Un día de invierno, cuando tormentosas nubes se cernían, muy bajas, sobre Sevilla, salí de viaje hacia el Sur para completar una tarea que me había impuesto a mí mismo unos años antes. Había estado planeando una novela de ambiente mexicano, y como uno de los personajes era de origen español tenía que aprender algo sobre la vida en una dehesa, o en un rancho español dedicado a la cría de toros de lidia. Como modelo, había escogido la histórica y famosa dehesa de Concha y Sierra, y un matador que vivía en Sevilla había accedido a mostrármela. Tenía gran respeto a los toros de Concha por su heroica conducta durante los últimos ochenta años.
—La dehesa se encuentra en las marismas —me advirtió al salir.Esto parecía algo extraño, porque uno se imagina una dehesa de toros bravos situada en terreno duro, que fortalezca las patas de los animales.
—Esa equivocación la comete mucha gente —me aseguró el matador—. Es la hierba, el contenido mineral del agua…, o algo que da la tierra, no su dureza propiamente dicha. Eso es lo que hace al buen toro. En fin, los de Concha y Sierra viven en las marismas.
Fuimos hasta el final, de la carretera. Aparcamos el coche bajo la lluvia y fuimos a pie por un largo camino de tierra apisonada que probablemente era practicable en la estación seca, pero que ahora se había vuelto tan fangoso que era difícil andar por él. Si salíamos del camino a cualquiera de ambos lados nos encontrábamos en pleno pantano, pero no en un pantano estancado, cubierto de verde, como los de las películas, sino en una zona interminable, que se extendía millas y millas en todas direcciones, consistente en tierra completamente plana, cubierta de hierba, con agua de dos o tres pulgadas de profundidad.
—Estas son las marismas del Guadalquivir —me dijo el matador.
Por primera vez contemplé la infinita desolación que iba a ejercer en mí tan fuerte atracción, de tantas maneras.
Las nubes de tormenta se llevaron consigo a la llovizna, que cayó sobre las aguas sucias, rebotando en gotitas que borraban el horizonte, como si el cielo y la tierra, por igual, estuvieran hechos de una neblina grisácea. Por dos razones ese primer día persiste en mi memoria: la inmensidad de las marismas me asombró; no sabía yo que en España hubiera una zona tan amplia de tierra primitiva, un retiro, dedicado especialmente a los animales silvestres, a donde pájaros de todas partes de Europa y África llegaban en gran número a criar; este pantano, muy cercano a Sevilla, era tan silvestre como la costa de Islandia, tan solitario como las estepas de Rusia.
Lo que recuerdo con más nitidez, sin embargo, es que en este día inicial, por razones que nadie ha sabido explicarme, el matador y yo íbamos por entre nubes de golondrinas que revoloteaban en torno a nosotros; serían un centenar en total, y cada vez que dábamos un paso se nos echaban a las puntas de los zapatos, subiendo luego de nuevo hacia el cielo, una tras otra, de modo que andábamos como metidos en una especie de crisálida semejante a la que envuelve a los santos en las pinturas religiosas italianas. A veces las golondrinas se nos acercaban hasta pocas pulgadas del rostro, cayendo sobre nosotros con exquisita gracia y rozándonos la punta de los dedos, y luego el agua con el extremo de las alas. Esto duró cosa de media hora, durante la cual parecíamos miembros de esta agitada bandada, participantes de su ballet espacial, que nos seguía dondequiera que fuésemos. Fue una de las experiencias más encantadoras que la Naturaleza me ha deparado, comparable, me imagino, al día en que buceé por primera vez en el mar de Hawai, entre el coral del fondo; era la misma sensación de belleza, de naturaleza en movimiento, conmigo en el centro, participando en el movimiento.
La verdad es que no sé por qué las golondrinas estuvieron tanto tiempo con nosotros; una vez, durante este paseo, me pregunté si no sería que nuestros pies, que parecían interesarles más que ninguna otra cosa, estaban levantando del suelo insectos demasiado pequeños para nuestros ojos, pero que apetecían a los pájaros; sin embargo, tuve que desechar esta idea, ya que las golondrinas no parecían estar cogiendo nada en el aire con el pico. También cabía la posibilidad de que nuestros pasos levantasen gotitas de agua que los pájaros bebían en el aire, pero tampoco vi indicios de esto, de modo que llegué a la conclusión de que, sencillamente, estaban jugando. Esto no es tan absurdo, después de todo, porque era evidente que disfrutaban de nuestro paseo tanto como nosotros mismos. Lo cierto es que las golondrinas me recordaron que esas marismas son territorio de los pájaros y que, al entrar en ellas, estábamos penetrando en dominio ajeno.
