30 abril 2022

Sobre el comienzo de unos libros... Hoy: Tom Sharpe, Vicios ancestrales

Lord Petrefact pulsó el timbre del brazo de su silla de ruedas y sonrió. No era una sonrisa encantadora, pero casi todos los que conocían bien al presidente del Grupo de Empresas Petrefact, que eran un grupo de desdichados poco numeroso, jamás esperaban de él sonrisas encantadoras. Incluso su Majestad la Reina, que, contra su juiciosa opinión, se dejó convencer por un nada escrupuloso primer ministro y acabó concediendo a Ronald Osprey Petrefact un título honorífico, pensó que su sonrisa era casi amenazadora. A los dignatarios de categoría inferior les reservaba sonrisas que iban desde lo reptilino hasta lo francamente sádico, según la importancia que él les diera, cosa que dependía exclusivamente de la utilidad temporal que tuvieran para él, o, en el caso de sus sonrisas más memorables, de que no le sirvieran absolutamente de nada.

En pocas palabras, la sonrisa de Lord Petrefact era simplemente la aguja indicadora de su barómetro mental, cuya escala jamás registraba tendencias más optimistas que tiempo bonancible, aunque por lo general anunciaba borrascas. Y desde que contrajo su enfermedad, causada por los esfuerzos combinados de uno de sus asesores financieros (que desprestigió sin querer unas acciones recientemente adquiridas por Lord Petrefact) y una ostra especialmente resentida, su sonrisa había adquirido una tendencia ladeada tan notable que, a veces, los que estaban sentados a uno de sus lados podían creer que, más que sonreír, estaba enseñando la dentadura postiza.

Pero esta mañana en particular casi rozaba la afabilidad. Se le había ocurrido, por decirlo con su metáfora preferida, una forma de matar dos pájaros de un tiro, y como uno de esos pájaros era un miembro de su familia, el plan le resultaba especialmente agradable. Al igual que muchos grandes hombres, Lord Petrefact detestaba a sus más próximos y queridos parientes, y su grado de proximidad, así como, en el caso de su hijo Frederick, su altísimo costo económico, estaban en proporción directa con la intensidad de su odio. Pero lo que se le había ocurrido no iba a servir solamente para dar la patada a su familia más inmediata. Los numerosos e infernalmente influyentes Petrefact que se encontraban esparcidos por el mundo se indignarían infinitamente, y como ellos le habían criticado siempre, a Lord Petrefact le proporcionaba un inmenso placer saborear por anticipado sus reacciones de furia.

Panizo

Setaria italica, Panizo

29 abril 2022

Sobre el comienzo de unos libros... Hoy: Flannery O’Connor, Los profetas

 El tío de Francis Marion Tarwater sólo llevaba muerto medio día cuando el muchacho llegó a estar demasiado borracho para terminar de cavar la tumba y un negro llamado Buford Munson, que había venido a por whisky, tuvo que terminarla y arrastrar el cuerpo desde la mesa de la cocina a la que todavía estaba sentado y enterrarlo de una manera cristiana y decente, con el signo del Salvador a la cabecera y suficientes cascotes por encima como para impedir que los perros lo desenterraran. Buford había llegado hacia el mediodía y, cuando se marchó al atardecer, Tarwater, el muchacho, aún seguía traspuesto.

El viejo había sido, o dicho que era, el tío abuelo de Tarwater y, hasta donde alcanzaban los recuerdos del niño, siempre habían vivido juntos. Su tío había dicho que, cuando le rescató y tomó la decisión de criarle, tenía setenta años; al morir, tenía ochenta y cuatro. Tarwater pensaba que esto hacía de él un chico de catorce. Su tío le había enseñado a escribir y leer, las cuatro reglas e historia, empezando por Adán expulsado del Paraíso, pasando por todos los presidentes hasta Herbert Hoover y profundizando luego en especulaciones sobre la Segunda Venida y el Día del Juicio. Además de darle una buena educación, le había rescatado de su otro único pariente, el sobrino del viejo Tarwater, un maestro, por entonces sin hijos, que pretendía educar a este hijo de su hermana muerta de acuerdo con sus ideas personales.

Cuáles eran estas ideas, el viejo estaba en situación de saberlo. Había vivido tres meses en casa del sobrino en nombre de lo que entonces pensó que era caridad, pero lo que decía haber descubierto no era caridad ni nada que de lejos se le pareciera. Todo el tiempo que había vivido allá, el sobrino lo había dedicado a estudiarle en secreto. El sobrino, que lo había acogido en nombre de la caridad, al mismo tiempo había estado introduciéndose en su alma por la puerta trasera, haciéndole preguntas que significaban más de una sola cosa, sembrando la casa de trampas y mirándole caer en ellas y, finalmente, sugiriendo la escritura de un estudio sobre su persona para una revista de maestros. La pestilencia de su comportamiento había llegado al cielo y el Señor en persona había rescatado al viejo. Le había enviado una visión airada, con instrucciones para escapar con el niño huérfano a la parte más remota del bosque y criarlo allí para su redención. El Señor le había asegurado una larga vida y él había arrebatado al niño de las mismas narices del maestro de escuela y se lo había llevado a Powderhead, donde tenía derecho a residir de por vida.

