Constitución un silencioso grupo de sombras, aún más negras que la oscuridad de cielo y tierra, las cuales avanzaron hacia la botica de García de Paredes, cerrada completamente desde las Ánimas, o sea desde las ocho y media en punto.
-¿Qué hacemos? -dijo una de las sombras en correctísimo gallego. -Nadie nos ha visto... -observó otra.
-¡Derribar la puerta! -propuso una mujer. -¡Y matarlos! -murmuraron hasta quince voces.
-¡Yo me encargo del boticario! -exclamó un chico. -¡De ése nos encargamos todos!
-¡Por judío!
-¡Por afrancesado!
-Dicen que hoy cenan con él más de veinte franceses...
-¡Ya lo creo! ¡Como saben que ahí están seguros, han acudido en montón! -¡Ah! ¡Si fuera en mi casa! ¡Tres alojados llevo echados al pozo!
-¡Mi mujer degolló ayer a uno!...
-¡Y yo... -dijo un fraile con voz de figle- he asfixiado a dos capitanes, dejando carbón encendido en su celda, que antes era la mía!
-¡Y ese infame boticario los protege!
-¡Qué expresivo estuvo ayer en paseo con esos viles excomulgados! -¡Quién lo había de esperar de García de Paredes! ¡No hace un mes que era el más
valiente, el más patriota, el más realista del pueblo!
-¡Toma! ¡Como que vendía en la botica retratos del príncipe Fernando!
-¡Y ahora los vende de Napoleón!
-Antes nos excitaba a la defensa contra los invasores... -Y desde que vinieron al Padrón se pasó a ellos... -¡Y esta noche da de cenar a todos los jefes!
-¡Oíd qué algazara traen! Pues no gritan ¡Viva el emperador!
-Paciencia... -murmuró el fraile-. Todavía es muy temprano.
-Dejémosles emborracharse... -expuso una vieja-. Después entramos..., ¡y ni uno ha de quedar vivo!
-¡Pido que se haga cuartos al boticario!
-¡Se le hará ochavos, si queréis! Un afrancesado es más odioso que un francés. El francés atropella a un pueblo extraño: el afrancesado vende y deshonra a su patria. El francés comete un asesinato: el afrancesado ¡un parricidio!

