19 diciembre 2025

Treinta y tres días

Treinta y tres días

En las leyendas damascenas referentes a los Magos de Oriente —en algunas, no son reyes, sino simplemente magos, y en algunas son siete, en otras, doce, en otras, sesenta; tres lo son por una interpretación de un apócrifo recogido en el pseudo-Beda, donde se dan los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar, y se dice de uno que era fuscus, negro, por primera vez— se habla de que el viaje de éstos a Belén, a adorar al Niño, duró treinta y tres días, y todas contestes en que el viaje fue iniciado antes del Nacimiento de Jesús, sobresaltados los magos, cuya calidad de astrónomos y aun de astrólogos no puede ser puesta en duda, por la estrella que apareció a diestra mano. Que esto también está probado, que la estrella de guía la llevaron los señores de Oriente a mano derecha durante todo el viaje, y la estrella trabajaba muy baja en su oficio, poco más alta que las copas de las altas palmeras. Así, pues, ya están en viaje los sabios, ricos, magos, reales señores de Oriente, cuando todavía José y la dulce María, no han llegado, para el censo del señor latino de la ciudad y el mundo, a Belén de Judá, donde se apuntaban los del ramo de David. El color de la estrella ha sido estudiado por el lapidario bizantino Teodoro Angelis, de ilustre familia imperial. Teodoro, según el P. Maerckel, recogía una tradición de origen persa, zoroástrico, sobre la procedencia solar y estelar de las piedras preciosas que se encuentran en la Tierra. No se sabe bien cómo fue la cosa: si llovió del sol algo que, al aterrizar, se convirtió en diamantes, o si estallaron estrellas, rojas, azules, verdes, doradas, de donde la varia y colorada pedrería. Teodoro Angelis —por otra parte antepasado del cómico italiano Totó, como se sabe, de verdadero nombre S. A. I. príncipe Antonio Curtis Angelis Commeno— dice que la estrella era roja, y que, al terminar el divinal servicio en el que fue comprometida, se rompió en espléndida lucería, y los trozos se esparcieron por la Tierra, y son los rubíes. Todo esto Teodoro lo adoba con consejos sobre la recolección de rubíes en cuarto creciente y otras operaciones mágicas.

Louis Marin es quien ha estudiado las familias de la nobleza europea que se dicen descender de los señores orientales, ya aceptados como Reyes. Yo no he logrado leer el libro de Marin, que fue utilizado por Ernesto Hello, de quien era amigo. Marin tuvo su papel en la polémica «modernista», y era muy amigo también del abate Loisy, al que facilitaba lo que él creía errores en las Escrituras. Pero cuando saltó la Pascendi de Pío X, Marin se sometió y, en penitencia, peregrinó al Puy. Marin cuenta la historia de los Baux, de Provenza, que descienden de una sobrina de Melchor, y cita varias casa borgoñonas, flamencas y provenzales, de las cuales nobles primogénitos en los días de las Cruzadas, casaron en Antioquía, en Jerusalén, en Aleppo y en Damasco con hermosas princesas de la casa de Melchor. Los Baux cambiaron de armas y, en vez del león rampante, las lises pusieron en campo de azul una estrella de oro, «que éstas eran las armas del tres noble monsieur Melchor de Ultramar»… Los Montmorency, que llevan por lema «Dieu aide le premier chrétien», también descienden de otra sobrina de Melchor, y sostenían que fue un antepasado suyo, un tal Auren, el primer cristiano que hubo entre francos…

¡Grandes y bellas historias! Pero lo hermoso es saber que ya van los Reyes por los caminos, la estrella ante sus ojos, roja como quiere el bizantino Teodoro. ¿Tres, siete, doce, sesenta como todavía se cree entre coptos? Aceptemos que tres, y que están los tres enterrados en la Santa catedral de Colonia, donde estos días, si se acerca el oído a su sepultura, alguien inocente oirá relinchar de caballos, sonar de trompetas y parlar en lenguas extrañas. Son los señores de Oriente, poniéndose en viaje.


