Hace frío en el exterior. La nieve
cubre los campos, un viento gélido sopla con furia, agita las ramas de los
árboles y trata de introducirse en la casa de madera por las rendijas de las
ventanas. Dentro está el calor. El fuego de la chimenea ilumina los rostros y
crepita alegremente, irradiando luz y bienestar.
Son largas las veladas. Largas y
apacibles las horas.
Hay un niño rubio de grandes ojos claros que espera pacientemente a que se abra el telón. Dentro de unos instantes la magia hará su aparición en forma de relato, la imaginación emprenderá su delicado vuelo y se producirá el encantamiento cuando uno de los mayores empiece a mover los hilos que pondrán en marcha la narración.
El niño está sentado, casi acurrucado, en una silla baja muy cerca de la chimenea. Ha dejado de asustarle el ulular del viento o la nieve que no deja de caer en enormes y suavísimos copos. Fija su mirada en el invisible mundo que empieza a abrirse lentamente y presta toda su atención a las palabras, como sólo saben hacerlo los niños, con los ojos muy abiertos. Es como un dulce murmullo que penetra en sus oídos con toda claridad. Es una invitación para que él también participe, se convierta en un personaje más.
Una vez las palabras mágicas empiezan a ser pronunciadas, el niño se encuentra dentro del encantamiento.
Los protagonistas hacen su aparición ante la mirada asombrada del niño.
De repente, una madrastra perversa conduce a un joven y apuesto príncipe a un lugar que se encuentra al este del sol y al oeste de la luna, un lugar que nadie sabe dónde está. La bella y valerosa muchacha, enamorada de él, decide buscarle y recorre montañas y valles, bosques y llanuras, hasta que llega a una casa habitada por una bondadosa anciana, que resulta ser la madre de los cuatro vientos. Será su hijo mayor, el viento del norte, quien ayudará a la joven llevándola a ese lugar que sólo él conoce y que se halla al este del sol y al oeste de la luna. Allí el valor y la constancia de la muchacha lograrán salvar al príncipe.
Pero no todas las madrastras son pérfidas. Hay excepciones. Una, por lo menos. En la isla de Hielo existe una que ayudará a la princesa a romper la maldición formulada por su propia madre antes de morir.
En el mundo de la imaginación todo es posible. Nada tiene que ver con la realidad. Allí ocurren los hechos más insólitos con la naturalidad de la fantasía. Sucede lo que el niño quiere que suceda, aunque no siempre esté de acuerdo con el desarrollo del relato, aunque a veces le gustaría cambiar el curso de los acontecimientos. Él no es un príncipe y su vida transcurre en la monotonía de los días iguales. A él nadie se le aparece ni a nadie tiene que salvar. Las estaciones se suceden en calma y sólo episodios sin importancia alteran un ritmo que no es sino una línea continua.
Pero en los cuentos es diferente y cuando un lobo va a confesar sus pecados porque le remuerde la conciencia, el niño piensa que si él fuera lobo haría lo mismo, porque no se puede ir por ahí matando ovejas y gallinas impunemente.
Tampoco importa demasiado no haber nacido príncipe. En el mundo de la ensoñación hay muchos, miles de reinos habitados por bellas princesas cuyos padres conceden sus blancas y delicadas manos a los que demuestran ser merecedores de ellas. Bastará con ser bueno y valiente para contraer matrimonio con la hija del rey, de cualquier rey.
Es muy importante tener esto presente: cuando el joven pobre encuentra a una ancianita en el bosque, debe tratarla con consideración y afecto, pues muy bien puede ser un hada disfrazada, que luego, con su influencia benéfica, hará posible el acceso del muchacho al trono real. Aunque lo que le pida la anciana sea su último trozo de pan.
También los animales se convierten en elementos esenciales del relato cuando cobran el uso de la palabra. Si un pez pide ser devuelto al agua o un ave está en apuros, el joven, sólo porque tiene buen corazón, les ayudará y algún día, a cambio, ¿quién sabe cómo será recompensado?
Pero no sólo la bondad y el valor son necesarios para llevar a cabo cualquier empresa, por difícil que sea. También la astucia es una condición obligatoria. Para engañar, por ejemplo, a un gigante sin corazón, no se podrá hacer uso de la fuerza, pues nunca será suficiente. El gigante, con una sola mano, aplastaría a cien hombres fuertes.
Entonces, ¿cómo vencer a un monstruo abominable sino por medio de artimañas? El niño lo sabe y escucha, atónito, los métodos que emplea el más joven de los príncipes para destruir al gigante y convertirlo en polvo.
