06 noviembre 2024

6 de noviembre

 ERA de mediana edad y fisonomía harto común, ni alto ni bajo, moreno y curtido de rostro, a excepción de la frente, que era muy blanca. Sus pobladas cejas negras y el pelo espeso y cerdoso indicaban fortaleza. Había en sus ojos la vaguedad singular propia de los tontos o de los que aparentan serlo, y a menudo reía, como tributando de este modo complaciente lisonja a cuantos le dirigían la palabra. Vestía completamente de negro, asemejándose por esta circunstancia a una persona de estado eclesiástico; afectaba la más refinada compostura, y al mirar contraía los párpados a manera de los miopes. Si los abría en momentos de sorpresa, de miedo o de ira, distinguíanse los verdosos y dorados reflejos de su iris, muy parecido al de los gatos. Cuando quería hablar algo de interés iba acercándose poco a poco al asiento de su interlocutor, y su manera de acercarse, su especialísima manera de sentarse, arrimando el codo o el hombro a la persona, eran fiel copia de los zalameros arrumacos del gato. Muchos habían observado esta semejanza, y hasta en el apellido de Re-gato, es decir, reiteración en las cualidades gatunas, hallaban motivo de burla los maliciosos.

—Antes de pedir con tanto empeño la impunidad de Vinuesa y compañeros —dijo D. José Manuel—, yo me pondría en paz con Dios por lo que pudiera tronar. Defendiendo a tales víctimas se corre el peligro de ser una de ellas. Gil de la Cuadra es uno de los peores. ¡Valiente pajarraco defiende usted, amiguito Monsalud! Con la mitad de lo que él ha hecho se va de bureo a la plazuela de la Cebada. No es crueldad, señores; pero si a este candoroso anciano no le ponen la corbata de cáñamo, no hay justicia en el mundo.
—A quien hay que poner la corbata de cáñamo —dijo Salvador con súbita ira— es a los serviles que impulsaron a Vinuesa y compañeros mártires para abandonarles en el momento del peligro. Quizás celebran hoy que la muerte de esos infelices borre la huella de trabajos más formales; quizás se mezclan hipócritamente a la canalla soez que pide horca y hogueras… para distraer de sí la atención del pueblo honrado y del Gobierno.

¡A volar!

fin de la amistad de temporada

05 noviembre 2024

5 de noviembre

 DIARIO DE MINA HARKER. 

5 de noviembre, por la mañana. Quiero anotar con fidelidad todos los detalles porque, aunque juntos hayamos visto cosas espantosas e increíbles, tal vez pueda llegar a pensar que estoy loco, que los muchos horrores y la prolongada tensión han acabado por desquiciarme del todo.
Mina está aún dormida. No logré despertarla ni siquiera para comer. Empiezo a temer que el fatal sortilegio del lugar la mantenga encantada, contaminada como está con la sangre del vampiro. Mientras avanzábamos me dormí a mi vez. Al despertar, avergonzado de mi debilidad, hallé a Mina durmiendo todavía y el sol en el horizonte. Desperté a la pobre muchacha y traté de hipnotizarla. Inútil: era demasiado tarde. Desenganché los caballos y encendí un fuego. Preparé la comida, pero Mina se negó a comer, asegurando que no tenía apetito. No insistí, sabiendo que era inútil. Después, temiendo lo que puede suceder, tracé un círculo a nuestro alrededor y dispuse sobre el mismo varios trozos de hostia, distribuyéndola de forma que nos preservase por todas partes. Mina permaneció sentada, pálida como una muerta, casi lívida. No pronunció una sola palabra. Cuando me acerqué a ella, se asió del brazo. La pobre temblaba de pies a cabeza, de una forma que me dio pena.
Se mostraba muy inquieta.
—¿No quiere aproximarse al fuego? —le pregunté.
Se levantó obediente, pero al dar un paso se detuvo como herida por el rayo.
—¿Por qué se para? —la interrogué.
Sacudiendo la cabeza, volvió sobre sus pasos y se sentó en su sitio.
—¡No puedo! —repuso luego, como despertando de un sueño.
Me alegré, pues así comprobé que tampoco aquellos que tememos podrán acercarse a nosotros. ¡Aunque el cuerpo de Mina corra peligro, su alma aún está a salvo!

La hoja

 fin de la amistad de temporada

04 noviembre 2024

4 de noviembre

 «Se levanta todas las mañanas a las ocho. Lo primero que hace es asomarse en pijama a la calle. Aparta unos segundos la cortina y mira primero a las ventanas de enfrente y luego a la calle. Se fija en los coches aparcados, para comprobar las matrículas. Sale hacia las ocho y media. Traje, corbata, anorak verde oscuro. Piso 3.º izquierda, calle Granados, 14, finca con cinco plantas y dos ascensores. Barrio de clase media baja, apartado del centro histórico. Mujer de la limpieza en el portal miércoles y viernes. La calle va a salir a una avenida de mucho tráfico que termina en la circunvalación, a unos 2 km del cruce para Madrid. Salida más fácil a pie hasta la avenida, y de allí 90 km de carretera mala hasta la autovía en Bailén».