II

Mientras ocurría la anterior escena en la puerta de la botica, García de Paredes y sus convidados corrían la francachela más alegre y desaforada que os podáis figurar.
Veinte eran, en efecto, los franceses que el boticario tenía a la mesa, todos ellos jefes y oficiales.
García de Paredes contaría cuarenta y cinco años; era alto y seco y más amarillo que una momia: dijérase que su piel estaba muerta hacía mucho tiempo; llegábale la frente a la nuca, gracias a una calva limpia y reluciente, cuyo brillo tenía algo de fosfórico; sus ojos, negros y apagados, hundidos en las descarnadas cuencas, se parecían a esas lagunas encerradas entre montañas, que sólo ofrecen oscuridad, vértigos y muerte al que las mira: lagunas que nada reflejan; que rugen sordamente alguna vez, pero sin alterarse; que devoran todo lo que cae en su superficie; que nada devuelven; que nadie ha podido sondear; que no se alimentan de ningún río, y cuyo fondo busca la imaginación en los mares antípodas.
La cena era abundante, el vino bueno, la conversación alegre y animada. Los franceses reían, juraban, blasfemaban, cantaban, fumaban, comían y bebían a un
mismo tiempo.
Quién había contado los amores secretos de Napoleón; quién la noche del 2 de Mayo en Madrid; cuál la batalla de las Pirámides, cuál otro la ejecución de Luis XVI.
García de Paredes bebía, reía y charlaba como los demás, o quizá más que ninguno; y tan elocuente había estado en favor de la causa imperial, que los soldados del césar lo habían abrazado, lo habían vitoreado, le habían improvisado himnos.
-¡Señores! -había dicho el boticario-: la guerra que os hacemos los españoles es tan necia como inmotivada. Vosotros, hijos de la Revolución, venís a sacar a España de su tradicional abatimiento, a despreocuparla, a disipar las tinieblas religiosas, a mejorar sus anticuadas costumbres, a enseñarnos esas utilísimas e inconcusas verdades de que no hay Dios, de que no hay otra vida, de que la penitencia, el ayuno, la castidad y demás virtudes católicas son quijotescas locuras, impropias de un pueblo civilizado, y de que Napoleón es el verdadero Mesías, el redentor de los pueblos, el amigo de la especie humana... ¡Señores! ¡Viva el emperador cuanto yo deseo que viva!
-¡Bravo, vítor! -exclamaron los hombres del 2 de Mayo. El boticario inclinó la frente con indecible angustia. Pronto volvió a alzarla, tan firme y tan sereno como antes. Bebióse un vaso de vino, y continuó:
-Un abuelo mío, un García de Paredes, un bárbaro, un Sansón, un Hércules, un Milón de Crotona, mató doscientos franceses en un día... Creo que fue en Italia. ¡Ya veis que no era tan afrancesado como yo! ¡Adiestróse en las lides contra los moros del reino de Granada; armóle caballero el mismo Rey Católico, y montó más de una vez la guardia en el Quirinal, siendo Papa nuestro tío Alejandro Borja! ¡Eh!, ¡eh! ¡No me hacíais tan linajudo! Pues este Diego García de Paredes, este ascendiente mío..., que ha tenido un descendiente boticario, tomó a Cosenza y Manfredonia, entró por asalto en Ceriñola y peleó como bueno en la batalla de Pavía. ¡Allí hicimos prisionero a un rey de Francia, cuya espada ha estado en Madrid cerca de tres siglos, hasta que nos la robó hace tres meses ese hijo de un posadero que viene a vuestra cabeza, y a quien llaman Murat!
Aquí hizo otra pausa el boticario. Algunos franceses demostraron querer contestarle; pero él, levantándose e imponiendo a todos silencio con su actitud, empuñó convulsivamente un vaso, y exclamó con voz atronadora:
-¡Brindo, señores, porque maldito sea mi abuelo, que era un animal, y porque se halle ahora mismo en los profundos infiernos!... ¡Vivan los franceses de Francisco I y de Napoleón Bonaparte!
-¡Vivan! -respondieron los invasores dándose por satisfechos.
Y todos apuraron su vaso.
Oyóse en esto rumor en la calle o, mejor dicho, a la puerta de la botica.
-¿Habéis oído? -preguntaron los franceses.
García de Paredes se sonrió.
-¡Vendrán a matarme! -dijo. -¿Quién?
-Los vecinos del Padrón.
-¿Por qué?
-¡Por afrancesado! Hace algunas noches que rondan mi casa... Pero ¿qué nos importa? Continuemos nuestra fiesta.
-Sí... ¡continuemos! -exclamaron los convidados-. ¡Estamos aquí para defenderos! Y chocando ya botellas contra botellas, que no vasos contra vasos.
