22 noviembre 2024

22 de noviembre

 Deirdre frunció el entrecejo.

—No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha.
—La Fiesta de la Cosecha… Eso sería… ¿cuándo? ¿Octubre? ¿Septiembre?
—A fines de septiembre.
Reinó el silencio en el cuartito. Poirot miró a la muchacha, y ella le miró a él. Tenía ella el rostro sin expresión, sin indicio alguno de interés. Intentó adivinar qué estaba pasando tras aquel muro de apatía. Quizá nada. Tal vez estuviese, como decía ella, cansada nada más…
Dijo con ansia:
—¿Está usted completamente segura de que se mandó a la venta de la Fiesta de la Cosecha… que no fue a la de Nochebuena?
—Completamente segura.
Fija la mirada, sin parpadear…
Hércules Poirot aguardó. Continuó aguardando…
Por fin dijo:
—No quiero molestarla más, mademoiselle.
Deirdre le acompañó hasta la puerta.
A los pocos instantes bajaba nuevamente la avenida.
Dos declaraciones divergentes, declaraciones que no había posibilidad de conciliar.
¿Quién tenía razón? ¿Maureen Summerhayes o Deirdre Henderson?
Si el cortador de azúcar había recibido el empleo que suponía, aquello resultaba vital. El Festival de la Cosecha se había celebrado a fines de septiembre. Entre dicha fecha y Nochebuena —el 22 de noviembre, para ser exacto— habían matado a mistress McGinty. ¿De quien había sido propiedad el cortador por entonces?
Se dirigió a la estafeta. Mistress Sweetiman siempre estaba dispuesta a ayudar, y hacía cuanto se hallaba a su alcance. Aseguró haber asistido a las dos ventas. A veces se encontraban en ellas cosas que valía la pena adquirir. Ayudaba también a montarlo todo. Aunque la mayor parte de la gente no mandaba de antemano su aportación, sino que se presentaba personalmente con ella.
¿Un cortador de bronce, parecido a un hacha, con piedras de colores y un pajarito? No; no recordaba con exactitud.
Había tantas cosas, y tanta confusión, y eran tantas las piezas que se llevaba la gente en seguida… Pero, sí, creía recordar algo así… La habían vendido por cinco chelines, junto con una cafetera de cobre, pero la cafetera tenía un agujero en el fondo y no se podía emplear más que como adorno. No recordaba, no obstante, cuándo había sido. Quizá por Nochebuena, posiblemente antes… No se había fijado…
Aceptó el paquete que le entregó Poirot. ¿Certificado? Sí.
Copió las señas y el detective observó un destello de interés en los perspicaces ojos negros cuando le entregó el recibo.
Hércules Poirot subió lentamente la colina, pensativo.
De las dos mujeres, era más probable que Maureen Summerhayes, alocada, alegre, inexacta, fuera la que se equivocase. Para ella igual daría que fuese el Festival de la Cosecha o el de Noche buena.
Deirdre Henderson, indolente, delicada, tenía que ser mucho más segura, verosímilmente, en sus identificaciones de tiempos y fechas.
De todas formas, una cuestión le preocupaba.
¿Por qué, tras sus preguntas, no le habría ella preguntado a su vez el motivo de que las hiciese? ¿Por qué quería saber todo eso? Tal pregunta hubiera resultado natural y casi inevitable.
Pero Deirdre Henderson no lo había hecho.

Agatha Christie
La señora McGinty ha muerto
Hércules Poirot - 30

La señora McGinty aparece asesinada. James Bentley, su inquilino, es acusado del crimen y condenado a la horca, pero el superintendente Spence de Scotland Yard no cree que sea el verdadero culpable y, para demostrarlo, pide ayuda a Hércules Poirot. El detective belga conseguirá desentrañar una verdad que las pistas más superficiales habían ocultado.

Jardines de Aranjuez, 5 de noviembre de 2024

 Jardines de Aranjuez, 5 de noviembre de 2024

21 noviembre 2024

21 de noviembre

 El 21 de noviembre de 1975, Buenos Aires empezó siendo una mañana fría, soleada, menos húmeda que de costumbre. Como todos los viernes, las calles del centro eran desde temprano un nudo de gritos, bocinazos, apurones, grescas frente a las pizarras de noticias, diarieros que dosificaban su aullido profesional.

Daniel iba a desayunar en La Fragata con Mercedes, Sonia y Andrés, y en el momento de cruzar Corrientes, vio que los tres ya habían alcanzado uno de sus grandes objetivos: una mesa para cuatro, junto a la ventana.
—¿Y qué? —preguntó en un bostezo, mientras se quitaba la bufanda.
Lo recibieron con Clarín y La Opinión, desplegados entre los cafés y las medias lunas.
—¿Así que murió por fin?
—Viejo duro.
—Se ve que no pudo soportar la falta de su amiguete —dijo Andrés.
—¿Qué amiguete?
—¿Cuál va a ser? El Juan Domingo.
—Me ratifico en lo dicho. Viejo duro.
—Éstos siempre son duros. Adenauer, Churchill, Stalin, De Gaulle. Mala hierba.
—Tampoco vas a meter a todos en el mismo saco.
—Sí, en el saco de los durísimos.
—Tengo la impresión de que estás un poco monocorde —dijo Sonia.
—Monocorde y durísimo —completó Daniel, con otro bostezo.
—Mi viejo —dijo Mercedes— destapó anoche un vino de Rioja que tenía reservado para este acontecimiento.
—Flor de bouquet debía tener —dijo Daniel—. ¿Se imaginan? Con cuarenta años de antigüedad.
—¿Así que tu viejo es gaita? —preguntó Sonia a Mercedes.
—No exactamente. Es de Huelva.
—Dejate de matices. Aquí todos son gaitas.
—Gaita de veras era el difunto —dijo Andrés—. Lo dice el diario: nació en el Ferrol, 1892.
Daniel pidió su capuchino con tostadas y echó un vistazo al currículum.
—Que lo parió.
Todos lo miraron.
—¿Se puede saber —preguntó Andrés— a qué obedece ese agudo y sutil comentario matinal?
—A nada en particular. Y a todo. Por ejemplo: a cuánta gente fue liquidando. Aquí dice que firmó doscientas mil sentencias de muerte.
—Carajo y compañía. Adhiero al «que lo parió» del señor diputado.
—Aunque la nota sólo menciona a los conspicuos.
—¿Los qué?
—Los conspicuos.
—Si vos lo decís.
—No sean analfas —intervino Mercedes—. Conspicuos quiere decir los conocidos, los que sobresalen.
—A ver, vos, Sonia —sugirió Daniel—, mencioná tres conspicuos. Sin pensarlo mucho.
—Y bueno: Leonardo Favio, Astor Piazzolla… Y el Lole Reutemann.
—Como feminista sos un fiasco. Ni una donna en el trío, ¿no te da vergüenza?
—¿Y quién te dijo que yo era feminista? No faltaba más.
—A ver, Mercedes. Tres conspicuos.
—Cortázar, Ongaro y Eva Perón.
—¿Sos opa vos? Hablá más bajo, nena.
—Éste ya está con la persecuta.
—¿Y Andresito?
—¿Conspicuos nacionales o conspicuos internacionales?
—No hay caso. Vos siempre mostrás la hilacha de la penetración cultural. Nacionales ¿oíste?
—Ah, nacionales. ¿Cadáveres o vivientes?
—Mejor vivos y coleando. Y basta de prórrogas. Al grano.
—Yo diría, por ejemplo, Guillermo Vilas, que va primero en el Grand Prix…
—¡Oportunista!
—Y Jorge Luis Borges, candidato al Nobel…
—¡Oportunista!
—Y… Atahualpa Yupanqui.
—Te salvaste en los descuentos.
—Y vos, Daniel, que fuiste el introductor de los conspicuos…
—Fácil. Muy fácil. Norma Aleandro, Nacha Guevara y Mercedes Sosa.
—La imaginación al poder, o cóctel Pink Milk Punch. ¿Te acordaste de espolvorearlo con nuez moscada? Después de todo, fuiste el más feminista.
—No vale. Era en joda. Son tres conspicuas, claro, pero yo pregunto como test. La respuesta sólo es válida si es espontánea. Y la mía no fue espontánea.
—Así que joda ¿eh? Ya te habría dado joda el finado del Ferrol.
—Requiescat in pace.
—Oremus.

Mario Benedetti
Geografías

En Geografías, libro íntegramente redactado durante su exilio español, el autor reúne catorce cuentos y otros tantos poemas, agrupados en dúos afines, colocando cada uno de esos pares bajo el resguardo de un membrete geográfico. Pocas veces se ha conseguido como en este libro recrear con tanta ternura, con tanto sentido del humor y tanta penetración un universo cotidiano a menudo traspasado por las lanzadas del sufrimiento.

Colores de otoño

otoño

20 noviembre 2024

20 de noviembre

 COMO antes indiqué, no pude obtener licencia para salir de Madrid, porque la villa, viéndose pronto en gran aprieto, cayó en la cuenta de que necesitaba de toda su gente para defenderse. ¿Por qué no me marché? ¿Quién me lo impidió? ¿Quién torció el camino de mi resolución? ¿Quién había de ser, sino aquel que por entonces era el trastornador de todos los proyectos, el brazo izquierdo del destino, el que a los grandes y a los pequeños extendía el influjo de su invasora voluntad? Sí: el baratero de Europa, el destronador de los Borbones y fabricante de reinos nuevos, el que tenía sofocada a Inglaterra, y suspensa a la Rusia, y abatida a la Prusia, y amedrentada al Austria, y oprimida a la hermosa Italia, osó también poner la mano en mi suerte, impidiéndome pasar a otro ejército.

