30 octubre 2022

CAP. IV. FLOR DE SANTIDAD

 
CAP. IV. FLOR DE SANTIDAD

EL MENDICANTE salmodiaba ante el portalón de la venta:
—¡Buenas almas del Señor, haced al pobre peregrino un bien de caridad!
Era su voz austera y plañida. Apoyó la frente contra el bordón, y la guedeja negra, polvorienta y sombría, cayó sobre su faz. Una mujeruca asomó en la puerta:
—¡Vaya con Dios, hermano!
Traía la rueca en la cintura, y sus dedos de momia daban vueltas al huso. El peregrino levantó la frente voluntariosa y ceñuda como la de un profeta:
—¿Y adónde quiere que vaya, perdido en el monte?
—Adonde le guíe Dios, hermano.
—A que me coman los lobos.
—¡Asús!… No hay lobos.
Y la mujeruca, hilando su copo, entróse nuevamente en la casa. Una ráfaga de viento cerró la puerta, y el peregrino alejóse musitando. Golpeaba las piedras con el cuento de su bordón. De pronto volvióse, y rastreando un puñado de tierra lo arrojó á la venta. Erguido en medio del sendero, con la voz apasionada y sorda de los anatemas, clamó:
—¡Permita Dios que una peste cierre para siempre esa casa sin caridad! ¡Que los brazados de ortigas crezcan en la puerta! ¡Que los lagartos anden por las ventanas a tomar el sol!…
Sobre la esclavina del peregrino temblaban las cruces, las medallas, los rosarios de Jerusalén. Sus palabras ululaban en el viento, y las greñas lacias y tristes le azotaban las mejillas. Adega le llamó en voz baja desde la cancela del aprisco:
—¡Oiga, hermano!… ¡Oiga!…
Como el peregrino no la atendía, se acercó tímidamente…
—¿Quiere dormir en el establo, señor?
El peregrino la miró con dureza. Adega, cada vez más temerosa y humilde, ensortijaba a sus dedos bermejos una hoja de juncia olorosa:
—No vaya de noche por el monte, señor. Mire, el establo de las vacas lo tenemos lleno de heno y podría descansar a gusto.
Sus ojos de violeta alzábanse en amoroso ruego, y sus labios trémulos permanecían entreabiertos con anhelo infinito. El mendicante, sin responder una sola palabra, sonrió. Después volvióse avizorando hacia la venta, que permanecía cerrada, y fué á guarecerse en el establo, andando con paso de lobo. Adega le siguió. El mastín, como en una historia de santos, vino silencioso á lamer las manos del peregrino y la pastora. Apenas se veía dentro del establo. El aire era tibio y aldeano, sentíase el aliento de las vacas. El recental, que andaba suelto, se revolvía juguetón entre las patas de la yunta, hocicaba en las ubres y erguía el picaresco testuz dando balidos. La Marela y la Bermella, graves como dos viejas abadesas, rumiaban el trébol fresco y oloroso, cabeceando sobre los pesebres. En el fondo del establo había una montaña de heno, y Adega condujo al mendicante de la mano. Los dos caminaban a tientas. El peregrino dejóse caer sobre la yerba, y sin soltar la mano de Adega pronunció a media voz:
—¡Ahora solamente falta que vengan los amos!…
—Nunca vienen.
—¿Eres tú quien acomoda el ganado?
—Sí, señor.
¿Duermes en el establo?
—Sí, señor.
El mendicante rodeóle los brazos a la cintura y Adega cayó sobre el heno. No hizo el más leve intento por huir. Temblaba agradecida al verse cerca de aquel santo que la estrechaba con amor. Suspirando cruzó las manos sobre el cándido seno como para cobijarlo y rezar. El mastín vino a posar la cabeza en su regazo. Adega, con apagada y religiosa voz preguntó al peregrino:
—¿Ya traerá mucho andado por el mundo?
—Desde la misma Jerusalén.
—¿Eso deberá ser muy desviado, muy desviado de aquí?…
—¡Más de cien leguas!
—¡Glorioso San Berísimo!… ¿Y todo por monte?
—Todo por monte y malos caminos.
—¡Ay santo!… Bien ganado tiene el Cielo.
Los rosarios del peregrino habíanse enredado en el cabello de la zagala, que para mejor desprenderlos se puso de rodillas. Las manos le temblaban, y toda confusa hubo de arrancárselos. Llena de santo respeto besó las cruces y las medallas que desbordaban entre sus dedos.
—Diga, ¿están tocados estos rosarios en el sepulcro de Nuestro Señor?
—En el sepulcro de Nuestro Señor… ¡Y además en el sepulcro de los Doce Apóstoles!
Adega volvió a besarlos. Entonces el peregrino, con ademán pontifical, le colgó un rosario al cuello:
—Guárdalo aquí, rapaza.
Y apartábala suavemente los brazos que la pastora tenía aferrados en cruz sobre el pecho. La niña murmuraba con anhelo:
—¡Déjeme, señor!… ¡Déjeme!
El mendicante sonreía y procuraba desabrocharla el justillo. Sobre sus manos velludas revoloteaban las manos de la pastora como dos palomas asustadas:
—Déjeme, señor, yo lo guardaré.
El peregrino la amenazó:
—Voy a quitártelo.
—¡Ah, señor, no haga eso!… Guárdemele aquí, donde quiera…
Y se desabrochaba el corpiño, y descubría la cándida garganta, como una virgen mártir que se dispusiese a morir decapitada.