Los seres fabulosos no habitan el ámbito cotidiano. No se sientan junto al juego ni son amigos de los niños. Pero existen. En el pensamiento de pequeños y mayores, merodean en la oscuridad de las alcobas, siempre dispuestos a convertirse en esas pesadillas de las noches invernales, cuando el viento golpea con fuerza contra los cristales y la nieve forma blancos remolinos. Pesadillas que algunas veces se convierten en apacibles sueños cuando son los gnomos y las hadas quienes los guían.
Entre los seres fabulosos, el que más temor infunde es siempre el troll.
Los trolls son monstruosos y perversos, salvo en casos excepcionales. Agazapados, ocultos, habitantes de tenebrosos castillos, dedican su existencia a atemorizar a las buenas personas y a los apacibles animales.
El niño tiene mucho miedo a los trolls. Nunca ha visto ninguno, pero se los ha imaginado tantas veces… No se le ocurrirá salir solo por la noche, ni siquiera a buscar un poco de leña para la chimenea, ni introducirse en cualquiera de las habitaciones de la casa, desiertas durante las veladas junto al fuego.
El troll es el enemigo máximo y aunque se lo han descrito mil veces y de mil formas (enorme cabeza, pelos de cuerda y dientes como colmillos de morsa) sabe que también puede tener hasta doce cabezas y ser tan alto y monstruoso como sólo su imaginación lo puede representar.
El diablo, en cambio, está más definido. Se parece a los hombres y toma el aspecto de un ser humano, quizá un poco más huraño y oscuro de piel, pero nada más. Incluso puede no tener cuernos ni rabo.
Representa la maldad, aunque en los retablos, a lo que se dedica no es a inducir al mal a las buenas gentes como estamos acostumbrados, sino a apoderarse de ellas para llevarlas al infierno. De un troll se puede escapar, incluso vencerle, pero del infierno es completamente imposible. El diablo sólo es uno, poderoso, indestructible, astuto. Sus secuaces suelen ser, en general, bastante bobalicones y se les engaña con facilidad. Son diablos menores, sin la inteligencia del amo de las tinieblas.
Al niño le gustaría ser un poco como cada uno de los personajes que aparecen en los cuentos. Valiente como los príncipes, bondadoso como los campesinos, fuerte como los que vencen a los trolls, pero también astuto como el zorro. Cualidades que se presentan en estado puro, sin los matices y contradicciones que caracterizan a los seres humanos.
Si un hombre es bueno, lo es hasta en la adversidad. Si es valiente, ni los mayores obstáculos le detendrán. Si es astuto, sabrá en cada momento cómo emplear su astucia. Pero también si es avaro o perverso, lo será hasta el fin.
Por eso el niño se queda boquiabierto y deja que la fantasía llene su imaginación. Porque cree que todo lo que escucha en los cuentos puede ocurrirle en cualquier momento, aunque las ancianitas que conoce no sean amables, respetuosas y escondan su condición de hadas buenas, sino en general bastante gruñonas; aunque sabe perfectamente que jamás encontrará un troll en el bosque; aunque supone que los espíritus del bien deben vivir muy lejos pues jamás acuden a su llamada.
Pero también en los relatos aparecen jóvenes que sin hacer nada, sin enfrentarse a grandes peligros, sólo por suerte o por indolencia, consiguen un puesto destacado o incluso casarse con la hija del rey. Para éstos es demasiado sencillo y lo que provocan es una sonrisa y una especie de esperanza. Sin la magia, pues, es igualmente posible acceder a la mas completa felicidad.
El niño se echa a reír. Ha desaparecido el temor.
Esta vez el relato habla de cómo una sólida amistad es capaz de romper todas las barreras y todos los hechizos. Basta con querer sinceramente, con darlo todo sin esperar nada a cambio. Aquí interviene el valor más difícil, que es el de la propia renuncia.
Los elementos de la naturaleza están siempre presentes. El mar, sus tempestades y su calma. La tierra, su fertilidad y su aspereza. El niño sabe, lo ha oído muchas veces, que existen lugares encantados, como la isla Udröst «que emerge del mar, durante las tempestades más violentas, para dar refugio a los náufragos». ¿Quién no desea acceder a la isla mágica cuando el barco está a punto de zozobrar? Allí encontrará a un venerable anciano de larga barba blanca que le introducirá en una bella mansión, resplandeciente y repleta de los más exquisitos manjares y, si no es codicioso, podrá volver a su humilde casa con las manos llenas y el porvenir asegurado para él y su familia.
Una vez más la bondad y la generosidad serán factores imprescindibles para conseguir vencer a la miseria.
Si no ha habido mezquindad y avaricia cuando se pudo poseer todo, ya no será posible retroceder ante la desdicha ajena.
La isla Udröst es una isla encantada, pero hay otros encantamientos.
Pueden aparecer y desaparecer palacios maravillosos con tejados de oro, que no forman parte de leyenda alguna. Basta con levantarse una mañana, asomarse a la ventana y descubrir, con asombro, que allí donde había una colina, ahora se alza un magnífico palacio más resplandeciente que el del rey, el de cualquier rey, por poderoso que sea.