Es, pues, el caso, que el D. Quijote imperial y real, como algunos de nuestros paisanos le llamaban, no sin fundamento, había entrado en España a principios de Noviembre, con ánimos de instalar de nuevo en Madrid la botellesca corte. A él se le importaba poco que los españoles llamasen tuerto a su hermano; y fijo en el número y fuerza de nuestros soldados, no atendía a lo demás. Una vez puesto el pie en tierra de España, no le agradó mucho que el mariscal Lefebvre ganase la batalla de Zornosa, porque sabido es que no era de su gusto que se adquiriese gloria sin su presencia y consentimiento. Mandó, sin embargo, al mariscal Víctor que persiguiese a nuestro degraciado Blake, cuyas tropas se habían reforzado con las del marqués de la Romana, escapadas de Dinamarca, y aquí tienen Vds. la batalla de Espinosa de los Monteros, dada en los días 10 y 11, y perdida por nosotros, por más que el Gran Capitán, con más celo que buen sentido, se empeñe en negarlo. ¡Ay! Valientes oficiales perecieron en ella, y grandes apuros y privaciones pasaron todos, sin un pedazo de pan que llevar a la boca, ni una venda que poner en sus heridas.
Así sucumbió el ejército de la izquierda, cuyos restos salvándose por las fragosidades de Liébana, recalaron por tierra de Campos, para ser mandados por el marqués de la Romana. No fue más dichoso el ejército de Extremadura en Gamonal cerca de Burgos, pues Bessieres y Lasalle lo destrozaron también el mismo fatal día 10 de Noviembre, y el 12 entraba en la capital de Castilla el azote del mundo, publicando allí su traidor decreto de amnistía. Aún nos quedaba un ejército, el del Centro, que ocupaba la ribera del Ebro por Tudela: mandábalo Castaños; pero nadie confiaba que allí fuéramos más afortunados, porque una vez abierta la puerta a las calamidades, estas habían de venir unas tras otras a toda prisa, como suele suceder siempre en el pícaro mundo. También nos preparaba el cielo en el Ebro otra gran desgracia; pero a mediados de Noviembre, cuando corrieron por Madrid las tristes nuevas de Espinosa y de Gamonal, aún no se había dado la batalla de Tudela.
El pánico en Madrid era inmenso, y se creía segura la pronta presentación del corso en las inmediaciones de la capital. ¿Qué podía oponérsele? No quedaba más ejército que el del Centro, situado allá arriba a orillas del Ebro. ¿Quién detendría al invasor en su marcha terrible? La Junta se desesperaba y los madrileños creían acudir a remediar la gravedad de las circunstancias, entusiasmándose. ¡Ay! Después de mandar algunas tropas a los pasos de Somosierra y Navacerrada, ¿qué ejército de línea quedaba para defender a Madrid? Da pena el decirlo. Quinientos soldados.
Los paisanos armados eran ciertamente muchos; pero había muy pocos fusiles, y de estos la mitad eran inútiles por falta de cartuchos; y, ¿con qué se hacían los cartuchos si no había pólvora? A esto habíamos llegado cuatro meses después de la victoria de Bailén. Todo al revés. Ayer barriendo a los franceses, y hoy dejándonos barrer; ayer poderosos y temibles, hoy impotentes y desbandados. Contrastes y antítesis y viceversas, propias de la tierra, como el paño pardo, los garbanzos, el buen vino y el buen humor. ¡Oh España, cómo se te reconoce en cualquier parte de tu historia adonde se fije la vista! Y no hay disimulo que te encubra, ni máscara que te oculte, ni afeite que te desfigure, porque a donde quiera que aparezcas, allí se te conoce desde cien leguas con tu media cara de fiesta, y la otra media de miseria, con la una mano empuñando laureles, y con la otra rascándote tu lepra.
—Hola, Gabriel, ¿tú por aquí? —me dijo Pujitos en la puerta del Sol el día 20 de Noviembre—. Ya sabes que tenemos de regidor a nuestro amigo D. Juan de Mañara. Él es el encargado de la cartuchería. ¿Tienes fusil?
—Y bueno. ¿Pero todavía no se dice nada de fortificar a Madrid, ni se trata de abrir fosos y levantar parapetos y abrigos, ya que a esta villa y corte la hicieron sin murallas ni otra defensa alguna?
—Todo se va a hacer. Pero lo que más falta hace es la cartuchería y armas.
—¿Dónde hacen cartuchos?
—En varias partes. Allá junto al colegio de Niñas de la Paz hay más de sesenta personas trabajando en ello noche y día.
—Pero de nada nos sirven los cartuchos sin armas, Sr. de Pujitos —le dije—. Yo conozco muchísimos hombres valientes que no tienen sino chuzos, pedreñales y espadas llenas de orín.
—Eso será nonada, y si no nos hacen traición…
—¡Traición!
—Sí; aquí hay muchos traidores.
—Ahora como la gente anda tan exaltada, es común llamar traidores a los más mejores patriotas.
—Gabriel —dijo deteniéndose en medio de la calle y asomando por el embozo de su capa un dedo con el cual ciceronianamente acentuaba sus palabras—, cuando yo lo digo, sabido me lo tengo. ¿Te acuerdas de lo que se habló hace noches en casa del tío Mano? ¿Te acuerdas cómo se puso furioso el Sr. de Santorcaz contra los traidores? Pues hemos descubierto que ese Sr. de Santorcaz o D. Demonio, es espía del córcego. Velay por qué estaba tan enfoguetado.
—No es la primera vez que lo oigo.
—Él les escribe cartas de lo que aquí pasa, y con el dinero que le dan paga gente alborotadora, que arme querellas entre la tropa. Como este hay muchos, y se dice que señores muy alcurniados están vendidos a los franceses. Pero, Gabriel, que se nos amostacen las narices, y veremos a dónde van a parar. Hay otros que aunque no son traidores, son melindrosos, y no quieren lo que llaman Constitución, la cual se va a poner ahora pa acabar con el espotismo. ¿Sabes tú lo que es el espotismo? Pues el espotismo es una cosa muy mala, muy mala. A bien que desde que acabamos con Godoy y los lairones que con él vivían, se acabaron todas las picardías, y ahora luego que demos fin a esto del córcego, los reinos de España se van a gobernar de otra manera, y estaremos tan bien, que no nos cambiaremos por los ángeles del cielo.
Y diciendo esto, dio media vuelta y marchose lejos de mí a toda prisa. No tardé yo en acudir pronto a la formación de mi compañía.
Ante las evidentes muestras de alarma que a todas horas se observaban en Madrid, mal podía el optimismo del Gran Capitán sostenerse en las ideales regiones donde le hemos visto cernerse, como el águila de la patria a quien ni el peligro ni el miedo pueden obligar a abatir su majestuoso vuelo. Ya no era posible negar la derrota de Espinosa, ni tampoco la de Gamonal, y sólo los locos podrían suponer a Napoleón dispuesto a detenerse en su victorioso camino. Muchos días resistiose el fuerte espíritu de mi amigo a la evidencia de tantos descalabros; por muchos días sostuvo que nuestras armas victoriosas echarían a los franceses con su malhadado emperador del otro lado del Bidasoa; por muchos días continuó atribuyendo a los papeles públicos la pérfida invención de aquellos absurdos acontecimientos que no cabían en su homérica cabeza; pero al fin la muchedumbre de las noticias malas, la agitación pública, el pánico de todos, la general zozobra, y el tumulto y laberinto de los preparativos de defensa rindieron golpe tras golpe el formidable castillo de su terquedad, dando en tierra con tantas ilusiones. El héroe no aparentó desmayar con esto, antes bien se reía tomando la cosa como una fiesta. Lleno de confianza en la capital, siempre negaba que Napoleón se atreviese a ponerse delante de los madrileños, y esta fue una tenacidad que le duró contra viento y marea hasta el 25 de Noviembre, en cuya noche al retirarse a su casa, preguntole doña Gregoria, como siempre, las noticias de la tarde.
—Nada, mujer —repuso frotándose las manos, y promulgando con desdeñosas sonrisas la categórica confianza que llenaba su espíritu—. Nada, mujer: emperadorcito tenemos.

Benito Pérez Galdós
Napoleón en Chamartín
Episodios nacionales: Serie I - 05

El gran friso narrativo de los Episodios Nacionales sirvió de vehículo a Benito Pérez Galdós (1843-1920) para recrear en él, novelescamente engarzada, la totalidad de la compleja vida de los españoles —guerras, política, vida cotidiana, reacciones populares— a lo largo del agitado siglo XIX.
En Napoleón en Chamartín, de nuevo es Madrid escenario de las aventuras de Gabriel de Araceli. Su asendereada existencia y su amor por Inés lo llevan a la capital de España, a la que se aproximan los ejércitos franceses. Asiste —y con él los lectores, gracias a la viveza descriptiva del novelista— a la entrada del Emperador en la Villa y Corte. Sin embargo, por encima del hecho histórico predomina en este episodio un escenario de tipos y aspectos de la realidad cotidiana madrileña —artesanos, frailes, hombres públicos—, de cuya pintura es Galdós el gran maestro. Quinto episodio de la primera serie de los Episodios Nacionales.

