30 enero 2021

30 de enero

Freud, desde luego, era doctor en medicina y tenía probada experiencia clínica y era un pensador más acreditadamente científico que McLuhan. Pero Freud, como McLuhan, se sintió arrastrado por el atisbo cósmico. Los psicólogos actuales más rigurosos, así como la mayoría de los médicos investigadores, consideran a Freud un romántico, casi un metafísico. Consideran al buen Freud una especie de obispo Berkeley vienés. Se tiene la sospecha de que Freud se dedicaba a recorrer unos cuantos hogares vieneses de la alta burguesía llenos de terciopelos y jarrones —¡Ajá! ¡Muy significativo!—, entre los que se incluía el suyo propio —Papá, ese maricón, sedujo a mi hermanita—, y aplicó luego sus deducciones a su experiencia clínica intentando explicar así la conducta de todo el género humano. Es inevitable preguntarse lo mismo sobre McLuhan. Vemos al maestro sentado en el patio trasero, ante la mesa de ping-pong. Y allí, dentro de casa, se sientan los niños, haciendo los deberes (en medio de un absorbente y desatado tifón sensorial de aparatos de televisión, transistores, fonógrafos y teléfonos), y sin embargo consiguen salir adelante en el colegio… ¡Muy significativo! Sorprendente, incluso, una unidad neotribal de los sentidos. «El círculo familiar se ha ensanchado. El cúmulo de información mundial favorecido por los medios de comunicación eléctricos, películas, Telstar, vuelos…, sobrepasa con mucho cualquier posible influencia que papá y mamá puedan ejercer». 

PING-PONG 

Entré en el salón. 

Me dispararon con un bum estereofónico. 

No hay cielo posible aquí abajo. 

Saltan ninfillas en mi moqueta. 

Y mocosos en mi rincón privado. 

Y no dejan entrar al pobre papaíto trabajador. 


¡Magnífico! 

Übermenschen! ¡Gaviotas doradas! 

Con radiotransistores pegados a sus cráneos. 

¡Todo radiante! con el dulce tinte 

Del azul tuberculoso de la televisión. 

¡Una especie de pura euforia zulú 

inunda sus sentidos alta fidelidad! 


¡Magnífico! 

Lo soportaré mientras pueda, 

Este festival neotribal. 

Este ensamblaje multimedia, 

la audioseducción de sus voces, 

sólo me deja dos elecciones: 

Puedo simplemente hacerles callar… 

O… ¿extrapolar partiendo de ello 

el destino del hombre occidental? 

Freud y McLuhan se convirtieron en celebridades en el mismo período de su vida, a poco de cumplir los cincuenta, y en circunstancias similares. Freud tenía un pequeño grupo de partidarios que celebraban debates todos los miércoles por la noche en su gabinete y a los que se conocía como la «sociedad psicológica de los miércoles». McLuhan tuvo seguidores en varias universidades canadienses, y ellos, más los norteamericanos interesados en su obra, se reunían a menudo en su casa. Si hemos de elegir un dato preciso para señalar la transformación de Freud en una figura pública, probablemente tendríamos que acudir al 26 de abril de 1908, cuando se celebró una Zusammenkunft für Freud’ sche Psychologie (convención de psicología freudiana) en el Hotel Bristol de Salzburgo, a la que asistieron entre otros Jung, Adler y Stekel. En el caso de McLuhan, la fecha sería el 30 de enero de 1964, cuando los miembros de la facultad de la Universidad de la Columbia británica montaron lo que sus partidarios llamaron un «festival McLuhan» en el aula magna de la universidad. Colgaron del techo sábanas de plástico, formando un laberinto. Unos operadores lanzaban proyecciones de luz contra las sábanas de plástico, y la gente andaba entre ellas. Un proyector de cine pasaba una larga película sin sentido del interior del aula magna vacía. De los altavoces brotaban sonidos extraños, un timbre, alguien que hacía chocar dos fragmentos de madera sobre un podium. Otros esparcían perfume por el local. Entre la multitud corrían bailarinas, y había una pared formada por una tela tensada sujeta en un marco de madera y una chica se apretaba contra ella, como si se tratase de toda una pared hecha de pantalones ceñidos, y ondulaba y saltaba. Todo el mundo tenía que ir allí y sentirlo (la chica contra la tela tensa) para comprender la «comunicación táctil» de que hablaba McLuhan. 

