—Satur, dile al chófer que pare, que mi nieta tiene que hacer una necesidad.
El chófer paraba el autobús y abuela y nieta se iban a hacer sus necesidades. Se oía la voz del conductor que bromeaba:
—Abuela, en vez de ponerse tras el coche se debían poner ustedes delante; igual me daba por ponerlo en marcha y tenía que salir usted corriendo.
Se reían todos. La vieja se sentaba en su sitio comentando:
—Este Obdulio es más malo que la sarna, ¡qué cosas tiene! María se reía de las cosas que se decían en el coche. El campesino le aclaraba:
—Es que todos los que vamos aquí nos conocemos. Aquí viaja uno como en familia. Ya verá usted si en el próximo pueblo monta un amigo mío de mi oficio, que es más guasón que el Cuco. ¿Usted no ha conocido al Cuco? ¿No? Pues diga usted que no ha conocido a nadie. ¿Y ni siquiera le ha oído usted nombrar? Pero, hija mía, ¿en qué mundo vive usted? Pues el Cuco es el molinero del molino que nosotros llamamos de los ratones, porque siempre nos da la harina mermada y le echa la culpa a los ratones. Pues el Cuco, como le iba diciendo, es alguien muy importante. Tan importante que dicen que una vez se fue a Madrid y lo recibió el rey. El tío se lo había apostado con unos amigos a que el rey le recibía y no sabemos cómo se las arregló, pero le recibió. Los amigos no se lo querían creer, pero él les enseñó un trozo de periódico donde venía con su nombre y apellido y el mote. Sí, señorita, al Cuco lo recibió el rey. Es algo muy grande ese Cuco, lo que pasa es que ya está viejo y no parece que tenga muchas ganas de broma. Dice que se va a morir y que ya no le divierte tanto la cosa como cuando era joven y tenía la vida entera por delante. Si le oye un filósofo, seguro que se asombra con sus dichos.
Ignacio Aldecoa
El fulgor y la sangre