La zona se llama «Las Marismas», a causa de la marea doble que llega directamente del océano Atlántico y, más importante, la que, del río Guadalquivir, se extiende sobre una zona inmensa. Las Marismas tienen aproximadamente cuarenta millas de Norte a Sur y treinta y cinco millas de Este a Oeste, pero no son cuadradas, y su área es de menos de mil millas cuadradas, o sea unos seiscientos mil acres de tierra, de los que solo trescientos mil pueden ser llamadas propiamente pantano; lo demás es también plano y sombrío, pero sin agua la mayor parte del año.
Tuve suerte de poder visitar Las Marismas por primera vez en invierno, porque por ser la estación de las lluvias pude ver la dehesa cuando más cenagosa estaba. Me dio la impresión de que algo así como el setenta por ciento de su extensión estaba bajo el agua, o tan empapada en agua que si ponía pie en un lugar al parecer sólido y cubierto de césped cedía bajo mi paso con un suave chapoteo, hundiéndoseme el pie en el agua. Esta era la tierra donde se criaban los toros de Concha y Sierra, pero hasta que el matador me llevó a la parte seca donde se encontraba la dehesa propiamente dicha no vi la famosa divisa: una «S» dentro de una «C», pintadas en un lado del corral; solo entonces comencé a creer que me hallaba en la tierra de los toros de que tanto había oído hablar.
Los toros de Concha y Sierra tienen una brava historia y muchas nobles cabezas han pasado de la plaza al taller del taxidermista, para ir de allí a la pared de algún museo, con una placa debajo que informa al visitante sobre las hazañas del toro en cuestión hasta que le sorprendió la muerte.
El 1 de junio de 1827, el toro de Concha llamado Barrabás participó en lo que los libros llaman «uno de los accidentes más famosos de la historia del toreo»; con una certera cornada cogió al matador Manuel Domínguez bajo la barbilla y luego por el ojo derecho, sacándoselo. Se dio por supuesto que Domínguez moriría, porque tenía el rostro desgarrado y abierto, pero con un valor característico de su dominio del arte taurino sobrevivió y tres meses después volvía a torear, siendo el primer matador tuerto de España y habiendo estipulado que, para su primera corrida, los toros tenían que ser también de Concha y Sierra. Durante otros diecisiete años más siguió lidiando reses con un solo ojo, y algunas de sus mejores tardes fueron frente a los toros de Concha. Es conocido en la historia taurina por el nombre de Desperdicios, por la manera desdeñosa con que tiró al ruedo su ojo arrancado.
El 3 de agosto de 1934, el toro Hormigón hizo honor a su nombre matando, en Valencia, al matador principiante Juan Jiménez, y, el 18 de mayo de 1941, el toro gris Farolero mató al matador Pascual Márquez, poniendo fin de esta manera a la carrera de un joven que prometía mucho. El 18 de agosto de 1946, el toro de Concha, Jaranero, mató al joven Eduardo Liceaga, hermano de uno de los mejores matadores mexicanos. Y así se podría seguir citando a los grandes toros grises de Concha y Sierra, que en los ruedos se defienden siempre con gran bravura.
El matador y yo nos fuimos de los edificios de la dehesa y cruzamos a caballo Las Marismas para ver si encontrábamos algún toro pastando. Después de cabalgar durante algún tiempo en dirección al Guadalquivir, ese río serpenteante y engañoso, lleno de fuerza y serenidad, el matador gritó de pronto:
—¡Mire!