Ninguno de los dos acontecimientos, ni la convención de psicología freudiana ni el festival de McLuhan recibieron gran publicidad, pero ambos fueron importantes en cuanto constituyeron anuncios esotéricos: aquél era el nuevo hombre con el que había que identificarse. Como dice Freud…, como dice McLuhan… Carpenter, el amigo de McLuhan, lo había expresado ya: «McLuhan es uno de los innovadores épicos de la era electrónica. Su Galaxia Gutenberg es el libro más importante en el campo de las ciencias sociales de esta generación, y eclipsa, por su alcance y profundidad, a cualquier otra contribución».

Tom Wolfe
La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop 

En este libro, Tom Wolfe examinó provocativamente, sobre el terreno, los recientes monstruos sagrados, las instituciones de la era pop, los representantes de la nueva cultura: los surfistas, los locos de la moto, los Muchachos de la Melena y la estética de lo rancio, Hefner (Playboy), el rey de los reclusos voluntarios, la topless trucada con silicona, el revoltijo mcluhaniano, los «Swinging London», las heathfields y las dollies, los hoteles climatizados, la decadencia del cocktail-party y la aparición de la cena con mono, la nueva etiqueta de la nueva café-society neoyorquina. Entre los sorprendentes fenómenos sociales que estimulan a Tom Wolfe aparece un tema recurrente: la búsqueda de estatus por parte de las nuevas generaciones o (lo que es el reverso de la medalla) el ocaso de las jerarquías sociales tradicionales. En conexión con este fenómeno se testimonia la aparición de fórmulas artísticas y códigos de conducta absolutamente ajenos al viejo establishment.


Vegetación de prados

flores de la pradera

29 enero 2021

29 de enero

Aquella vez Mauricio comprendió que todo había acabado. Durante cuatro horas, en medio del fuego terrible de las trincheras prusianas había permanecido en el parque de Buzenval, entre las filas de la guardia nacional; y cuando volvió a París, ponderó el valor de aquella fuerza. Efectivamente, la guardia nacional se había portado con bizarría. Y siendo así, ¿de qué procedía la derrota, sino de la estupidez y de la traición de los jefes? En la calle de Rívoli encontró Mauricio grandes grupos que gritaban: ¡Abajo Trochu! ¡Viva la Commune! Era el despertar de la pasión revolucionaría, una nueva manifestación de la opinión, tan alarmante, que el Gobierno de la Defensa Nacional, para no caer, tuvo que obligar al general Trochu a presentar su dimisión, y nombró en su lugar al general Vinoy. Aquel mismo día, en una reunión pública de Belleville, en la que había entrado Mauricio, oyó reclamar de nuevo el ataque en masa. Demasiado sabía él que aquello era una locura, y sin embargo, le impresionó aquella obstinación. Pasó la noche soñando con prodigios.

Transcurrieron ocho días más. París agonizaba sin exhalar ni una quejo. Las tiendas no se abrían ya; los pocos transeúntes no encontraban coches en las calles desiertas. Habían sido comidos cuarenta mil caballos; los perros, los gatos y las ratas se pagaban muy caros. Desde que se había acabado el trigo, el pan, hecho con arroz y avena, era un pan negro, viscoso, de difícil di gestión; y para conseguir la ración, reducida a 300 gramos, las colas interminables delante de las panaderías se hacían mortales. ¡Cuánta lástima inspiraban aquellas pobres mujeres, esperando horas y horas a la intemperie! La mortalidad había triplicado; los teatros estaban convertidos en hospitales. Desde el anochecer los antiguos barrios aristocráticos quedaban silenciosos y a obscuras, como si fueran arrabales de una dudad maldita, asolada por la peste. Y en aquel silencio, en aquella obscuridad, solo se oía el continuado fragor del bombardeo, solo se veían los fogonazos de los cañones.