Campánulas

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19 noviembre 2024

19 de noviembre

 19 de noviembre de 1909

44 Fontenoy Street, Dublín

Hoy recibí dos cartas muy amables de ella, de manera que tal vez, a pesar de todo, aún me tenga cariño. Anoche estaba totalmente desesperado cuando le escribí. Su palabra más insignificante tiene un enorme poder sobre mí. Me pide que olvide a la ignorante muchacha de Galway que se cruzó en mi vida, y dice que soy demasiado amable con ella. ¡Alocada muchacha generosa! ¿Es que no se da cuenta de que soy un inútil y loco traidor? Quizás la ciega su amor por mí.
Nunca olvidaré su breve carta de ayer que me hirió en lo más vivo. Sentí que había abusado demasiado de su bondad, y que al final ella me devolvía su sereno desprecio.
Hoy fui al hotel en el que vivía cuando la encontré por primera vez. Antes de entrar me detuve en el sombrío portal, tan excitado como estaba. Aunque no he dado mi nombre, tengo la sensación de que saben quién soy. Esta noche estaba sentado en una mesa del comedor, al final de la sala, con dos italianos a la hora de la cena. No comí nada. Una muchacha pálida esperaba en una mesa, quizás su sucesora.
El sitio es muy irlandés. He vivido tanto tiempo fuera y en tantos países, que puedo distinguir inmediatamente la voz de Irlanda en cualquier cosa. El desorden de la mesa era irlandés, el asombro de las cosas también, los ojos curiosos de la propia dueña y de su camarera. Es una tierra extraña para mí, a pesar de haber nacido en ella y llevar uno de sus antiguos apellidos.
He estado en la habitación en la que tantas veces estuvo con un extraño sueño de amor en su joven corazón. ¡Dios mío, mis ojos están llenos de lágrimas! ¿Por qué lloro? Lloro por lo triste que es pensar en ella moviéndose por esta habitación, comiendo poco, vestida con sencillez, espontánea y expectante, y llevando siempre con ella en su secreto corazón la pequeña llama que enciende las almas y los cuerpos de los hombres.
También lloro de lástima por ella, por haber elegido un amor tan pobre e innoble como el mío: y de lástima por mí mismo, por no ser digno de ser amado por ella.
Una tierra extraña, una casa extraña, unos ojos extraños, y la sombra de una muchacha extraña que permanecía silenciosa junto al fuego, o contemplaba el brumoso parque del College a través de la ventana. ¡Qué belleza tan misteriosa cubre cada uno de los lugares en que ella ha vivido!
Anoche mientras escribía estas frases brotaron sollozos de mis labios.
En ella he amado la imagen de la belleza del mundo, el misterio y la belleza de la propia vida, la belleza y el destino de la raza de la que soy hijo, las imágenes de pureza y compasión espiritual en las que creí de niño.
¡Su alma! ¡Su nombre! ¡Sus ojos! Me parecen como raras y hermosas flores silvestres azules, creciendo en algún seto enmarañado y empapado por la lluvia. Y yo he sentido temblar su alma junto a la mía, y he pronunciado suavemente su nombre en la noche; y he llorado viendo cómo la belleza del mundo pasa tras sus ojos.

James Joyce
Cartas de amor a Nora Barnacle

A juicio de Richard Ellmann, biógrafo de Joyce y editor de las Cartas, éstas «exigen respeto por su intensidad y sinceridad y porque cumplen la confesada determinación de Joyce: expresar todo lo que pensaba. Su objetivo fue lograr satisfacción sexual e inspirarla a Nora, y por momentos se adhieren voluntariamente a algunas particularidades de conducta que pueden ser técnicamente consideradas perversas. Muestran indicios de fetichismo, analidad, paranoia y masoquismo, pero antes de confinar a Joyce en tales categorías y consignarlo a su tiranía, debemos recordar que en su obra fue capaz de ridiculizarlas como engaños de Circe y convertirlas en rutinas de teatro de revista».

Campánulas

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18 noviembre 2024

18 de noviembre

 Las idas y venidas que sucedieron a esta escena son más difíciles de establecer en riguroso orden cronológico. El carabinero se adelanta hacia el hombre tendido, algo más tranquilo por la presencia del perro, un animalazo amarillo y sarnoso. Hay un farol de gas a unos ocho metros. Al pronto, el funcionario no ve nada de anormal. De repente, observa que hay un agujero en el abrigo del borracho y que por este agujero sale un líquido espeso.

Entonces corre al Hotel del Almirante. El café está casi vacío. Una mujer apoya los codos en la caja. Cerca de una mesa de mármol, dos hombres están acabando de fumarse el cigarro, recostados, con las piernas estiradas.
—¡Pronto! Se ha cometido un asesinato. No sé…
El carabinero se vuelve. El perro canelo ha entrado tras él y se ha echado a los pies de la mujer de la caja.
Parece como si hubiera un vago espanto flotando en el aire.
—Su amigo, que acaba de salir…
Unos instantes después, son tres los que se inclinan sobre el cuerpo, que no ha cambiado de sitio. El Ayuntamiento, donde se encuentra el puesto de policía, está a dos pasos. El carabinero prefiere actuar por su cuenta. Corre a la puerta de un médico y se cuelga materialmente del cordón de la campanilla.
Y repite, sin poder librarse de esta visión:
—Ha retrocedido tambaleándose como un borracho y de esa manera ha dado por lo menos tres pasos.
Cinco hombres, seis, siete… Y por todas partes, alguna ventana que se abre, cuchicheos.
El médico, arrodillado en el barro, declara:
—Una bala en pleno vientre. Hay que operar urgentemente. Que telefoneen al hospital.
Todo el mundo ha reconocido al herido, el señor Mostaguen, el principal negociante en vinos de Concarneau, una buena persona que sólo tiene amigos.
Los dos policías de uniforme —uno de ellos no encontró su quepis— no saben por dónde empezar la investigación.
Alguien habla, el señor Pommeret, que por su aspecto y sus ademanes en seguida se nota que se trata de un notario.
—Hemos jugado juntos una partida de cartas, en el café del Almirante, con Servières y el doctor Michoux. El doctor fue el primero en marcharse, hará una media hora. Mostaguen, que teme a su mujer, nos ha dejado al dar las once.
Incidente tragicómico. Todos escuchan al señor Le Pommeret. Olvidan al herido. Y en ese momento, éste abre los ojos, trata de levantarse y murmura con una voz de asombro, tan suave, tan débil que la mujer de la recepción estalla en una risa histérico-nerviosa.
—¿Qué pasa?
Pero le sacude un espasmo. Sus labios se agitan. Los músculos del rostro se contraen mientras el médico prepara la jeringa para una inyección.
El perro canelo circula entre las piernas. Alguien se extraña.
—¿Conocen a este animal?
—Nunca lo he visto.
—Probablemente es el perro de algún barco.
En aquella atmósfera de drama, el perro tiene algo inquietante. ¿Quizá su color de un amarillo sucio? Es patilargo, muy flaco y su enorme cabeza es una mezcla de mastín y de dogo de Ulm.
A cinco metros del grupo, los policías interrogan al carabinero, único testigo del suceso.
El portal de los dos escalones es examinado minuciosamente. Es el umbral de un caserón burgués cuyas contraventanas están cerradas. A la derecha de la puerta, un cartel de la notaría anuncia la venta pública del inmueble el 18 de noviembre: «Tasada en 80.000 francos».
Un guardia municipal intenta inútilmente abrir la cerradura. Hasta que el dueño de un garaje próximo consigue hacerla saltar con un destornillador.
Llega la ambulancia. El señor Mostaguen es colocado en una camilla. A los curiosos no les queda más distracción que contemplar la casa vacía.
Está deshabitada hace un año. En el corredor reina un pesado olor de polvo y de tabaco. Una linterna de bolsillo ilumina, sobre las baldosas, cenizas de cigarrillos y rastros de barro que prueban que alguien ha permanecido bastante tiempo en acecho detrás de la puerta.
Un hombre, que sólo lleva un abrigo encima del pijama, dice a su mujer:
—¡Ven! No hay nada más que ver. Ya nos enteraremos de lo demás en el periódico de mañana. Ha venido el señor Servières.
Servières es un personajillo regordete, que se hallaba con el señor Le Pommeret en el Hotel del Almirante. Es redactor del Faro de Brest, donde todos los domingos publica entre otras cosas una crónica humorística.
Toma notas, hace indicaciones, y casi da órdenes a los dos policías.
Todas las puertas del corredor están cerradas con llave. La del fondo, que da acceso a un jardín, es la única abierta. El jardín está rodeado de un muro que no llega a tener un metro cincuenta de alto. Al otro lado del muro, hay una calleja que desemboca en el muelle del Aiguillon.
—¡El asesino ha salido por ahí! —anuncia Jean Servières.