A nuestra izquierda, emergiendo de entre las cañas y los cardos como una aparición, vimos un toro gris, cuernos enhiestos y orejas alerta. Paramos los caballos. Nos miramos el uno al otro durante varios minutos y luego vimos, apareciendo gradualmente entre la niebla, detrás del cornúpeta, las formas de quince o veinte toros más, que, lentamente, fueron acercándosenos, no irritados, sino más bien curiosos de ver lo que hacíamos. Se nos aproximaron bastante, demasiado para mi gusto, pero el matador dijo:
—No atacarán mientras estén en grupo y nosotros no desmontemos.
Y así ocurrió que seguimos rodeados de los toros salidos de pronto del pantano, los cuales al cabo de un rato se fueron alejando poco a poco, hasta que la niebla volvió a envolverles.
Vagando de esta forma por Las Marismas comencé a comprender las estaciones españolas —la de las lluvias y la de la sequía, la fría y la de calor, la de las mieses y la de la cosecha—, y me dije que si escribía un libro sobre España procuraría hablar en él de cada una de estas estaciones. Nunca he pasado un año entero seguido en España, pero he visitado todas sus lugares importantes, excepto Barcelona, por lo menos en dos estaciones distintas, con objeto de ver el efecto que produce en ellas el desarrollo del año; que yo recuerde, el único mes que me he perdido es febrero, y es posible que una de mis visitas pascuales comenzase a fines de dicho mes, pero si es así tienen que haber sido solo por unos pocos días, y no me acuerdo. He visto Las Marismas en todas las estaciones, nunca tanto tiempo como me hubiera gustado, pero lo suficiente para enseñarme algunas cosas sobre la tierra de España.
¡España! Cuelga como una piel reseca de buey de la puerta sur de la tierra firme europea. Algunos han visto en perfil la cabeza de un caballero con armadura: el crestón del casco, en tal caso, serían los Pirineos; la punta de la barbilla, el cabo de San Vicente, de Portugal; la nariz, Lisboa; y los ojos, miran hacia el Oeste, más allá del Atlántico. Yo veo España como un calidoscopio de mesetas altas, quemadas por el viento, montañas coronadas de nieve y pantanos en torno al Guadalquivir. Ninguna de estas imágenes aventaja a las otras, porque he vivido buenos días en cada uno de estos terrenos tan diversos entre sí. Que la nieve forme parte permanente de mi imagen de España puede que sorprenda a algunos, pero España tiene montañas muy altas, e incluso en los días más calurosos de julio y agosto, cuando las llanuras se resquebrajan literalmente bajo el calor y los cielos ardientes, tan mencionados en la literatura española, se ciernen abrumadoramente sobre uno, la nieve sigue en las cimas a menos de treinta millas al norte de Madrid. En pleno agosto, no hace mucho tiempo, fui en coche por las montañas que separan al golfo de Vizcaya de la ciudad de León y vi nieve en torno a mí, milla tras milla; en otra ocasión, yendo a España a mediados del verano por motivos de salud, los médicos de Filadelfia me habían dicho:
—¿Cree que hace bien en ir a España en pleno julio? ¿No le sofocará el calor?
Pero mi itinerario era hacia el Norte, donde durante buena parte del verano tuve que ponerme el abrigo al salir de noche.
Pero ahora estamos hablando de las Marismas, en el corazón del Sur, y para apreciar en lo que vale a esta tierra, y al resto de España en general, tenemos que observarlo durante un año entero. Para ello tendremos que hablar principalmente de pájaros, lo que por otra parte es natural, porque aquí tenemos uno de los refugios de pájaros más grandes del mundo, como si la Naturaleza, dándose cuenta de lo difícil que les sería a los pájaros existir en un mundo cada vez más ocupado por el hombre, hubiera reservado al azar este pantano para su protección.
James A. Michener
Iberia
Viajes y reflexiones sobre España
Iberia es un libro de viajes. Es un libro de historia. Es un libro de sociología. Iberia es un libro espléndido. Que nos habla de gentes, de pueblos, de fiestas, de paellas y zarzuelas. De óperas, de Teruel, Las marismas y Barcelona, de Catedrales y ermitas, de Rocíos, Macarenas y Roncesvalles, Isidros y Fermines. Iberia es un libro espléndido. Y Michener un espléndido escritor. Iberia se puede leer o no. ¡Faltaría más que fuera obligatorio! Pero al que no lo lea solo nos cabe decirle. ¡Tú te lo pierdes!
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