Pero quién puede averiguar de verdad algo, mediante la inteligencia o la adivinación, si nadie sospecha ni descubre nada, a no ser gracias a una confesión o a una delación, cualquier rostro es una máscara perfecta y no hay ojos que no brillen emboscados tras la negrura de un antifaz. Los muertos hablan, decía Ferreras, a diferencia de los vivos ellos no esconden ningún secreto, están tan del otro lado del pudor como de la vida, muestran sin palabras todo lo que fueron, lo más íntimo y lo más miserable, lo más despojado, lo más vil, la papilla amarillenta y medio digerida de lo que comieron unas horas antes de morir, la traza de los vicios, el alquitrán en los pulmones, el hígado hinchado por el alcohol, las caries, la cera en el interior de los oídos, la irritación en los esfínteres por la falta de higiene, los efectos del trabajo en las manos, las huellas de nicotina, las quemaduras ácidas del yeso, los rastros de tinta —Fátima tenía una mancha de tinta de rotulador en la yema del dedo índice de la mano derecha, y un pequeño callo en el dedo corazón, de los que les salen a los niños de escribir apretando mucho el lápiz.

El jardín de una casita de verano

el jardín de una casita de verano

03 noviembre 2024

3 de noviembre

 El 3 de noviembre de 1918, la jornada histórica de Trieste, realmente había de resultar bien poco idónea para burlas.

A las ocho de la tarde Mario, a instancias del hermano que tras haber oído contar del desembarco de los italianos quedaba en cama ansioso de saber más noticias, se acercó hasta el café a tomar aquel mejunje endulzado con sacarina que los triestinos se habían habituado a considerar café.
De entre sus conocidos solo encontró allí a Gaia que, sentado en un diván, descansaba del par de horas que había pasado de pie. Sintiéndolo mucho por él, hay que decir que Gaia era la viva imagen del espíritu del mal. No que por ello fuera feo. A los cincuenta y cinco años su cabellera era de un blanco reluciente que reflejaba la luz con destellos como de metal, mientras el mostacho que le tapaba los labios finos seguía siendo oscuro.
Enjuto y nada corpulento, habría dado la impresión de ser ágil si no fuera porque iba algo encorvado y porque su cuerpo menudo soportaba el peso de una barriguita que destacaba prominente y fuera de proporción, más baja que la que típicamente provoca en los hombres la falta de actividad, o simplemente el buen apetito: una barriga de esas que los alemanes —que de esto entienden— achacan a la acción de la cerveza. Sus ojillos negros ardían de alegre malicia y presunción. Tenía la voz ronca propia del bebedor y a veces la forzaba para gritar, pues se regía por la regla de que es preciso hablar algo más alto que el interlocutor. Cojeaba, como Mefistófeles, aunque a diferencia de aquel no siempre de la misma pierna, porque el reúma lo atacaba unas veces por la derecha y otras veces por la izquierda.
Mario, a pesar de ser mayor que él y de tener todo el pelo blanco —como es de rigor en las personas serias a su edad— en su rostro lozano, tranquilo y sereno, se percibía que era claramente rubio.
Gaia hablaba, excitándose, de los diversos episodios que había presenciado desde el mediodía. Hacía retórica, pues era llegado el momento de inflar su patriotismo, que hasta que no llegaron los italianos no había sido grande. Él sabía inflarlo todo, dispuesto siempre a exaltarse por cualquier cosa que fuese, con tal que fuese del agrado de quienes eran clientes suyos o podían pasar a serlo.
Oídas desde lejos, hoy las palabras que dijo Mario podrían tacharse de retóricas. Pero es preciso recordar que en aquella jornada hasta las palabras —particularmente en boca de a quienes no había tocado en suerte actuar— tenían obligación de ser altas y heroicas. Mario trató de afinar su ingenio para estar a la altura de la situación y, como es natural, se acordó de que él era un literato. Se despertó lo más refinado de su naturaleza, deseosa de proyectarse hacia la historia. Dijo, literalmente: «Quisiera ser capaz de describir lo que hoy siento». Y tras una ligera vacilación: «Haría falta una pluma de oro para inscribir las palabras sobre un pergamino miniado».
Era una renuncia dado que en Trieste entonces, entre otras muchas cosas, no había plumas de oro ni pergaminos miniados. Pero a Gaia le pareció todo lo contrario y se irritó como saben irritarse los borrachos.
Le pareció una enormidad que Mario Samigli osase ni tan solo aludir a su pluma ante un acontecimiento de importancia histórica. Apretó los labios como para esconder el gran insulto que por generación espontánea se le estaba formando en la boca y abrió el puño que se le había cerrado solo, de ver la lozana nariz del literato; pero no pudo reprimir otra reacción más eficaz que la palabra e incluso que el puño, y que llevaba pensada largo tiempo si bien aún no estaba todo lo madura que podría quedar preparándola con esmero: la burla se descargó sobre la cabeza del pobre Mario como si fuera un explosivo que por azar entra en contacto con el fuego.
Y así Gaia aprendió que la burla, como todas las demás obras de arte, se puede improvisar. Como él no creía que fuese a salir bien, pensaba darle fin en cuanto le hubiese servido para manifestarle su desprecio a aquel presuntuoso. Pero resultó que Mario picó el anzuelo de tal modo que arrancárselo habría supuesto un gran esfuerzo. Y Gaia dejó que la burla siguiera viva, sabiendo que además en Trieste no abundaban las diversiones. Había que resarcirse de una época de seriedad que había durado demasiado.
Le dio comienzo con vehemencia:
—Se me olvidaba decírtelo. Se olvida uno de todo, en un día como hoy. ¿Sabes a quién he visto entre la gente que aplaudía? Al representante de la editorial Westermann de Viena. Me acerqué a él, para que se fastidiara. Aplaudía él también sin saber una palabra de italiano. Y en lugar de picarse, inmediatamente se puso a hablar de ti. Me preguntó qué compromisos tenías con tu editor respecto a tu vieja novela Una juventud. Ese libro lo vendiste, ¿no?, si no me equivoco.

Enriketa ve un fantasma