Georges Simenon
Maigret y el perro canelo
Comisario Maigret - 6

Maigret trabaja en la brigada móvil de Rennes y es destinado a la localidad costera de Concarneau para descubrir qué se esconde tras una serie de misteriosos sucesos. En la ciudad se están produciendo una serie de atentados de los que un perro vagabundo parece ser el testigo final.

Paisaje

paisaje

17 noviembre 2024

17 de noviembre

 Monforte de Lemos

Faro de Vigo, 17 de noviembre de 1951.
También yo, por fidelidades gongorinas, tengo mi soneto a Monforte; también, como el del cordobés, con «geométricos modelos», y si en el soneto de don Luis aquel «Monte-fuerte coronado de torres convecinas a los cielos» «rayos ciñe de luz, estrellas pisa», en el mío el Cabe antiguo, «molido como trigo en las aceñas», contempla, a través de los sauces y los chopos, el claro cielo de la primavera. Para mí Monforte es la torre, la puente y el río. La torre no es sólo la lección de geometría al ancho valle, al dilatado horizonte y a las altas sierras, sino ese mismo horizonte contemplado, el país de Lemos, el Caurel y Cabeza de Meda, y el Vidral, y ahora, al ponerse el sol, esas lejanas y quietas rojas nubes, hacia el sudeste, como si en las herrerías antiguas del país de Quiroga, en el Caurel o en la Mua, gigantes vulcanos antiguos forjaron como una espada —oro, negro, rojo— el río Sil. El silencio enorme, casi táctil, de la anochecida se hace más patente cuando lo quiebra el agudo silbido de las máquinas del tren. (Agudo y melancólico. Hay toda una literatura para la que el pitido de las máquinas ferroviarias es melancólico. Hardy y Turguenieff usaron tal adjetivo, y Kierkegaard, quien lo oía como una larga y áspera rotura, un anuncio de irremediables lejanías y fugas que brotaba, agrio e irremediable, en la noche). Bajo hacia el puente viejo a acordarme para sentir pasar el río, un largo y acariciador susurro. El Cabe, molido como trigo en las aceñas, va a morir al Sil; Sil según el padre Sarmiento, quiere decir «tierra colorada». Pero donde el Cabe y el Sil confluyen, el Sil tiene el color de la pizarra. Estas aguas, pues, que oigo deslizarse en la noche, van al Sil y con el Sil al Miño. «Somos como vasos», decía Rilke, «pero no conocemos a aquellos que nos beben». Comienza a llover. Unas muchachas pasan corriendo, reidoras. Como en un poema, la tierra profunda huele a rosa y llovizna en los labios.
Manuel Hermida Balado ha escrito la vida del VII conde de Lemos y la de su esposa, doña Catalina de la Cerda y Sandoval. Manuel Hermida ha puesto al comienzo de la vida de doña Catalina un «Introito con pauta monjil», porque Hermida ha leído un manuscrito sobre la vida de doña Catalina que escribiera «una religiosa del convento». El convento es el de franciscas descalzas de Monforte, que doña Catalina fundara y en cuya religión murió. (Hermida Balado es un excelente escritor, dueño de un idioma ágil y expresivo; tiene el don de la claridad expresiva, servida con plena sumisión por el párrafo largo, tradicional en la mejor castellanía. Ha puesto mucho amor —él, monfortino cabal— en estos dos libros. Nos hace amigos de don Pedro de Castro y nos lleva a asomarnos, como a un milagro que aconteciera en jardines, a la delicada vida de doña Catalina). Me detengo ante el convento de Santa Clara. He leído y oído del relicario del convento, rico de Lignum Crucis, de espinas de la Corona del Señor, de un clavo de la crucifixión, cordón y cilicio de San Francisco… Quisiera oír a las monjas en su coro como oigo en mi Mondoñedo a las Concepcionistas. Le escribiría después a Hermida Balado que las había oído y si era verdad que, como en la historia de las canonesas de St. Vaast, se oían en el coro las voces casi infantiles de aquellas vírgenes de antaño. Por ejemplo, en Santa Clara de Monforte, la voz de aquella niña Juana de Vitoria, que allí entró a bodas con el Señor a los cinco años, o de aquella Lucrecia Antonia de Castro, que murió novicia, y a la que imaginamos los azules ojos, los dorados cabellos y no sé qué dulce melancolía:
«¡Lo que más sentía yo era la cinta del pelo!»
Ya tengo escrito más de una vez lo que me gusta, poniéndole estampas al libro de la memoria, contemplar a los gallegos en Italia. Ya tengo dicho también que a todos prefiero a don Fernando de Andrade, el caballo de oros de la milicia gallega, galopando al pie de los viñedos de Mélito con el sol de la victoria en la mano. Y mi abuelo Montenegro, canciller de Milán, y los virreyes, Monterrey y Lemos. Está bien, me digo, ver a un hombre de este muro y este monte, allá en el «rearme» napolitano, dando la ley como un romano, tal como el Giannore elogiará en la lstoria Civile; haciendo fiestas con funámbulos y montañas prodigiosas, y sirviendo con el ánimo leal la gran política de la Católica Majestad. Cuando de Capri y las sirenas, el jardín de Nápoles y la enorme caracola humeante del Vesubio tome don Pedro de Castro a Monforte, ¿se detendrá un instante en las escaleras de San Vicente del Pino a gozar de este antiguo y dilatado horizonte? Recordará, quizás, los catorce gongorinos versos, y si anochece y Venus brota sobre el Caurel y mecen el silencio las campanas de San Vicente y la Compañía, sentirá, como yo ahora siento, toda la grave y poderosa madurez de este país de Lemos. Esos pájaros que revuelan en la torre parécenme estorninos: el estornino es el ave del final del estío. El Cabe es también un río estival. Si rememoro ahora el país de Lemos veo un largo y poderoso estío bajo la bola del sol que remonta las montañas, «una fuerza irresistible armada de rayos».

Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia

Bajo el título El pasajero en Galicia, Álvaro Cunqueiro escribió, a comienzos de los años cincuenta, una serie de artículos para el periódico Faro de Vigo en los que, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, hacía la crónica turística y sentimental de su país natal. Constituye, así, una inmejorable guía de las tierras y leyendas realizada por el más sabio, ameno y cordial de los cicerones. El volumen, cuidadosamente editado por César Antonio Molina, contiene además dos crónicas de los viajes de Cunqueiro por las rutas de peregrinación, así como los artículos escritos para una serie que, con el título Introducción a una historia de las tabernas gallegas, el autor proyectaba ir publicando, y otros textos de diversa procedencia donde el célebre escritor se recrea en la geografía y las gentes de Galicia.

Paisaje

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16 noviembre 2024

16 de noviembre

 Aún hacia 1946, habían andado pidiendo dinero por cortijos y caseríos algunos hombres armados. Fueron famosos, por entonces, tres hermanos, de los cuales, el que hacía de jefe, era conocido por «El Cubiles». Los cambios en todo, de 1930 a 1949, habían sido lentos. La idea de contemplar una Andalucía con mucho rasgo antiguo, con «color local», era imaginable, aunque trajes, transportes, etcétera, eran ya distintos a los del XIX romántico. Dejando detalles técnicos a un lado, recuerdo que de Bujalance fuimos a Porcuna y que allí conocimos a un hombre original: un cantero y lapidario que llevaba dieciocho años construyéndose una casa de piedra, de arenisca dorada, con bóvedas, escaleras, ventanas, etc., en donde para nada entraba la madera, el ladrillo, el yeso, y en donde, sin embargo, se simulaba el empleo de estos materiales. Hasta las mesas y las sillas eran de piedra y la mesa principal la constituía un bloque de siete toneladas. La casa de piedra daba una impresión rara de poca utilidad, y los vecinos de su constructor le tenían por hombre al que no sabían si había que admirar o si había que burlarse de él. Era como de algo más de cincuenta años, rubicundo, nervudo, con una mirada gris, algo extraviada a veces. Hablaba de su empresa, en la que pensaba invertir aún cinco años, con tono humorístico. Pero en el fondo se veía que creía que había hecho algo notable y por hacerlo había luchado, incluso, con las autoridades.

Sentí cierta simpatía por este enemigo técnico de Le Corbusier, aunque la casa no me gustara mucho. Me hizo reflexionar más sobre la arquitectura popular también: pero donde tuve más revelaciones a este respecto fue poco después, en Los Pedroches. Andábamos por Pozoblanco el día 16 de noviembre y paramos en el hotel Damián. A la hora de la comida del mediodía se organizó una conversación muy animada entre varios huéspedes y unos comisionistas. El tema era de los secuestros y casos de bandolerismo acaecidos en Sierra Morena, también entre Marbella y Estepona y en Bélmez, hacía poco. Los secuestros de niños, ancianos ricos y personas del régimen hacían pensar en los relatos de Zugasti, de la época del 68. Pero saliendo de este ámbito y por otro motivo quedé muy prendido de interés por los pueblos del valle de Los Pedroches, como La Añora y El Guijo. Me chocó un tipo de casa hecho a base de bovedillas de arista o crucero. Me chocaron otros varios elementos del arte popular, de un goticismo retardado, los esgrafiados, las cruces ovifilas que encontré, hechas de varios modos, con fin decorativo y un sin fin de peculiaridades de las que no tenía ni la idea más remota.

Otoño en la laguna

otoño

15 noviembre 2024

15 de noviembre

 EL OTOÑO

El fulgor de la Naturaleza es la más alta aparición
donde pleno de gozo el día termina
es el año, que con esplendor se consuma
donde alegre brillo y frutos aúnanse.
La superficie del mundo engalanada está, y de tarde en tarde se oye
el sonido a través del campo abierto, el sol calienta
suave los días del Otoño, los campos parecen
lejanos en la visión, el aire sopla
Entre troncos y ramas con dulces susurros
cuando ya los campos en eriales se trocan
y todo el sentido de la clara imagen cobra vida
como un cuadro, rodeado de áureos resplandores.
15 de Noviembre 1759.

Friedrich Hölderlin
Poemas de la locura
Precedidos de algunos testimonios de sus contemporáneos sobre los «años oscuros» del poeta

Treinta y seis años tenía Friedrich Hölderlin en 1806 cuando, declarado loco, fue acogido en su casa de Tubinga, junto al Neckar, por el carpintero Zimmer. Treinta y siete más vivió en aquella casa, olvidado del mundo, de sus amigos, de sus contemporáneos, en constante diálogo consigo mismo y con la Naturaleza.
De las muchas páginas que allí escribió, prácticamente todas se han perdido. Estos 49 poemas que aquí se recogen y traducen al castellano son una ínfima muestra de su actividad intelectual en aquellos años, pero son también lo único que de ellos nos queda. La incuria del tiempo y de los hombres dejó perderse para siempre cuanto el poeta escribió, excepto estos breves textos, desperdigados entre amigos y visitantes ocasionales.
Se han recogido igualmente, junto a sus poemas, algunos testimonios de sus contemporáneos que arrojan cierta luz sobre los «años oscuros» del poeta.

Paisaje

paisaje

14 noviembre 2024

14 de noviembre

 Para ti, Tania, canto. Quisiera cantar mejor, más melodiosamente, pero entonces quizá no hubieses accedido nunca a escucharme. Has oído cantar a los otros y te han dejado fría. Su canción era demasiado bella o no lo bastante bella.