Álvaro Cunqueiro

El laberinto habitado

Paisaje con nieblas

paisaje con nieblas

18 diciembre 2025

Una nochebuena en Miranda

Una nochebuena en Miranda

Miranda es una tierra montañosa, que nace donde terminan los llanos pastizales de la antigua Bretoña, y va a morir en estrechas vallinas en el río Eo, que es la frontera entre galaicos y astures. Me gustaría ponerme ahora mismo a contarles a ustedes de esa remota provincia del Reino de Galicia, que es el país de mi infancia, tan añorado. Comenzando por los potros bravos que nacen en gran amistad con el viento en las camposas y en las brañas, en las veranías de dulces pastos, donde el milano y el lobo se saludan; y diciendo de los grandes castañares que cubren las laderas de las rotundas colinas, de las fraguas de los herreros en Ferreira Vella, con su gran mazo junto al puente, y los fuelles cabe los hornillos, en los que tanto me gustaba tirar; y de los grandes prados en los altos, de los que se regresaba en julio en los carros colmados de oloroso heno, y de los molinos de calendas perdidos en los recodos de los claros ríos, en los que los míos tenían derecho a moler el menudo trigo montañés una vez a la semana, y de la fraga de Rioseco, una espesura habitada por el jabalí, selva virgen en mi imaginación, a cuyo pie, por angosto barranco pasaba yo a caballo, tropezando con las ramas del roble silvestre mi cabeza de pequeño jinete. Cuando, por ejemplo, en el Libro de las genealogías de Vasco de Ponte —que es el libro en que se cuenta de los gallegos condes locos medievales—, me encontraba con el caballero Pedro de Miranda y leía que llevaba con él treinta, dos de a caballo, «porque eran de tierra brava», yo me enorgullecía, poniéndome en aquel bando, porque yo también era de allí, aquel país de ásperos montes y frondosos valles amados por la niebla matinal, de aquellas ribeiras surcadas por espumeantes aguas cantoras que bajan violentas desde las cumbres para remansar en tranquilos y oscuros salones a la sombra de la tribu fluvial de los árboles: chopos, sauces, álamos, abedules. No había carreteras. Desde el paso más alto del camino de herradura se veía, lejano y verde, el Cantábrico. Un monte desnudo y roquedal, el Carracedo, decía el refrán de allí «que a todos os montes pon medo». Y como si no tuviéramos los mirandeses bastantes montes, aun inventábamos uno, el Montiral, para decir, refraneros, que del Carracedo era el igual. ¡Montiral! ¡Cuántas veces no he preguntado por él! Nadie sabe de qué banda cae, dónde levanta su cima hasta las oscuras y lentas nubes que empujan hacia tierra los vientos nacidos en el océano. Un monte de la imaginación en un país en el que la gente es gozosamente fabulante, supersticiosa, espiritual y sensual a la vez. Yo soy de aquéllos más naturales de allá.

Tendría yo nueve o diez años cuando fui a pasar la Nochebuena al pazo de Cachán, de mis abuelos maternos. Eran unos días soleados y tibios, esos días que el cristalino sur suele traer a Miranda en vísperas del solsticio invernal. Habíamos estado en la iglesia oyendo a los niños ensayar villancicos y versos, y de regreso a casa, anocheciendo, nos habíamos detenido donde dicen Moucín, porque a un primo mío, que tenía una caja de cerillas, se le había antojado un magosto de castañas con unas que nos habían dado en una casa vecina. Hicimos la pequeña hoguera, pellizcamos las castañas, y esperamos a que se asasen en el brasero. Alguna sin pellizcar —los gallegos, en el romance nuestro, decimos anozcar o penicar—, estallaba, y aventaba brasas, encendiendo el aire con oro vivo. Ninguno de los que estábamos atentos al magosto vimos acercarse al mendigo. Yo le llamo «el mendigo» por decirlo de alguna manera. Era un tipo alto, delgado, los ojos negros muy hundidos, la barba entrecana de dos semanas por lo menos, abrigado con un largo gabán verde y calzado con zuecos de media caña. Sin decir palabra se metió entre nosotros y tendió las manos al calor del magosto. Llevaba en bandolera una gran cartera roja, y el sombrero con que se cubría levantaba la ancha ala sobre la frente. Le dimos las buenas tardes y no contestó. Sacamos las primeras castañas y le ofrecimos. Tomó una, quitó la cáscara quemada, y la masticó despacio, paseándola por la boca, que debía quemarle. Bailó un poco sobre los pies, que los traería fríos, y nos miró con gran atención, uno a uno. Se pasó el dorso de la mano por la boca.