El niño lo ha hecho muchas veces.
Al levantarse, ha mirado a través de los cristales de su habitación y a pesar de que sólo ha visto una colina cubierta de nieve, ha podido contemplar el maravilloso palacio del cuento que escuchó la noche anterior. Con los ojos de la imaginación, que son también los del alma.
No importa que al volver a asomarse, unas horas después, no vea sino la nieve y el mismo paisaje de siempre.
La magia, afortunadamente, no se produce sino en los instantes mágicos, cuando la ensoñación se apodera de nosotros y nos envuelve con su encantamiento.
Otra vez llegará la noche, el fuego de la chimenea extenderá su calor por la estancia y las palabras volverán a pronunciarse, dulces, serenas, misteriosas, abriendo de par en par unas ventanas a través de las cuales el niño podrá admirar un mundo fabuloso que seguirá siendo real para él mientras no pierda esa capacidad que ahora posee de asombro y entrega, sobre todo de entrega.
El relato explicará durante la fría velada, aunque fuera haya dejado de nevar, cómo se castiga la avaricia y como la generosidad es recompensada.
Aunque lo más importante no es eso: la moraleja. El cuento mantiene en vilo al joven oyente. Hay una intriga, una especie de suspense.
¿Qué pasará?
¿De qué modo este pobre pescador, leñador o granjero, de bondadosa alma, conseguirá salir de su miseria, a pesar de las circunstancias, siempre adversas, que le rodean?
Es la gran incógnita, porque el personaje sabe perfectamente que el trabajo y la constancia no son suficientes.
Los cuentos embellecen la realidad, aunque el niño no sepa exactamente dónde empieza la fantasía y dónde acaba, pues cree firmemente que todo puede transformarse.
Como en los juegos.
En sus juegos.
Si imagina ser un valeroso príncipe que debe enfrentarse a un malvado troll de tres cabezas para obtener la mano de la bella princesa, hija del rey, será el valeroso príncipe mientras una voz, la de su madre por ejemplo llamándole a cenar, no rompa el hechizo.
Es como una necesidad de trascendencia, de bella invención, compartida por niños y adultos. Los pequeños la viven, la incorporan al ámbito de sus sueños, que es el de su vida, la representan.
A los adultos, en cambio, les traslada a un lugar lejano de su historia reciente y les envuelve con su manto dorado.
Seguramente por eso las narraciones fantásticas no tienen edad, ni tiempo, sino que pertenecen a lodos los lugares y a todos los instantes de la compleja existencia humana.
Los relatos son de las personas y para las personas. No es preciso tener pocos años no sólo para escucharlos, sino de algún modo, para volver a inventarlos y vivirlos.
Vivirlos sobre todo.
Durante muchos, muchísimos años, siglos incluso, los cuentos jamás se escribieron. Fueron pasando de padres a hijos, de abuelos a nietos, de parientes a amigos, y de este modo los relatos no sólo se conservaron sino también se enriquecieron. Los personajes fantásticos como las hadas buenas, los perversos trolls, los valientes príncipes y las bellas princesas, los parlanchines animales, las bondadosas ancianas fueron cobrando vida hasta convertirse en auténticos compañeros, no sólo de nuestro niño escandinavo de grandes ojos claros, sino de todos los niños del mundo.
Y es que todos los cuentos populares tienen elementos en común. Cambiarán los paisajes, los nombres de los personajes fantásticos, las situaciones, pero existirá siempre ese deseo humano, irresistible, de no permitir que la vida se limite exclusivamente a lo que podemos ver con nuestros ojos y tocar con nuestras manos.
No importa que el relato haya sido contado junto al fuego, como en Escandinavia, o bajo el sol tórrido de cualquier punto del planeta. El elemento esencial es la magia, el encantamiento y la fantasía, y eso está en todos los rincones de la tierra.
En la chimenea no queda sino un rescoldo. Las brasas se han ido apagando poco a poco hasta casi convertirse en cenizas y empieza a ser hora de acostarse.
El niño coge el libro que ha quedado sobre la mesa y lo lleva a su habitación. Esta noche lo leerá de nuevo con avidez y todas las noches, hasta que se aprenda de memoria los cuentos que algún día contará a otros niños de mirada asombrada, como él.
Aunque tiene sueño, el fuego y los relatos le han producido una agradable sensación de bienestar, y probablemente tardará un rato en dormirse. Pero después su sueño será tranquilo.
Un día, que aún es un poco lejano, llegará la primavera y la nieve se derretirá. Pero no los sueños, nunca los sueños.
El viento del
norte
Cuentos y
leyendas populares
Anónimo, 2005
Traducción: Elena
del Amo
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