De repente el 29 de enero, París supo que, desde la antevíspera, estaba Julio Favre en tratos con Bismarck para conseguir un armisticio; y, al mismo tiempo, se enteró de que no quedaba pan sino para diez días. La capitulación brutal se imponía. París, estupefacto al saber la verdad, dejó obrar. Aquel mismo día, a la noche, se disparó el último cañonazo. Cuando los alemanes ocuparon los fuertes, el regimiento de Mauricio volvió a acampar, cerca de Montrouge, dentro del recinto fortificado. Y entonces empezó para Mauricio una existencia vaga, llena de holganza y de fiebre. La disciplina se había relajado mucho; los soldados se desbandaban, vagaban sin objeto fijo, esperando el momento de recibir su licencia. Pero Mauricio seguía inquieto, nervioso e irritable. Leía con avidez los periódicos revolucionarios, y aquel armisticio de tres semanas, pactado con el único objeto de que Francia pudiera nombrar una Asamblea para acordar la paz, le parecía una asechanza, un a traición final. Aunque París se viese obligado a capitular, él estaba, con Gambetta, por la continuación de la guerra en el centro y en el Norte. El desastre del ejército del Este lo puso furioso. Las elecciones acabaron de desesperarle. Era lo que él había previsto, las provincias cobardes, irritadas con la resistencia de París, ansiando la paz, restableciendo la monarquía, bajo los cañones de los prusianos. Después de las primeras sesiones de Burdeos, Thiers, elegido en veintiséis departamentos, aclamado jefe del poder ejecutivo, fue a los ojos de Mauricio el monstruo, el hombre de todas las mentiras y de todos los crímenes. Y ya no se inquietó; aquella paz, hecha por una Asamblea monárquica, le parecía el colmo de la vergüenza; deliraba con solo la idea de las durísimas condiciones, la indemnización de los cinco mil millones. Metz entregado, la Alsacia cedida, el oro y la sangre de Francia corriendo por aquella herida incurable.

Entonces, en los últimos días de febrero, Mauricio se decidió a desertar. Un artículo del tratado decía que los soldados acampados en París serían desarmados y mandados a sus casas. Él no esperó; le parecía que le arrancarían el corazón si salía de aquel París glorioso, que solo había cedido al hambre; y desapareció, tomó, en la calle des Orties, en lo alto de la Butte des Moulins, en una casa de seis pisos, un cuartito amueblado, una especie de torrecilla, desde donde se veía el mar sin limites de los tejados, desde las Tullerías hasta la Bastilla. Un antiguo compañero de la Facultad de Derecho le había prestado cien trancos. Se alistó en un batallón de la guardia nacional, y con el franco y medio de la paga tendría bastante. Le horrorizaba el pensamiento de una existencia tranquila y egoísta en provincias. Hasta las cartas que recibía de su hermana Enriqueta, a quien había escrito inmediatamente después del armisticio, le incomodaban, con sus súplicas, con el deseo ardiente de volver a Remilly. Él se negaba, iría más tarde, cuando ya no estuvieran allí los prusianos.

Émile Zola
La Débâcle (El desastre)
Los Rougon-Macquart - 19

La Débâcle es la penúltima novela de la colección Los Rougon-Macquart. Narra algunos aspectos políticos y militares que llevaron a la caída del régimen del Segundo Imperio encabezado de Napoleón III en 1870, en particular la guerra franco-prusiana, la batalla de Sedan y la Comuna de París.

Trébol, mielga

flores de la pradera

28 enero 2021

28 de enero

El señor Crease, por lo que parece, era un escribano aficionado que también hacía ilustraciones en blanco y negro, ninguna de las cuales preparaba para su reproducción. Era medio inválido; vivía en una granja cercana, por el lado más alejado de Steepdown. Mi tutor interno vino a proponer que tal vez estuviera dispuesto a darme ánimo y consejo en mi afición.

La entrada en mi diario dice así: «Después de cambiarme de atuendo tuve que ir a presentarme ante una visita, un ilustrador amigo de __. Se mostró completamente desdeñoso con mi caligrafía, pero elogió las ilustraciones. Por lo visto, si uno va a conseguir hacer algo realmente bueno, ha de entregarse en cuerpo y alma a ello».

Yo estaba seguro de que no deseaba dedicar toda mi vida a la caligrafía y a las ilustraciones miniadas, pero también me había fascinado el hombre y la oportunidad que me suponía para huir al menos en parte del régimen del colegio.

Sin que yo se lo solicitara, mi tutor interno —el hombre al que con notable ingratitud habíamos apodado el Superespía y el Indeciso— zanjó la cuestión. Fue el suyo un acto no solo de amabilidad sino que hizo falta cierto valor, ya que la singular presencia física de Crease ya había llamado la atención de otros directores de residencia y recelaban de su posible influencia. Cuando empezó el trimestre siguiente, me dieron permiso para ir a visitarlo medio día festivo por semana, y esas horas para mí pronto fueron de oro.