—¿Sois cristianos? —preguntó.

La voz la tenía ronca y el acento no era del país, ni tampoco de las Castillas. Le respondimos que sí, y Pedro de Noceda, que era seminarista en Mondoñedo, de los de ropón corto y beca colorada, y estaba de vacaciones, se santiguó, y lo imitamos.

—Esta noche nace en Belén —dijo el desconocido, más para sí que para nosotros.

Y levantando el cuello del raído gabán verde, echó a andar por el sendero que lleva al empalme del Marco del Álvarez, que es un descampado frío, en el que, desde octubre a junio, hay grandes charcos en los que se espeja el abedul y bebe la becada.

Yo le conté aquel encuentro, horas después, a un viejo criado de casa, Benito Anido, que fue, sin duda, el maestro que primero acarició mi imaginación, y era una feliz antología de romances, que decía muy bien, de Carlomagno y de Delgadiña, de don Tristán… Benito se me quedó mirando y me preguntó si no caía en quién era aquel vagabundo taciturno de la cartera roja. Tuve que responder que no. Benito cogió la humeante taza de la ritual compota de pera y tinto y se acercó a la ventana.

—¿No caes?

—No.

Limpió el empañado cristal y echó una mirada a la noche.

—Pues es bien conocido, y todos los años pasa. Es un criado del rey Herodes, que va hacia Fisterra, y en la cartera roja lleva en papel sellado la orden de que hay que degollar los Inocentes el día veintiocho, al alba.

Benito bebió la compota, posó la taza y pasándome un brazo por los hombros me dijo confidente:

—¡Viste lo que les es dado ver a pocos!

Siempre que voy a Riotorto y me acerco a Moucín, me acuerdo del correo del rey Herodes, que verdaderamente lo he visto al pie de nuestro magosto infantil y marchar por el atajo del Marco camino de Fisterra, portador de la terrible orden. Creo verdaderamente que lo era, y todo este siglo nuestro, tan rico y grande por una parte, y tan desesperadamente loco y sangriento por otra, me confirma con sus días oscuros que el correo de Herodes pasó y pasa, verdaderamente, por los caminos de mi país, camino del cabo final, con el decreto infanticida en la cartera.


Álvaro Cunqueiro

El laberinto habitado

Paisaje, capricho natural

paisaje

17 diciembre 2025

Dos o tres navidades

 Dos o tres navidades


No es que servidor haya estado allí donde estas fiestas se han celebrado, en el fondo de la laguna Antela, o en el alto Cebreiro, o en el Finisterre rocoso. Son noticias que uno oye a los que pasan por el camino vecino mío, que es ni más ni menos que el Camino de Santiago. Este camino, como está probado, tiene el don de lenguas, y todavía no ha cesado de vaciarse de sombras pasajeras. El otro día, un criado de los Pardo de Balmonte me contaba que había visto volar una capa roja en el puente de Leis. Fue allí, a ver quién perdiera el manto, y no halló a nadie. Podía ser la capa de don Gaiferos de Mormaltán, que pasó en el siglo XII, peregrino. Hace pocos años, cerca de Samos, en la fuente de Iris, una mujer que iba a beber vio venir por el aire un vaso de plata, que se llenó de agua y se fue a una boca invisible, que bebió sonora. En Vilar de Donas, donde son, pintadas, las damas santiaguistas que yo canté en mi lengua galaica:

Miñas donas Giocondas, en vós ollo

tódalas donas que foron no país:

unha brancas camelias, otras frores de lis,

digo que en el Vilar, en la Noche Buena, dejan pan en el camino, para los peregrinos que todavía van y vienen con sus bordones, a través de las tinieblas: el bordón es lo último que calla en el peregrino, y puede decirse que no hay bordones tácitos; cuando ya el peregrino es polvo, ceniza, nada, todavía el bordón golpea con su contera de hierro las piedras del camino. Si un peregrino irlandés muere en Compostela, su bordón se va paso a paso a la verde Erín, y la niebla se aparta para dejarle caminar. Si toman pan en Vilar de Donas en la Noche Buena, el pan se hace luminoso y se ven hogazas de oro en el camino, a cuya orilla se desnudan de las últimas hojas los abedules…

En la provincia de Ourense, en el fondo de la laguna Antela, está sumergida la ciudad que llaman Antioquía de Galicia. Pasaba José con María camino de Belén y, teniendo sed María, fue José a pedirle una jarra de agua a un zapatero remendón que tenía tienda abierta en un arrabal de la ciudad. Una ciudad amurallada, con siete puertas en la cerca. El zapatero negó el agua a José y le tiró, irado, la lezna del oficio. La lezna se clavó en el tobillo de José, y comenzó por la herida a manar agua, en tal abundancia que, en dos horas, todo el valle de Antioquía, con la ciudad en medio, quedó cubierto. Desde entonces yace en el fondo de la Antela la gran ciudad, con sus palacios, sus huertos de limoneros, sus pomaradas, su escuela de gramática, sus palomares y la catedral de la Asunción de Nuestra Señora. Antioquía está callada y desierta bajo las aguas, excepto el día de Navidad, en que sus calles se llenan de las gentes que la poblaban antaño, y resucitan los mirlos y las palomas, los niños y los gaiteros, y el rey baja de su torre a la catedral, y despierta el obispo —que está en un columpio de mimbre echando la siesta, que lo pescó allí la inundación—, y los canónigos limpian las hebillas de plata, y el campanero obliga a las campanas a cantar. El obispo dice la santa misa, y el viejo rey de Antioquía se arrodilla ante el altar. Desde la orilla de la laguna se ve brillar, en el fondo del agua, la mitra de oro del rey, y un oído atento percibe el grave son de las campanas sumergidas. Al rey le ha crecido tanto la barba allá abajo, que un ciento de sus súbditos tiene que ayudarle a llevarla. Es tan hermosa como la de Achy, Nuca Roja, aquel rey de Tara que cubría con sus barbas los campos de centeno en flor para que no los dañasen las heladas, y en las batallas, lanzándola, que era como una selva, sobre la armada enemiga, hacía que se perdiesen en la espesura las legiones contrarias y los osados campeones. Treinta años después de una batalla, estando Achy durmiendo, lo despertó un gran ruido en su barba. Es que un feniano, Teacha de Ceash, había encontrado la salida del bosque, donde había estado perdido seis lustros, y lanzaba su estrepitoso grito de guerra… En Antioquía de Galicia se sabe que han celebrado los sumergidos la Navidad del Señor, porque siempre una paloma, en loco vuelo, sale del agua para el aire y se queda en él, en los alisos y los sauces del Limia. Se conoce que son las palomas de Antioquía porque tienen en la pata izquierda un hilo de oro, seña que les ponen las infantas, reales, allá abajo. A veces, sin saber porqué, en la Antela hacen espuma las ondas. Dicen que es que están cantando villancicos las señoras princesas: ensayándose en su cámara para el día de Navidad.

