Al amanecer dejamos el campamento cinco guerrilleros. Eludiendo casas y aldeas, bajamos la ladera, cruzamos un riachuelo, ascendimos a otro monte, y volvimos a descender. Antes de mediodía descansamos en lo alto de un otero, ocultos entre aliagas, retamas y pinos desperdigados. A un lado, a poca distancia, un cementerio exhibía una ermita románica antiquísima, de granito coloreado por líquenes y adornada por desgastadas figuras misteriosas en los canecillos. El sol calentaba con fuerza, nos rodeaba el zumbido de los insectos y abejorros y oíamos el rumor de lagartos o culebras que al vernos se precipitaban en la maleza. Cantaba un cuco y de vez en cuando graznaban cuervos por donde el cementerio. Nos desprendimos de armas y mochilas y nos sentamos o tendimos sin hablar.
Pío Moa.
Sonaron gritos y golpes a la puerta.