El viejo, que decía ser profeta, había enseñado al niño a esperar, él también, la llamada del Señor y a estar preparado para el día en que la escuchara. Le había instruido sobre los males que sobrevienen a los profetas, tanto sobre los que se originan en el mundo, que eran pura bagatela, como sobre los que proceden del Señor, en los que un profeta se inflama por entero, porque él había ardido completamente una y otra vez. Había aprendido por el fuego.

Había recibido la llamada en su primera juventud y había partido hacia la ciudad, para proclamar la destrucción que le esperaba a un mundo que había abandonado a su Salvador. En su furia, proclamaba que el mundo vería reventar al sol en sangre y fuego y, mientras él rabiaba y seguía a la espera, cada mañana, el sol, pleno y calmoso, salía, como si no fuera sólo el mundo sino el mismo Señor quien no hubiera alcanzado a escuchar el mensaje profético. Salía y se ponía, salía y se ponía, en un mundo que iba cambiando del verde al blanco, del verde al blanco y del verde al blanco otra vez. Salía y se ponía, y él desesperaba de ser escuchado por el Señor. Entonces, una mañana, para su regocijo, vio surgir del sol un dedo de fuego y, antes de que él pudiera darle la espalda, antes de que pudiera gritar, el dedo le había tocado, y la destrucción que tanto había esperado se abatió sobre su propio cerebro y sobre su propio cuerpo. Era su sangre, no la sangre del mundo, la que había ardido hasta quedar sus venas resecas.

Habiendo aprendido tanto de sus propios errores, estaba en situación de instruir a Tarwater —cuando el niño decidió escuchar— acerca de la dura servidumbre del Señor. El niño, que tenía sus propias ideas al respecto, le escuchaba con la impaciente convicción de que él no cometería error alguno cuando llegara el tiempo y el Señor le llamara.


Flannery O’Connor
Los profetas

Segunda novela de Flannery O’Connor, Los profetas constituye un análisis, de fuerza y belleza muy particulares, de las relaciones de poder entre tres hombres de una misma familia —un anciano profeta, granjero y fabricante de whisky ilegal, un adolescente iluminado y un maestro angustiado y pusilánime—, a través de la búsqueda fanática de la huella de Dios en la tierra. Perteneciente a la generación de Truman Capote, William Styron, Saul Bellow y John Salinger, Flannery O’Connor posee tal vez la escritura menos amanerada, el estilo más permanente y exquisito de todos ellos y una extraordinaria brillantez de narración.

Flores de altramuces

Lupinus albus

28 abril 2022

Sobre el comienzo de unos libros... Hoy: Isak Dinesen, Memorias de África

 Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. El ecuador atravesaba aquellas tierras altas a un centenar de millas al norte, y la granja se asentaba a una altura de unos seis mil pies. Durante el día te sentías a una gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y sosegadas, y las noches frías.

La situación geográfica y la altitud se combinaban para formar un paisaje único en el mundo. No era ni excesivo ni opulento; era el África destilada a seis mil pies de altura, como la intensa y refinada esencia de un continente. Los colores eran secos y quemados, como los colores en cerámica. Los árboles tenían un follaje luminoso y delicado, de estructura diferente a la de los árboles en Europa; no crecían en arco ni en cúpula, sino en capas horizontales, y su forma daba a los altos árboles solitarios un parecido con las palmeras, o un aire romántico y heroico, como barcos aparejados con las velas cargadas, y los linderos del bosque tenían una extraña apariencia, como si el bosque entero vibrase ligeramente. Las desnudas y retorcidas acacias crecían aquí y allá entre la hierba de las grandes praderas, y la hierba tenía un aroma como de tomillo y arrayán de los pantanos; en algunos lugares el olor era tan fuerte que escocía las narices. Todas las flores que encontrabas en las praderas o entre las trepadoras y lianas de los bosques nativos eran diminutas, como flores de las dunas; tan sólo en el mismísimo principio de las grandes lluvias crecía un cierto número de grandes y pesados lirios muy olorosos. Las panorámicas eran inmensamente vacías. Todo lo que se veía estaba hecho para la grandeza y la libertad, y poseía una inigualable nobleza.