 

Título original: Flor de santidad

Ramón María del Valle-Inclán, 1904

Embalse de Barrios de Luna, León

Embalse de Barrios de Luna, León

29 octubre 2022

CAP. III. FLOR DE SANTIDAD

 

CAP. III. FLOR DE SANTIDAD

ADEGA era huérfana. Sus padres habían muerto de pesar y de fiebre aquel malhadado Año del Hambre, cuando los antes alegres y picarescos molinos del Sil y del Miño parecían haber enmudecido para siempre. La pastora aún rezaba muchas noches, recordando con estremecimiento de amor y de miedo la agonía de dos espectros amarillos y calenturientos sobre unas briznas de paja. Con el pavoroso relieve que el silencio de las altas horas presta a este linaje de memorias, veía otra vez aquellos pobres cuerpos que tiritaban, volvía a encontrarse en la mirada de la madre que a todas partes la seguía, adivinaba en la sombra la faz afilada del padre contraída con una mueca lúgubre, el reír mudo y burlón de la fiebre que lentamente le cavaba la hoya…

¡Qué invierno aquél! El atrio de la iglesia se cubrió de sepulturas nuevas. Un lobo rabioso bajaba todas las noches a la aldea y se le oía aullar desesperado. Al amanecer no turbaba la paz de los corrales ningún cantar madruguero, ni el sol calentaba los ateridos campos. Los días se sucedían monótonos, amortajados en el sudario ceniciento de la llovizna. El viento soplaba áspero y frío, no traía caricias, no llevaba aromas, marchitaba la yerba, era un aliento embrujado. Algunas veces, al caer la tarde, se le oía escondido en los pinares quejarse con voces del otro mundo. Los establos hallábanse vacíos, el hogar sin fuego, en la chimenea el trasgo moría de tedio. Por los resquicios de las tejas filtrábase la lluvia maligna y terca en las cabañas llenas de humo. Aterida, mojada, tísica, temblona, una bruja hambrienta velaba acurrucada a la puerta del horno. La bruja tosía llamando al muerto eco del rincón calcinado, negro y frío…

¡Qué invierno aquél! Un día y otro día desfilaban por el camino real procesiones de aldeanos hambrientos, que bajaban como lobos de los casales escondidos en el monte. Sus madreñas producían un ruido desolador cuando al caer de la tarde cruzaban la aldea. Pasaban silenciosos, sin detenerse, como un rebaño descarriado. Sabían que allí también estaba el hambre. Desfilaban por el camino real lentos, fatigados, dispersos, y sólo hacían alto cuando las viejas campanas de alguna iglesia perdida en el fondo del valle dejaban oír sus voces familiares anunciando aquellas rogativas que los señores abades hacían para que se salvasen los viñedos y los maizales. Entonces, arrodillados a lo largo del camino, rezaban con un murmullo plañidero. Después continuaban su peregrinación hacia las villas lejanas, las antiguas villas feudales que aún conservan las puertas de sus murallas. Los primeros aparecían cuando la mañana estaba blanca por la nieve, y los últimos cuando huía la tarde arrebujada en los pliegues de la ventisca. Conforme iban llegando unos en pos de otros, esperaban sentados ante la portalada de las casas solariegas, donde los galgos flacos y cazadores, atados en el zaguán, los acogían ladrando. Aquellos abuelos de blancas guedejas, aquellos zagales asoleados, aquellas mujeres con niños en brazos, aquellas viejas encorvadas, con grandes bocios colgantes y temblones, imploraban limosna entonando una salmodia humilde. Besaban la borona, besaban la mazorca del maíz, besaban la cecina, besaban la mano que todo aquello les ofrecía, y rezaban para que hubiese siempre caridad sobre la tierra. Rezaban al Señor Santiago y a Santa María.

¡Qué invierno aquél! Adega, al quedar huérfana, también pidió limosna por villas y por caminos, hasta que un día la recogieron en la venta. La caridad no fué grande, porque era ya entonces una zagala de doce años que cargaba mediano haz de yerba, e iba al monte con las ovejas y con grano al molino. Los venteros no la trataron como hija, sino como esclava: Marido y mujer eran déspotas, blasfemos y crueles. Adega no se rebelaba nunca contra los malos tratamientos. Las mujerucas del casal encontrábanla mansa como una paloma y humilde como la tierra. Cuando la veían tornar de la villa chorreando agua, descalza y cargada, solían compadecerla rezando en alta voz:

—¡Pobre rapaza, sin padres!…

 

Título original: Flor de santidad

Ramón María del Valle-Inclán, 1904

 

 

Embalse de Barrios de Luna

Embalse de Barrios de Luna