Es el veintitantos de octubre. Ya no llevo la cuenta de los días. ¿Dirías: mi sueño del 14 de noviembre pasado? Hay intervalos, pero intercalados entre sueños, y no queda conciencia de ellos. El mundo que me rodea está desintegrándose, y deja aquí y allá lunares de tiempo. El mundo es un cáncer que se devora a sí mismo… Pienso en que, cuando el gran silencio descienda sobre todo y por doquier, la música triunfará por fin. Cuando todo vuelva a retirarse a la matriz del tiempo, remará el caos de nuevo, y el caos es la partitura en la que está escrita la realidad. Tú, Tania, eres mi caos. Por eso canto. Ni siquiera soy yo, es el mundo agonizante que se quita la piel del tiempo. Todavía estoy vivo, dando patadas dentro de tu matriz, que es una realidad sobre la que escribir.
Duermevela. La fisiología del amor. La ballena con su pene de dos metros en reposo. El murciélago… penis libre. Animales con un hueso en el pene. De ahí viene eso de tener un hueso. Afortunadamente —dice Gourmont— la estructura ósea se ha perdido en el hombre.» ¿Afortunadamente? Sí, afortunadamente. Imaginaos a la raza humana caminando por ahí con un hueso en ese sitio. El canguro tiene un doble pene: uno para los días de entre semana y otro para las fiestas. Duermevela. Una carta de una mujer que me pregunta si he encontrado un título para mi libro. ¿Un título? Claro que sí: Adorables lesbianas. ¡Tu vida anecdótica! Una frase de M. Borowski. El miércoles voy a comer con Borowski. Su mujer, que es una vaca seca, oficia. Ahora está estudiando inglés… su palabra favorita es «asqueroso». En seguida se ve que los Borowski son una lata. Pero esperad…
Borowski lleva trajes de pana y toca el acordeón. Combinación insuperable, especialmente si se tiene en cuenta que no es un mal artista. Finge ser polaco, pero no lo es, desde luego. Es judío, Borowski, y su padre era filatélico. De hecho, casi todo Montparnasse es judío o medio judío, lo que es peor. Están Carl y Paula, y Cronstadt y Boris, y Tarda y Sylvester, y Moldorf y Lucille. Todos excepto Fillmore. Henry Jordan Oswald ha resultado ser judío también. Louis Nicholas es judío. Hasta Van Norden y Chérie son judíos. Francis Blake es judío, o judía. Titus es judío. Así, que los judíos me están aplastando como una avalancha. Escribo esto para mi amigo Carl, cuyo padre es judío. Es importante entender todo esto.
De todos esos judíos, la más encantadora es Tania, y por ella también yo me volvería judío. ¿Por qué no? Ya hablo como un judío. Y soy feo como un judío. Además, ¿quién odia más a los judíos que un judío?
La hora del crepúsculo. Azul añil, agua cristalina, árboles resplandecientes y delicuescentes. Los raíles se pierden en el canal de Jaures. La larga oruga de costados laqueados se sumerge como una montaña rusa. No es París. No es Coney Island. Es una mezcla crepuscular de todas las ciudades de Europa y de América Central. La explanadas del ferrocarril ahí abajo, los raíles negros, enmarañados, no ordenados por el ingeniero, sino de diseño cataclismático, como esas finas fisuras del hielo polar que la cámara registra en diferentes tonos de negro.
La comida es una de las cosas que disfruto tremendamente. Y en esta hermosa Villa Borghese apenas hay nunca rastros de ella. A veces es verdaderamente asombroso. He pedido una y otra vez a Boris que encargue pan para el desayuno, pero siempre se le olvida. Al parecer, sale a desayunar fuera. Y cuando vuelve viene limpiándose los dientes con un palillo y le cuelga un poco de huevo de la perilla. Come en el restaurante por consideración hacia mí. Dice que le duele darse una comilona mientras le miro.

Henry Miller
Trópico de Cáncer

Considerada por buena parte de la crítica como la mejor de sus obras, en su primera novela se sitúa Henry Miller en la estela de Walt Whitman y Thoreau para crear un monólogo en el que el autor hace un inolvidable repaso de su estancia en París en los primeros años de la década de 1930, centrada tanto en sus experiencias sexuales como en sus juicios sobre el comportamiento humano.

Otoño

otoño

13 noviembre 2024

13 de noviembre

 A cada uno de nosotros le estaba reservado su destino. Te ha tocado a ti el de la libertad, los placeres, las diversiones y el bienestar; el de la vergüenza pública, el de la larga reclusión en una mazmorra, el de la miseria, la ruina y el deshonor a mí, a pesar de que en nada lo merecía.

Me acuerdo de haber dicho que creía poder soportar una tragedia verdadera, siempre que apareciese ante mí con un manto de púrpura o con la máscara del verdadero dolor; pero es lo tremendo de la vida moderna que, por el contrario, se oculta la tragedia bajo el disfraz de comedia, con lo cual parecen grotescas o sin estilo, las grandes realidades de todos los días. Tiene esto su razón de ser. Es probable que hubo siempre de acontecer en la actualidad de todas las épocas. Se dijo que al espectador le parecían viles todos los martirios, no debe ser una excepción el siglo XIX.
Todo ha sido feo, bajo, asqueante, carente de carácter, en mi tragedia. Incluso nuestros uniformes nos tornan grotescos. Somos los bufones del dolor. Unos payasos con el corazón hecho añicos. Y disfrutamos de la facultad de mover los músculos de la risa.
El 13 de noviembre de 1895 aquí me trajeron, desde Londres. Hube de estar aquel día desde las dos y media hasta las tres de la tarde, con ropas de presidiario y las manos esposadas, expuesto a las miradas del público en el andén principal de la estación de Clapham Junction. Sin previo preparativo, ni siquiera un aviso un minuto antes, me habían sacado de la enfermería. Era yo el más grotesco de todos los depravados existentes, y se echaba a reír la gente, al verme. Aumentaba el número de los curiosos con cada tren que llegaba, y se divertían todos de indescriptible manera. Como es natural, ocurría esto antes de saber quién era yo. No bien lo supieron, arreciaron sus carcajadas. Estuve allí media hora larga, bajo la gris lluvia de noviembre, víctima de las mofas de la chusma.

Otoño

otoño

12 noviembre 2024

12 de noviembre

 Y AHORA EMPRENDEREMOS juntos un viaje a unos ambientes más ligeros y llenos de fantasía. Considérense invitados al «Baile del Condado» en Sandringham, el viernes 12 de noviembre de 1886. Hagamos que tiemblen las arañas de cristal con mi baile favorito, The Triumph. Como saben, debe ser bailado con vigor, y el signor Curti y sus instrumentistas no tendrán misericordia hasta que yo les haga una señal para que se callen. Y en caso de que piensen quedarse sentados, debo advertirles de que en mi sala de baile soy un tirano. A nadie se le permite escurrir el bulto.

Tomo a lady Randolph Churchill por la mano y la conduzco a la pista. Si se me considera juez en la materia, los ánimos de Jennie necesitan remontarse. Desde su llegada, se ha mostrado inusualmente mansa, y se rumorea que antes de presentarse aquí ella y Randolph apenas se hablaban. El eterno problema. Yo no sería Randolph ni por todo el té de China cuando ella le humilla con aquellos ojos exquisitos de tonalidad violeta. Pero a través del blanco guante de encaje, la mano de Jenny me ofrece un tacto tibio, y no siento la menor tensión de sus dedos cuando Randolph se dirige a lady de Grey y la invita a bailar. Ese viejo y astuto Randolph, político en todas las cosas. Gladys de Grey es una belleza de negros cabellos que parece sacada directamente de una tela de Goya, toda ella pasión y fuego, pero el año pasado se casó por segunda vez y está tan prendada de su noble conde que Randolph no podría dejarse ver con mujer más segura en toda la sala.