-¡Viva Napoleón! ¡Muera Fernando! ¡Muera Galicia! -gritaron a una voz.
García de Paredes esperó a que se acallase el brindis, y murmuró con acento lúgubre: -¡Celedonio!
El mancebo de la botica asomó por una puertecilla su cabeza pálida y demudada, sin atreverse a penetrar en aquella caverna.
-Celedonio, trae papel y tintero -dijo tranquilamente el boticario. El mancebo volvió con recado de escribir.
-¡Siéntate! -continuó su amo-. Ahora, escribe las cantidades que yo te vaya diciendo. Divídelas en dos columnas. Encima de la columna de la derecha pon: Deuda, y encima de la otra: Crédito.
-Señor... -balbuceó el mancebo-. En la puerta hay una especie de motín... Gritan ¡Muera el boticario!... Y ¡quieren entrar!
-¡Cállate y déjalos! Escribe lo que te he dicho.
Los franceses se rieron de admiración al ver al farmacéutico ocupado en ajustar cuentas cuando le rodeaban la muerte y la ruina.
Celedonio alzó la cabeza y enristró la pluma, esperando cantidades que anotar. -¡Vamos a ver, señores! -dijo entonces García de Paredes, dirigiéndose a sus
comensales-. Se trata de resumir nuestra fiesta en un solo brindis. Empecemos por orden de colocación. Vos, capitán, decidme: ¿cuántos españoles habréis matado desde que pasasteis los Pirineos?
-¡Bravo! ¡Magnífica idea! -exclamaron los franceses.
-Yo... -dijo el interrogado, trepándose en la silla y retorciéndose el bigote con
petulancia-. Yo... habré matado... . personalmente... con mi espada..., ¡poned unos diez o doce!
-¡Once a la derecha! -gritó el boticario, dirigiéndose al mancebo.
El mancebo repitió, después de escribir:
-Deuda... once.
-¡Corriente! -Prosiguió el anfitrión-. ¿Y vos?... Con vos hablo, señor Julio... -Yo... seis.
-¿Y vos, mi comandante? -Yo... veinte.
-Yo... ocho. -Yo... catorce. -Yo... ninguno.
-¡Yo no sé!...; he tirado a ciegas... -respondía cada cual, según le llegaba su turno.
Y el mancebo seguía anotando cantidades a la derecha.
-¡Veamos ahora, capitán! -continuó García de Paredes-. Volvamos a empezar por vos. ¿Cuántos españoles esperáis matar en el resto de la guerra, suponiendo que dure todavía... tres años?
-¡Eh!... -respondió el capitán-. ¿Quién calcula eso?
-Calculadlo...; os lo suplico...
-Poned otros once.
-Once a la izquierda -dictó García de Paredes.
Y Celedonio repitió:
-Crédito, once.
-¿Y vos? -interrogó el farmacéutico por el mismo orden seguido anteriormente.
-Yo... quince.
-Yo... veinte. -Yo... ciento.
-Yo... mil -respondían los franceses.
-¡Ponlos todos a diez, Celedonio!... -murmuró irónicamente el boticario-. Ahora, suma por separado las dos columnas.
El pobre joven, que había anotado las cantidades con sudores de muerte, viose obligado a hacer el resumen con los dedos, como las viejas. Tal era su terror.
Al cabo de un rato de horrible silencio, exclamó, dirigiéndose a su amo:
-Deuda..., 285. Crédito..., 200.
-Es decir... -añadió García de Paredes-, ¡doscientos ochenta y cinco muertos, y doscientos sentenciados! ¡Total, cuatrocientas ochenta y cinco víctimas!
Y pronunció estas palabras con voz tan honda y sepulcral, que los franceses se miraron alarmados.
En tanto, el boticario ajustaba una nueva cuenta.
-¡Somos unos héroes! -exclamó al terminarla-. Nos hemos bebido setenta botellas, o sean ciento cinco libras y media de vino que, repartidas entre veintiuno, pues todos hemos bebido con igual bizarría, dan cinco libras de líquido por cabeza. ¡Repito que somos unos héroes!
Crujieron en esto las tablas de la puerta de la botica, y el mancebo balbuceó tambaleándose:
-¡Ya entran!...
-¿Qué hora es? -preguntó el boticario con suma tranquilidad.
-Las once. Pero ¿no oye usted que entran?
-¡Déjalos! Ya es hora.
-¡Hora!... ¿de qué? -murmuraron los franceses, procurando levantarse. Pero estaban tan ebrios que no podían moverse de sus sillas.
-¡Que entren! ¡Que entren!... -exclamaban, sin embargo, con voz vinosa, sacando los sables con mucha dificultad y sin conseguir ponerse de pie-. ¡Que entren esos canallas! ¡Nosotros los recibiremos!
En esto, sonaba ya abajo, en la botica, el estrépito de los botes y redomas que los vecinos del Padrón hacían pedazos, y oíase resonar en la escalera este grito unánime y terrible:
-¡Muera el afrancesado!