Tenía unas habitaciones alquiladas que había amueblado él mismo y donde la mujer de la casa le preparaba las comidas, en la vecina granja de Lychpole, en la finca de un hacendado que se llamaba Tristram, con el cual mantenía una relación indefinida, no estaba claro si de amistad o de parentesco. La distancia que era preciso salvar atravesando los cerros era de casi seis kilómetros. Unas veces iba a pie, otras mi tutor me llevaba en su motocicleta. Mi primera visita fue el 28 de enero de 1920. Me había extraviado a causa de la niebla y, al cabo de un buen rato, lo encontré sentado ante la chimenea encendida, trabajando en una pieza de bordado. Esa misma noche anoté en mi diario que era «muy afeminado y decadente y culto y afectado y amable». Me enseñó algunos de sus trabajos, de los cuales registré esto: «No es que su caligrafía me cause una enorme admiración, pero es indudable que sabrá enseñarme mucho de la técnica».

Al día siguiente acudí a recibir mi primera lección. Tenía una mesa de trabajo en la que había colocado con esmero todas las herramientas del oficio. Me indicó que me sentara y que escribiera unas cuantas palabras para que las viese. Alzó los ojos al techo, alzó las manos de pronto y dijo: «Vienes a verme con los calcetines de colores más vulgares que he visto nunca y acabas de escribir la “E” más bella que se ha escrito desde el Book of Kells».

De nuestro encuentro puse esto por escrito: «No es tan afectado como me había parecido al principio. Muy bien educado, muy individualista. Se acerca muchísimo a mi ideal de verdadero diletante, el mayor que he conocido nunca. Es un gran estudioso del carácter. Afirma ser capaz de calar a cualquiera por pura intuición, a primera vista. Creo que le caigo bien. No he sacado nada en claro acerca de su vida; es de los que absorben cuanto pueden sin soltar prenda. Por lo que atino a ver de momento, su secretismo es su única cualidad negativa. Todo lo que he sacado en claro es que su carrera profesional se echó a perder por su mala salud, y que ocupó en su día un puesto distinguido en Oxford».

Crease conservó su aura de misterio hasta el final. Es cierto que nunca ocupó ningún puesto académico y que tenía una muy escasa educación formal. Creo que había sido una especie de acompañante, secretario y limosnero de un norteamericano rico que tuvo un puesto de profesor honorario en el colegio universitario de Corpus Christi, en compañía del cual conoció a la práctica totalidad del claustro universitario y se dedicó a coleccionar espléndidas piezas de porcelana y de plata. A veces daba a entender que en su día se unió a alguna fraternidad anglicana (tal vez los Padres de Cowley). Tenía unos ingresos adecuados a sus muy sencillas necesidades; recibía tal vez una asignación de los Tristram, tal vez del sabio estadounidense. Cuando su «claustro en los cerros», como llamaba él a sus habitaciones de Lychpole, le resultaba demasiado austero, se refugiaba en la nada romántica y bien pertrechada casa de los Tristram, Sompting Abbots, aprovechando sus ausencias.

Evelyn Waugh
Una educación incompleta

«Solo cuando se ha perdido toda curiosidad hacia el futuro se ha alcanzado la edad de escribir una autobiografía», nos dice su autor al comienzo de este libro.

Una educación incompleta es el primer y único volumen de la autobiografía de Evelyn Waugh, quien moriría dos años después de publicarlo sin haber podido escribir su proyectada continuación.

Waugh comienza su relato por la historia de sus antepasados, hombres y mujeres de carácter, que contribuyeron sin saberlo a su genio. Tuvo una infancia familiar convencional, «cálida, brillante y serena», aunque los años escolares que le sucedieron y que pasaría en Hampstead y Lancing, los recuerda con cierto dolor. Su vida como estudiante en Oxford, que tan bien recrearía en Retorno a Brideshead, «fue en esencia un catálogo de amistades». La evocación de aquella placentera y animada época es un sofisticado retrato de la generación de Harold Acton, Cyril Connolly y Anthony Powell; un mundo exclusivo que rememora con elegante ingenio y precisión.

Una educación incompleta termina con sus experiencias como maestro en una escuela preparatoria en el Norte de Gales que le inspiraron su primera novela, Decadencia y caída