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11 noviembre 2024

11 de noviembre

 ¡Pobres chicos! Creyeron que habían hecho bien y tuvieron que sudar de lo lindo. Hacer esa lúgubre selección, acarrear todos esos huesos, ¡ahí es nada! Pero al final lo consiguieron. Aunque ellos solos no habrían podido, por supuesto. Pusieron sus brazos al servicio de odios implacables, inexpiables, impotentes, odios de viejo. La Francia de 1918, frenada en seco cuando más boyante estaba la producción industrial de guerra, se encontró atestada de un material inútil y con enormes reservas de odio. De 1914 a 1918, los hombres de la vanguardia experimentaron el honor, y los de la retaguardia el odio. Con pocas excepciones, todo el que no había combatido estaba podrido, podrido sin remedio al cabo de aquellos cuatro años sangrientos. ¡Todos podridos, os digo! No hablo por hablar. Hay testigos. Lanzo este desafío a cualquier chico normal: a ver si es capaz de escribir, sin caer de inmediato en la desesperación, una tesis sobre la clase de textos de donde aquellos desdichados sacaban la sustancia de su patriotismo sedentario. Mentira y odio. Odio y mentira. La opinión pública de este noble pueblo que ha batallado con distinta fortuna a lo largo de los siglos, ha caído en manos de una banda de charlatanes más o menos latinizados, hijos de esclavos griegos, judíos o genoveses, para quienes la guerra siempre fue un pillaje o una vendetta y nada más. Tan mal nacidos que el respeto al enemigo les parece un prejuicio absurdo, capaz de desmoralizar a los soldados. ¡Vosotros sí que nos habríais desmoralizado, perros!, si por lo menos nos hubiéramos dignado a leeros. ¡Más habría valido que a la vuelta os hubiéramos cerrado a estacazos esas bocas inagotables! Pero gritabais tan fuerte, echabais tantos espumarajos, que nos sentimos un poco avergonzados con nuestras muletas y nuestras cruces, tuvimos miedo de parecer menos patriotas que vosotros, impostores. Vuestra tremenda impudicia podría explicar, cuando no justificar, la timidez de los excombatientes. ¡Pues sí, nos habría dado vergüenza tender la mano a un enemigo leal después de haber intercambiado tantos disparos con él, y repetíamos vuestras consignas, y sufríamos vuestros elogios! Porque el armisticio no os hizo callar, y la paz aún menos. Tan grande había sido vuestro miedo de perder el pellejo, ¡fanfarrones! Sí, juro que nada nos habría satisfecho más, una vez asegurado el precio legítimo de nuestra victoria, que rendir honores a un pueblo hambriento; habríamos recordado que se había enfrentado a todos sacrificando incluso a su miserable infancia, criada sin leche. Habríamos pensado en todas esas mujeres alemanas, mujeres de soldados, muertas un día, con los pechos secos, junto a un recién nacido espectral, alimentado con pan negro y viscoso. Habríamos dicho: «Dejadlo ya, fanfarrones… Les hemos vencido, no les humilléis. Basta ya de contar historias de ametralladores encadenados a su pieza, de alemanes llevados a palos hasta la línea de fuego. Basta ya de frases sobre los bárbaros. No mantendréis a sesenta millones de hombres bajo la perpetua amenaza de una ocupación preventiva, detrás de unas fronteras abiertas». Lamentablemente, solo paraban de injuriar para sudar de espanto. Gritaban: Seguridad… Seguridad… con una voz tan chillona que la Europa envidiosa, ya secretamente enemiga, simulando que se tapaba las orejas, hablaba con tristeza de nuestras obsesiones morbosas. Pero nosotros no estábamos obsesionados. Habríamos dado mucho —hasta la legendaria parte del combatiente— con tal de parar el flujo de vuestras tripas. Pero nada detiene las diarreas seniles. Deberíamos haber previsto que a medida que Alemania se levantara —primero una rodilla, luego la otra— la supuración de odio no cesaría, sino que refluiría poco a poco hasta el centro del país. Los maniáticos que no tuvieron piedad con la Alemania vencida, exangüe, ahora la honran. Acabarán amándola, sin duda. El temible Oriente que ayer mismo empezaba en Sarrebruck, se ha plantado en el centro de París, en la calle Lafayette. ¿Qué queréis? Aquellos viejos han seguido envejeciendo. Prefieren tener la vanguardia cerquita, a una etapa de silla de ruedas. Así se facilita mucho la defensa de Occidente. La guerra entre los partidos prosigue con los antiguos métodos de la guerra del Derecho. Ahora ya no sirve el chantaje del «derrotismo», porque el mismo día en que Mussolini echó el ojo a Etiopía, la llave de África, todos los guerreros honorarios se volvieron pacifistas. El chantaje del «comunismo» sucede al otro. Miles de buenas personas que desearían conocer los motivos antes de arrojar fuera de la comunidad nacional a una parte importante del proletariado francés, ya no se atreven a abrir la boca, por miedo a que les acusen de debilidad con Jouhaux, igual que antes les convencieron de complicidad con Joseph Caillaux, hoy campeón senatorial de los Buenos Ricos.

Es poco probable que un joven pierda hoy el tiempo releyendo los periódicos de la guerra. Además no sabe nada de la guerra, ni quiere saber nada. Por lo tanto, nunca sabrá que entonces Francia se dividió en dos bandos, que el heroísmo prodigado en el frente no logró compensar sobrenaturalmente la desmoralización acelerada de la retaguardia, su avaricia, su vileza, su cinismo, su necedad. Es como si el 11 de noviembre la Francia guerrera hubiese caído de bruces, mientras que la otra —pero ¿se le puede dar el nombre de Francia?—, con los bolsillos llenos, el corazón vacío y los nervios destrozados, detrás de sus politiqueros, periodistas, financieros, efebos fúnebres, farsantes y plumíferos por encargo, se hubiese apoderado de nuestra opinión pública. Se ha quedado con ella.

Georges Bernanos
Los grandes cementerios bajo la luna

El escalofriante relato de la represión franquista durante las primeras horas de la Guerra Civil. Se trata de un clásico del ensayo bélico. Un libro de culto, prohibido durante muchos años en España. El libro es el testimonio de un hombre católico y de ideología conservadora que se atreve a denunciar el uso sacrílego de sus propias ideas para justificar la barbarie franquista.
A Bernanos, el estallido de la Guerra Civil española le sorprendió en Mallorca, donde residía por entonces. Si bien apoyó en un principio el levantamiento militar, de acuerdo con sus convicciones ideológicas, pronto su fe en el fascismo decaería tras ser testigo de la depuración generalizada que, en forma fusilamientos masivos, llevaron a cabo las nuevas autoridades locales, siempre con la connivencia de la Iglesia, hasta convertir la otrora apacible isla en un «pudridero»; imagen —según observa con lucidez— «… de lo que será el mundo mañana».
Con voz ruda y airada, que huye de cualquier sentimentalismo y desemboca a menudo en violencias verbales, el caudal de su elocuencia no sólo denuncia el horror de las dictaduras y la perversión del sentimiento religioso, sino que ahonda en la psicología del ser humano enfrentado a un mundo en holocausto; y al que aconseja «volver al espíritu de la infancia» como forma de comprender y de poder salvar su alma.

Unas flores

unas flores

Enriketa ve un fantasma