En el alto Cebreiro, por donde desde el Reino de León entra a Galicia el Camino Francés, una sombra se sentó, en la Misa del Gallo, entre los señores monjes. Era una sombra larga y la cabeza rematada en punta de lanza. Se sentó en un escaño vacío que había entre el prior y el maestro de Novicios, y todos los presentes oyeron el hierro. La sombra, pues, vestía armadura. Cuando comenzó la misa, el hierro se arrodilló. Afuera silbaba el viento, y el que entraba por bajo la portalada y por las saeteras hacía estremecer a un tiempo las luces y la misteriosa sombra. El prior vio que había allí un alma en pena y pensó que quizá fuese posible oírle sus pecados en el tribunal de la santa penitencia. Requerida fue solemnemente la sombra para que dijese su nombre y condición, y para que confesase sus pecados por el amor de aquel Niño que estaba en el pesebre, a las puertas de Belén.

—Soy el ánima del conde de Acebal —dijo.

Y todos recordaron al viejo conde leproso, con la campanilla lázara por los caminos, siempre armado, ladrado por los perros y apedreado por los labriegos, muerto sin confesión en el bosque de Moucín, y dejado podrecer dentro de su armadura milanesa. La tierra lo fue cubriendo. Y ahora esta allí la terrible sombra.

—Las otras ánimas —dijo— no me admiten en la Hueste. Temen la lepra de Siria. ¡Si yo tuviese esa campanilla del altar!

El prior se la dio. La sombra, tocando con su mano diestra la campanilla, la convirtió en sombra. Se oía en el aire el repique alegre, el parloteo argentino. La sombra se fue, pero durante muchos años, por la Navidad del Señor, oían los monjes y los fieles acercarse en la noche, a la hora de la Misa del Gallo, la campanilla, que el conde de Acebal venía a los santos oficios y estaba en ellos atento a cuándo había que tocar, y lo hacía gracioso, para ser una sombra desafortunada y leprosa como era, a la manera de las campanillas de los orientales, que habría aprendido la música en Levante… Cuando se fueron los monjes, la sombra no volvió. En la Navidad del Cebreiro ya no se oye la campanilla del conde de Acebal, que subía cantando a aquellos campos de nieve, en los que el lobo y el latín litúrgico se saludan…

En el Camino de Santiago a Fisterra, con cierta frecuencia ha sido encontrado el mensajero que Herodes envía hasta aquella punta extrema de la tierra para avisar que hay que degollar a los Inocentes. Es un tipo pequeño y más bien gordo, la barba gris y rala, y el ojo derecho lo tiene rojo. Acostumbra a entrar en las posadas y pide pan y vino, y cuando lo han servido, le entran unas extrañas prisas y se va sin comer ni beber, tirando una moneda por el aire al mesonero. Es inútil que este guarde la moneda bajo siete llaves. Está allí, quieta, durante varios años: es una moneda de plata, con unas letras extrañas y la cabeza de un barbarrizada, pero un día cualquiera va el mesonero a cogerla para mostrármela mí, que llego curioso, y la moneda se ha ido… Se ha ido a completar los treinta dineros que han de necesitar para comprar a Judas, en su día. Porque en el mundo no hay más dinero que estas treinta monedas y sus intereses. Esto creen, y quizás estén en lo cierto, muchas gentes en mi país. El mensajero de Herodes asoma la cabeza por la puerta de las iglesias para ver si ya ha nacido el Niño, y corre, corre hacia Fisterra con la terrible orden sellada, en la faldriquera. Hace tantos años que viene con el mandato de Herodes, que ya habla gallego. Cuando él pasa, los lobos se apartan. Por eso, en los días de la Navidad, se puede ir desde Santiago a Fisterra sin miedo al lobo, que se ha ido a otra parte, lejos de la competencia.


Álvaro Cunqueiro

El laberinto habitado