III

Levantóse García de Paredes, como impulsado por un resorte, al oír semejante clamor dentro de su casa, y apoyóse en la mesa para no caer de nuevo sobre la silla. Tendió en torno suyo una mirada de inexplicable regocijo, dejó ver en sus labios la inmortal sonrisa del triunfador, y así, transfigurado y hermoso, con el doble temblor de la muerte y del entusiasmo, pronunció las siguientes palabras, entrecortadas y solemnes como las campanadas del toque de agonía:
-¡Franceses!... Si cualquiera de vosotros, o todos juntos, hallarais ocasión propicia de vengar la muerte de doscientos ochenta y cinco compatriotas y de salvar la vida a otros doscientos más; si sacrificando vuestra existencia pudieseis desenojar la indignada sombra de vuestros antepasados, castigar a los verdugos de doscientos ochenta y cinco héroes, y librar de la muerte a doscientos compañeros, a doscientos hermanos, aumentando así las huestes del ejército patrio con doscientos campeones de la independencia nacional, ¿repararíais ni un momento en vuestra miserable vida? ¿Dudaríais ni un punto en abrazaros, como Sansón, a la columna del templo, y morir, a precio de matar a los enemigos de Dios?
-¿Qué dice? -se preguntaron los franceses.
-Señor..., ¡los asesinos están en la antesala! -exclamó Celedonio. -¡Que entren!... -gritó García de Paredes-. Ábreles la puerta de la sala... ¡Que vengan todos... a ver cómo muere el descendiente de un soldado de Pavía!
Los franceses, aterrados, estúpidos, clavados en sus sillas por insoportable letargo, creyendo que la muerte de que hablaba el español iba a entrar en aquel aposento en pos de los amotinados, hacían penosos esfuerzos por levantar los sables, que yacían sobre la mesa; pero ni siquiera conseguían que sus flojos dedos asiesen las empuñaduras: parecía que los hierros estaban adheridos a la tabla por insuperable fuerza de atracción.
En esto inundaron la estancia más de cincuenta hombres y mujeres, armados con palos, puñales y pistolas, dando tremendos alaridos y lanzando fuego por los ojos.
-¡Mueran todos! -exclamaron algunas mujeres, lanzándose las primeras. -¡Deteneos! -gritó García de Paredes, con tal voz, con tal actitud, con tal fisonomía que, unido este grito a la inmovilidad y silencio de los veinte franceses, impuso frío terror a la muchedumbre, la cual no se esperaba aquel tranquilo y lúgubre recibimiento.
-No tenéis por qué blandir los puñales... -continuó el boticario con voz desfallecida-. He hecho más que todos vosotros por la independencia de la Patria... ¡Me he fingido afrancesado!... Y ¡ya veis!... los veinte jefes y oficiales invasores..., ¡los veinte!, no los toquéis..., ¡están envenenados!...
Un grito simultáneo de terror y admiración salió del pecho de los españoles. Dieron éstos un paso más hacia los convidados, y hallaron que la mayor parte estaban ya muertos, con la cabeza caída hacia adelante, los brazos extendidos sobre la mesa, y la mano crispada en la empuñadura de los sables. Los demás agonizaban silenciosamente.
-¡Viva García de Paredes! -exclamaron entonces los españoles, rodeando al héroe moribundo.
-Celedonio... -murmuró el farmacéutico-. El opio se ha concluido... Manda por opio a La Coruña...
Y cayó de rodillas.
Sólo entonces comprendieron los vecinos del Padrón que el boticario estaba también envenenado.
Vierais entonces un cuadro tan sublime como espantoso. Varias mujeres, sentadas en el suelo, sostenían en sus faldas y en sus brazos al expirante patriota, siendo las primeras en colmarlo de caricias y bendiciones, como antes fueron las primeras en pedir su muerte. Los hombres habían cogido todas las luces de la mesa, y alumbraban arrodillados aquel grupo de patriotismo y caridad... Quedaban, finalmente, en la sombra veinte muertos o moribundos, de los cuales algunos iban desplomándose contra el suelo con pavorosa pesantez.
Y a cada suspiro de muerte que se oía, a cada francés que venía a tierra, una sonrisa gloriosa iluminaba la faz de García de Paredes, el cual de allí a poco devolvió su espíritu al Cielo, bendecido por un ministro del Señor y llorado de sus hermanos en la Patria.

Madrid, 1856.

en "Historietas Nacionales" de Pedro Antonio de Alarcón

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...