Lucile era alta y de notable belleza, aunque seria. Su pálido rostro estaba enmarcado por unos largos cabellos negros; a menudo clavaba en el cielo o paseaba en torno a ella unas miradas llenas de tristeza o de fuego. Sus andares, su voz, su sonrisa, sus rasgos tenían algo de soñador y de doliente.
Lucile y yo no nos éramos mutuamente útiles. Cuando hablábamos del mundo era del que llevábamos dentro de nosotros y que se parecía muy poco al mundo verdadero. Ella veía en mí a su protector, yo veía en ella a mi amiga. Ella tenía arrebatos de negras ideas que a mí me costaba disipar: a los diecisiete años, deploraba la pérdida de sus años mozos; quería enterrarse en un convento. Todo era preocupación, tristeza, ofensa para ella: una expresión que buscara, una quimera que se hubiera forjado, la atormentaban meses enteros. La he visto a menudo, con un brazo echado sobre su cabeza, soñar inmóvil e inanimada; reconcentrada en su corazón, su vida no se manifestaba al exterior; ni siquiera su pecho palpitaba. Por su actitud, su melancolía y su venustez se asemejaba a un Genio fúnebre. Yo trataba entonces de consolarla y al instante siguiente me hundía en una desesperación inexplicable.
A Lucile le gustaba hacer sola, hacia el atardecer, alguna lectura piadosa: su oratorio predilecto era un cruce de caminos rurales, señalado por una cruz de piedra y por un álamo cuyo largo fuste se alzaba en el cielo como un pincel. Mi devota madre, encantada, decía que su hija le recordaba a una cristiana de la Iglesia primitiva, que oraba en esas estaciones llamadas Laures.
Por efecto de la concentración del alma se originaban en mi hermana manifestaciones espirituales extraordinarias: estando dormida, tenía sueños proféticos; despierta, parecía leer en el porvenir. En una meseta de la escalera de la gran torre, sonaba un péndulo que daba la hora en silencio; Lucile, en sus insomnios, iba a sentarse en un escalón, enfrente de este péndulo: observaba el cuadrante al resplandor de su lámpara dejada en el suelo. Cuando las dos agujas se unían a medianoche y generaban en su conjunción formidable la hora de los desórdenes y de los crímenes, Lucile oía ruidos que le revelaban muertes lejanas. Encontrándose en París algunos días antes del 10 de agosto, en compañía de mis otras hermanas en las cercanías del convento de los Carmelitas, su vista cayó sobre un espejo y lanzó un grito diciendo: «Acabo de ver entrar a la Muerte.» En los páramos de Caledonia, Lucile habría sido una mujer celestial de Walter Scott, dotada de clarividencia; en los páramos armoricanos no era más que una solitaria aventajada en belleza, genio y desdicha.
François-René de Chateaubriand
Memorias de ultratumba
Epopeya extraordinaria de unos tiempos convulsos que François de Chateaubriand vivió como testigo y protagonista, las “Memorias de ultratumba” son un documento literario atemporal. Melancólico y desengañado, aristócrata que presenció la Revolución Francesa, que viajó a la joven República americana y conoció el esplendor y la falsía del Imperio napoleónico, así como la Restauración, Chateaubriand fue un hombre polifacético, hábil y vehemente, cuyas “Memorias” —«un templo de la muerte erigido a la luz de mis recuerdos»— nacieron como confrontación personal con la Historia, como revancha contra el tiempo. Un escritor maravilloso y de culto capaz de construir, como el profesor Fumaroli dice en el prólogo redactado para esta edición, «una reflexión profunda, de una actualidad sobrecogedora y de un alcance universal, sobre la era democrática inaugurada por la Revolución Americana y por la Revolución Francesa, sobre las grandes esperanzas que ella hizo nacer, sobre los peligros que llevaba en germen, y sobre las pruebas insólitas a las que exponía, en su expansión mundial, la libertad y la humanidad misma del hombre.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario